Fiesta de la Presentación del Señor en el Templo

Homilía del Obispo de Almería.

Queridos hermanos sacerdotes;

Queridos religiosos y religiosas y personas de vida consagrada;

Hermanos y hermanas en el Señor:

Coincide este año en el calendario litúrgico el IV domingo del tiempo ordinario con la fiesta de la Presentación del Señor en el templo, que por ser fiesta del Señor celebramos también en domingo. Es ésta una fiesta que prolonga la contemplación del misterio de la humanidad del Hijo de Dios, que hecho carne se somete por entero a la ley mosaica. Como dice el Apóstol: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos» (Gál 4,4-5). Por la carne del Señor hemos sido liberados y hechos hijos. Esta fiesta tiene una honda resonancia mariana, porque el Hijo de Dios recibe de la María su humanidad, y así aparece la Virgen Inmaculada, fruto primero de la redención de Cristo, liberada de todo pecado desde el primer instante de su ser natural, sometiéndose a la ley de la purificación para devolverle al hombre la libertad perdida por el pecado.

Siendo una fiesta del Señor, es también percibida por la piedad de los fieles como una fiesta mariana, porque María es inseparable de la humanidad del Hijo de Dios, que es también hijo suyo. María, llevando al Niño en sus brazos, acudió al templo con José su esposo a los cuarenta días del parto para cumplir con la ley mosaica, dando lugar al encuentro de Jesús y del pueblo creyente representado en los ancianos Simeón y Ana, que se llenaron de gozo al contemplar en el Niño la salvación y la gloria de Israel y la luz de las naciones. Bien pudo alabar exultante de gozo espiritual Simeón el encuentro con la esperanza cumplida de su fe: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32). María y José han hecho posible este encuentro. María nos lleva siempre a Cristo, porque ella lo llevó en su seno, lo abrazó en su regazo maternal y, llevándolo en sus brazos, lo mostró al mundo como aquel que es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9).

Al entrar Jesús en el templo, se han disipado las dudas del «resto de Israel», la fe de los piadosos, que aguardaban «el Consuelo de Israel» (Lc 2,25), ha encontrado aquel al que tendía y buscaba, cumpliéndose de forma no sospechada las palabras proféticas de Malaquías: no entró en el templo el mensajero del que había de venir, sino el mismo Señor, Mesías de Israel y Salvador de las naciones (Mal 3,1). No era el mensajero la luz, sino «quien debía dar testimonio de la luz» (Jn 1,8). Como nosotros mismos, estamos llamados a ser testigos alegres de la salvación que hemos conocido. A ello nos invita esta Jornada Mundial de la vida consagrada que celebramos cada año en esta fiesta del Señor, acompañados de la Virgen María que nos lleva hasta él, para mostrarnos al Salvador de las naciones.

Hemos venido hasta el altar en esta procesión de luminarias realizando en ella el símbolo de la iluminación que Cristo trae a los hombres, brillando como luz poderosa que ilumina nuestras tinieblas al resucitar de entre los muertos. El misterio pascual cuya realidad y eficacia hacemos presente en esta celebración eucarística ilumina la vida de los seres humanos proyectando sobre ella los rayos de la esperanza y el gozo de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

El bautismo consagra la existencia de cada cristiana y lo inserta en Cristo, iluminando toda su vida; y la vida de consagración lleva el bautismo hasta sus consecuencias más insospechadas, haciendo de la consagración a Dios de la propia vida un signo visible de la vida futura. Apuntando hacia Dios mientras sirven a los hombres, las personas de vida consagrada reflejan la salvación y con María se hacen portadoras de aquel que es la luz y la salvación misma. La vida de consagración es anuncio gozoso del que viene a salvarnos y deja ya sentir en las obras de amor de los religiosos y religiosas y de todas las personas de vida consagrada que Dios salva porque libera y, que Dios es misericordioso porque es amante de la vida, que tiene en Dios su origen; porque Dios «sana los corazones destrozados y venda las heridas» (Sal 147/146,3).

El misterio de Cristo es misterio de comunión del Hijo de Dios con la miseria humana originada en el pecado; es un misterio de entrega que revela el amor que la inspira y alimenta: el amor del «Padre las misericordias y Dios de todo consuelo» (2 Cor 1,3). Quien da testimonio de este misterio de amor rebosa misericordia y amor por los demás, pero sobre todo por cuantos sufren y necesitan el consuelo de quienes siguen amando a pesar de las dificultades que el mundo pone y las tentaciones con las que pretende seducir a los discípulos de Cristo. Por esto mismo, la vida de consagración lleva consigo el desprendimiento y la obediencia de la fe que libera y hace posible la entrega generosa a los demás.

La Sagrada Familia no podía rescatar al Niño sino con los pobres bienes de los humildes, entregando al templo las dos palomas o pichones que acreditaban la piedad y permitían a los donantes cumplir la ley. Este rescate, sin embargo, sólo era simbólico, porque Jesús estaría por entero consagrado a Dios, más aún, sólo él estaba destinado por el Padre a ser el Ungido de Dios para salvación de los hombres. La vida de consagración de Cristo sería desde el principio, como dijo él mismo a su madre María: «estar en la casa de mi Padre» (Lc 2,49), mas no en el templo de Jerusalén donde fue encontrado por sus padres y que amaba y purificó frente a los comerciantes que lo profanaban, sino en el ámbito de la nueva relación con Dios que su cuerpo y su persona ofrecían al mundo. Por eso dijo a los custodios del Templo, después de haberlo purificado del tráfico del comercio y de las mesas de los cambistas: «Destruid este santuario y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19).

Mediante su entrega al designio del Padre, a la pasión y a la cruz, Jesús entró en plena comunión con nosotros, para liberarnos, y «aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos» (Hb 2,15). Estas impresionantes palabras del autor de Hebreos nos dicen que la consagración de Jesús vivió en obediencia de fe al Padre, una obediencia que consuma nuestra fe y nos trae la libertad interior que se manifiesta en la vida de consagración. Por eso el gozo de que son portadores las personas de vida consagrada mana de la convicción de fe; no se corresponde con el gozo del mundo, que fía en el disfrute de los bienes de este mundo la felicidad que el hombre ansía. Es el gozo y la alegría de quien elige la pobreza como forma de vida, que libera y dispone mejor al servicio del prójimo.

La Jornada mundial de la Vida consagrada ha de servir a la alabanza divina, por el don admirable de la consagración de vida, que enriquece a la Iglesia y la acredita como servidora de los hombres; y ha de contribuir al mayor conocimiento y estima de los carismas de la vida religiosa por todos los fieles. Es una Jornada de alabanza y acción de gracias, porque Cristo llama en su Iglesia a hombres y mujeres que todo lo entreguen por la perla preciosa del Reino de los Cielos. Éste se parece —dice el Señor— «a un mercader que anda buscando perlas finas, y que al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra» (Mt 13,46). Jesús ponía así de manifiesto que todo lo demás viene por añadidura y es en sí relativo.

Finalmente, la castidad caracteriza una vida de consagración como forma de pobreza y de capacitación plena para amar sin reservas a Dios y al prójimo. El celibato y la virginidad no son contrar
ios al matrimonio, sino un don que tiene el mismo origen que el amor esponsal, porque una y otra forma de amor procede de aquel que es la fuente del amor y su misma consumación. Dios que otorga el don, concediendo el carisma religioso a algunos hombres y mujeres es el que ha comparado su amor por la humanidad con el amor del Esposo y ha hecho de Cristo Esposo de la Iglesia. Dios es del mismo modo el que por medio de Cristo ha elevado a sacramento el amor de los esposos, haciendo de las nupcias humanas un sacramento del amor divino.

Sin religiosos y religiosas, sin personas de vida consagrada todos seríamos más pobres, porque la Iglesia perdería una referencia constitutiva de su cuerpo social y de su realidad mística y espiritual. Pidamos hoy al Señor de la mies que suscite, entre los jóvenes, vocaciones a la vida religiosa y a la consagración de vida en sus diversas formas y carismas. Jóvenes que se dejen contagiar de la alegría de hacer de Dios el principio y fundamento de la vida relativizando todo lo demás por su amor, para así mejor entregarse a los hombres siendo portadores del gozo de la salvación. Que la santísima Virgen nos lo conceda.

Catedral de la Encarnación

Fiesta de la Presentación del Señor

2 de febrero de 2014

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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