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Normas por las que se regula la creación de nuevas hermandades del Rocío en las diócesis de las provincias eclesiásticas de Granada y Sevilla

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    Los obispos de las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla establecen para sus respectivas diócesis las presentes normas, por las que se ordena el procedimiento para erigir canónicamente nuevas Hermandades del Rocío
Naturaleza
    1. Las Hermandades de Nuestra Señora del Rocío son asociaciones públicas de fieles, conforme a lo prescrito por el nuevo Código de Derecho Canónico en sus cáns. 298-320.
Requisitos previos a la erección de una nueva Hermandad
    2. Antes de proceder a aceptar la formación de una nueva Hermandad del Rocío se ha de verificar su conveniencia pastoral, analizando si los motivos que se exhiben al solicitar su creación responden a necesidades concretas y a los fines que el Código de Derecho Canónico reconoce a las asociaciones públicas de fieles.
    3. Corresponde al párroco en cuya demarcación parroquial se pretende crear la nueva Hermandad recabar el parecer de la Comunidad parroquial, bien a través del Consejo Parroquial de Pastoral u otro organismo similar, bien por procedimiento distinto, aprobado por el Ordinario diocesano.
    4. La iniciación de actividades de una nueva Hermandad del Rocío, en orden a su creación, comprende los siguientes requisitos:
    a) Autorización previa del Ordinario diocesano, oído el parecer del párroco (n.3).
    b) Inscripción de los fieles, mayores de edad, que se proponen este objetivo, en número no inferior a 100.
    c) A partir de la autorización previa por el Ordinario, desarrollo de un programa de formación cristiana, que comprenda los contenidos básicos de la catequesis de adultos, con especial referencia a los fundamentos del apostolado seglar, la celebración de la liturgia y del culto mariano. Este programa durará el tiempo conveniente para completar la formación de los hermanos.
    5. Las actividades correspondientes al período de iniciación serán orientadas, o al menos supervisadas, por el párroco.
Erección canónica
    6. Superado el período de iniciación, se podrá proceder a la redacción y presentación de los estatutos ante el Ordinario diocesano, solicitando su aprobación y la erección canónica de la nueva Hermandad.
    7. En tanto no se obtenga dicha erección canónica, los iniciadores de la Hermandad carecen de atribuciones para organizar actos públicos y recabar la ayuda económica de los fieles.
    8. En el texto de dichos estatutos deberán constar los fines específicos que la configuran y cuanto se refiere al régimen interior de la Hermandad, así como su inserción en la parroquia, a tenor del Derecho Canónico y las disposiciones sobre Hermandades y Cofradías vigentes en la diócesis respectiva.
    9. Una vez erigida canónicamente la nueva Hermandad, el Ordinario diocesano lo comunicará al Ordinario de Huelva, el cual dará cuenta, a su vez, a la Hermandad Matriz de Almonte, que sólo mantendrá relaciones con aquellas Hermandades que hayan sido notificadas en la forma antes dicha.
    Las presentes normas entran en vigor el día de la fecha.

Córdoba, 14 de octubre de 1983

ANTONIO HIRALDO VELASCO

Secretario General

Ante las elecciones para el parlamento andaluz

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    1. El pueblo andaluz se dispone a darse a sí mismo el primer Parlamento y el primer Gobierno autónomo, en unidad solidaria con los otros pueblos de España.
    Como obispos de la Iglesia en esta tierra, venimos siguiendo con interés y esperanza las etapas del proceso autonómico y nos hemos pronunciado sobre el mismo el febrero de 1980 y en octubre de 1981. Hoy volvemos a hacerlo, ante el momento, decididamente histórico, de nuestras primeras elecciones legislativas.
    2. claro que, como Pastores de la Iglesia, estamos al margen de posiciones de partido, respetamos todas las opciones democráticas y reconocemos la libertad de nuestros fieles para votar como les dicte su conciencia. Sólo nos corresponde recordar los criterios morales y los métodos evangélicos que deben guiar esa decisión personal.
    3. Consideramos, ante todo, un deber de los partidos aclarar abiertamente ante los electores el contenido de sus programas políticos, para que los votantes actúen con conocimiento de causa. En cuanto a los representantes que salgan elegido, habrán de sentirse obligados a legislar y gobernar en estricta fidelidad a los compromisos contraídos con sus electores. Toda la clase política ha de sentirse llamada a despertar la confianza del pueblo en los poderes públicos, anteponiendo el bien común a los intereses de partido.
    4. Con todo, el pueblo sigue siendo el verdadero protagonista de su propio destino y cada ciudadano comparte proporcionalmente esta responsabilidad. Que ni el desencanto ni la desconfianza, por muy justificados que puedan parecer, conduzcan a nadie a una abstención irresponsable. La Andalucía que queremos será la resultante de un empeño generoso y abnegado de todos sus hombres y mujeres.
    5. Se plantea a veces a la conciencia cristiana una cierta perplejidad. ¿A quién elegir o por quién votar, si ningún programa político responde plenamente al proyecto cristiano sobre el hombre y sobre la sociedad?¿Qué hacer cuando, incluso, se tienen graves reservas sobre los contenidos o tendencias del programa o de la línea de cada partido? Aquí deberá decidir un juicio prudente en dónde esté la solución más aceptable o la menos rechazable.
    6. Esto supone ciertamente reconocer lo que se vota, por qué se vota y en qué circunstancias se vota. Este obliga, sobre todo, a que nuestro voto sea consecuente con la madurez ciudadana y con la formación cristiana. Resultaría absurdo que la opción de un católico en las urnas fuera contradictoria con nuestra idea del hombre y de la sociedad, de los derechos humanos y de las reglas de convivencia, de los valores morales y de las creencias religiosas.
    7. Por lo que toca a la Iglesia, ella quiere estar presente, de una manera abierta, respetuosa y llena de esperanza en esta hora de Andalucía. Procuraremos poner a contribución todo lo que la Iglesia es y significa en esta tierra, para que nuestro pueblo se realice cada vez más por sí mismo y se desarrolle en todas sus dimensiones.

Córdoba, 17 de abril de 1982

Declaración colectiva de los Obispos de Andalucía ante el referéndum sobre el estatuto autonómico

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    Los obispos de las diócesis andaluzas venimos siguiendo, con interés pastoral, los pasos sucesivos que va dando nuestro pueblo hacia una creciente responsabilidad autonómica, dentro del marco unitario del Estado español.
    Cierto que, como ya dijimos en febrero de 1980, “la organización político-administrativa del Estado es materia opinable entre los ciudadanos y que nadie puede ser forzado ni impedido en una opción concreta por razón de su fe cristiana”. Pero el hecho de que el pueblo andaluz haya de adoptar medidas comprometen su futuro pone en juego el sentido moral de los ciudadanos y les obliga a elaborar un juicio de conciencia.
    Es en esta plano ético y espiritual –donde opera la responsabilidad íntima de cada persona y de cada cristiano- en el que encuentra su justificación la palabra evangélica de los Pastores de la Iglesia. La dijimos cuando se sometieron al electorado dos alternativas autonómicas sobre Andalucía. Y volvemos a decirla ahora, ante el referéndum del 20 de octubre, que somete a veredicto popular la aprobación o no del texto de Estatuto de Autonomía, elaborado por las fuerzas políticas andaluzas y hecho suyo por el Gobierno y el Parlamento español.
    Sea cual fuere la decisión personal a la que llegue en conciencia cada miembro del censo electoral, consideramos que a todos nos afectan las siguientes observaciones:
1.    No es moralmente correcto despreocuparse o inhibirse de los asuntos que conciernen al porvenir de nuestro pueblo ni de las fórmulas que se nos consultan para decidir en una u otra dirección.
2.    Carecen, por lo mismo, de justificación las actitudes ante el referéndum fundadas en la indiferencia, la comodidad, el apasionamiento, la insolidaridad o el menosprecio de los asuntos públicos.
3.    El referéndum sobre el Estatuto de Autonomía nos encara a todos los andaluces con nuestra responsabilidad ciudadana, nos exige un conocimiento básico de los que votamos o dejamos de votar y nos obliga a ponderar con seriedad las consecuencias de nuestra decisión.
4.    En cualquier caso, sobre el interés del propio partido o de la filiación ideológica, debe imponerse en un monumento como éste el bien general del pueblo andaluz, en apertura solidaria y cordial a todos los pueblos de España.
5.    A la luz de la doctrina social de la Iglesia, cada cristiano está llamado a participar en las tareas colectivas de la comunidad humana a la que pertenece, aportando a la vida pública el mensaje y el testimonio del Evangelio. En este sentido, Andalucía, por su postración social, por sus valores culturales y religiosos que la distinguen, constituye una llamada a nuestra conciencia creyente y a nuestra responsabilidad pastoral.
    Como pastores de la Iglesia en Andalucía, queremos permanecer fieles a estas exigencias y apoyamos sin reservas a cuantos realicen algo positivo a favor de nuestro pueblo.

Córdoba, 17 de octubre de 1981.

Líneas de acción para la pastoral educativa aprobadas por los Obispos del Sur de España

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1. EDUCACIÓN CRISTIANA
    1.1. Facilitar el progreso y el desarrollo de los "proyectos educativos" que se definen por su referencia explícita al Evangelio de Jesucristo, como un servicio leal a las familias y a nuestra sociedad y como un derecho de cuantos libremente lo eligen.
    1.2. Favorecer las iniciativas en curso para que la "escuela de la Comunidad Cristiana", como lugar de evangelización e institución eclesial, sea signo del Evangelio al servicio de todos, cauce del progreso humano en justicia, verdad y libertad y medio para la edificación de la Iglesia.

2. ENSEÑANZA RELIGIOSA ESCOLAR
    2.1. Desarrollar las líneas pastorales asumidas en el documento colectivo Las Iglesias diocesanas en Andalucía, relativas a los "dos grandes campos de atención y dedicación para los educadores de la fe. El primero, por prelación y amplitud, las comunidades de Iglesia: las parroquias principalmente y centros docentes con proyecto educativo explícitamente cristiano. El segundo, el mundo de la escuela en general, donde se imparte la formación religiosa, dentro del marco, constitucional y concordado, de la libertad religiosa" (n.55).
    2.2. Proseguir el diálogo y el estudio entre los sacerdotes, religiosos, padres y educadores, para lograr una verdadera comprensión y estima del significado y de la importancia de la enseñanza religiosa escolar a la luz de la doctrina de la Iglesia y de las orientaciones del episcopado. Entre otras cosas, hay que destacar la dimensión educativa y no meramente informativa de dicha enseñanza, de acuerdo con los fines de la escuela.
    2.3. Adoptar las medidas necesarias para garantizar a cuantos solicitan la enseñanza religiosa escolar el servicio de calidad al que tienen derecho. Urge prevenir el posible desencanto de los padres y alumnos que solicitan responsablemente esta enseñanza y, fundamentalmente, ser fieles a la seria responsabilidad que entraña la oferta del mensaje cristiano en el marco escolar.
    2.4. Para mejorar la calidad de la enseñanza religiosa se propone:
– conocimiento directo del desarrollo real de la enseñanza religiosa;
– formación permanente del profesorado:
● Desarrollo de cursillos en sus diversas modalidades.
● Promoción de equipos diocesanos o interdiocesanos de monitores;
– una atención preferente al trabajo académico y pastoral en las escuelas universitarias del profesorado de EGB;
– la organización de los departamentos y seminarios de enseñanza religiosa en los centros;
– la información y orientación sobre los catecismos y libros de texto existentes. Valoración y utilización de estos instrumentos.
3. SERVICIO PASTORAL A LA ESCUELA
    3.1. Promover acciones pastorales en el ámbito escolar (actividades complementarias de carácter formativo y de asistencia religiosa) con ocasión de la pastoral de la iniciación cristiana, los principales tiempos litúrgicos, las jornadas nacionales de Iglesia y otras posibilidades de pastoral juvenil.

4. RESPONSABILIDAD DE LA COMUNIDAD CRISTIANA
    4.1. Orientar las conciencias y las acciones pastorales de manera que los sacerdotes, religiosos y seglares asumen un papel activo y responsable para el desarrollo y cumplimiento de los objetivos de la enseñanza religiosa escolar:
– Es urgente lograr una nueva actitud positiva y corresponsable ante la formación religiosa escolar, como dimensión integrante de la acción pastoral  y de la misión de la Iglesia.
– Es necesaria una mayor sensibilidad y aprecio hacia cuanto significa la educación y la cultura en la vida de los hombres y de la sociedad, educación y cultura no son realidades ajenas a la misión de la Iglesia.
– El efectivo ejercicio de la enseñanza religiosa escolar interpela la conciencia de los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, padres de alumnos y educadores cristianos.
– La enseñanza religiosa y la catequesis son dos acciones complementarias que no se excluyen ni se suplen. Establecer una alternativa en esta materia es un falso dilema.
– La formación pastoral y apostólica de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos y seglares supone necesariamente una adecuada preparación en materia pastoral educativa, a la luz de la doctrina de la Iglesia.

5. PADRES DE ALUMNOS
    5.1. Orientar a los padres en los momentos en que deben decidir su opción a favor de la enseñanza religiosa, al inscribir a sus hijos en los centros. Las diócesis prestarán especial atención a este tema el próximo día 1 de junio.
    5.2. La petición de la enseñanza religiosa escolar para los hijos exige una positiva colaboración con el profesorado de religión y la dotación a los alumnos de los instrumentos necesarios para el estudio y formación. Los padres han de ser conscientes de la necesidad de seguir de cerca el proceso educativo de sus hijos y de dotarlos del imprescindible libro de texto de religión.
    5.3. Los padres cristianos han de participar en la vida de la escuela, desde su propia condición, con su presencia en las Asociaciones de Padres de Alumnos y órganos colegiados del centro, aportando los valores del Evangelio. Cumplirán mejor su deber de “primeros y obligados educadores” si se integran en grupos de matrimonios cristianos. Urge la promoción de una pastoral matrimonial y familiar en las parroquias.

6. PROFESORADO DE RELIGIÓN
    6.1. Los profesores de religión de los diversos niveles educativos son una porción cualificada del Pueblo de Dios en el desempeño de su función educadora, ya en virtud del sacerdocio común de los fieles o de su especial consagración y dedicación  a la oferta del mensaje cristiano a los alumnos.
    Hay que promover entre sacerdotes, religiosos y seglares el reconocimiento y apoyo efectivo a este profesorado y a su labor. Los obispos y los párrocos visitarán y tratarán personalmente a estos profesores.
    6.2. Las parroquias, los responsables de zona y delegados diocesanos han de disponer en el mes de septiembre de una lista de personas que puedan asumir, en caso necesario, la enseñanza diocesana religiosa escolar.

7. LOS EDUCADORES CRISTIANOS
    7.1. Hay que promover ámbitos de encuentro, estudio y diálogo para los educadores cristianos, profesores de diversas materias y niveles, a fin de ponen en común su fe, actualizar su formación y compartir sus experiencias. Urge la elaboración de material adecuado.
    7.2. Las parroquias, las asociaciones seglares y los organismos pastorales de la diócesis prestarán una atención singular a los alumnos de la Escuela Universitaria del Profesorado.

8. PASTORAL UNIVERSITARIA
    8.1. Dedicar una sesión de trabajo de los obispos del Sur al estudio de la pastoral universitaria.

9. COORDINACIÓN PASTORAL
9.1. El servicio de la Iglesia a la educación forma parte de la acción pastoral de las parroquias y arciprestazgos. El bien de los alumnos reclama una conjunción de esfuerzos para que cuantos integran la comunidad educativa (padres, alumnos y educadores) reciban una atención coherente y eficaz.
    9.2. Es necesario promover iniciativas que desarrollen, en la práctica, el principio de la complementariedad entre la enseñanza religiosa y la catequesis.
    9.3. Dotar a cada arciprestazgo o zona de un responsable de la pastoral educativa, para orientar, animar y coordinar a cuantos se ocupan de la educación cristiana.
    9.4. Intensificar las relaciones de los delegados diocesanos y responsables de zona con los Servicios de Inspección Técnica del Ministerio de educación y con los directores de los centros.
    9.5. Procurar una progresiva distribución de responsabilidades y funciones en la pastoral educativa a nivel diocesano o zonal. Hacer que el organigrama de la Delegación diocesana, estudiado en las reuniones del presente curso, cobre vida dedicando las personas necesarias.
    9.6. Mantener un sistema de colaboración y coordinación entre las Delegaciones diocesanas de enseñanza del sur de España, con la ayuda permanente de un obispo.

Córdoba, 12-13 de mayo de 1980.

Las iglesias diocesanas en Andalucía

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I. POR QUÉ TRATAMOS EL TEMA
Queridos sacerdotes, religiosos y fieles:
1. Pronto se cumplirá un decenio del primer encuentro fraternal entre los obispos del sur de España, cuando festejamos juntos en Montilla la canonización de San Juan de Ávila y tomamos el acuerdo de celebrar reuniones periódicas para poner en común nuestras vivencias pastorales y ayudarnos mutuamente en el servicio a nuestras comunidades.
    Son ya treinta los contactos de esta índole que nos han enriquecido y estimulado. A esa experiencia colegial debemos en buena parte una mayor sintonía con los problemas de la región y un conocimiento más hondo del catolicismo andaluz, al par que han crecido también nuestra amistad personal y nuestra comunión como hombres de Iglesia.
2. Del trabajo colegial entre las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla ha emanado igualmente una serie de documentos colectivos sobre la problemática social y pastoral de nuestro pueblo: la emigración, el paro, los temas educacionales, las responsabilidades políticas, la idiosincrasia religiosa, la situación del clero y de los aspirantes al sacerdocio .
    Desde hace años venimos reflexionando sobre un punto-eje de la fe y de la vida cristiana, por la importancia que encierra en sí mismo y por la atención y el esclarecimiento que parece reclamar en las circunstancias actuales. Es el de la Iglesia diocesana, como realización en cada diócesis del misterio de la Iglesia universal, como Pueblo de Dios que nos une a pastores fieles, como signo de salvación y de liberación en esta tierra y en esta hora, como casa de familia bien avenida y con muchas moradas, como comunidad profética que evangeliza y catequiza. Os presentamos en esta páginas el fruto de nuestras reflexiones, con la invitación a que las compartáis y a que las completéis con las vuestras .
Nueva conciencia comunitaria
3. Nuestro siglo es el siglo de la Iglesia. Pío XI, con su impulso a las misiones y a la Acción Católica; Pío XII, con su encíclica Mystici corporis, y sobre todo el Concilio Vaticano II, en el que la Iglesia católica respondió, como San Juan Bautista (Jn 1,22), a la pregunta “¿qué dices de ti misma?”, han situado el misterio eclesial en lo más hondo de la experiencia cristiana. En este proceso se sitúan la encíclica Ecclesiám suma de Pablo VI y el discurso a la Asamblea de Puebla de Juan Pablo II.
    Los teólogos han centrado en la eclesiología su reflexión sobre la fe; los laicos y los religiosos sienten que son Iglesia y hacen Iglesia, superando un subconsciente secular que reservado el nombre – y a veces el contenido de Iglesia – al clero y a la jerarquía. La misma espiritualidad está hoy penetrada de eclesialidad.
4. Sin embargo, no todo son luces en el horizonte. La conciencia del Pueblo de Dios, a partir del Vaticano II, ha ido descubriendo dos asechanzas para la vida eclesial del creyente: vivir el misterio de la Iglesia universal, sin compromiso con la propia comunidad diocesana, puede conducir a la evasión y a la abstracción; desarrollar la vida cristiana en una comunidad menor, sin referencia doctrinal, solidaria y vital a una Iglesia con mayúscula, nos empobrece en el parroquialismo, cuando no en el sectarismo.
    Parece claro que los católicos de hoy, al menos en nuestro pueblo, nos seguimos sintiendo con mayor intensidad fieles de la Iglesia universal y feligreses de nuestra parroquia que miembros de una Iglesia diocesana. La conciencia diocesana, que, como veremos, es importante, queda oscurecida entre la parroquial y la universal, necesaria ambas, pero insuficientes.
5. Registramos, por una parte, un descubrimiento de la dimensión comunitaria de la fe, que se traduce en la multiplicación de grupos, de equipos, de comunidades, de asociaciones, de hermandades, donde se comparte la fe, se ejercita la comunión, ser promueve el testimonio evangélico, se estimula el compromiso temporal.
    Con todo, la gran tarea pendiente recae sobre las grandes mayorías de cristianos, no sólo seglares, que aún no han superado los esquemas del individualismo religioso o que, quizá, vegetan en un parroquialismo rutinario, sin compromiso apenas dentro de su feligresía, y menos con la Iglesia diocesana. La diócesis debe ser la Iglesia, la Iglesia debe ser comunidad. ¡Y cuánto nos falta para llegar a esas metas!
    Mientras no superamos los clérigos, los religiosos y los laicos el concepto puramente territorial, demográfico, administrativo, funcional, de una institución de la Iglesia (diócesis, parroquia, casa o provincia religiosa) para descubrir, en ese cuerpo necesario, un alma de comunión y de participación interpersonal, no nos será fácil vivir como miembros activos de la Iglesia local.
Mentalizarnos y convertirnos
6. Para avanzar en esa dirección, los obispos queremos ofreceros, en este mensaje colegial, algo más que una lección de eclesiología proyectada sobre la realidad diocesana. Daremos, como es obvio, la importancia que merece a la doctrina, puesto que aún no hemos confrontado suficientemente con los datos de la fe y con las enseñanzas de la Iglesia el panorama real de nuestras Iglesias andaluzas. Pero, junto al esclarecimiento teológico, nos preocupa la transformación evangélica de nuestras mentalidades y de nuestras líneas de actuación, a nivel episcopal, presbiteral, religioso, laical. No soñamos en reformas espectaculares ni nos creemos capaces de volver del revés una realidad en la que se acumulan inercias seculares y sedimentos valiosos. Pero sí queremos iniciar una reflexión operativa que abra nuevos cauces a la comunión eclesial y al testimonio solidario de nuestras diócesis.
7. ¿Lograremos con ello ayudar a aquellos hermanos que sientan alergia instintiva ante la Iglesia institución, Iglesia oficial o ante lo que, en términos vulgares, denominan “tinglado”? Lo deseamos, al menos, con sincera voluntad y sin reticencia alguna.
    ¿Acertaremos a iluminar a aquellos otros que limitan la dimensión comunitaria de su fe al grupo cerrado, cuando no hostil, ante el resto del Pueblo de Dios?¡Qué gran servicio nos prestarían si, en el seno de la comunidad diocesana o parroquial, se convirtieran en fermento de comunión, con espíritu abierto y comprensivo!
    ¿Lograremos, al menos, sacudir la inercia mental y espiritual de tantos creyentes “instalados” que no viven apenas las exigencias de su bautismo, ni construyen activamente el Reino de Dios, ni se sienten acuciados por los problemas de los hombres?
    Una Iglesia diocesana renovada debe ofrecer espacios de encuentro, calor de comunión, apertura de espíritu para acogerlos a todos, al tiempo que descubre caminos atractivos para que marche unida, con sus quiebras y ritmos diferentes, la gran familia de los hijos de Dios.
8. Este mensaje se extiende también a otras personas y problemas, tangentes y conectados con la misión de una Iglesia que ha vivido durante siglos en esta tierra y con este pueblo y quiere seguir encarnada en su historia. Nuestras diócesis está enclavadas en el marco histórico de una Andalucía que intenta ahora definir su identidad, conseguir cotas legítimas de autogobierno y superar su endémica postración social y cultural, en igualdad y solidaridad con los otros pueblos de España.
    La Iglesia no es indiferente a este proceso, antes bien lo encuentra coherente con los valores cristianos y desea aportar una respuesta peculiar (religiosa y evangélica) a la problemática de Andalucía.
    Toda nuestra nación ha iniciado una etapa espiritual de nuevo cuño al sancionar en la Constitución la libertad religiosa y al canalizarla en los nuevos acuerdos con la Santa Sede. La enseñanza, el matrimonio, la economía de la Iglesia y otros capítulos importantes de nuestra vida religiosa se ven afectados por la nueva situación y reclaman de nosotros respuestas creativas y sentido de futuro. ¿Sabrán asumir ese talante nuestras comunidades diocesanas?
    Ancho horizonte el que se abre ante nosotros, ya contemplemos hacia adentro, ya hacia fuera, la realidad de la diócesis andaluzas en 1980. Quisiéramos empujarlas con esperanza hacia el tercer milenio en el espíritu que irradia la encíclica Redemptor hominis, de nuestro Santo Padre Juan Pablo II. Ojalá acertemos siquiera a iniciar ese camino.

II. REDESCUBRIR LA IGLESIA DIOCESANA
9. “Las Iglesias, por entonces, gozaban de gran paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo” (Hech 9,31). En este y otros pasajes de los Hechos de los Apóstoles, lo mismo que en otros textos de las cartas paulinas, se expresaba en los tiempos apostólicos la manifestación plural de la única Iglesia. Los creyentes en Jesús vivían, sin dualismo alguno, su pertenencia a una comunidad de fe (familiar, grupal, urbana, regional) denominada Iglesia en todos los casos, y la común inserción en la única Iglesia de Cristo: “llamados y consagrados con todos los que, en cualquier lugar, invocan el nombre de nuestro Señor Jesús, Mesías, Señor de ellos y nuestro” (1 Cor 1,2).
    En toda la historia cristiana los creyentes han experimentado, y superado con mayor o menor equilibrio, esa tensión bipolar dentro del misterio de la única Iglesia. El catolicismo anterior al Concilio Vaticano II marcaba el acento sobre la vertebración de cada fiel con la cristiandad universal más que sobre los compromisos del mismo con su diócesis propia. Tal vez se trataba de una reacción subconsciente, arrastrada durante siglos, ante las escisiones padecidas por la Iglesia, en Oriente y en Occidente.
La eclesialidad de la diócesis
10. El Vaticano II ha sabido darnos, sin acentos polémicos ni vaivenes pendulares, la doctrina de la Iglesia sobre el misterio de la Iglesia. Ante todo, mostrándola como católica y universal, Cuerpo único del Señor, Pueblo santo de Dios, sacramento de salvación para todos los hombres. Ni siquiera las divisiones de los cristianos pueden romper la unidad de la Iglesia. Ese dato de fe, que recogen todos los símbolos, se nos muestra en la constitución conciliar Lumen gentium con un vigor teológico y cristológico impresionante.
    La catolicidad de la Iglesia no sólo hace referencia a su implantación en todos los pueblos – cosa que al principio no ocurría -, sino, sobre todo, a su presencia en todas las Iglesias y con la totalidad de sus elementos en cada una: sacerdocio, profetismo y realeza. Iglesias particulares, “formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única” (LG 23).
11. El término diócesis, sacado, como el de provincia y el de metrópoli, de la organización administrativa del Imperio romano, hace referencia al territorio donde se asienta una determinada colectividad de fieles bajo el cayado pastoral de un obispo. En el lenguaje usual se habla más de diócesis que de Iglesia particular, quizá por la facilidad del primer nombre y la claridad de su significado. Pero nos ronda el peligro de subrayar los elementos topográficos, sociológicos, organizativos, jurídicos, tanto de los jerarcas como del pueblo creyente que rigen.
    Por eso consideramos positivo que el Concilio Vaticano II, aunque siga utilizando profusamente y en recto sentido el vocablo histórico de diócesis, haya recuperado el idioma neotestamentario al denominar Iglesias a unas comunidades más restringidas que la catolicidad universal. Queda así definitivamente superado el recelo instintivo de llamar Iglesia a la diócesis.
    Si bien, más que el nombre, lo que hace al caso es su contenido religioso, el dato de fe que se encierra en la denominación. El propio Concilio nos ayuda a desentrañarlo.
12. La definición más rica y actualizada de lo que es una diócesis o Iglesia local nos la ofrece el decreto conciliar sobre el ministerio pastoral de los obispos: “La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía al obispo para ser apacentada con la colaboración de los sacerdotes, de suerte que, adherida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo, por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en la que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una , santa, católica y apostólica” (CD 11).
13. En ninguna otra institución, comunidad o grupo se hace presente, con tal plenitud y seguridad, el ministerio de la Iglesia de Dios.
    En la diócesis se encuentran los siguientes elementos:
    El Espíritu Santo.    La apostolicidad.
    El Evangelio.    El obispo pastor.
    La Eucaristía.    Los sacerdotes.
    La unidad.    Los fieles, religiosos y laicos.
    La santidad.    La comunión recíproca.
    La catolicidad.
    Por ser Iglesia de pleno derecho, aunque circunscrita geográfica y demográficamente a una “porción del Pueblo de Dios”, a la diócesis le son aplicables todas las riquezas de la eclesiología. Y quizá el paso de mentalización, de auténtica conversión, más importante que tenemos pendiente al respecto sea el de aplicar, con todas las consecuencias, a nuestra Iglesia diocesana cuanto venimos llamando y viviendo, con referencia universal, conciencia de Iglesia, sentido de Iglesia, espíritu de Iglesia.
Como en la Encarnación y en la Eucaristía
14. “La Iglesia, difundida por todo el orbe, se convertiría en una abstracción si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias particulares” (EN 62). Podemos decir que “somos” Iglesia en dimensión universal; pero “vivimos” la Iglesia en la realidad concreta y tangible de nuestra vinculación diocesana.
    Ayuda a captar esta realidad teología la referencia, imperfecta como todas las comparaciones, a dos grandes misterios de nuestra fe: el de la Encarnación y el de la Eucaristía. La Iglesia de Cristo toma cuerpo, como su Señor, y se hace carne en la historia humana al concretarse en un pueblo, una historia y un estilo, que la hacen Iglesia de Corinto, de Tokio, de Kampala, de Huelva o de Cartagena. E imita también el misterio eucarístico del Cristo completo en cualquier fracción del pan, al estar presente, como Cuerpo de Cristo también ella, en todas y cada una de las comunidades diocesanas.
15. “La apertura a las riquezas de la Iglesia particular – dice Pablo VI en la Evangelii nuntiandi – responde a una sensibilidad especial del hombre contemporáneo” (n.62). Sin duda, forma parte del designio de Cristo sobre su Iglesia que el Evangelio se traduzca en una variada gama de expresiones culturales, de acentos propios, de respuestas autóctonas, donde se manifiesta la catolicidad del Pueblo de Dios, cristianismo africano, europeo y japonés; Iglesias de Iberoamérica, de Polonia o de Andalucía.
    En tanto una diócesis es y se llama Iglesia en cuanto hace presente a la que es única y católica. Pecaría por exceso y caminaría a su autodestrucción una Iglesia particular que subrayara tanto sus elementos locales, sus datos diferenciadores, todo lo peculiar y autóctono, hasta oscurecer su pertenencia a un pueblo de Dios universal. En caso semejante, esta institución “perdería su referencia al designio de Dios y se empobrecería en su dimensión eclesial” (Ibíd.).
    “Sólo una atención permanente a los dos polos de la Iglesia –concluye Pablo VI – nos permitirá percibir la riqueza de esta relación entre Iglesia universal e Iglesia particular” (Ibíd.).
No reducir la eclesiología
16. Bajando al terreno de las actividades y de las actuaciones personales, resulta incuestionable que, ante el hecho eclesial diocesano, debemos situarnos en la misma posición de fe con la que, como creyentes católicos, nos situamos ante el misterio de la Iglesia de Cristo. La profesamos en el Credo, junto a los grandes misterios de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como una, santa, católica y apostólica.
    Sabemos bien que, hasta en sus momentos más altos, la Iglesia peregrina no ha dejado de ser una comunidad de pecadores, lo mismo a escala universal que en su realidad diocesana. Pero el creyente asume este dato ya anticipado por Jesús en sus parábolas (trigo y cizaña, red con diferentes peces) sin descalificar a la Iglesia como sacramento de salvación. Sabe que, sobre la humanidad de la Iglesia, muchos se preguntan, con mayor razón que Natanael sobre Cristo: “¿De Nazaret (de esta intitución, de estos hombres) puede salir algo bueno?” (Jn 1,46). Pero quienes saber liberarse de un racionalismo que no salva, quines se dejan iluminar por el Espíritu, reconocen sin esfuerzo en esta institución visible – universal y local – la Iglesia única del Señor, en cuyo seno han sido llamados a la salvación.
    No es preciso acumular demasiados argumentos para respaldar esa afirmación. Los mejores cristianos la viven con serenidad y alegría, sin que esto les dispense de hacer cuanto esté a su alcance, sin orgullo y sin angustia, por purificar el rostro humano de la Iglesia.
17. Debilitan esta posición de fe aquellos cristianos que subrayan obsesivamente los aspectos organizativos, institucionales, sociológicos de la Iglesia como institución visible y añoran demasiado otras épocas en las que se acentuó su carácter de “sociedad perfecta”, paralela a la organización estatal, aunque con fines espirituales. Un excesivo culto a la eficacia temporal de la Iglesia y una homologación poco discriminada con otras instituciones terrenas termina por empañar su testimonio y restarle credibilidad ante los hombres.
    La cercanía y la familiaridad deben impregnar, sobre todo, el estilo de la Iglesia diocesana, por ser ella el ambiente normal donde el clero, los religiosos y el laicado experimentan su condición eclesial. Fuerte responsabilidad para nosotros los obispos, para nuestras curias diocesanas, para toda la indispensable organización comunitaria, que, con su lastre de siglos, presenta no pocas veces una imagen anquilosada, como si prevaleciera en ella la letra sobre el espíritu. Somos conscientes del fenómeno y de los imponderables que obstruyen su superación; pero quede patente aquí nuestra voluntad de mejora.
18. También se da una eclesiología reduccionista, muy repetida en la historia del cristianismo, en aquellos otros que convierten la tensión dialéctica entre carisma e institución, pueblo y jerarquía, evangelio y norma, Cristo y la Iglesia (bipolaridades constitutivas del ser cristiano, que le enriquecen y dinamizan, y que no pueden anularse jamás), en dualismo maniqueo, más o menos confesado. Se descalifica de antemano a la Institución, la Jerarquía y la Ley, para presentar una Iglesia del Espíritu y del Evangelio, como si aquellos elementos no estuvieran dentro de la Iglesia del Señor. Nace esta actitud, como en seguida veremos, de una reducción subjetiva del concepto y el hecho del Pueblo de Dios, tal como nos lo define el Concilio.

III. EL PUEBLO DE DIOS, AQUÍ
19. La parcialidad de los diferentes enfoques, recién descritos, nos remite a la plenitud doctrinal de las enseñanzas conciliares, que tienen su raíz y su tronco en la constitución Lumen gentium, y dentro de ella en el capítulo II, sobre el Pueblo de Dios. Lo damos por conocido y meditado, limitándonos aquí a subrayas, en perspectiva de Iglesia diocesana, algunas afirmaciones luminosas.
    Y, ante todo, el hecho mismo de que los padres conciliares privilegiaran, entre todas las definiciones e imágenes de la Iglesia, esta de Pueblo de Dios. Enraizada con fuerza singular en el Antiguo Testamento, ensancha la dimensión restringida de Israel para descubrirnos un pueblo universal, santo, peregrino, cuyos miembros participan de la dignidad, de la igualdad, de la libertad de los hijos de Dios, que tienen como ley la caridad y como meta el Reino del Padre.
    Pueblo de profetas, sacerdotes y reyes, con carismas diferentes y equilibrada armonía entre pastores y fieles, presididos en la caridad por el sucesor de Pedro. Caben en él los catecúmenos, los iniciados, los cristianos maduros.
    Poseen notables elementos de este Reino y de este Pueblo nuestros hermanos de las Iglesias cristianas separadas, y en diferente medida, todos los hombres de buena voluntad que buscan a Dios con sincero corazón (UR n.3).
20. Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que en la Iglesia no hay ni masa ni elite. La Iglesia no es ni un pueblo masificado ni un pueblo de selectos. No somos un pueblo masificado, porque cada uno es llamado por su propio nombre a la fe (cf. Is 43,1; 45,4; 48,8; Rom 8,30; 1 Cor 7,17; Gál 1,15; 1 Tim 2,12; 5,24; 2 Tim 1,9; 1 Pe 1,15; 2,9). Ni somos un pueblo de seleccionados, porque para Dios no hay acepción de personas ni acostumbra llamar atendiendo a los posibles méritos previos de los llamados (cf. 2 Crón 19,7; Rom 2,11; Ef 6,9; Col 3,25; Sant 2,1; 1 Pe 1,17).
    Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que cada uno de nosotros tiene que trabajar constantemente por desarrollar en su persona la “conciencia de miembro”, superando a toda costa el pronunciado individualismo con que hemos vivido tantas veces nuestra vocación cristiana en todas sus dimensiones: culturales, sociales, económicas, morales, etc.
    Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que en la Iglesia persona y comunidad son realidades insuprimibles, que están en una continua tensión, por la que la persona no puede crecer a costa de la comunidad ni la comunidad puede servirse de las personas anulándolas e instrumentalizándolas. La Iglesia es el lugar donde la persona tiene que crecer gracias a su pertenencia a la comunidad y donde la comunidad crece gracias a la aportación de cada persona.
Nuestras raíces cristianas
21. El Pueblo de Dios encarna en los pueblos de los hombres y se reviste de sus peculiaridades. Es lo que se llama hoy inculturación o aculturación del cristianismo, elemento muy importante de toda evangelización.
    Hablemos, pues, del Pueblo de Dios aquí, en esta Andalucía de historia milenaria y de un presente enormemente vivo. Nuestras Iglesias diocesanas se remiten por tradición a la época apostólica y acreditan históricamente su presencia pastoral y sus gestas de martirio a partir del siglo III. A comienzos del IV, el Concilio de Ilíberis (Granada) sitúa en el primer plano de las Iglesias de España y de la cristiandad a un buen número de diócesis asentadas en la Bética romana.
    Desde entonces nuestras comunidades de fe escriben páginas brillantes en la época patrística: Osio de Córdoba, Gregorio de Elvira, Isidoro de Sevilla; completan la gesta misionera con la catolización de los visigodos, resisten durante siglos la presencia musulmana, con capítulos tan gloriosos como las comunidades mozárabes y su insigne martirologio cordobés; y pasan también por los períodos oscuros, hasta la práctica desaparición de toda presencia visible de la Iglesia en la época inmediatamente anterior a la Reconquista. Nuestra región es reengelizada por impulso de San Fernando en el siglo XIII (Andalucía central y occidental) y de los Reyes Católicos en el siglo XV (Andalucía oriental).
    En el Siglo de Oro nuestras cristiandades renovadas pueden ya aportar a la Iglesia de España y a la universal figuras tan preclaras como San Juan de Dios y San Juan de Ávila, el arzobispo Guerrero, el teólogo Francisco Suárez y el escritor fray Luis de Granada. Posteriormente nuestra historia eclesiástica discurre paralela a la de las demás diócesis españolas.
22. Desde la Reconquista hasta bien entrado el siglo XX, nuestra conformación religiosa, la presencia de la Iglesia en la sociedad y la idiosincrasia espiritual del pueblo se han definido por lo que hoy se llama un régimen de cristiandad. Su último capítulo ha sido el recién expirado Concordado de 1953. Por cristiandad entendemos un modelo de sociedad donde la fe cristiana o católica se da por supuesta en la generalidad de la población; donde la Iglesia es reconocida como institución inspiradora de valores, costumbres y normas de convivencia, y donde la acción pastoral propende más a conservar mediante el culto y la catequesis que a renovar y evangelizar con talante misionero.
    En España y en Andalucía han hecho acto de presencia, desde la Ilustración hasta hoy, los grandes movimientos ideológicos, sociales y políticos de la Europa moderna, produciendo un impacto profundo de secularización y, por ende, un pluralismo real, también en el orden religioso. Ni es objetivo afirmar que “España ha dejado de ser católica”, ni responde a verdad dar por supuesto el compromiso de fe de todos nuestros conciudadanos, aunque esté bautizados en su casi totalidad. Nuestra realidad religiosa es hoy a la par, en proporciones diferentes en cada sitio y difíciles de cuantificar, Iglesia de cristiandad e Iglesia de misión.
    El dato es aplicable a Andalucía, quizá con mayor intensidad en su exigencia misionera. Porque nuestras diócesis están estructuradas casi todas en provincias con capitales grandes y núcleos de población importantes, en contraste con el centro y el norte de la Península, que se caracterizan por su atomización en pequeñas parroquias rurales. Al ser más urbana, Andalucía refleja con mayor fuerza el proceso de secularización. A esto se añade el fenómeno del turismo y el dato de que seis de sus ocho provincias tienen acceso al mar; y es sabido que, por lo común, el litoral, que ayudó en su momento a la evangelización, contribuye ahora al pluralismo y al estado de misión. Finalmente,  la depresión cultural de Andalucía es también carencia de catequización y de prácticas sacramentales, aunque no siempre de fe profunda.
Nuestra fisonomía como pueblo
23. En otras ocasiones los obispos de la región hemos reflexionado sobre la tipología profunda de nuestro pueblo, singularmente en sus rasgos religiosos. Consideramos válido el diagnóstico que publicamos en 1975 en nuestro documento sobre el Catolicismo popular en el sur de España. Copiamos algunos párrafos:
    “Caracterizan a nuestro pueblo su honradez y limpieza moral y su inteligente laboriosidad, unidas a la serenidad y dominio de sí y de su vivísima emotividad; su mesura y buen sentido, su estimación de la cultura y su gozo ante la belleza; la intensidad con que vive el presente y su profunda filosofía de la vida y de la muerte. Le caracteriza también su cordial capacidad de apertura y acogida, su excepcional facilidad para la comunicación y el diálogo, su generosa y valiente solidaridad, junto con un pronto espíritu de servicio, ayuda y comprensión, su fortísimo y entrañable afecto a la familia. Le caracterizan, en fin, entre otros muchos valores, su fértil ingenio y viveza rápida de comprensión y de expresión y su gran capacidad de síntesis; una natural distinción y dignidad que revisten de finura, señorío y buen gusto aun a las personas de más humilde condición; un alegre sentido de la fiesta y un inagotable buen humor para sobreponerse a las penas, admirablemente armonizado con su seriedad para afrontar serena y juiciosamente las cuestiones serias de la vida, con entereza para aceptar reveses y desgracias , y con larga paciencia para soportar las privaciones, las humillaciones y las discriminaciones injustas que lleva consigo la inveterada y dura situación regional, resultado de muchos avatares históricos, opresiones endémicas y estructuras insolidarias.
    No es menos cierto que estos valores están muchas veces bloqueados, como decimos, por lamentables taras colectiva, psicológicas o morales, que es preciso tener el valor de decirle al pueblo, por doloroso que resulte, si de veras se quiere su liberación humana y cristiana y borrar la imagen que otros han formado de él. Tales son: una cierta desidia indolente, la tendencia a un fatalismo conformista, un individualismo fortísimo…” (n.6.3).
El catolicismo popular
24. En el aspecto religioso, el documento citado intenta un análisis amplio y profundo del hecho cristiano en Andalucía, con sus luces y sus limitaciones, con su pobreza y su grandeza. Sin optar, lógicamente, por una “pastoral de cristiandad”, que no respondería ya, aplicada en exclusiva, al estado real de nuestras diócesis, hacemos allí una constatación efectiva y un juicio de valor matizadamente favorable de lo que llamamos “catolicismo popular”. El diagnóstico se condensa en estas líneas:
    “En nuestro catolicismo popular aparece, ante todo, la presencia básica y decisiva de elementos de verdadera fe cristiana, Es cierto que, con frecuencia, los hallamos deformados, incipientes o sin madurez, y que los modos subjetivos con que los entiende esa fe popular no coinciden perfectamente con los contenidos revelados y requieren una profundización catequética. Pero, no obstante, se trata de fe verdadera en Cristo y no tan sólo de anticipaciones pre-evangélicas que estuvieran revestidas de manera  puramente externa como imágenes cristianas, o que hubieran cristalizado con el tiempo en tradiciones populares de apariencia cristiana …
    Hasta tal punto es esto verdad, que la situación religiosa de nuestras regiones puede definirse, de hecho, por el catolicismo popular, que es propio y peculiar de sus gentes. Sobre esa realidad global de base descansa cuanto existe, a los demás niveles, en nuestras Iglesias diocesanas” (n.4).
¿Pueblo de Dios o clase social?
25. De una tal encarnación de las esencias cristianas en el marco geográfico e histórico de Andalucía no deben sacarse consecuencias desmesuradas. ¿Son dos mapas superpuestos, con idénticas medidas, el del Pueblo de Dios en Andalucía y el del pueblo andaluz, sin más? Dicho queda más arriba que, aunque sobreviven entre nosotros abundantes realidades de una Iglesia “de cristiandad”, pesa mucho también el fenómeno de la secularización, incluso entendido como oscurecimiento de la fe y pérdida del sentido religioso. Son muy numerosas las personas y los grupos humanos que constituyen para la Iglesia un campo preocupante de la “pastoral de misión”.
    Y observamos ante este fenómeno dos falacias contrapuestas que enmascaran la realidad: la de aquellos que se resisten ante la historia y siguen esclavos de modelos del pasado sin aprestarse a evangelizar a millares de supuestos creyentes; confunden Pueblo de Dios con pueblo a secas. Y lo mismo les pasa, en la acera contraria, a los que, sin compromiso alguno personal con la fe ni con la Iglesia, consideran patrimonio de todos (celebraciones religiosas, tesoros de arte sacro) lo que corresponde a la comunidad cristiana. Con generosidad y buen sentido, sin juzgar conciencias ni violentar la sensibilidad colectiva, habremos de ir avanzando hacia una clarificación de esferas y competencias. Como bien han afirmado otros obispos españoles, no se puede confundir, sin más, Pueblo de Dios con municipio.
26. Pide asimismo un esclarecimiento el fenómeno de las “comunidades cristianas populares” o, en expresión más corta, de la “Iglesia popular”. Se trata aquí de un movimiento con implantación en Andalucía y en otras regiones españolas. Militan en sus filas sacerdotes, religiosos y religiosas, con seglares de uno y otro sexo. Se inscriben estas comunidades dentro del denominador más amplio de las conocidas como “de base”, aunque con fisonomía propia.
    Estos hermanos nuestros parten de lo que ellos llaman una “teología popular” elaborada en el seno de las propias comunidades con planteamientos cercanos a los de la teología de la liberación. A juzgar por sus escritos – boletines y folletos -, consideran que la Iglesia nace y crece en el pueblo y del pueblo, entendiendo por pueblo la clase social más deprimida y asumiendo la lucha de clases como método válido para la transformación de la sociedad y reforma de la Iglesia, divididas en opresores y oprimidos. La Iglesia popular hace una “opción de clase” por los segundos. No todos los escritos ni todas las actitudes expresan esta radicalidad de planteamientos. Y, en lo que toca a las personas, se dan profusamente en estos grupos hombres y mujeres con sincera voluntad cristiana e incluso con espíritu de Iglesia, quienes aseguran que en modo alguno quieren constituir una Iglesia paralela. Pero algunas actitudes y algunas afirmaciones doctrinales, repetidamente manifestadas, difícilmente salvan a determinados miembros de esas comunidades de tan grave peligro.
    Cuando hablan, con lenguaje equívoco, de reformular la fe por su cuenta y riesgo; cuando critican sistemática y despiadadamente al Papa y a los obispos; cuando se muestran insolidarios con la generalidad de la Iglesia, tal como existe; cuando conculcan en sus celebraciones las más serias normas litúrgicas e incluso atentan contra la doctrina católica sobre el sacerdocio; cuando avalan posiciones equívocas o rechazables sobre el aborto y divorcio .., difícilmente salvarán el peligro de confundir la fe de los sencillos y de resquebrajar la comunión de la Iglesia.
27. No procedemos aquí una condena formal de errores, y menos de personas; pero sí advertimos, como pastores de las Iglesias de Andalucía, sobre unos peligros ciertos y graves que pueden deteriorar las mejores intenciones. Os prevenimos contra el desprecio hacia otras personas y comunidades de Iglesia y hacia el ministerio jerárquico como tal. No puede aprobar esto el Señor. Demostraos a vosotros mismos, con gestos eficaces, que sois fieles a la fe de la Iglesia, que respetáis su magisterio, que ni de palabra ni de obra ensayáis comunidades paralelas.
    Pablo VI supo analizar en la Evangelio nuntiandi (n.58), con su lucidez y finura características, las luces y las sombras del fenómeno mundial de las comunidades de base. Revisad vuestra experiencia a la luz de sus palabras. Sed fermento y levadura dentro de la única Comunidad cristiana, con mayúscula, y no reduzcáis, ni siquiera en vuestras expresiones, el Pueblo de Dios universal a una clase social, por muy digna y sufrida que sea. Todos arrastramos mucha pobreza delante de Dios y a todos nos ha salvado su Hijo Jesucristo.

IV. UNA COMUNIDAD DE COMUNIDADES
28. No nos convertiremos a una vivencia profunda de la Iglesia diocesana, ni ésta, como institución visible, responderá al designio del Señor, mientras no penetremos en el meollo religioso, en el misterio salvador, que anida dentro de ella y da sentido a sus estructuras y a sus funciones. Una vez dicho que en la Iglesia local se hace presente, con toda su riqueza, el misterio de la Iglesia única, todo lo demás es una derivación obvia.
    Dentro del universo de la fe, la Iglesia es un “misterio de comunión”, estrechamente ligado al de la Santísima Trinidad. Un pueblo, como dice San Cipriano, “reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (De oratione dominicali, 23). Doctrina ratificada por el Concilio con estas luminosas palabras: “El supremo modelo y supremo principio de este misterio (el de la Iglesia) es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo” (UR 2). Unidad en la pluralidad, comunidad sin mengua de lo más personal de cada uno. Esta es la ley suprema del misterio trinitario y del ser profundo de la Iglesia.
    Una sola Iglesia diocesana acoge dentro de sí los diversos ministerios y funciones, los más variados carismas, la plural condición sociológica, económica, cultural e incluso ideológica de sus miembros. Unidad y catolicidad son términos inseparables, dialécticos, complementarios. Sólo con categorías de fe y de docilidad al Espíritu podemos vivir como una síntesis, sin tensiones angustiosas ni polarizaciones excluyentes, nuestra pertenencia activa a una Iglesia local.
    Una inspirada expresión de este misterio nos la da San Pablo con su imagen de la Iglesia-Cuerpo de Cristo, en la que cada miembro, sano o enfermo, afecta a la totalidad del organismo, de suerte que un crecimiento o una debilitación parcial justifica sin más la afirmación de que es la persona la que crece o se debilita. Cada miembro sirva a la unidad del cuerpo y de la persona y recibe, en contrapartida, un servicio semejante (1 Cor 12).
29. Toda comunión supone elementos comunes en quienes la comparten. Etimológicamente, esta palabra, communio, en latín, nos remite al término munus, con su doble significado de don o regalo y de tarea o deber. La comunión, en este caso, equivale a recibir o disfrutar juntos unos dones y asumir solidariamente unas responsabilidades.
    En su entraña teológica, la comunidad cristiana –digamos aquí diocesana- es una comunidad de creyentes, de hermanos y de testigos, a un tiempo santos y pecadores. “Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituye Iglesia, a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera” (LG 9).
    La importancia y la peculiaridad de una Iglesia particular y de las comunidades que la integran se debe precisamente a que en esos niveles más reducidos se experimentan en directo los dones y los valores de la comunión: se intercomunica la fe de los miembros, se celebra en común la Eucaristía, se practica el amor fraterno a través del conocimiento mutuo y la acción comunitaria, se hace más visible plásticamente el misterio de la Iglesia una y heterogénea.
El obispo, un signo de comunión
30. No se trata de una comunidad acéfala ni amorfa. Es jerárquica y está estructurada en diversos ministerios y estamentos. Empecemos por el más señalado, el ministerio episcopal. El obispo es elemento constitutivo e indispensable de la Iglesia local: “Una porción del Pueblo de Dios, confiada al obispo, para ser apacentada con la colaboración de los sacerdotes” (véase n.12). “En la persona de los obispos, quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles” (LG 21). Ellos “rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es el mayor ha de hacerse con el menor, y el que ocupa el primer puesto como el servidor”. “Los obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de la unidad en las Iglesias particulares” (LG 23).
    En la Iglesia, los pastores son “pueblos” en cuanto miembros vivos del Cuerpo místico, del que sólo Cristo es la cabeza; pero no son “pueblo” en cuanto asumidos por Jesucristo como ministros suyos: están puestos al frente del mismo en función de la Cabeza. Este misterio eclesial ha sido puesto en plena luz por el Concilio.
31. Según la famosa expresión de San Agustín, “con vosotros somos cristianos y para vosotros somos obispos”. En las circunstancias actuales, que no son precisamente fáciles para el servicio jerárquico, quisiéramos cada uno de nosotros encarnar fielmente la figura episcopal diseñada por nuestros hermanos los obispos participantes en la III Conferencia Latinoamericana, celebrada, hace ahora un año, en Pueblo (México):
    “El obispo es signo y constructor de la unidad. Hace de su autoridad, evangélicamente ejercida, un servicio a la unidad; promueve la misión de toda la comunidad diocesana; fomenta la participación y la corresponsabilidad a diferentes niveles; infunde confianza en sus colaboradores, especialmente presbíteros, para quienes debe ser padre, hermano y amigo (LG 28); crea en la diócesis un clima tal de comunión eclesial, orgánica y espiritual, que permite a todos los religiosos y religiosas vivir su pertenencia peculiar a la comunidad diocesana, discierne y valora la multiplicidad y variedad de los carismas derramados en los  miembros de su Iglesia, de modo que concurran, eficazmente integrados, al crecimiento y a la vitalidad de la misma; está presente en las principales circunstancias de la vida de su Iglesia particular” (Puebla 79, n. 533).
La parroquia y otras comunidades
32. Crear comunión en el seno de la Iglesia diocesana exige hacer de ella una verdadera comunidad de comunidades. Porque los fieles cristianos están articulados en unidades menores, algunas con gran solidez institucional. La más universal y típica en la parroquia, llamada con acierto célula de la Iglesia, porque también ella reproduce a su modo la unidad y pluralidad del Pueblo de Dios. Cuenta con un territorio, una porción de fieles, un presbiterio que los pastorea en nombre del obispo. En su templo se confiere el bautismo, se proclama la Palabra, se celebra la Eucaristía y los sacramentos, se cultiva la vida cristiana. Institucionalmente, la parroquia es una comunidad, porque posee los elementos humanos y teológicos para serlo.
    Pero se dan diversos grados e intensidades en la vivencia de la comunión entre el párroco y los feligreses, de éstos entre sí y con otras parroquias. A veces la magnitud de la demarcación, el excesivo número de fieles, la pasividad religiosa de éstos o el escaso dinamismo pastoral del clero, reducen a la parroquia casi a una oficina de servicios religiosos. En cambio, observamos también, y con estimulante frecuencia, comunidades parroquiales vivas, donde la evangelización, la catequesis, la acción caritativa, el culto participativo y vivo, constituyen un signo poderoso de la Iglesia del Señor, en los más variados ambientes. No es justo dar por liquidada la institución parroquial, como si fuera incapaz de crear e incrementar la comunión cristiana en un mundo secularizado. Muy por el contrario, la parroquia, aunque está expuesta a limitaciones y peligros, y no es la fórmula exclusiva de comunidad, seguirá engendrando hijos de Dios y construyendo el Cuerpo de Cristo.
    Normalmente, las parroquias más vivas son, a su vez, las más relacionadas con otras comunidades de fe y con la Iglesia diocesana como tal. De suyo, una diócesis, en su articulación comunitaria y canónica, es ,ante todo, un conjunto de parroquias unidas al obispo. También se vertebran en arciprestazgos y en zonas, logrando con ello, sobre todo a nivel presbiteral, nuevas cotas de comunión.
33. Expresión de Iglesia y cauce de comunión son también, dentro del pueblo cristiano, las asociaciones, movimientos y hermandades, con fuerte tradición y viva actualidad en nuestras diócesis de Andalucía. Florecen asimismo en la Iglesia de hoy muchas y muy variadas experiencias comunitarias, generalmente en unidades restringidas.
    Al hablar del Pueblo de dios hicimos referencia a las “comunidades de base” y a la “Iglesia popular” (n.26 y 27). Nos referimos ahora a sendos movimientos comunitarios de importancia creciente en nuestras diócesis: las comunidades neocatecumenales y las carismáticas. Las primeras tienen fuerte implantación en numerosas parroquias de Andalucía y han hecho tomar conciencia de su ser cristiano y de su dimensión comunitaria a hombres y mujeres de todas las edades, practicantes o alejados, mediante un contacto vivo con la Palabra de Dios y un lento proceso de conversión. La fuerza mundial de este fenómeno espiritual ha interesado en él a los dos últimos Papas, cuyos estímulos y orientaciones hacemos nuestros.
    En cuanto a la renovación carismática, su origen es exterior a nuestras fronteras e incluso más amplio que los propios límites de la Iglesia católica, como exigencia de transformación en el Espíritu y como escuela gozosa de oración personal y comunitaria. En este campo tan delicado, la experiencia secular de la Iglesia nos alecciona de que no apaguemos el Espíritu por miedo al subjetivismo ni ignoremos ese escollo en nuestro entusiasmo religioso.
34. Comunidades de especial calificación en la Iglesia han sido siempre las de religiosos y religiosas. No vamos a ponderar aquí el valor de su carisma ni la significación fundamental de la vida consagrada dentro del Pueblo de Dios. El Concilio ha ratificado la intensa eclesialidad de estas familias religiosas, su vinculación con el obispo (LG 45) y su inserción en la comunidad diocesana (CD 33-35). ¿A qué nivel de empobrecimiento llegarían nuestras Iglesias de Andalucía si de pronto desaparecieran los monasterios contemplativos, los centros asistenciales, los colegios de todos los niveles de enseñanza, los templos servidos por religiosos, las actividades teológicas, pastorales, catequéticas, litúrgicas y espirituales, que vosotros y vosotras promovéis y atendéis? Y más que vuestras obras, vuestras personas y comunidades. ¡Qué intensa presencia la de las religiosas en Andalucía! ¡Qué valiosa, aunque no tan numerosa, la de los religiosos!
    Por eso hay que considerar como un don del Espíritu la conciencia actual de pertenencia a la Iglesia diocesana y el compromiso con ella que viven tantos religiosos, individualmente y como comunidades, y también la mayor valoración de vuestras personas y de vuestras obras, la creciente incorporación a las responsabilidades parroquiales y diocesanas y el cariño más profundo hacia vosotros y vosotras, a que nos sentimos llamados los obispos. Estos son los caminos de la comunión eclesial a los que exhorta, con gran riqueza de espíritu, de doctrina y de fórmulas operativas, el documento Mutuae relationes, publicado hace dos años, con la aprobación del Papa, por las Sagradas Congregaciones para los Religiosos y para los Obispos.
En comunión con las demás  Iglesias
35. No es raro que en muchas agrupaciones humanas, no excluidas las de índole religioso, la compenetración entre sus miembros de puertas adentro se trueque en cerrazón, cuando no en hostilidad, hacia personas o grupos del exterior. Una comunión así desmentiría su carácter de cristiana. La que se vive en la Iglesia diocesana carece de fronteras, aunque la diócesis las tenga. Sabemos que la unidad de la fe, de la Palabra de Dios, de la Eucaristía, del Espíritu Santo, del amor cristiano, del ministerio de Pedro, vincula estrechamente a todos los hijos de la Iglesia católica. Aunque por nacimiento, domicilio, vivencias afectivas y compromiso directo estén enraizados en una Iglesia local, su comunión se extiende a todas las demás, unidas a la de Roma, madre y maestra.
    “Dentro de la comunión eclesiástica –dice el Concilio- existen legítimamente Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el Primado de la Cátedra de Pedro, que preside la Asamblea universal de la caridad, protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad, en lugar de dañarla” (LG 13). La comunión de cada Iglesia particular con la Iglesia de Roma es para todas ellas garantía de su fidelidad a Cristo y de su comunión recíproca.
    La sensibilidad católica, de la que no está ausente el Espíritu Santo, traduce esta comunión de fe y de disciplina con la sede romana en veneración y amor hacia el sucesor de Pedro, haciéndose eco, a su manera, de la predilección de Jesús por el primero de sus apóstoles. Sentir y fomentar el amor al Papa constituye un signo vigoroso de comunión eclesial, al  alcance de los sabios y de los sencillos. Y  no tiene nada que ver con mitologías o vedetismos humanos ni con cultos totalitarios a la personalidad. Nos movemos aquí en categorías de fe y en espíritu de Iglesia, cuando traducimos en cariño a la persona toda nuestra veneración por su ministerio.
    Esto no impide una valoración serena de los méritos, del estilo, de la personalidad de cada Papa, de excluye, en lo accidental, preferencias personales. Pero sí debería cerrar el paso al despego y a la críticas desconsideradas y hasta ofensivas, tanto más cuanto que, de ordinario, tienen su origen en perjuicios ideológicos, en informaciones parciales o falsas y en los mimetismo gregarios de la mota. Esto tampoco debe dar pie a otros para hacer del Papa un arma arrojadiza y considerar enemigos suyos a los que él trata como hermanos.
    Vaya desde aquí nuestra comunión gozosa y plena con el Pontífice actual, Su Santidad Juan Pablo II, con cuya persona y magisterio queremos caminar unidos en el pastoreo de nuestras Iglesias de Andalucía.
36. Al Concilio Vaticano II le debemos también la toma de conciencia sobre la colegialidad de los obispos y la fraternidad entre las Iglesias. En sus documentos hemos aprendido que “el cuidado de anunciar el Evangelio en el mundo pertenece al cuerpo de los Pastores” (LG 23), “cada uno de los cuales, con su propia comunidad, ha de mostrarse, como San Pablo, solícito por todas las Iglesias. Cada diócesis viene obligada, por un imperativo de fraternidad, a suministrar personas y medios a las que están constituyéndose –misiones- y a las necesitadas de clero o de recursos materiales” (cf. CD 6).
    La primera y más apremiante traducción de tal espíritu es la acción evangelizadora en tierras de infieles para implantar en ellas nuevas Iglesias particulares. Las de Andalucía están allí representadas por admirables misioneros y misioneras; pero se impone incrementar esa presencia con nuevos obreros del Evangelio. ¿Cuántos jóvenes nuestros escucharán esa llamada? La conexión entre las Iglesias no brota ocasionalmente de la necesidad de unas y de la caridad de otras, sino que, por su raíz teológica, ha de regir siempre y manifestarse en expresiones institucionales, , cuales son la provincia eclesiástica entre las diócesis limítrofes, presidida por un Metropolitana, y las Conferencias Episcopales de ámbito regional, nacional o incluso internacional.
    Entre nosotros, la constitución, a raíz del Concilio, de la Conferencia Episcopal Española ha dado a la Iglesia en nuestro país una cohesión y un impulso sin precedentes. Los obstáculos obvios que encuentra en su rodaje una institución colegial de tanto alcance no han impedido que la presencia y la voz del Episcopado español se manifestaran , con su orientación y con su estímulo, en los grandes momentos y problemas del pueblo cristiano.
    Los obispos del sur de España, integrados canónicamente en las provincias eclesiásticas de Granada y de Sevilla,, podemos ofrecer, como sabéis, una experiencia peculiar, cual es la de nuestros encuentros periódicos desde hace diez años, que hacen posible, por ejemplo, una reflexión pastoral como la que realizamos en esta carta colectiva. Ya hablamos al comienzo (n.1) de las ventajas que se han seguido para nosotros y para nuestras Iglesias de esta comunión episcopal activamente ejercitada. Nos proponemos mantenerla e incrementarla en el futuro, y extenderla, como ya viene ocurriendo, a otros sectores del Pueblo de Dios en Andalucía: organismos pastorales, institutos religiosos, movimientos de apostolado laical.

V. LA CONSTRUCCIÓN DE LA IGLESIA DIOCESANA
37. La Iglesia es siempre un don y una tarea. Dios Padre, por su Hijo en el Espíritu, nos ha regalado y mantiene indefectibles los elementos permanentes de la comunidad cristiana: palabra, sacramentos, ministerios. Pero el Pueblo de Dios, en su carrera histórica, está siempre en camino hacia la construcción del Reino de Dios, del que la Iglesia visible es germen y principio (LG 5); hemos de avanzar tenazmente cada día en su realización, hasta que logremos su plenitud en la gloria del Padre. Es lo que se ha llamado tensión escatológica de la Iglesia, entre el “ya” y el “todavía no”.
    Esta referencia esencial de la Iglesia al Reino la mantiene siempre en exigencia renovadora. De aquí nace la esperanza como actitud cristiana de base; de aquí la disconformidad del cristiano frente a este mundo que insinúa con sus logros los valores del Reino, pero no alcanza a realizarlos, o incluso los corrompe; de aquí la extraña mezcla de aprecio y de relativización que siente el creyente maduro ante todo lo creado; de aquí, finalmente, esa desazón en la que tiene que debatirse la comunidad cristiana cuando siente que “no tenemos aquí la ciudad permanente” (Heb 3,1.4), pero que, al mismo tiempo, es “en esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia, que puede anticipar de alguna manera un vislumbre del siglo futuro” (GS 39).
    En términos neotestamentarios y conciliares, al referirnos a nuestras diócesis, hablamos de las Iglesias que peregrinan en Córdoba, en Jaén o en Cádiz. Lo de peregrinante no es un adjetivo poético, sino una condición sustantiva del Pueblo de Dios en este mundo. Nuestra Iglesia diocesana no puede afincarse ni instalarse cómodamente, consolidando inercias o rutinas que frenen su dinamismo; se siente pecadora y, por ello, necesitada de continua conversión (cf. LG 8). De ahí que lo que llevamos escrito sobre la teología y la espiritualidad de la Iglesia diocesana deba concretarse ahora en compromisos peculiares de todo el Pueblo de Dios. Entendemos que cualquier reforma o renovación, para ser eficaz, debe afectar a las personas y a las estructuras, a los aspectos carismáticos y a los institucionales de la Iglesia.
Cómo ejercer el ministerio episcopal
38. Se nos plantea, pues, de arranque la responsabilidad personal del obispo en el pastoreo de la diócesis, para que ésta se conduzca de veras como Iglesia particular y como comunidad de Cristo Resucitado. Antes reprodujimos (n.31) el diseño ideal del obispo, trazado por la Asamblea de Puebla. No ignoramos, por comprometedor que resulte para nuestras personas, que, al actuar, como dice el Concilio “in persona Christi”, personificando a Cristo, quedamos obligados a ser testigos privilegiados de su amor a la comunidad cristiana y a todos los hombres (cf. CD 11).
    El triple ministerio de maestro, sacerdote y pastor habremos de ejercerlo sin anular ninguna otra función ni carisma, potenciando a los demás ministros, a las comunidades consagradas y al laicado; pero sin eludir tampoco la carga y el compromiso anejos al carácter episcopal. La historia nos dice que, en los grandes momentos de renovación eclesial, el Señor suscitó en su Pueblo una generación de Pastores a la altura de los tiempos. La etimología de la palabra “autoridad” (del latín augere auctum, en castellano aumentar) nos insinúa que estamos puestos en la Iglesia para hacer que nuestros hermanos crezcan, “tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10).
39. Los movimientos pendulares de la Historia vuelven a reclamar ahora el servicio del obispo como maestro y garante de la fe. Por llevar consigo una apertura y una respuesta total a Dios, la fe cristiana es más rica que la simple ortodoxia doctrinal; pero no puede subsistir sin ella, porque está en juego la fidelidad al depósito de la revelación de Dios, que custodian y transmiten los sucesores de los apóstoles.
    Los estudios teológicos, la reflexión y la praxis cristiana ayudan a penetrar en la Escritura Santa y en las fórmulas doctrinales del Magisterio; abren caminos a los hombres para que acojan la Palabra salvadora; iluminan la cultura y la ciencia, desde la sabiduría de Dios. Pero, si la reflexión teológica se emancipa de la humildad de la fe, se hace caso omiso del carisma del Magisterio, puede precipitarse en el vacío de un racionalismo que no salva.
    Es un gran don del Espíritu a la Iglesia el interés por los estudios teológicos que brota hoy entre las religiosas y los laicos. No debe ser la teología un feudo clerical. No han de retraernos del estudio los peligros del confusionismo doctrinal o de las desviaciones. Se vencen mejor con la cultura teológica que con la fe del carbonero. Pero no os apartéis un ápice de la fe de la Iglesia ni os incomodéis con los obispos cuando la defendemos con celo. “El que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23).
40. Es obispo es también el liturgo principal de la Comunidad de la fe, que celebra la Eucaristía congregando en ella la Iglesia y es moderador nato de las celebraciones cúlticas de todas sus comunidades. El Vaticano II llega a definir la Iglesia particular como “una comunidad de altar bajo el sagrado ministerio del obispo” (LG 26). Por eso en la Iglesia “toda legítima celebración de la Eucaristía ha de estar dirigida por el obispo” (Ibíd.), aun cuando la presida un pesbítero, que ha recibido la consagración de Dios por el ministerio del obispo. Permitidnos una cita final del decreto conciliar sobre el ministerio pastoral de los obispos: “La principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la Eucaristía, una misma oración, junto al único altar, donde preside el obispo, rodeado de su presbiterio y ministros” (CD 11).
    Los obispos hemos de corregir, en la medida en que nos afecte, la realidad y la imagen de un jerarca que no sea, antes y sobre todo, “servidor de los sagrados ministerios”, licurgo y sacerdote que preside las celebraciones de la comunidad orante. Por la celebración con vosotros iremos a la comunión y

Comunicado de los Obispos de Andalucía sobre el proceso autonómico

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    1. Los obispos de Andalucía nos sentimos solidarios con la toma de conciencia y con la esperanza colectiva que está viviendo nuestro pueblo.
Creemos que la fe cristiana, tan presente en la configuración histórica de Andalucía, tiene una palabra que decir sobre su futuro.
2. El paso hacia una unidad de convivencia más amplia que la de cada una de las ocho provincias puede contribuir, sin duda, al redescubrimiento de nuestra identidad y de nuestros valores como pueblo, ya a superar la inercia, el aislamiento y la desesperanza que, junto a otros factores externos, han hecho de nuestra tierra una zona subdesarrollada.
3. El referéndum de iniciativa autonómica, convocado para el 28 de febrero, nos sitúa a todos los andaluces ante una reflexión y una decisión altamente responsable. Cierto que la organización político-administrativa del Estado es materia opinable entre los ciudadanos y que nadie puede ser forzado ni impedido en una opción concreta por razón de su fe cristiana. Pero el proceso autonómico pone en juego importantes opciones de futuro sobre nuestros problemas endémicos – paro, emigración, subdesarrollo – e incluso, en cierta medida, nuestro modelo de sociedad.
4. Nos preocupa sinceramente que se haya descuidado entre nosotros una formación cívica suficiente sobre el tema autonómico. Ellos nos expone al peligro de ligereza o de irresponsabilidad. Es también de lamentar que un objetivo comunitario como el de la Autonomía esté siendo objeto de polarizaciones ideológicas y demasiado partidista. Lo que puede dar grandeza moral a esta paso histórico es la construcción solidaria de una Andalucía de todos.
5. Se impone, pues, una formación de la conciencia de cara al 28 de febrero; esto exige una información suficiente sobre el hecho autonómico en sí; sobre sus horizontes de futuro; sobre su problemática y sobre las versiones del mismo que ofrece cada partido político.
La Iglesia respeta las opciones de conciencia que adopten los ciudadanos y los fieles, siempre que no sean fruto de la apatía, de la insolidaridad o del apasionamiento.

Córdoba, 2 de febrero de 1980

Carta de los Obispos del Sur de España a los sacerdotes de sus diócesis

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I. NUESTRO PREBISTERIO
Queridos sacerdotes:
    Nos dirigimos a vosotros, desde el espíritu de la celebración de la misa crismal y de la renovación de las promesas sacerdotales, para manifestaros nuestro modo de pensar y de sentir sobre el presente y el futuro de la vida sacerdotal. Esta carta, firmada ahora por todos los obispos del sur de España, es fruto de una larga reflexión común, madurada a lo largo de dos años en nuestras reuniones regionales. ¿Puede extrañarse alguien de que los obispos, cuando nos juntamos para orar y dialogar, centremos nuestro interés en los hermanos de ministerio, con los que compartimos las vocación, la consagración y la misión?
    De otra parte, los ocho años de nuestros encuentros episcopales han estado marcados por hondas transformaciones y agudos problemas, lo mismo en la sociedad española que en la vida de la Iglesia. Todo ello con tan fuerte repercusión sobre la persona y la acción pastoral de los sacerdotes, que nos mueve a escribiros esta carta, en tono familiar y directo, sin acopio de citas ni disquisiciones doctrinales, pero en humilde fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia.
    Para muchos de vosotros, las sacudidas del cambio han supuesto una profundización en lo esencial del ministerio, un nuevo dinamismo de la fe personal y de la apertura pastoral; una mayor comunión con otros sacerdotes, con seglares y con religiosos, con el obispo, en el dolor y la esperanza de esta Iglesia, que busca ser más fiel a su Señor y a los hermanos.
    A otros, en cambio, las sacudidas de la Iglesia y del ambiente social les han provocado un shock desconcertante, cuyos efectos van desde las secularizaciones – no pocas y muy dolorosas para ellos y para nosotros – hasta las crisis de identidad, que confunden y desaniman, empujando a bastantes hacia estudios y trabajos no pastorales y frenando a otro sector en una rutina ministerial sin gozo y sin horizontes.
    Los obispos no vivimos fuera de estas corrientes y estas sacudidas. No pasa un día sin que nos encontremos con sacerdotes que dan una respuesta evangélica a las nuevas situaciones y se realizan como hombres, como creyentes y como pastores, demostrando con sencillez que el sacerdocio de siempre puede ser vivido en moldes de hoy, sin traumas angustiosos, sin confusión teológica, sin crisis de identidad. Sabed, queridos hermanos, que vuestro testimonio constituye un valor inestimable de la Iglesia conciliar y supone también una ayuda fraternal para nosotros, los obispos, que, como los demás cristianos y sacerdotes, experimentamos los embates de la crisis y necesitamos también ser confortados en nuestra debilidad.
    A nosotros llegan – y con qué fuerza – todas las sacudidas del momento histórico. La más dura, sin duda, la de los sacerdotes que solicitan la secularización después de un difícil proceso de crisis pastoral, eclesial o afectiva. Somos conscientes del respeto y de la compresión que merecen, y procuramos acompañarlos, iluminarlos y, cuando es posible, sostenerlos en el servicio ministerial. Tocamos de cerca, muchas veces, los traumas del cambio de estado, en su situación eclesial, laboral y psicológica. Los exhortamos a vivir con plenitud las posibilidades de su ser cristiano. Y no siempre nos queda la satisfacción de haber sabido actuar con pleno acierto en todas las incidencias de un proceso tan delicado. Es nuestro tributo a la dificultad de los tiempos.
    Hay luego otro grupo de hermanos (¿quién puede definirlos con exactitud, en su heterogeneidad?) que se ven más o menos afectados por distintos elementos de la crisis: despego de la institución eclesial y del ministerio jerárquico; necesidad de “realizarse” en tareas distintas de la labor pastoral; implicación en compromisos ideológicos y políticos; búsqueda de otro rol, de otra figura del sacerdote, difícilmente encajable en los moldes establecidos. Estos tienen derecho a no ser juzgados con precipitación, a que se reconozcan los márgenes de un pluralismo legítimo, a que se respeten y asuman los valores, siquiera sean parciales, que encarna cada postura.
    Pero se dan simultáneamente, a veces en conjunción con estos valores, casos de evidente confusionismo teológico, de insolidaridad con el presbiterio y con el obispo, de desestima de los quehaceres religiosos y de una automarginación, tan peligrosa para ellos como desorientadora para muchos cristianos. Se nos acusa a los obispos, desde otros sectores, y no sabemos con qué dosis de razón, de permitir cierta anarquía en el cuerpo sacerdotal y dimitir nuestro deber de orientar y corregir.
    Dejemos a Dios del juicio cabal y aceptemos las críticas de diferente signo; creemos sinceramente, con la humildad que engendra el sufrimiento y las propias limitaciones, que nuestro deber está fijado en la parábola de la cizaña (Mt 13,29-30) y que el servicio episcopal debe ejercitarse “con mucha paciencia y doctrina” (2 Tim 4,2).
    Os invitamos a un análisis sereno de la situación sacerdotal que esté exento a la vez del egocentrismo enfermizo y de la obsesión problematizadora. Ha de descubrir y valorar, por un lado, las muchas realizaciones válidas del sacerdocio hoy que tenemos a la vista; debe detectar, por otra parte, con lucidez y sin angustia, las diferentes versiones de la crisis sacerdotal en quienes se ven tocados por ella. De modo muy sumario, que puede ser completado, corregido o enriquecido por vuestras propias observaciones, resumimos aquí ese panorama.

II. DATOS DE ESPERANZA
    Empecemos por las realizaciones positivas y alentadoras. Queremos pensar primero en ese sector de sacerdotes maduros, algunos ya ancianos, que han servido al Señor con alegría (Sal 100), soportando el peso del día y del calor (Mt 20,12), como siervos buenos y fieles (Ibíd.., 25,21), antes y después del Concilio. Sois los que recibisteis una teología segura de sí misma, una Iglesia sin traumas internos y sin confrontaciones exteriores, una espiritualidad bien estructurada y un estatuto pastoral definido. Sobre las bases del Concilio de Trento y del Código de Derecho Canónico, vuestra formación y vuestro ministerio discurrieron sin colapsos hasta el Concilio Vaticano II.
    Luego las nuevas luces del Espíritu nos descubrieron a cuantos, a mayor o menor medida, somos hijos de esa época, que tan parecidos valores no estaban exentos de notables carencias: pobreza en la formación, en la espiritualidad y en la pastoral bíblica; excesiva orientación clerical de todo el edificio formativo y menor valoración de otros carismas del Pueblo de Dios; cierta distancia entre los planteamientos teológicos y los problemas de la cultura y de la vida; aislamiento notable en nuestro mundo religioso español, de cara a la Iglesia universal y, aún más, de los hermanos separados.
    A todo esto se han sumado en un, para vosotros, vertiginoso (para otros, lento) posconcilio, la irrupción de otros estilos de vida sacerdotal, significados hasta por su atuendo exterior, lo mismo que del pluralismo y la contestación eclesial, por no hablar de la crisis vocacional y de las secularizaciones. Humanamente hablando, se ha pedido demasiado al clero de vuestra generación, y es por ello más digna de encomio vuestra fidelidad y vuestra esperanza. Estadísticas recientes nos dicen que el mayor peso, en número y responsabilidades de la Iglesia, corresponde, al menos en España, a los sacerdotes entre cuarenta y cincuenta años.
    Consideramos muy digna de encomio vuestra apertura sincera a la Iglesia conciliar, sólo explicable en categorías de fe. Vuestra inserción en la pastoral bíblica, en la participación comunitaria, en el acercamiento a los alejados, en los nuevos valores de la libertad y del compromiso – sin mengua o, mejor, como expresión de vuestras fidelidades básicas – constituye un servicio impagable al Pueblo de Dios. Lo mismo digamos de vuestra apertura a los sacerdotes jóvenes, que os prefieren hermanos o padres, y que presentan a veces un cuadro de fuertes discrepancias frente a vuestras posiciones. Mantened vuestra fe en que el amor fraterno, el testimonio personal, el diálogo respetuoso, pueden conduciros a unos y a otros hacia nuevas cotas de comunión.
    No es menos evidente que, en nuestros hoy pluriformes presbiterios, estáis también, y con notable peso, vosotros, los sacerdotes que, por juventud o por proceso evolutivo personal, encarnáis una nueva imagen de clero, aplaudida por muchos y criticadas por no pocos. Es claro que vuestro talante más secular, vuestra soltura de lenguaje y estilo de vida, vuestro sentido crítico y, a veces, vuestro despego institucional, se prestan, de por sí, al comentario o al desconcierto.
    Pero nuestro oficio episcopal nos ha dado continuas oportunidades de trataros de cerca, antes y después de vuestra ordenación sacerdotal. Somos testigos directos de vuestras inquietudes, de la entrega evangelizadora, del espíritu de pobreza, del amor a los hermanos que desplegáis, con la mayor naturalidad, muchos sacerdotes jóvenes. Y de la evolución profunda y positiva, que os habéis impuesto a vosotros mismos, vosotros de más edad, para dar respuestas pastorales válidas a las situaciones del mundo actual.
    Al mundo de las preferencias lícitas de cada cual y del juicio de valor al que tienen derecho todos los fieles cristianos, consideramos desatinado establecer una línea divisoria, por edades o por estilos, para encasillar a un lado o a otro a los mejores sacerdotes. Podemos asegurar ante el Pueblo de Dios que los hay admirables en todas las promociones y que los obispos no queremos imponer a nadie otras exigencias que las que brotan claramente del Evangelio, de la teología y del sacerdocio o de las normas universales de la Iglesia. Ni debemos apagar la esperanza de los que buscan en el desierto nuevos caminos al Señor (Is 40,3; Mc 1,3), ni tampoco desoír las advertencias de quienes temen, no sin fundamento, que las adaptaciones precipitadas desvirtúen la luz y la sal del sacerdocio (Mt 5,13-14).
    Observamos, por lo general en sacerdotes de distintas generaciones, una búsqueda sincera de modos renovados de vivir la existencia sacerdotal y ejercer el ministerio sagrado. Florecen asociaciones propiamente dichas o movimientos de espiritualidad sacerdotal; se advierte la formación de equipos para la acción pastoral que engloban la propia vida espiritual de los sacerdotes y les ofrecen un apoyo fraternal en su vida consagrada y en su acción apostólica. De hecho nos encontramos los obispos con casos muy positivos de sacerdotes que habéis hallado, mediante tales experiencias, un instrumento válido para vuestra renovación personal y pastoral.
    Dentro de este programa positivo, registramos con alegría la presencia de presbíteros religiosos que, en fidelidad a su instituto, ejercen, dentro de la pastoral diocesana, tareas ministeriales encomendadas por el obispo. Ellos son un verdadero enriquecimiento para el presbiterio diocesano.
    Aunque los religiosos pueden ser también sujetos pasivos y activos de la crisis, no cabe duda de que la vida en común y los medios espirituales de su congregación constituyen buena garantía para su perseverancia animosa en el ministerio.
    Otras corrientes espirituales y pastorales tienden más bien a implicar al sacerdote en el procesos de conversión y de maduración cristiana que vive su propia comunidad de fieles. Son caminos de gran riqueza, homologados por diferentes cauces: catecumenados de jóvenes y adultos, comunidades de reflexión bíblica y celebración eucarística, grupos de oración, consejos pastorales, equipos de revisión de vida, en los que el sacerdote, sin dimitir su función pastoral, actúa como hermano entre hermanos, dejándose evangelizar y cultivando su propia fe, lejos de la imagen clásica, un tanto distantes, del “señor cura”.
    Vemos ahí una preciosa cantera de renovación de los sacerdotes, como creyentes y como ministros de la comunidad. Estas experiencias profundas maduran la persona y la fe de quienes las viven, y conducen, por vía normal, a serios compromisos con los hombres, sin dilemas con su fidelidad a la Iglesia.

III. LAS FUENTES DEL GOZO
    Los sacerdotes más contentos y esperanzados de nuestras diócesis suelen coincidir con los que encuentran sentido y sabor en el triple ministerio que define el sacerdocio del Nuevo Testamento: evangelización, celebración, pastoreo. Sin una atracción profunda, sin un gesto existencia por estas dedicaciones, ¿puede hablarse en rigor de vocación sacerdotal? Cierto que la vida de los mejores registra altibajos y oscuridades, pero la conciencia de estar enviados por y con Jesucristo, para redundar su propia obra, es un recurso constante para mantenerse firmes.
    Sin pretender entrar a fondo en esta materia, y sólo a modo de ejemplo, observamos que la pastoral de sacramentos se va enriqueciendo de día en día. Así, la celebración del bautismo, comúnmente precedido por un contacto catequético con padres y padrinos, cada vez más responsables de su compromiso en la educación del neófito en la fe y de su gradual inserción en la comunidad cristiana. Se incrementa también la atención a niños y padres durante los meses – o años – que preceden a las primeras penitencia, eucaristía y confirmación. Aunque este último sacramento no llegue a todos o se administre aún, en ciertos casos, con celebraciones masivas, va ofreciendo cada día más una oportunidad excelente para un catecumenado de adolescentes, tendente a un compromiso de fe personal y de militancia cristiana. A esto hay que añadir los progresos en la preparación de los novios para el matrimonio como base de su valoración sacramental y plataforma de un cultivo pastoral de las parejas jóvenes.
    Esta catequesis viva, antecedente a la administración de dichos sacramentos, culmina en la celebración activa y comunitaria de los mismos, demostrando así, con atinado equilibrio pastoral, que es falsa y artificial la supuesta antinomia entre culto y evangelización. Los que “sacramentalizan” así, evangelizan a fondo, y viceversa.
    Sabemos, por otra parte, que el eje de la vida cristiana es la celebración eucarística. ¡Cuántos sacerdotes hacéis de vuestras misas dominicales, o de otras celebraciones eucarísticas más íntimas, el momento grande de vuestra fe personal y del encuentro religioso con vuestra comunidad! Allí se celebran y viven las creencias, allí se proclama la Palabra y se evangeliza a los participantes. De nuevo, culto y misión.
    Normalmente, el despliegue de una catequesis a todos los niveles, sobre todo en parroquias y comunidades más amplias, agota las posibilidades de tiempo y de energías del clero y requiere la incorporación, harto justificada por sí misma, de religiosos, ellos y ellas, y de seglares de toda condición, a la acción evangelizadora. Surgen así pequeñas o no tan pequeñas comunidades de catequistas en las que el pastor se autorrealiza con honda satisfacción humana, no sin dificultades y cruces.
    Están luego los contactos pastorales más externos al templo y su entorno. Muchos desempeñáis hoy tareas de formación religiosa en centros académicos o en el segundo ciclo de enseñanza básica. Facilitáis a los maestros una orientación religiosa para su labor educadora. Sabemos de las tensiones internas que hoy viven los centros docentes y de las dificultades específicas con que tropieza en muchos sitios la enseñanza religiosa. No es momento de analizarlas ni de buscarles solución aquí (cosa que nos ocupa seriamente a los obispos), pero sí de reconocer la admirable entereza, la perseverancia pastoral con que muchos de vosotros estáis haciendo frente a situaciones ingratas.
    Por último, en esta reseña apresurada de existencias sacerdotales que nos estimulan, no podemos pasar por alto la aproximación evangélica de muchos sacerdotes a los pobres y a los marginados. Muchos habéis logrado compartir las angustias y las esperanzas de los obreros y de los campesinos. Y sensibilizar a la comunidad cristiana y a la sociedad en general sobre las situaciones deprimidas de ancianos, minusválidos, parados, emigrantes. Os vemos más insertos en el pueblo y más queridos por los pobres. Así vais encarnando en vuestra vida la imagen atractiva del Buen Pastor.

IV. EL DESPEGUE ECLESIAL
Entrando en las sombras del cuadro, procuraremos ser breves. Empezamos por lo más común, el despego de la institución eclesial. En términos clásicos lo llamaríamos anticlericalismo o, con mayor precisión, antijerarquismo; fenómeno, al menos, extraño en sacerdotes que son clero y comparten el ministerio jerárquico. Pero así es. Muchos aceptan, sin más, la contraposición fácil entre Iglesia oficial e Iglesia evangélica o popular. Aunque sin negar doctrinalmente la sucesión apostólica o la organización visible de la Iglesia, hacen caso omiso, al menos en buena parte, de ambas cosas. En los ejemplos más agudos, “se da por perdida” a la Iglesia de jerarcas y de cristianos corrientes, para ensayar, por cuenta propia, otros modelos de la comunidad creyente.
Por lo que habláis y escribís quienes, en mayor o menor grado, compartís estas posturas, apreciamos en vosotros una dolorosa decepción ante muchas realizaciones y omisiones eclesiales que os lleva a una incomunicación peligrosa para vosotros y desorientadora para muchos cristianos. ¿Es que no comprendemos vuestras razones, aunque no os demos la razón? ¿Es que nos sentimos inocentes de todas las inculpaciones que nos hacéis? ¿Es que descalificamos de un plumazo los valores que os animan y todas vuestras acciones pastorales o compromisos con el pueblo? Muchos sabéis que no es así.
Pero la lealtad con Cristo y con vosotros nos obliga a recordaros, sin timidez alguna, que no hay otra Iglesia que la de los apóstoles y sus sucesores, y que toda separación de la comunidad cristiana – la Iglesia universal y la local – empobrece a los que la viven o fomentan, conduce a muchos a “quemarse” y siembra la confusión en el mismo pueblo cristiano al que se pretende reformar. De verdad, queridos sacerdotes, no juguéis a edificar otra Iglesia, con distinto fundamento del que el Señor ha establecido, y ayudadnos con vuestras dotes personales, con vuestro sentido crítico fundado en la caridad, con vuestra experiencia de contacto con el pueblo, ayudadnos a pastorear y a renovar a la Iglesia en esta época apasionante. No dificultéis nuestro ministerio con vuestra insolidaridad. No frenéis con vuestros excesos la renovación de otros. No os creáis depositarios de recetas únicas de salvación. Sólo el amor mutuo, la humildad y la fe en la Iglesia única del Señor, a la que El no abandona nunca, nos salvará a nosotros y a vosotros.
Con frecuencia, estas posiciones van acompañadas de una fuerte ideologización, cuando no de una militancia o un liderazgo político o sindical. No podemos analizarlos aquí, peri sí aseguraros con toda llaneza y claridad que una ideología, no contrastada responsable y fielmente con la fe y la doctrina de la Iglesia, termina por minarla seriamente; que toda militancia, y más todo liderato sacerdotal de partido, cualquiera que sea su signo, escandaliza y divide a la comunidad cristiana, aunque puede agradar por motivos extrarreligiosos a algunos de sus miembros. Comprended, por ello, nuestra decisión de no aceptar la compatibilidad de un cargo pastoral con dichas opciones políticas.

V. EL MALESTAR CELIBATARIO
En las raíces del despego eclesial y de la desazón de determinados sacerdotes están con frecuencia sus posiciones, anímicas o doctrinales, ante la ley del celibato eclesiástico.
Ciertamente, esta renuncia, que compromete zonas profundas de la persona, ha sido siempre difícil y, por ende, meritoria, pero hoy resulta más empinada por el erotismo del ambiente, por la pérdida de las trabas en la sociedad, por las menores defensas teológicas y ascéticas. Requieren tratamiento aparte los sacerdotes afectados por ideologías desviadas o por crisis morales y religiosas. Nos referimos ahora a vosotros, los sacerdotes con voluntad de serlo, que experimentáis las dificultades del momento y esperáis, con todo derecho, una palabra pastoral de vuestros obispos.
Tema este vasto y profundo, que requiere, como pocos, doctrina sólida, experiencia humana y planteamiento de fe. De cara al fututo, no debemos dogmatizar lo que no sea absoluto ni alentar pronósticos que puedan conducir al desengaño o a la frustración. Sí, en cambio, considerar que, sin entrenamiento en la oración, sin despego de los bienes terrenos, sin maduración correcta de la afectividad, sin guarda de los sentidos, sin apertura alegre a los hermanos, sin un trabajo pastoral gratificante, no sólo crece la dificultar de observarlo, sino que pierde su sentido el celibato sacerdotal.
Con respetuosa delicadeza, y sin talante dogmático, os exhortamos a todos a la plena fidelidad de vuestra consagración. Vosotros y nosotros hemos experimentado la alegría profunda que lleva consigo el amor indiviso al Señor; los valores de libertad pastoral, de desarrollo religioso, de signo escatológico, que van anexos a la virginidad evangélica, vivida fielmente por el Reino de los Cielos.
No es camino para alcanzar el equilibrio en nuestra consagración ignorar los horizontes de la antropología actual, menospreciar el amor humano o el matrimonio cristiano, infravalorar el sexo o elevar a derecho divino la ley del celibato. Pero tampoco conduce a la verdad ni a la paz de la conciencia reducir el tema celibatario a su obligatoriedad canónica, oscureciendo sus valores religiosos y pastorales.
Respiramos, es cierto, una rebeldía difusa, en la que asoman incluso acusaciones de indiferencia, cuando no de dureza, contra la Santa Sede y el Colegio Episcopal, como si se ignoraran o despreciaran, en esos niveles de la Iglesia, las tensiones y oscuridades que, en relación con el celibato, apuntan hoy en determinados sectores del clero y del laicado. Ellos y todos deberíamos recordar, a este propósito, el paso histórico dado por Pablo VI al autorizar la dispensa de las obligaciones anejas al presbiterado y permitir el paso de sacerdotes al estado secular. A la vista está lo que de audacia, de fe y de cruz ha supuesto este paso para la Iglesia. Añádase a ello la reinstauración del diaconado permanente (con perspectivas mucho más ricas que las del problema celibatario) y la eventualidad abierta en el III Sínodo de los Obispos para la ordenación sacerdotal de hombres casados.
Pero al sucesor de Pedro y a los demás obispos de la Iglesia nos preocupa, antes que nada, sostener la fidelidad de todos los sacerdotes que continuáis encontrando sentido a vuestro don total. Desde ese afán está escrita, por ejemplo, la encíclica Sacerditalis coelibatus y muchas de las exhortaciones de Pablo VI a los sacerdotes de hoy. Estas orientaciones, sumadas a todas las riquezas bíblicas y patrísticas sobre la virginidad cristiana, son las que han de iluminar nuestro camino en esta materia. Dejemos el futuro en manos de Dios y de su Espíritu que asista a la Iglesia.

VI EL DESPLAZAMIENTO A PROFESIONES CIVILES
Otro fenómeno típico de nuestro mundo sacerdotal en los años del posconcilio va siendo la dedicación, más o menos intensa, de un buen número de clérigos a estudios y trabajos ajenos a su ministerio. No hablemos ahora de los que han asumido un trabajo civil por motivos estrictamente pastorales, de testimonio y de evangelización, como una de las misiones confiadas o aprobadas por el obispo. Tal es el caso, por ejemplo, de algunos equipos pastorales en el mundo obrero o campesino y el de los sacerdotes-maestros, sobre todo en ambientes rurales, que armonizan la educación escolar con los otros trabajos de su pastoreo.
Pensamos más bien en aquellos otros que se van organizando la existencia por cuenta y riesgo, sin dejar los cargos pastorales que tienen confiados, pero ocupando gran parte de su tiempo en el estudio de una carrera o en un trabajo civil. Pocas veces esta decisión ha sido consultada con el obispo, con los sacerdotes del contorno pastoral o con la comunidad a la que se sirve. Es muy variada la casuística al respecto y sería injusta una descalificación global o medir todos los casos con el mismo rasero.
Nuestra preocupación no nace de considerar inconveniente para el clérigo, o incompatible con sus funciones sacras, un trabajo manual o burocrático. Y menos aún del rechazo del estudio, que, en todos los casos, supone un enriquecimiento para la persona. Nos situamos en una perspectiva vocacional, la única que debe orientar nuestros juicios como pastores del clero y del laicado.
Mirando a la situación personal de estos hermanos, comprobamos a veces que ha hecho presa en ellos el decaimiento ante la desestima social por su labor, ante la ineficacia aparente de la misma o ante la dificultad de comprobar sus frutos con pesos y medidas. Se explica la atracción humana de otras profesiones, más reconocidas, mejor retribuidas y, a veces, más sedantes que la tensión pastoral del ministerio. Pero ¿nos justifica eso como hombres de fe, como apóstoles del Señor, para abandonar o reducir, sin contar con nadie, el cuidado del rebaño a nosotros confiados? ¿No puede encubrir esto una inconsciente deserción, una renuncia a la identidad, un cierto menosprecio de los que somos y tenemos?
Os invitamos a reflexionar sobre esto último. Os invitamos a dialogar con nosotros. Quizá no hemos acertado a daros una misión pastoral atractiva, una remuneración económica suficiente o una afectuosa cercanía episcopal. Pero cabe también que estéis respirando, sin sentido crítico, ciertas corrientes secularizantes que no responden a la concepción de la Iglesia sobre el sacerdocio. ¿O se trata, tal vez, de una desconfianza de que la Iglesia vaya a resolver vuestros problemas y una decisión de asumir el futuro por vosotros mismos? En todas sus versiones, el fenómeno interpela la responsabilidad de obispos y sacerdotes y pone en juego las motivaciones más profundas de nuestra vocación.
Porque es indudable – aunque sólo sea por los admirables y abundantes testimonios que tenemos a la vista – que la misión sacerdotal puede llenar con plenitud la existencia de un hombre y constituye un modelo elevado y hermoso de autorrealización. El servicio al culto, a la evangelización, a la comunidad creyente, al pueblo en general, acapara hasta el agotamiento a nuestros sacerdotes más animosos, jóvenes y mayores. ¿Dónde hallar la brújula para orientarnos de nuevo?

VII. LOS HOMBRES DE LA FE
El sacerdocio cristiano no puede entenderse sin categoría de fe. Por eso los hombres que lo asumen han de ser, ante todo, personas marcadamente religiosas, para las que el trato con Dios, la amistad con Jesucristo y la esperanza del Reino es algo tan connatural como la atmósfera que inunda sus pulmones y sostiene el vivir de cada día. Todo lo que hacemos de la mañana a la noche sólo tiene significación, para nosotros mismos y para los demás, si son carne de nuestra carne los misterios relevados por la Palabra de Dios. Si esa Palabra nos alimenta, nos consuela, nos empuja, nos ilumina. ¡Qué raras son las crisis sacerdotales para los hombres de oración!
Sí; estamos al tanto de que han hecho crisis también ciertas “prácticas” religiosas de la vida sacerdotal y de que el Vaticano II ha puesto el acento en la caridad pastoral como fuente de santificación para la persona del ministro. Ahora bien, en toda la tradición bíblica y eclesial y en el propio Concilio es una recomendación constante esta del Ritual de Ordenes: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.
Sin mediación personal de la Palabra de Dios, sin vivir nosotros mismos las acciones sacramentales, sin hacer de la Eucaristía el eje de nuestra existencia, demos por descartado que pueda haber equilibrio espiritual y humano de un sacerdote de nuestro tiempo. Ya no nos cobija y sostiene, en la mayoría de los casos, el contorno social de las épocas de cristiandad. Es la experiencia religiosa personal, cultivada asiduamente y vivida en común con otros, la que garantiza, a la corta y a la larga, nuestras fidelidades básicas.
Puede hacernos daño el menosprecio de las prácticas religiosas personales. Algunas, como la Liturgia de las Horas, sobre ser un alimento de la fe y de la oración personal, son un serio deber, que podemos llamar profesional, como hombres del culto y de la comunidad. Ver en ellas no más que una carga canónica es desvirtuarlas y falsearlas, privándonos de su riqueza religiosa, toda ella nacida de la Palabra de Dios, en salmos y lecturas. Pensemos también en el sacramento de la penitencia, recibido, y no sólo administrado, con espíritu de conversión y con la debida frecuencia. Recordemos, por último, la comunicación de nuestra fe con otros hermanos sacerdotes, religiosos o laicos, bien sea en los términos de una auténtica dirección espiritual o como puesta en común y revisión fraterna de nuestra experiencia cristiana.
¡Ay de nosotros si no evangelizamos!, debemos decir, como Pablo. La predicación, la catequesis a todos los niveles, la formación de militantes, la presencia en la vida como testigos de Cristo resucitado y portadores de su buena nueva, son los auténticos cauces para la autorrealización sacerdotal. La cual se incrementa y se ennoblece cuando nos abrimos al contacto pastoral con toda clase de hombres, creyente o no creyentes, alejados o practicantes, y nos sumergimos de veras en el pueblo, superando todo clericalismo. Y aún más, si compartimos con los pobres su género de vida y trabajamos a su lado con solidaridad evangélica.
¿Cuál es la imagen del sacerdote que se impondrá en el futuro? Difícil y aventurado diseñarla en sus rasgos sociológicos. Pero incluirá, sin duda, estos elementos en moldes quizá variados. Para hacerla posible tenemos nosotros mismos que mantenernos como hombres que confían en el Señor y comunican esperanza.
Ojalá los obispos que firmamos esta carta hayamos acertado a transmitiros la nuestra, iluminada por la luz pascual de Cristo resucitado. Que la celebración de sus ministerios salvadores, en estos días santos, sea, una vez más, para vosotros y para nosotros, la fuente de nuestra alegría personal y de nuestro servicio animoso al Pueblo de Dios.

21 de marzo de 1978

    Os abrazan y bendicen, vuestros hermanos,

    JOSÉ MARÍA BUENO MONREAL, Cardenal-Arzobispo de Sevilla; JOSÉ MÉNDEZ, Arzobispo de Granada; JOSÉ MARÍA GIRARDA, Administrados Apostólico de Córdoba; DOROTEO FERNÁNDEZ, Obispo de Badajoz; LUIS FRANCO, Obispo de Tenerife; MIGUEL ROCA, Obispo de Cartagena-Murcia; RAFAEL GONZÁLEZ, Obispo de Huelva; JOSÉ ANTONIO INFANTES, Obispo de Canarias; MANUEL CASARES, Obispo de Almería; ANTONIO DORADO, Obispo de Cádiz-Ceuta; RAMÓN BUXARRAIS, Obispo de Málaga; MIGUEL PEINADO, Obispo de Jaén; IGNACIO NOGUER, Obispo de Guadix-Baza; ANTONIO MONTERO, Obispo Auxiliar de Sevilla; JAVIER AZAGRA, Obispo Auxiliar de Cartagena-Murcia; RAFAEL BELLIDO, Obispo Auxiliar de Sevilla.

El cristiano y la política

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I. INTRODUCCIÓN
    Ante la multiplicidad de opciones políticas que solicitan la adhesión de los ciudadanos, son muchos los fieles que nos piden una orientación moral. Creemos que es nuestro deber pastoral iluminar la conciencia de los católicos desde el Evangelio para que adopten una decisión libre y responsable.
No es, no puede ser, nuestro propósito hacer un análisis crítico ni un juicio valorativo de los programas de los partidos y menos aún de las personas, ni tampoco indicar a quién se ha de votar, ni en qué organizaciones concretas se puede o se debe militar. Esta decisión corresponde, en último término, a la conciencia de cada ciudadano, a sabiendas de que ningún programa realiza plena y satisfactoriamente los valores esenciales de la concepción cristiana de la vida, y que, desde la fe, caben diferentes opciones políticas “con tal de que no sean opuestas ni en programas ni en métodos a los contenidos evangélicos” ( Comunicado de la Plenaria del Episcopado Español, diciembre de 1975).
    Nuestro propósito, como corresponde al servicio apostólico de obispos y sacerdote, es, por fuerza, muy limitado: recordar, primero, algunas actitudes que deben inspirar la conducta cristiana en este ámbito; analizar brevemente, después, aquellos valores ineludibles que tiene que salvar cualquier programa político.

II. ACTITUDES FUNDAMENTALES
a)    Responsabilidad política
    Ante todo hemos de recordar que no es lícito desentenderse de la actividad política (GS 43; PT 146; OA 48). Todo miembro del cuerpo social es corresponsable del destino de la comunidad y ha de asumir sus deberes para con los demás ciudadanos sin permitir que el Estado los suplante o los grupos de presión los manipulen. Son muy graves, además, los problemas actualmente en juego, y nadie puede inhibirse ante la permanencia intolerable de la injusticia, la opresión o la marginación, ni regir esfuerzos para la construcción del progreso y de la paz social.
b)    Realismo y sentido crítico
    Tomar en serio la participación, incluso militando en un partido o dándole el voto en los comicios, no equivales ni debe conducir a la absolutización de lo político, ya sea reduciendo la salvación del hombre a su liberación social o política, ya sea identificando una fórmula política concreta con la interpretación única de los valores evangélicos o del Reino de Dios.
    Desde esta perspectiva, todas las agrupaciones y sus programas tienen un carácter instrumental y variable. Las más de las veces resultan ambivalentes y son siempre imperfectas. El cristiano, incluso después de optar por una de su propia opción y corregir, en cuanto pueda, sus aspectos negativos. Debe asimismo perseverar en el esfuerzo, de suerte que aquellos valores que pudieron quedar relegados de momento, o no se realizaron en medida suficiente, sigan siendo meta de su ulterior acción política.
c)    Respeto a los discrepantes
    El respeto al discrepante sería la tercera actitud, derivada en parte de la precedente. Cada persona ejercita libremente sus derechos cívicos cuando se inclina por un programa o partido y se esfuerza, con medios lícitos, por incorporar al mismo a otros ciudadanos. Pero ese derecho no excusa del respeto debido a las opciones políticas de otras personas o grupos, incluso cuando se inspiran en concepciones del hombre o en supuestos éticos distintos de los nuestros. En estos casos es coherente y puede ser obligado simultanear la convivencia respetuosa y leal con el rechazo de aquellos programas y actuaciones que llevan consigo una violación de derechos humanos, tal y como los entiende el Evangelio.
    En nuestro país siempre será poco cuanto insistamos en la aceptación mutua y en la tolerancia respetuosa, anteponiendo lo que une a lo que divide. “Quizá la originalidad más interesante de la etapa que comienza habría de cifrarse, tanto como en los proyectos políticos y sociales, en un nuevo talante de convivencia y generosidad, asumido por todos los españoles” (CEASO, La participación política y social, 1976).

III. VALORES QUE HAY QUE SALVAR
    Los analizamos brevemente desde una doble perspectiva: la de los partidos que formulan su programa o tratan de aplicarlo desde el poder y la de los ciudadanos que analizan las opciones concurrentes para inclinarse por una de ellas. En ambos casos hay que tener presente que la justificación moral de un proyecto de sociedad o de un programa de gobierno se mide por los valores humanos que tutela o desarrolla o amenaza. Creemos que en ninguna fórmula política aceptable para un cristiano pueden faltar los siguientes valores:
a)    El valor libertad
    En primer lugar, el valor libertad.
    Todos los partidos políticos se presentan como defensores de la libertad. Pero el cristiano ha de preguntarse cuál es el fundamento y el ámbito de la libertad que invocan y qué garantías concretas ofrecen para conseguirla.
    La libertad tiene como fundamento la dignidad de la persona humana. El Señor nos ha relevado que todo hombre ha sido creado por Dios a imagen suya y llamado a la vida para ser hijo de Dios y hermano y coheredero de Cristo.
    Por otra parte, el recto orden social está al servicio del hombre. “El hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales” (MM 219).
    Aplastar su libre iniciativa o sacrificar la persona a la máxima producción o consumo de bienes materiales o a la implantación de una ideología es subvertir violentamente el orden de las cosas, cayendo en inadmisibles totalitarismos.
    Frecuentemente  se ahoga la libertad del hombre invocando el bien común, con el propósito de mantener un status quo en beneficio de unos pocos o para sustituirlo por un nuevo sistema dominado por un grupo que detente todos los poderes. Cuando realmente el bien común consiste en el “conjunto de condiciones objetivas que faciliten a todos los miembros de la comunidad humana desarrollar libremente todas sus posibilidades personales” (MM 65).
    El reconocimiento del valor de la libertad es inseparable del respeto efectivo de los derechos fundamentales de la vida de la persona. El cristiano, por consiguiente, en su opción política, ha de buscar el máximo reconocimiento efectivo, no puramente verbal, de estos derechos.
    Efectivo quiere decir que la sociedad ha de organizarse de forma que se ofrezcan a todos sus miembros los recursos o los cauces necesarios para que sus derechos y libertades puedan realizarse y no se limite su reconocimiento a bellas palabras o a textos meramente jurídicos.
    Efectivo quiere decir, asimismo, que los derechos y libertades sean protegidos por eficientes garantías jurídicas (Pío XII, Radiomensaje de Navidad, 1942).
    Los derechos naturales del hombre que garantizan su libertad han sido enunciados en la Declaración Universal de las Naciones Unidas y en la encíclica Pacem in terris, de Juan XXIII. El cristiano, pues, no puede, en conciencia, contribuir al establecimiento de ningún tipo de totalitarismo, de cualquier signo que sea.
b)    El valor justicia
    Con el mismo afán por alcanzar la libertad se ha de trabajar por la realización de la justicia. Porque sin la justicia faltarían las condiciones objetivas y las garantías jurídicas, que hacen posible la verdadera libertad.
    Con la justicia ocurre lo mismo que con la libertad. Todos los grupos políticos la proponen como una de las metas que pretenden conseguir.
    Pero el cristiano ha de tener el sentido crítico necesario para discernir si realmente el programa, los medios y el grupo humano de un determinado partido se proponen de verdad conseguir una sociedad más justa.
    Fundamento de la justicia e la esencia igualdad de todo ser humano, que no es compatible con discriminación alguna, en relación con los derechos fundamentales de la persona, por motivos de raza, religión, sexo o condición social.
    Sin embargo, vivimos en una sociedad con graves injusticias, que generan tensiones peligrosas y recortan la libertad de muchedumbres que no pueden hacer valer sus derechos. Esta situación es particularmente dolorosa y frecuente en nuestras diócesis.
    La opción cristiana por la justicia entraña la liberación de los oprimidos y exige que desaparezcan las desigualdades injustas y que quienes las padecen tengan cauces para organizarse y ser protagonistas de su propia liberación
    La justicia no es un regalo que haya que esperar de la concesión generosa y paternalista de otros. Es un derecho que Dios otorga a todo hombre y es uno de los frutos de la redención de Cristo (Is 42,1-4).
    En consecuencia, el ciudadano ha de examinar si los programas políticos que tratan de ganar su asentamiento o piden su colaboración propugnan la superación de estructuras y situaciones objetivamente injustas, como la concentración en muy pocas manos de las riquezas y de los medios de producción, el monopolio del poder por las oligarquías, la falta de equidad en el reparto de las cargas fiscales y la imposibilidad para el pueblo de acceder a los más altos niveles de la cultura.
    Asimismo ha de comprobar si los partidos concretos ofrecen garantías para impedir o sancionar la apropiación por parte del capital de ganancias que no corresponden a la creatividad y a los riesgos asumidos, las retribuciones desmesuradas de ciertos profesionales, el fraude fiscal que multiplica el peso de las cargas comunes sobre los hombros de los más débiles y la gravísima insolidaridad y delito de lesa patria de la evasión de capitales.
    Cuestiona, también, gravemente la justicia de un sistema la dificultad insuperable para gran número de trabajadores de encontrar empleo, problema especialmente grave en nuestra región.
    Queremos destacar que la justicia y la libertad reclaman que sea equitativa la distribución del poder. Todos los miembros de una comunidad política tienen derecho a participar directamente o por medio de representantes libremente elegidos en la elaboración de las decisiones que configuran la vida pública, en el señalamiento de prioridades en el desarrollo económico-social y en la fijación de objetivos y medios a la actividad política.
    Es lamentable que en nuestra región subsistan todavía formas de caciquismo, desaparecidas en otras regiones, que permiten a grupos reducidos de privilegiados acaparar el poder político y utilizarlo en beneficio propio, sin que el pueblo tenga la posibilidad de organizarse y hacer oír su voz en las decisiones que le afectan.
    Una satisfactoria realización de la justicia sólo es posible, además, cuando todos los que integran una determinada comunidad humana tiene oportunidades efectivas de acceder a los mayores niveles de educación y de cultura, de acuerdo con sus cualidades y con su esfuerzo, sin que sea tolerable que la falta de recursos o la discriminación ideológica impidan a muchos poder llegar a ser lo que Dios quiso que fueran cuando le dio la vida y las dotes personales que configuran su vocación humana.
    Y es de destacar que vulneraría gravemente la justicia un sistema que desconociera los derechos de la familia, “la cual se funda en el matrimonio libremente contraído, uno e indisoluble, a la que hay que considerar como la semilla primera y natural de la sociedad, de lo cual nace el deber de atenderla, tanto en el aspecto económico y social como en la esfera cultural y ética, para que pueda cumplir su misión” (PT 16).
    Por supuesto, jamás se podrá considerar justa una sociedad en la que se cohiba el derecho natural “de poder venerar a Dios según la recta norma de su conciencia y profesar la religión en privado y en público” (PT 14).
c)    El valor moralidad
    De poco servirá la proclamación en programas políticos y en textos legislativos de la justicia y la libertad como columnas de la convivencia ciudadana si luego la corrupción, en formas manifiestas o encubiertas, corroe las relaciones sociales. Entendemos aquí moralidad en todas sus acepciones, pero muy principalmente en la subordinación de los intereses privados al bien común y no al revés, en la coherencia entre promesas y realizaciones, en la claridad transparente sobre la recaudación y el empleo de los fondos públicos …
    Nadie está exento de las tentaciones de la corrupción y, por tanto, los intereses comunitarios deber estar defendidos por un eficaz sistema de controles: tribunales, parlamento, opinión pública. Deben desaparecer todos los hábitos de encubrimiento que obstruyan el derecho a la información, que ha de ser reconocido hoy a los ciudadanos en las materias que les afectan y comprometen.
    Se debe exigir energía y equidad a las autoridades que tienen la obligación de impedir abusos de poder o manipulaciones económicas, ante todo con un ejemplo de transparencia administrativa en los fondos o puestos que manejan. Nada contribuye tanto a la confianza del pueblo en sus gobernantes como la valentía de éstos para corregir abusos y limpiar de corrupción todos los entresijos del edificio social. 
    Una moral de gobierno y de gestión económica exige el complemento de una sanidad de costumbres en el seno de la comunidad civil. Si el alcohol, la droga, la pornografía se adueñan del ambiente colectivo y corrompe la vida familiar o la educación juvenil, pocas esperanzas de humanización elevada puede tener el país donde esto ocurra.
    Es verdad que el Estado no es responsable directo de la moralidad de las conductas privadas y que no toda lacra moral puede ni se debe corregir por ley. Pero de ahí a la llamada “sociedad permisiva” media mucha distancia. No cabe duda de que una legislación o unas medidas de gobierno que establezcan condiciones favorables para la vida moral en todas sus dimensiones constituyen un servicio valioso y una garantía de progreso para la comunidad ciudadana.
    Al llegar a este punto reiteramos que el cristiano no puede conformarse con declaraciones solemnes sobre los valores de la libertad, la justicia y la moralidad. Porque lo que importa no es lo que se dice, sino lo que se hace. Si los que dicen defender la libertad establecen una mayor injusticia, si los que se comprometen a implantar la justicia atropellan la libertad y si los que se presentan como paladines de la moralidad permiten o fomentan de hecho la corrupción en todas sus formas – como tantas veces ha ocurrido o puede ocurrir en el futuro -, habrá que atenerse, para escoger una opción política determinada, más que a las palabras o a los ideales que se invocan,  a los resultados conseguidos o previsibles.

IV. RECOMENDACIÓN FINAL
    Enseña el Concilio Vaticano II que “los seglares han de coordinar sus esfuerzos para sanear las estructura y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes” (GS 39).
    Esta tarea es permanente, y al realizarla habrá que:
– mantener viva la conciencia de la propia responsabilidad política;
– evitar actitudes utópicas que fácilmente sucumben ante las dificultades;
– actuar con realismo para conseguir en cada momento lo que es posible;
– tener conciencia de que nadie posee la verdad y de que las opciones ajenas contienen elementos positivos;
– estar siempre dispuestos, por tanto, al diálogo y al mutuo respeto y a la comprensión;
– rechazar la violencia como incompatible con el sentido de humanidad y con el espíritu del Evangelio;
– y mantener siempre una firme esperanza.
    El cristianismo, aunque de momento conozca el amargor del fracaso, imputable a sus propias limitaciones o a las tremendas resistencias que se oponen a la realización de la justicia, sabe por la fe que “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, todos frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno y universal” (GS 39).

    Adviento, 30 de noviembre de 1976.

El paro obrero en la región

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    El Señor sintió compasión de las muchedumbres hambrientas, decaídas y vejadas y procuró remediar sus necesidades (Mt 9,36 y Mc 8,2).
    El mismo Señor vive ahora en su Iglesia, y cuantos están unidos a El por la fe y el amor han de tener sus mismos sentimientos (Flp 2,5).
    Especialmente quienes, como nosotros los obispos, tenemos el deber de hacer “presente al Señor Jesucristo en medio de los fieles” (LG 21).
    Por fidelidad a nuestra misión hemos de sentir, como Cristo Jesús, las necesidades y las angustias de los hombres.

Magnitud del problema del paro
    Entre ellas sobresale por su dramatismo el problema del paro, permanente y endémico en las diócesis del Sur, inherente a una secular estructura de la sociedad, cuya reforma radical se difiere una y otra vez; problema agravado en los últimos tiempos hasta límites intolerables.
    Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en el último trimestre de 1975 eran 363.800 los obreros parados en el Sur: 284.200 en Andalucía, 36.500 en las Canarias, 24.500 en la región de Murcia y 18.600 en Badajoz.
    Alcanzaban el 12,4 por 100 de la población activa de la región. Más del doble del 5,42 por 100 calculado para el conjunto nacional.
    Este fenómeno del desempleo es, sin duda, el que más cuestiona la racionalidad de nuestro sistema económico. Hace un año, los obispos del Sur afirmábamos en un comunicado conjunto que la situación del paro en la región “pone al descubierto los defectos de unas estructuras socioeconómicas que redundan en perjuicio de los más débiles, así como también en la desigual participación de las regiones en los beneficios del desarrollo. Contentarse con salir de la crisis, sin arbitrar reformas en sus raíces permanentes, sería desperdiciar una ocasión para afrontar en profundidad los problemas de la España del Sur” (XIV Reunión, 10 de enero de 1975).

Dolorosas consecuencias
    Con todo, la gravedad de la situación actual del paro nos lleva a centrar, de momento, nuestra atención en la tragedia que implican las sobrecogedoras cifras antes referidas.
    Tragedia personal, porque el trabajador en paro siente tal frustración y tan amarga desesperanza que afectan negativamente a su talante y corroen de un modo profundo su personalidad.
    Tragedia familiar, porque en muchos casos se hace imposible o muy difícil satisfacer las necesidades más perentorias de la familia y mantener la concordia en el hogar. Muy difícil cuando se percibe el seguro de desempleo. E imposible cuando no se cuenta con esta ayuda o se agota el plazo de asistencia y se causa baja en la Seguridad Social.
    Tragedia social, porque, aparte de la inquietud y el malestar general del paro, que agudiza las tensiones latentes, se desaprovecha el potencial más valioso – el trabajo humano – para que el sur de España pueda multiplicar sus extraordinarios recursos naturales y salir, al fin, de su secular subdesarrollo.
    Tragedia, en fin, de carácter espiritual y moral, porque la amargura y la desesperanza del obrero sin trabajo y de sus familias inciden negativamente sobre la vida cristiana.

El derecho al trabajo
    La Iglesia ha repetido con insistencia que el derecho al trabajo es uno de los derechos fundamentales del hombre. Derecho que brota, como ya dijo León XIII, de “la necesidad que el hombre tiene del fruto de su trabajo para atender a la defensa de su vida, defensa obligada por la naturaleza misma de las cosas, a la que hay que plegarse por encima de todo” (RN 32).
    Pío XII afirmó que “es evidente que el hombre tiene el derecho natural a que se le facilite la posibilidad de trabajar” (La solennità: AAS 33 [1941] 415).
    Juan XXIII reiteró “el derecho y la obligación que a cada individuo corresponde de ser el primer responsable de su manutención y de la de su familia, lo cual implica que los sistemas económicos permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las actividades de producción” (Mater et Magistra, 55: AAS 53 [1961] 415).
    En relación con tal derecho, el Concilio enseña que “es deber de la sociedad ayudar, según sus circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente” (GS 67).

¿A quién corresponde el deber?
    La doctrina es clara, pero suscita una cuestión fundamental: ¿a quién o a quiénes corresponde el gravísimo deber de que el derecho a trabajar sea efectivamente reconocido?
    Decir que a la sociedad no es suficiente. La sociedad está constituida por personas privadas, familias, grupos sociales, instituciones privadas y públicas y la Administración del Estado.
    De no concretar la parte y la gravedad del deber de dar trabajo que corresponde a todos y cada uno de los elementos que integran la sociedad, se corre el riesgo de que se traslade la obligación propia a los hombres ajenos y que, unos por otros, se deja sin efectiva solución el problema del paro.
    En primer lugar, tienen el deber de crear puestos de trabajo aquellas personas, grupos sociales e instituciones que disponen de recursos para invertir. “Quienes pueden invertir capital y consideren, en vista del bien común, si pueden conciliar con su conciencia en no hacer, en los límites de sus posibilidades, tales inversiones y echarse a un lado con vana cautela” (Pío XII, Levae capita, 26: AAS 45 [1953] 39-40).
    En segundo lugar, proceden contra conciencia aquellos que, multiplicando egoístamente sus empleos, restan a sus compañeros puestos de trabajo (Pío XII, Ibíd..).
    Pero la mayor responsabilidad corresponde, a quienes deciden la política económica tanto en el plano nacional como internacional. Porque “donde la iniciativa privada permanece inactiva o es insuficiente, los poderes públicos tienen la obligación de procurar, en la medida mayor posible, puestos de trabajo, emprendiendo obras de utilidad general y facilitar con consejos y otras ayudas el fomento del trabajo para quienes lo buscan” (Pío XII, Ibíd.).
    Para cumplir con esta obligación cualquier Estado necesita ingentes medios económicos que, por fuerza, ha de recabar de la sociedad.
    En este sentido, es necesario reconocer que nuestro sistema fiscal es injusto y debe ser profundamente modificado para que logre una más equitativa distribución de la renta.
    Hemos de recordar, por otra parte, a los contribuyentes la gravísima responsabilidad moral que contraen cuando defraudan los impuestos o cuando utilizan su presión social para boicotear los propósitos de la Administración en sus intentos por reformar, hasta hacerlo equitativo, el sistema fiscal.

Justicia y pleno empleo
    El “pleno empleo” no puede ser considerado como una mera opción de carácter técnico, sino como una grave y absoluta obligación de justicia que recae proporcionalmente sobre las personas, los grupos sociales y las instituciones que puedan facilitar puestos de trabajo.
    Por tanto, cualquiera que sea el sistema económico vigente, en la mente de los que deciden la política económica, el criterio de la rentabilidad inmediata – la cual suele conseguirse con inversiones en regiones más industrializadas – ha de tener un vigoroso correctivo en el deber primordial de que todos los obreros encuentren el trabajo que necesitan y de que las regiones deprimidas alcancen el nivel de vida, de cultura y de esperanza que en justicia les corresponde.
    Para conseguirlo hay que movilizar adecuadamente los recursos materiales existentes o potenciales, aplicar los mejores procedimientos técnicos y facilitar formación profesional de los trabajadores.

Conciencia de solidaridad humana
    Grave es, a su vez, el deber de los que influyen en la formación de las conciencias y de la opinión pública.
    En sus manos está la posibilidad de despertar vivos sentimientos de solidaridad humana y cristiana de tal forma que cada cual, según sus posibilidades y responsabilidad, contribuya a procurar que el derecho al trabajo y a vivir una vida conforme con la dignidad personal, sea efectivamente reconocido a todo ser humano y en cualquier circunstancia.
    A los cristianos que actúan en este campo han de servirle de estímulo las recientes palabras de Pablo VI: “Nos alegramos de que la Iglesia tome conciencia, cada vez más viva, de la propia forma esencialmente evangélica, de colaborar a la liberación de los hombres. Y ¿qué hacer?. Tratar de suscitar cada vez más numerosos cristianos que se dediquen a la liberación de los demás … Todo ello, sin que se confunda con actitudes tácticas ni con el servicio a ningún sistema político, debe caracterizar la acción del cristianismo comprometido” (Evangelio nuntiandi, 8 diciembre 1975, n.38).

Propuestas de acción
    Al acabar esta nota pastoral consideramos de plena actualidad lo que dijimos hace ya tres años en nuestro documento colectivo “La conciencia cristiana ante la emigración”:
    “Sin asumir competencias técnicas, y ateniéndonos al sentir más común sobre el particular, consideramos obligada y urgente la creación de puestos de trabajo en la España meridional. Para lograrlos en medida suficiente deben concurrir, creemos, estos factores:
a)    Ante todo, las inversiones masivas de la Administración Pública que transformen efectivamente la infraestructura económica de la región y la doten de medios de comunicación, de instituciones educativas y de industrias básicas, aunque no sean inicialmente rentables, que aseguren el despegue económico y la transformación de las estructuras de la sociedad.
b)    Los recursos de las instituciones bancarias y de ahorro, ubicadas en nuestra región, aplicados a la creación de riqueza y de trabajo entre nosotros, superando los incentivos de mayor seguridad o rentabilidad que ofrezcan otras zonas más industrializadas y, por tanto, no tan necesitadas. Esta orientación tendría que ser facilitada y potenciadas por el propio Estado.
c)    El capital privado de la propia región para el que constituye un deber inexcusable de su posición privilegiada poner en plena explotación sus recursos patrimoniales y financieros con verdadero sentido social en las inversiones.
d)    Sobre todo, no puede ni debe faltar una participación popular bien organizada en la que los trabajadores se constituyan en artífices de su propia promoción”.

Recomendación final
    Exhortamos a todos los fieles e instituciones a solidarizarse con cuantos sufren los efectos del paro, haciéndoles sentir, con el mayor respeto a su dignidad personal, la verdad de su apoyo fraterno.
    Sobre todo, hemos de fomentar en nosotros mismos y en los ambientes en que actuamos las virtudes cristianas de la austeridad, la laboriosidad y la solidaridad que son fundamentales para que todos los esfuerzos personales y colectivos y las medidas que se hayan adoptado o se adopten por los poderes públicos puedan producir el efecto vehementemente anhelado por todos de que no exista en nuestras tierras ningún obrero sin trabajo y de que el bienestar, la justicia social y la paz de Dios sean gozosamente compartidas.

Córdoba, Pascua de 1976

Formación sacerdotal en los seminarios del sur de España. Orientaciones de los obispos de las provincias eclesiásticas de Granada y Sevilla

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INTRODUCCIÓN
    El texto que ofrecemos recoge el pensamiento de los obispos de la región sobre la formación de los futuros sacerdotes. Es el resultado de varios encuentros episcopales, con aportaciones de los formadores de los seminarios y de los propios seminaristas.
    Tras la puesta al día exigida por las orientaciones y doctrina del Concilio, y con la perspectiva de diez años de experiencias en la búsqueda de nuevos cauces de formación sacerdotal, se imponía este momento de reflexión.
    La vida de los seminarios ha experimentado un alto grado de evolución en los últimos años. La concentración en los centros regionales de estudio, la adaptación de los planes de estudio de los seminarios menores al bachillerato oficial, la formación de pequeñas comunidades… reflejan claramente este fenómeno.
    Se presentan también nuevas situaciones entre los aspirantes al sacerdocio, bien sean jóvenes o adultos con un trabajo profesional que desean simultanear con los estudios teológicos, bien sean adolescente cuya cocción sigue cultivándose dentro del ámbito familiar.
    Las notas que ahora ofrecemos los obispos son sólo puntos para una reflexión abierta que permita perfeccionar la formación de nuestros seminarios, teniendo en cuenta las repercusiones sobre la vida y la figura del sacerdote, provocadas por el momento histórico que vive hoy nuestra región.
    Esta reflexión se verá muy pronto enriquecida por las directrices que tiene en preparación la Conferencia Episcopal Española. Las hacemos nuestras desde ahora y os las recomendamos vivamente.
    El presente folleto, en edición familiar y privada, aspira a ser un instrumento vivo de trabajo en manos de formadores, alumnos y sacerdotes, abierto a perfeccionamientos ulteriores que señale el Magisterio de la Iglesia o aconseje nuestra experiencia.

PRIMERA PARTE
LA FIGURA DEL SACERDOTE QUE QUIERE LA IGLESIA, META DEL SEMINARIO

1. LO QUE DICEN LOS DOCUMENTOS
    No es necesario reproducir aquí, ni siguiera sintéticamente, todo lo que los documentos conciliares –Lumen, Pentium, Presbyteroroum ordinis, Optatam totius– dicen de de la figura del sacerdote.
    Fijándonos sólo en sus rasgos fundamentales, hemos de partir del concepto de misión tal como lo ofrece la doctrina de la Iglesia.
    «El Señor Jesús, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10, 36), hace partícipe a todo su Cuerpo místico de la unción del Espíritu Santo con que Él fue ungido… no se da, por tanto, miembro alguno que no tenga parte de la misión de Cristo… Ahora bien, el mismo Señor… de entre los fieles mismos instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden. Así, pues, enviados los apóstoles como Él fuera enviado por su Padre, Cristo, por medio de los mismos apóstoles, hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquéllos, que son los obispos, cuyo cargo ministerial, en grado subordinado, fue encomendado a los presbíteros, a fin de que, constituidos en el orden del presbiterado, fueran cooperadores del orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo» (PO 2).
    «Tomados de entre los hombres constituidos a favor de los hombres… conviven, como hermanos, con los otros hombres… Los presbíteros son en realidad segregados en cierto modo en el seno del pueblo de Dios, pero no para estar separados ni del pueblo mismo ni de hombre alguno, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los asume. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, ni podrían servir a los hombres si permanecieran ajenos a la vida y condiciones de los mismos». (PO 3).
    De estas enseñanzas doctrinales emanan los siguientes principios orientadores sobre los presbíteros y sobre los seminarios mayores, que consideramos conveniente destacar:

1.1. Sobre los presbíteros
    Los «presbíteros, consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote» (LG 28), son asimilados a Cristo-Cabeza y promovidos «para servir a Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se constituye constantemente en este mundo Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo» (PO 1).
    «El mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función, de entre los mismos fieles instituyó a algunos como ministros, que, en la sociedad de los creyentes, poseyeran la sagrada potestad del orden» (PO 2).
    «Para congregar al Pueblo de Dios fueron sellados por la unción del Espíritu Santo y configurados con Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo-Cabeza», mediante la predicación del Evangelio, la celebración del Eucaristía y de los demás sacramentos y la potestad espiritual recibida «que ciertamente se da para edificación» (PO 4 y 6).
    Junto con los obispos participan del mismo y único sacerdocio de Cristo, están jerárquicamente unidos a ellos, como «necesarios colaboradores y consejeros suyos» (PO 7) y les representan «en cada una de las congregaciones de fieles» (LG 28).
    Por la misma unidad de consagración «están todos unidos entre sí por la íntima fraternidad sacerdotal» (LG 28), manifestación de la «unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el mundo que el Hijo fue enviado por el Padre» (PO 8).

1.2. Sobre los seminarios mayores
    «Los seminarios mayores son necesarios para la formación sacerdotal. En ellos toda la formación sacerdotal. En ellos toda la educación de los alumnos debe tender a la formación de verdaderos pastores de almas, a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote, Pastor». De ahí que debe prepararlos para el ministerio de la palabra, para el ministerio del culto y la santificación y para el ministerio del servicio (OT 4).
    «Para que haya en realidad un seminario… se necesitan estos elementos: una comunidad imbuida de un verdadero espíritu de caridad, abierta a las necesidades del mundo de hoy y ordenada a la manera de un cuerpo, es decir, en que la autoridad del legítimo moderador se ejerza eficazmente de corazón y según el ejemplo de Cristo y en que, con la colaboración de todos, se fomente de verdad la madurez humana y cristiana de los alumnos; la posibilidad de iniciar experiencias acerca de la condición sacerdotal por medio de relaciones tanto de fraternidad como de dependencia jerárquica…» (Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, nota 74).
    Características especiales de esta comunidad han de ser, entre otras, «vivir el misterio pascual de Cristo de tal manera que sepan (los alumnos) iniciar en él al pueblo que ha de encomendárseles… buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra de Dios, en la activa comunicación con los sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y el Oficio divino; en el obispo que los envía y en los hombres a quienes son enviados, principalmente en los pobres, los niños, los enfermos, los pecadores, los incrédulos… veneración filial a la a la Santísima Virgen» (OT 8).
    «El seminario se ordena a cultivar más clara y cabalmente la vocación de los candidatos, a formar los verdaderos pastores de almas a imitación de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, y a prepararlos para el ministerio de la enseñanza, de la santificación y del régimen del pueblo de Dios» (RFIS 20).
«De aquí se deduce también que el Seminario se ordena a que los candidatos, participantes en su tiempo del único sacerdocio y ministerio de Cristo, inicien la comunión jerárquica con el propio obispo y demás hermanos en el sacerdocio que componen el único presbiterio de la diócesis» (RFIS 22).
«Toda la educación de los alumnos en los seminarios mayores debe tender a formar verdaderos pastores de almas. Por tanto, todos los aspectos de la formación –humana, espiritual, pastoral, intelectual– deben estar conjuntamente dirigidos a aquella finalidad, como elementos integrantes e inseparables de una única formación sacerdotal» (Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis [Madrid 1968] n. 4).

2. LO QUE DESEAMOS LOS OBISPOS DE LA REGIÓN
2.1.    Deseamos, ante todo, que el seminario mayor se una institución capaz de preparar al futuro sacerdote según el modelo antes descrito, cuyos rasgos fundamentales son válido para todo tiempo y lugar.
Rasgos Positivos
2.2.    Deseamos, además, que el sacerdote que en él se forme sea:
a)    Hombre de carácter, capaz de trazarse a sí mismo su propio plan de vida conforme a las exigencias de su misión, y de cumplirlo por propia voluntad, nacida de un auténtico sentido de responsabilidad personal, sin esperarlo todo de ayudas externas.
b)    Maduro en la fe y en la vida interior y hombre de oración en el que la religiosidad sea algo plenamente asimilado.
c)    Consciente de su misión eclesial y convencido de que el ejercicio de las funciones específicas del ministerio sacerdotal constituye cauce válido para la realización de la propia persona; sin perjuicio de que el sacerdote pueda desarrollar una profesión civil, cuando lo exija la misión, en cuyo caso es al obispo a quien corresponde, en fraternal diálogo con el interesado, confirmar y orientar estos servicios.
d)    Consciente asimismo del amor que ha de profesar a la Iglesia como misterio e instrumento de la presencia salvadora de Cristo; de su corresponsabilidad eclesial, junto con el obispo, con el presbiterio y con la comunidad, así como de la generosa disponibilidad que todo esto reclama.
e)    Capacitado teológica, pastoral y espiritualmente para la educación de la fe en todas su dimensiones.
Actitudes nocivas
2.3.    Deseamos, en fin, que el seminario dé una formación que excluya:
a)    La alergia, y mucho más el resentimiento que en algunos ambientes sacerdotales se ha introducido en relación con la institución eclesial.
b)    La valoración exclusiva o desproporcionada de algunos carismas frente a la estructura jerárquica de la Iglesia.
c)    La discriminación por ideologías o afinidades en que algunos sacerdotes, excediendo los límites de un provechoso pluralismo, incurren con frecuencia.
d)    El horizontalismo exclusivista, que lleva, insensiblemente, a la pérdida de la trascendencia.
e)    El profesionalismo funcionalista del culto.
f)    La formación de grupos cerrados que obstaculicen el día de mañana la necesaria disponibilidad que ha de tener el sacerdote.
Sacerdotes para nuestro pueblo
2.4.    Deseamos también que el seminario prepare a los futuros sacerdotes, teniendo en cuenta las condiciones –positivas y negativas– de nuestro pueblo meridional y andaluz, tales como:
2.4.1.    Su religiosidad natural y su fe de fondo, ricas en manifestaciones devocionales a Cristo y a la Virgen María, de gran tradición, aunque mezcladas demasiadas veces con rasgos de superstición y con expresiones inadecuadas que es preciso superar.
2.4.2.    Su profunda filosofía de la vida y de la muerte, su fuerte emotividad, su honradez básica, su inteligente laboriosidad cuando encuentra ambiente propicio, su capacidad de aguante y de sacrificio; cualidades entreveradas con una atonía conformista y con un cierto sentido fatalista, que le llevan a aceptar su suerte, por mala que sea, individual o colectivamente, como inevitable, esterilizando sus posibilidades de superación y de trabajo para construirse una situación mejor en que se libere de opresiones inveteradas.
2.4.3.    Su viva inteligencia, su fina sensibilidad, la riqueza de sus expresiones artísticas, limitadas en su eficacia práctica por un subdesarrollo económico, social, cultural y religioso.
2.4.4.    Su cordial tendencia a la apertura y a la acogida, su facilidad para la comunicación y el diálogo, su generosa y valiente solidaridad, especialmente en horas de dolor; su espíritu de servicio y comprensión, su apego a la familia, contrapesados por una tendencia a la atomización individualista, consecuencia de su idiosincrasia y de su falta de formación humana y cristiana, que hacen difíciles cualesquiera empresas comunitarias, lo mismo en la sociedad civil que en la Iglesia.
2.4.5.    La situación de subdesarrollo económico-social, debido a factores históricos y políticos, internos a la región y también de carácter externo, que condicionan muchas realizaciones y a los que es preciso vencer despertando conciencia de responsabilidad y las posibilidades de una acción bien conjuntada, que exija lo que se debe a nuestro pueblo dentro del concierto nacional y ponga en marcha lo que está en sus manos.
2.4.6.    La emigración, el paro, la situación negativa del mundo rural, la falta de cauces de expresión y de realización de aquellos compromisos temporales, a los que la fe induce en circunstancias como las descritas; con la grave consecuencia de un extendido desánimo, que marchita afanes de renovación y degenera en una indolencia esterilizante.
        Los futuros sacerdotes, sin salirse del campo de misión sacerdotal y sin dejarse llevar de demagogias fáciles, deben demostrar la estima de los valores que atesora nuestro pueblo, denunciarle con caridad sus lacras, despertarle confianza en sus propias posibilidades y animarlo a que, por razones simplemente humanas y por exigencias cristianas, supere sus problemas con esfuerzo, en lo individual, en lo social y en lo eclesial.

SEGUNDA PARTE
LA VOCACIÓN SACERDOTAL

    En esta segunda parte nos ocupamos de la vocación sacerdotal en relación con los problemas que plantea su aparición, su discernimiento y su cultivo.

1. LA VOCACIÓN SACERDOTAL
    Integrada en la vocación general a la vida cristiana, la vocación al ministerio sacerdotal es una llamada singular que Dios hace en su Iglesia a determinados miembros de la misma. Siempre se trata de un don singular de Díos. Es una gracia y un carisma especial, con los que Él muestra su predilección hacia el sujeto que la recibe, hacia su propia familia y hacia la comunidad cristiana.
    La vocación sacerdotal no es fruto del esfuerzo ni de industria humana alguna. En todo caso es un don gratuito del Señor, que llama a quien quiere y elige sus instrumentos.
    El Señor no se ata a ningún condicionamiento de edad, ambiente o institución. Con todo, la vocación suele surgir en los años de la adolescencia y de la juventud como inclinación generosa y noble a servir a Dios y a los hermanos, al contacto con personas que representan y encarnan ese ideal.
    Como talento recibido, ha de ser apreciado en todo su valor y no puede enterrarse, de manera que quede improductivo. Su plena maduración y ejercicio importa a la vida toda la Iglesia, en íntima relación con la tarea que le ha encomendado Jesucristo.

2. EL FOMENTO DE LAS VOCACIONES SACERDOTALES
    Aunque se trata de un don enteramente gratuito de la bondad de Dios, su llamada se produce de ordinario en un medio propicio. El germen de la vocación sacerdotal requiere como clima un ambiente cristiano y evangélico.
    En este sentido puede y debe hablarse de un fomento de las vocaciones sacerdotales, en colaboración con la gracia de Dios y de Jesucristo.

2.1. La comunidad eclesial en el despertar de la vocación
    La responsabilidad de la creación de una atmósfera propicia al despertar de la vocación sacerdotal en algunos de sus miembros corresponde a toda la comunidad eclesial. Necesitada siempre del ministerio de los sacerdotes para la conservación y el desarrollo de su vida cristiana, los tendrá en la medida en que, ante Dios y ante la Iglesia, contribuya a su nacimiento, a la formación y a la perseverancia de los futuros sacerdotes.

2.2. Factores en el fomento de la vocación
    Dos elementos fundamentales cuentan sobre todo en el despertar de la vocación sacerdotal: el ambiente de la familia y el ejemplo de una vida sacerdotal «humilde, laboriosa, gozosamente vivida».
    Con los pastores y padres de familia, otras personas e instituciones pueden influir en el fomento de las vocaciones sacerdotales. Entre ellas se ha destacado siempre la actuación de los maestros y educadores. Son muchos los sacerdotes que deben su vocación al espíritu cristiano, genuinamente apostólico, de un maestro bueno.
    La responsabilidad del fomento de las vocaciones sacerdotales alcanza en primer término al obispo y a su presbiterio. Pero es asunto de todos los miembros de la Iglesia. La comunidad local debe vivir la conciencia de esta responsabilidad. Y la siente en la medida en que su vida eclesial es más floreciente.

2.3. Discernimiento vocacional
    Por ser vital para la Iglesia la vocación al ministerio sacerdotal, interesa mucho el descubrimiento de sus indicios, para poder discernir rectamente acerca de su autenticidad. Las desorientaciones en este terreno son fuente de muchos males para el sujeto que se crea llamado por Dios y para la misma comunidad cristiana.
    El discernimiento de la auténtica vocación corresponde fundamentalmente al Pastor de la Iglesia local. Es el obispo quien, en su día, ha de llamar en nombre de la Iglesia, ratificando así la vocación.
    Pero el obispo ha de ser ayudado, en esta tarea de descubrir y discernir, por los demás colaboradores de su ministerio. También deben exponer su juicio los padres y educadores, y hasta los amigos y compañeros del candidato.
    Por supuesto, sea cualquiera la edad o circunstancias del sujeto, es el mismo quien debe ser oído al expresar su deseo y aspiraciones. Y han de tenerse en cuenta sus razonamientos a la hora de valorar su pretensión.
    Los signos de la vocación sacerdotal se manifiestan en las cualidades objetivas y en las motivaciones personales del sujeto. Cuanto menor es su edad, han de contar, sobre todo, las primeras, y en épocas posteriores deben valorarse con más atención las segundas.
2.3.1. Cualidades objetivas del candidato
–    Salud física y psíquica.
–    Suficiente nivel intelectual, con posibilidades para el estudio.
–    Ausencia de taras hereditarias.
–    Transparencia de espíritu en palabras y actitudes.
–    Docilidad, junto con espíritu de iniciativa y creatividad.
–    Sencillez y delicadeza en el trato con los demás, unidas con el «cultivo de las cualidades convenientes a la relación con los demás, como la capacidad de escuchar a otros y de abrir el alma con espíritu de caridad ante las variadas circunstancias de las relaciones humanas» (OT 19).
–    Alegría natural y espontánea.
–    Laboriosidad.
–    Sentido religioso y espíritu de piedad.
–    Predilección hacia los más débiles y marginados.
–    Estabilidad de ánimo, facultad de tomar decisiones ponderadas y recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres, como signo de madurez humana (OT 11).
–    Reciedumbre de alma y aprecio de las virtudes que más se aprecian entre los hombres: como la sinceridad, la preocupación constante por la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la fortaleza, la lealtad…
2.3.2. Motivaciones personales
–    Deseo sincero de abrazar el sacerdocio para servir incondicionalmente a la Iglesia.
–    Entusiasmo por el trabajo pastoral específicamente sacerdotal.
–    Rectitud de intención y libertad de voluntad.
–    Ausencia de todo interés humano.
–    Inclinación a la vida de oración y al estudio de la teología.
–    Opción seria y determinada por el sacerdocio.
–    Celo catequístico.

2.4. Cultivo de la vocación
    Supuesto todo lo anterior, hay que atender al cultivo de la vocación de acuerdo con las orientaciones de la Iglesia (Orientaciones sobre pastoral vocacional [Madrid 1974]). El obispo personalmente y por medio de sus más íntimos colaboradores ha de atender a esta necesidad. El pastor de la diócesis tiene el deber y el derecho de echar mano de cuantas personas tenga a su alcance en orden a este propósito.
    En este punto hay que insistir en algo que puede ser el secreto de todos los aciertos o desaciertos: la compenetración entre el obispo y los responsables de la formación de los futuros sacerdotes. Cualquier fallo en este terreno puede acarrear graves perjuicios no sólo a los aspirantes, sino a toda la iglesia.
    Lo mismo el rector que los formadores y profesores que actúan en el seminario, como hombres en quienes el obispo ha depositado toda su confianza, deben ser fieles a su propio pastor y al magisterio de la Iglesia acerca del ministerio sacerdotal.
    Por lo demás, es de desear que el obispo, personalmente y en la medida de lo posible, conozca de cerca, hable, dialogue y trate a todos y cada uno de los aspirantes. Sobre todo cuando avanza su formación y el candidato se acerca a las órdenes sagradas. El conocimiento mutuo y una compenetración llena de afecto entre el obispo y los futuros sacerdotes es garantía de la posterior unidad del presbiterio.

2.5. Ambientes para el despertar de la vocación
2.5.1. La propia familia
    El Concilio ha dicho que la propia familia es el «primer seminario» (OT 2). La transmisión familiar de la fe y el clima de virtudes humanas y cristianas favorecen sobremanera el nacimiento y el desarrollo de las vocaciones consagradas.
2.5.2. La parroquia o comunidad eclesial propia
    La parroquia, con la predicación y catequesis, con la vida litúrgica y los alicientes apostólicos, con el estímulo para la oración y el trabajo, ofrece elementos indispensables para que surjan y maduren auténticos pastores.
2.5.3. Los movimientos apostólicos
    La experiencia nos demuestra desde hace años que el cultivo y atención a los movimientos apostólicos redunda en un descubrimiento de la vocación sacerdotal para muchos de los propios militantes.
2.5.4. Los Institutos y los Colegios de Religiosos
    También constituyen ambiente propicio al nacimiento y maduración de vocaciones sacerdotales los Institutos y Colegios de Religiosos, en los que los profesores de religión u otros sacerdotes o educadores realizan una verdadera tarea pastoral con los jóvenes. Cuando algunos jóvenes manifiestan el deseo de ser sacerdotes, los sacerdotes le ayudan a discernir la verdad de esa decisión y les acompañan en la maduración de la misma hasta su ingreso en el seminario.

TERCERA PARTE
NUESTROS SEMINARIOS

    Esta tercera parte trata del seminario y ofrece unas orientaciones proyectadas sobre las distintas fases del ciclo formativo.

1. EL SEMINARIO MENOR
    Resulta una necesidad allí donde, consideradas todas las circunstancias, no es posible atender in situ a la formación intelectual y espiritual de los adolescentes aspirantes al sacerdocio con suficientes garantías de éxito. Debe ser una institución específica y claramente «vocacional».
    Ahora bien, en aquellos casos en los que esté garantizada la formación cristiana del muchacho, y mientras le sea posible cursar sus estudios desde le propio hogar –esto empieza a ser cosa general respecto de la educación general básica e incluso en el bachillerato–, la madurez humana y sobrenatural del candidato puede alcanzarse con ventajas, sin tomarlo como regla general, en la propia familia y parroquia.
    En cualquiera de las dos hipótesis, en esta etapa de la formación del candidato se requiere la estrecha colaboración de la familia, la parroquia y otras comunidades eclesiales a las que el joven pertenezca.

2. LA ETAPA INTERMEDIA
    Se está experimentando en muchas partes una etapa de transición entre el bachillerato o seminario menor y los estudios eclesiásticos propiamente dichos.
    La consideramos conveniente, sin que pueda decirse que sea necesaria ni en todas las diócesis ni para todos los seminaristas de una diócesis. Habría que decidirlo en cada caso, tendidas las circunstancias personales y en diálogo con el interesado. Sus fines son los siguientes:
a)    Una maduración humana, religiosa y apostólica que permita consolidar la opción por el sacerdocio ya manifestada.
b)    Una formación catequética sólida que sirva al futuro estudiante de teología como segura introducción para los estudios.
c)    Fin opcional sería dedicar parte de esta etapa a conseguir una titulación civil en sintonía con la vocación sacerdotal o un aprendizaje de alguna profesión manual.
d)    En conformidad con estos fines, la etapa intermedia se ha de concebir como un período de formación sacerdotal, en régimen de convivencia y limitado en el tiempo.

3. CURSO INTRODUCTORIO
    Ha de ser obligatorio para todos los seminaristas, según lo dispone la nueva normativa de la Iglesia. Puede darse a través de un curso entero o de un semestre, bienal comienzo de los estudios propiamente eclesiásticos, bien al final de la etapa intermedia donde exista.

4. SEMINARIO MAYOR
4.1. Condición previa
    Debe exigirse para el ingreso en el seminario mayor una maduración humana y religiosa y una opción clara y sería por el sacerdocio.
4.2. Aspectos de la formación sacerdotal que conviene acentuar hoy
    De los diversos aspectos que integran la formación de los candidatos al sacerdocio en esta etapa tan decisiva, nos referimos aquí especialmente a los que hacen referencia a su vida espiritual y apostólica.
4.2.1. Identidad sacerdotal
    Situación y dificultad. –Se observan algunas tendencias que pueden distorsionar el ideal sacerdotal, con un menor aprecio de las funciones más específicas del ministerio pastoral. Parece que influyen en ello, especialmente, dos factores: el deseo legítimo de «estar con el pueblo» y el miedo a no «realizarse» como persona humana con el ejercicio del ministerio sacerdotal en plena dedicación.
    El primer factor hace que sientan muy vivamente los problemas humanos de subdesarrollo y opresión en que se halla gran parte de nuestro pueblo en el sur de España, lo que induce una inclinación, más o menos consciente, a desear que la Iglesia, y consiguientemente sus sacerdotes, preste una atención primordial a lo económico-social, a lo cultural y a lo político; atención previa, o al menos simultánea, a la evangelización estrictamente dicha, en un plano parecido al que corresponde a los movimientos o partidos políticos. En ocasiones esto lleva a confundir el término evangélico de «los pobres de Yahveh» con el de pueblo o clase oprimida, de donde se sigue una apresurada identificación de la preferencia evangélica por los pobres con la llamada «opción de clase», o, lo que es lo mismo, acotar a los pobres de Jesús en un determinado sector social y a canonizar la lucha de clases desde la misma Iglesia y el ministerio sacerdotal.
    El segundo factor inclina a prepararse para un trabajo civil y a pensar que no se puede ser buen sacerdote si no se empieza por se hombre cabal, lo que consideran inviable en la plena dedicación al ministerio sacerdotal, de donde nace un menosprecio de dicho ministerio, y la tendencia a que trabaje, como un seglar, durante gran parte de su día y dedique luego un tiempo al ministerio.
    Quehacer. –En dichos dos factores, que afectan a la identidad sacerdotal, hay valores muy positivos a la vez que riesgos graves. Para salvar aquéllos y evitar éstos, parece necesario:
–    Presentar claramente la grandeza de la misión de Cristo en su doble vertiente de salvador de los hombres y del mundo, por lo que es misión de su Iglesia y de los sacerdotes ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, y ayudarle a perfeccionar el mundo con espíritu evangélico en la verdad, la justicia, la libertad y el amor, de que es fruto la paz.
–    Recordar que el sacerdote no puede vivir «separados» del mundo y del resto de los hombres, pero ha de saberse un «segregado» por Dios para una misión sobrenatural, que es la de Cristo.
–    Avivar la conciencia de la grandeza de esta misión, que es el más noble servicio a los hombres, capaz de llenar plenamente la vida de una persona en el ministerio de la Palabra, de los sacramentos y de toda la pastoral.
–    Legitimar la preparación para un trabajo civil, y si llega el caso, su realización por un sacerdote, no por exigencias de «realización» humana, sino por otras razones válidas, como el querer acercarse al mundo obrero, el ocupar un tiempo que no le exige la atención ministerial del pueblo o el liberarse de hipotecas o preocupaciones económicas, etc.
–    Insistir en que el sacerdote debe sentirse siempre cerca de su pueblo y vivir, lo más posible, como él, para alentarle en sus dificultades e iluminarle predicando la Palabra, no en abstracto, sino con aplicaciones concreta a sus circunstancias, aunque desde la humildad de quien no tiene la posibilidad de solucionarle plenamente sus problemas, ni siquiera teóricamente, porque, además de la justicia y el amor que enseña el Evangelio, son necesarias unas competencias técnicas que Cristo no nos enseñó, pues pertenecen a la autonomía del orden temporal.
–    Subrayar con fuerza la necesidad de una predilección por los pobres y los débiles, los enfermos y los oprimidos, con quienes Cristo está especialmente unido y cuya evangelización se da como signo de la obra mesiánica.
–    Recordar que la misión de Cristo, y la del sacerdote con Él, tiene que ser universal, abierta a todos, cuidadosa de que todos, ricos o pobres, los que piensan de una manera y los que piensan de otra en las mil opciones legítimas en lo discutible, puedan sentirse miembros de una misma comunidad en Cristo, porque toca a los sacerdotes armonizar de tal manera las distintas mentalidades que nadie, con tal de que acepte a Cristo y su Evangelio, se sienta extraño en la comunidad de los fieles.
–    Tener en cuenta siempre que el sacerdote es un enviado de la Iglesia y un ministro de la comunidad, por lo que no le es lícito organizar por cuenta propia su estatuto de vida sin estudiarlo previamente con el obispo propio y obtener su aprobación, atendidas las necesidades de la comunidad local y de la Iglesia diocesana.
4.2.2. Oración
    Situación y dificultad. –Se ha manifestado en los últimos años, en algunos sectores seminarísticos, una falta de fe profunda y cierta desorientación sobre lo que es la oración, aparte de la influencia del ambiente materialista y sensual en que todos vivimos. Se observa con frecuencia como una falta de ascesis y de práctica del silencio, tan necesario para la oración.
    Es verdad asimismo que escasean hoy los maestros de oración que acompañen a los alumnos en este camino. No se fomenta suficientemente la receptividad religiosa de la Palabra de Dios y disminuye la prioridad de los valores esenciales.
    Quehacer. –Resulta indispensable un esfuerzo para levantar la práctica de la oración personal en los seminarios. Para ello es necesario impartir mejor una doctrina viva sobre la oración y ejercitarse en el esfuerzo de pasar del mundo de las experiencias intramundanas al mundo de la fe. Oración que lleve a facilitar los reflejos evangélicos con los que el creyente juzga las situaciones y adquiere unos criterios según Dios.
    Oración, que debe ser misionera. Oración, que da importancia a la petición, a la acción de gracias y a la alabanza y contemplación.
    Cada seminarista deberá tener su plan de oración, que debe revisar periódicamente con su formador. Es urgente la necesidad de verdaderos contemplativos, aceptando un pluralismo de formas, pero que no esconda la negación del verdadero sentido de la oración.
    El seminarista debe participar diariamente en la celebración de la Eucaristía, y, con frecuencia, ésta ha de celebrarse comunitariamente en el mismo seminario. A medida que se crece en la maduración de la fe, el rezo de Laudes y Vísperas habrá de ser valorado como dos momentos culminantes de la oración diaria. Toda la liturgia debe aparecer en el seminario como la cumbre a que tiende la vida de la Iglesia y la fuente de donde dimana toda su fuerza (RFIS 52).
4.2.3. Inquietud misionera
    Situación y dificultad. –La mayoría de los obispos y formadores reconoce con alegría la existencia de un gran interés en este punto. Más aún, casi todos los alumnos se proyectan hoy hacia algún campo apostólico determinado. Estas experiencias presentan, con todo, algunas dificultades:
–    la de que puedan reducirse a ensayos superficiales sobre las personas;
–    la de que se realicen en ambientes excesivamente radicalizados, por uno u otro extremo;
–    la de que de tal modo absorban el tiempo o la atención, que perjudiquen la formación teológica de los centros de estudio.
Quehacer. –Es necesario descubrir que la acción apostólica es más de la Iglesia que de cada sujeto. Y que lo específico de la acción misionera es la comunicación de la fe. Los campos posibles de acción apostólica, muy necesitados y con grandes riquezas para el seminarista, son: jóvenes, niños, adolescentes y enfermos.
Acostúmbrense los seminaristas, en tiempo de vacaciones y en cuantas ocasiones puedan, al trato y a la ayuda pastoral con sacerdotes emprendedores y a tomar parte activa en obras de apostolado.
Por su parte, los formadores deberán discernir si la inquietud manifestada por los alumnos está en línea de acción evangelizadora o de liderazgo temporal. Es necesario también descubrir la necesidad de una actitud básica de indigencia interior en el apóstol y la capacidad profunda de soledad y alegría.
    Hay que cuidar de que todos los estudios teológicos se presenten con perspectiva pastoral y de que impartan también un conocimiento de las técnicas propias de la catequesis, movimientos apostólicos, etc.
4.2.4. Disponibilidad
    Situación y dificultad. –El mismo concepto necesita ser explicitado en su significación. Disponibilidad equivale a actitud radical de servicio y tiene sentido de comunión, incluye los conceptos de pobreza y espíritu comunitario. Supone vivir la Iglesia aquí y ahora. Es natural que la disponibilidad, por lo mismo, encuentre dificultades. En primer lugar, las internas: miedo a la soledad, miedo a no realizarse como persona. Y externas al sujeto: la familia, el concepto profesionalizado del sacerdote, el nivel de vida adquirido y que no quiere perderse o disminuirse. Con características de dificultad más reciente y que influye en los mismos seminaristas, aparece el estatuto laboral adquirido por el clero, la búsqueda de un apostolado concreto para evadir la aceptación de otro menos afín con la propia ideología, así como también la visión de una posible Iglesia del futuro que dificulta el admitir el servicio de la Iglesia en su momento actual.
    Quehacer. –Es urgente profundizar en el espíritu evangélico de servicio y sincera disponibilidad en comunión con el obispo y con el presbiterio, y purificar el sentido de «misión» y de bien común desde la realidad diocesana concreta. Sólo así los llamados equipos especializados vendrán a enriquecer con sus iniciativas y realizaciones las orientaciones y reuniones pastorales, la formación permanente del clero y la programación pastoral para el presbiterio en general.
    Para ellos mismos, para todos y para bien de la diócesis en general, es muy necesario establecer unos criterios básicos de disponibilidad, la cual es, en fin de cuentas, una forma de pobreza.
    También conviene ensanchar esa disponibilidad de cara a la Iglesia universal, especialmente para con las regiones más pobres de clero.
4.2.5. Pobreza
    Situación y dificultad. –Con gran espíritu de generosidad, el ideal de la pobreza es ensalzado por la casi totalidad de los seminaristas. Se buscan con empeño la líneas concretas de realización. Esta actitud coincide, a veces, con que a la hora de revisar la vivencia de la pobreza, encontramos la falta de una verdadera concepción de la pobreza evangélica. Se da la paradoja de que se valora ideológicamente y, sin embargo, falta un planteamiento personal para vivirla.
    Al mismo tiempo que hay como un impulso del Espíritu en esta línea de pobreza, encontramos un exceso de crítica negativa de personas e instituciones y la presencia de un nuevo clericalismo, que sustituye al anterior y que supone una ausencia del nivel radical de pobreza interior.
    Quehacer. –Es obligado impulsar cuanto de positivo va brotando en los alumnos en el deseo y realización de la pobreza. Asimismo se debe ofrecer una clarificación de la teología de la pobreza como don de Dios que se necesita pedir y por el cual acepta a Dios como Salvador y a los hombres como hermanos. Se debe insistir en el aprendizaje de «compartir», en los niveles compatibles con la vida del seminario. Y, de cara al futuro sacerdotal, formar el sentido del sufrimiento, de la inseguridad y de la escasez de apoyos. Enseñar a vivir pobremente, usando lo necesario, desprendiéndose de lo propio y contentándose con lo poco. Austeridad de vida, que debe manifestarse en alegría y esperanza. Inculcar la importancia de establecer una escala de necesidades, en la conciencia de que somos meros administradores de unos bienes de la comunidad diocesana y no tanto de comunidades o personas particulares.
    Incluir en la formación un recto sentido sobre el uso del dinero y de su administración. Asimismo sería conveniente incrementar la autofinanciación como forma de no exigir a los demás lo que con su esfuerzo cada uno pueda procurarse, siempre que no padezca el servicio pastoral.
    Austeridad en las comidas y demás objetos materiales de instalación, etc. Y también en los criterios de asistencia a espectáculos, gastos innecesarios, autodominio en el uso de la televisión, etc.
4.2.6. Compromiso con el pueblo
    Situación y dificultad. –Actualmente todos hablamos de la necesidad de un compromiso con el pueblo, pero existen interpretaciones contrapuestas. En algunos grupos de seminaristas se ha tendido a identificar la preferencia evangélica por los pobres con la «opción de clase» y a criticar duramente a la Iglesia-Institución por su falta de solidaridad con toda la problemática y las aspiraciones del mundo de los marginados. En otros, toda esta problemática de la encarnación en el pueblo es tenida por mero temporalismo.
    Quehacer. –Urge dar una doctrina clara en torno al compromiso con el pueblo, igual que se da en torno al celibato…, para que el futuro sacerdote sepa a qué ha de atenerse.
    En esta línea de clarificación del compromiso con el pueblo, entendemos que debe hacerse especial esfuerzo en los siguientes puntos:
a)    Compromiso de una Iglesia que se tiene que solidarizar con cualquiera que sufre, por fidelidad al Evangelio.
b)    Compromiso con unos grupos de marginados que hoy son fácilmente olvidados: enfermos y pecadores.
c)    Compromiso que lleva a estar con todos, pero preferentemente con los pobres y los oprimidos, al modo de Jesús.
d)    Compromiso que excluye, en cualquier situación, todo nivel de odio o antipatías.
e)    Compromiso que mantenga la postura de libertad ante todos los ambientes de presión.
f)    Compromiso que excluya el conformismo fácil y la implicación estrictamente política.
g)    Compromiso que, en aras de la fidelidad, sepa que no puede agradar a todos.
4.2.7. Amor a la Iglesia
    Situación y dificultad. –Es diferente la situación según la diócesis. Pero en general se aprecia una aceptación de la «sustancia» de lo que es la Iglesia y, en algunos grupos, un entusiasmo por el descubrimiento de la dimensión de la Iglesia local.
    Junto a ello se da con frecuencia una posición de crítica de la Iglesia. Crítica por el inmovilismo y pesado caminar ante situaciones que deberían ser resueltas con agilidad. En algunos grupos se percibe un escepticismo total de cara a la Iglesia-Institució. Situación y convencimiento nacido de varios principios: que la Jerarquía sólo sirve para frenar, que no hay compromiso real de cara a los más pobres, que en el fondo está del lado de los que en cada momento detentan el poder…
    Frialdad ante la Iglesia, potenciada por la desunión de los grupos sacerdotales, las mismas tensiones de los obispos a escala nacional y la desilusión de muchos sacerdotes con los que se relacionan los seminaristas.
    Quehacer. –Como respuesta ala anterior problemática es necesario:
a)    Presentar claramente el misterio de la Iglesia como prolongación del ser y de la misión de Cristo en un pueblo jerárquicamente constituido, en el que necesariamente se dan gracia y pecado.
b)    Despertar amor hacia la Iglesia, nuestra Madre, tal cual es.
c)    Ofrecer una educación para la comprensión y el diálogo respetuoso.
d)    Despertar amor hacia la Iglesia, nuestra Madre, tal cual es.
e)    Relacionar a los seminaristas con los sacerdotes que más trabajan apostólicamente y que son desconocidos para ellos.
f)    Descubrir las dimensiones básicas de la Iglesia: obispo, conciencia comunitaria y papel del Pueblo de Dios.
g)    Presentar con realismo la capacidad de fermentación que la Iglesia ha tenido en la sociedad a través de la historia.
h)    Y, por supuesto, potenciar el necesario testimonio de obispos y sacerdotes diocesanos en esta materia.
4.2.8. Madurez afectiva
    Situación y dificultad. –Encontramos una disminución de la estimación positiva y alegre del celibato. Influye en el subconsciente la posibilidad de la «dispensa».
    Se ha dado en algunos alumnos un convencimiento de que la ley sobre el celibato será abolida. No se estima que el celibato sea exigencia obligatoria para el sacerdocio. Falta ilusión por este carisma a la vez que escasa capacidad para la soledad y el silencio.
    Determinados seminaristas optan por el ministerio, pero no por el celibato, influidos por voces famosas que así lo defienden. En el terreno de los principios también influye la asimilación acrítica de ciertas teorías psicológicas y antropológicas sobre sexo y afectividad y la dificultad de los compromisos vitalicios para el hombre de hoy.
    El ambiente también deja su impacto. Del tabú del pasado se ha llegado a un cierto obsesionante erotismo.
    Quehacer. –Debemos presentar el celibato como un don, en paralelismo con la pobreza y como forma de ella; de tal modo que los seminaristas lleguen a estimar este carisma en sí mismo, por los valores evangélicos que contiene.
    Como puntos que pueden ayudar en la formación de una madurez efectiva se proponen los siguientes:
a)    Una renuncia oblativa, no represiva.
b)    Favorecer mucho la capacidad de amistad e interrelación.
c)    Vivir y realizarse en el quehacer pastoral de cada día.
d)    Identificar el carisma con la alegría de una vida ofrecida, pero no con la impecabilidad.
e)    Insistir en la pobreza como actitud básica del celibato, en cuanto disponibilidad.
f)    Ahondar en la capacidad de darse y responsabilizarse.
g)    Crear «hábitos» de celibato.
h)    Asumir el celibato en virtud de una alianza, de un pacto que debe cumplirse.
4.2.9.Comunidad de vida
    Situación y dificultad. –La consideración de la vida de comunidad en los seminarios engloba un doble aspecto: la disciplina y los grupos de vida. Del grupo numeroso y masificador se ha pasado, en muchos casos, al grupito reducido y un tanto cerrado sobre sí, que tampoco resulta enriquecedor para las personas. De la disciplina rígida se ha pasado a la absoluta espontaneidad, que llega negar los actos comunitarios.
    Quehacer. –La Santa Sede admite que los seminaristas vivan en pequeños grupos, pero a condición de que se salve la unidad del seminario, no sólo por que haya un grupo de sacerdotes que lo rijan en equipo, sino también por que los grupos estén en un mismo campus. Los grupos excesivamente reducidos –cuatro o cinco seminaristas– no parece que puedan crear el espíritu de comunidad que responda a cuanto en estas notas venimos reflejando.
    En cuanto a la disciplina, es necesario que esté presente en toda la vida del seminario. Se trata de una disciplina nacida del diálogo entre superiores y seminaristas aceptada como punto fundamental de la vida comunitaria de todos. Una cierta determinación de los tiempos de trabajo y de piedad ayuda a que el futuro sacerdote se habitúe a una disciplina interior que el día de mañana debe autoimponerse.

APENDICE
1. RELACIONES SEMINARIO-CENTRO DE ESTUDIOS
    Se impone una mejor coordinación entre ambas dimensiones formativas porque la facultad o centro de estudios no puede contentarse con lo puramente académico y ha de ser consciente de que forma pastores, para así impregnar de sentido pastoral toda la enseñanza teológica. Coordinación que hace descubrir al seminarista la misión complementaria que el seminario debe cumplir, incluso en el campo intelectual, en aquellos aspectos que la facultad o el centro de estudios no puede atender.
2. OTROS PROBLEMAS COMPLEMENTARIOS
2.1. El obispo debe tener contactos frecuentes con el seminario a través de los formadores y en el trato personal con los seminaristas. Este trato debe hacerse más íntimo en vísperas de la Órdenes y a lo largo de todo el período del diaconado.
2.2. El presbiterio debe estar mejor informado de la marcha del seminario. Para ello conviene tenerle al tanto de los logros y de los problemas, éxitos y fracasos, esperanzas y preocupaciones mediante comunicaciones al Consejo del Presbiterio o por contacto zonales.
    Ayudaría a esta comunicación necesaria el contacto más frecuente –anteriormente indicado– entre los sacerdotes con responsabilidades pastorales y los alumnos del seminario mayor.
    Urgente parece hoy ayudar a redescubrir a los seminaristas el sentido de la vida parroquial.
    2.3. La identificación de criterios entre formadores del seminario y obispo, sobre la base de lo anteriormente expuesto, es indispensable para que un formador pueda desempeñar su misión. Para ello es urgente que el obispo tenga frecuente contacto con el seminario, a fin de aplicar, concretar y adaptar los principios acordados como básicos y a fin de impulsar su puesta en marcha con firmeza y flexibilidad al mismo tiempo.

    Córdoba, octubre de 1975.

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