El cristiano y la política

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Oficina de información de los Obispos del Sur de España

I. INTRODUCCIÓN
    Ante la multiplicidad de opciones políticas que solicitan la adhesión de los ciudadanos, son muchos los fieles que nos piden una orientación moral. Creemos que es nuestro deber pastoral iluminar la conciencia de los católicos desde el Evangelio para que adopten una decisión libre y responsable.
No es, no puede ser, nuestro propósito hacer un análisis crítico ni un juicio valorativo de los programas de los partidos y menos aún de las personas, ni tampoco indicar a quién se ha de votar, ni en qué organizaciones concretas se puede o se debe militar. Esta decisión corresponde, en último término, a la conciencia de cada ciudadano, a sabiendas de que ningún programa realiza plena y satisfactoriamente los valores esenciales de la concepción cristiana de la vida, y que, desde la fe, caben diferentes opciones políticas “con tal de que no sean opuestas ni en programas ni en métodos a los contenidos evangélicos” ( Comunicado de la Plenaria del Episcopado Español, diciembre de 1975).
    Nuestro propósito, como corresponde al servicio apostólico de obispos y sacerdote, es, por fuerza, muy limitado: recordar, primero, algunas actitudes que deben inspirar la conducta cristiana en este ámbito; analizar brevemente, después, aquellos valores ineludibles que tiene que salvar cualquier programa político.

II. ACTITUDES FUNDAMENTALES
a)    Responsabilidad política
    Ante todo hemos de recordar que no es lícito desentenderse de la actividad política (GS 43; PT 146; OA 48). Todo miembro del cuerpo social es corresponsable del destino de la comunidad y ha de asumir sus deberes para con los demás ciudadanos sin permitir que el Estado los suplante o los grupos de presión los manipulen. Son muy graves, además, los problemas actualmente en juego, y nadie puede inhibirse ante la permanencia intolerable de la injusticia, la opresión o la marginación, ni regir esfuerzos para la construcción del progreso y de la paz social.
b)    Realismo y sentido crítico
    Tomar en serio la participación, incluso militando en un partido o dándole el voto en los comicios, no equivales ni debe conducir a la absolutización de lo político, ya sea reduciendo la salvación del hombre a su liberación social o política, ya sea identificando una fórmula política concreta con la interpretación única de los valores evangélicos o del Reino de Dios.
    Desde esta perspectiva, todas las agrupaciones y sus programas tienen un carácter instrumental y variable. Las más de las veces resultan ambivalentes y son siempre imperfectas. El cristiano, incluso después de optar por una de su propia opción y corregir, en cuanto pueda, sus aspectos negativos. Debe asimismo perseverar en el esfuerzo, de suerte que aquellos valores que pudieron quedar relegados de momento, o no se realizaron en medida suficiente, sigan siendo meta de su ulterior acción política.
c)    Respeto a los discrepantes
    El respeto al discrepante sería la tercera actitud, derivada en parte de la precedente. Cada persona ejercita libremente sus derechos cívicos cuando se inclina por un programa o partido y se esfuerza, con medios lícitos, por incorporar al mismo a otros ciudadanos. Pero ese derecho no excusa del respeto debido a las opciones políticas de otras personas o grupos, incluso cuando se inspiran en concepciones del hombre o en supuestos éticos distintos de los nuestros. En estos casos es coherente y puede ser obligado simultanear la convivencia respetuosa y leal con el rechazo de aquellos programas y actuaciones que llevan consigo una violación de derechos humanos, tal y como los entiende el Evangelio.
    En nuestro país siempre será poco cuanto insistamos en la aceptación mutua y en la tolerancia respetuosa, anteponiendo lo que une a lo que divide. “Quizá la originalidad más interesante de la etapa que comienza habría de cifrarse, tanto como en los proyectos políticos y sociales, en un nuevo talante de convivencia y generosidad, asumido por todos los españoles” (CEASO, La participación política y social, 1976).

III. VALORES QUE HAY QUE SALVAR
    Los analizamos brevemente desde una doble perspectiva: la de los partidos que formulan su programa o tratan de aplicarlo desde el poder y la de los ciudadanos que analizan las opciones concurrentes para inclinarse por una de ellas. En ambos casos hay que tener presente que la justificación moral de un proyecto de sociedad o de un programa de gobierno se mide por los valores humanos que tutela o desarrolla o amenaza. Creemos que en ninguna fórmula política aceptable para un cristiano pueden faltar los siguientes valores:
a)    El valor libertad
    En primer lugar, el valor libertad.
    Todos los partidos políticos se presentan como defensores de la libertad. Pero el cristiano ha de preguntarse cuál es el fundamento y el ámbito de la libertad que invocan y qué garantías concretas ofrecen para conseguirla.
    La libertad tiene como fundamento la dignidad de la persona humana. El Señor nos ha relevado que todo hombre ha sido creado por Dios a imagen suya y llamado a la vida para ser hijo de Dios y hermano y coheredero de Cristo.
    Por otra parte, el recto orden social está al servicio del hombre. “El hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales” (MM 219).
    Aplastar su libre iniciativa o sacrificar la persona a la máxima producción o consumo de bienes materiales o a la implantación de una ideología es subvertir violentamente el orden de las cosas, cayendo en inadmisibles totalitarismos.
    Frecuentemente  se ahoga la libertad del hombre invocando el bien común, con el propósito de mantener un status quo en beneficio de unos pocos o para sustituirlo por un nuevo sistema dominado por un grupo que detente todos los poderes. Cuando realmente el bien común consiste en el “conjunto de condiciones objetivas que faciliten a todos los miembros de la comunidad humana desarrollar libremente todas sus posibilidades personales” (MM 65).
    El reconocimiento del valor de la libertad es inseparable del respeto efectivo de los derechos fundamentales de la vida de la persona. El cristiano, por consiguiente, en su opción política, ha de buscar el máximo reconocimiento efectivo, no puramente verbal, de estos derechos.
    Efectivo quiere decir que la sociedad ha de organizarse de forma que se ofrezcan a todos sus miembros los recursos o los cauces necesarios para que sus derechos y libertades puedan realizarse y no se limite su reconocimiento a bellas palabras o a textos meramente jurídicos.
    Efectivo quiere decir, asimismo, que los derechos y libertades sean protegidos por eficientes garantías jurídicas (Pío XII, Radiomensaje de Navidad, 1942).
    Los derechos naturales del hombre que garantizan su libertad han sido enunciados en la Declaración Universal de las Naciones Unidas y en la encíclica Pacem in terris, de Juan XXIII. El cristiano, pues, no puede, en conciencia, contribuir al establecimiento de ningún tipo de totalitarismo, de cualquier signo que sea.
b)    El valor justicia
    Con el mismo afán por alcanzar la libertad se ha de trabajar por la realización de la justicia. Porque sin la justicia faltarían las condiciones objetivas y las garantías jurídicas, que hacen posible la verdadera libertad.
    Con la justicia ocurre lo mismo que con la libertad. Todos los grupos políticos la proponen como una de las metas que pretenden conseguir.
    Pero el cristiano ha de tener el sentido crítico necesario para discernir si realmente el programa, los medios y el grupo humano de un determinado partido se proponen de verdad conseguir una sociedad más justa.
    Fundamento de la justicia e la esencia igualdad de todo ser humano, que no es compatible con discriminación alguna, en relación con los derechos fundamentales de la persona, por motivos de raza, religión, sexo o condición social.
    Sin embargo, vivimos en una sociedad con graves injusticias, que generan tensiones peligrosas y recortan la libertad de muchedumbres que no pueden hacer valer sus derechos. Esta situación es particularmente dolorosa y frecuente en nuestras diócesis.
    La opción cristiana por la justicia entraña la liberación de los oprimidos y exige que desaparezcan las desigualdades injustas y que quienes las padecen tengan cauces para organizarse y ser protagonistas de su propia liberación
    La justicia no es un regalo que haya que esperar de la concesión generosa y paternalista de otros. Es un derecho que Dios otorga a todo hombre y es uno de los frutos de la redención de Cristo (Is 42,1-4).
    En consecuencia, el ciudadano ha de examinar si los programas políticos que tratan de ganar su asentamiento o piden su colaboración propugnan la superación de estructuras y situaciones objetivamente injustas, como la concentración en muy pocas manos de las riquezas y de los medios de producción, el monopolio del poder por las oligarquías, la falta de equidad en el reparto de las cargas fiscales y la imposibilidad para el pueblo de acceder a los más altos niveles de la cultura.
    Asimismo ha de comprobar si los partidos concretos ofrecen garantías para impedir o sancionar la apropiación por parte del capital de ganancias que no corresponden a la creatividad y a los riesgos asumidos, las retribuciones desmesuradas de ciertos profesionales, el fraude fiscal que multiplica el peso de las cargas comunes sobre los hombros de los más débiles y la gravísima insolidaridad y delito de lesa patria de la evasión de capitales.
    Cuestiona, también, gravemente la justicia de un sistema la dificultad insuperable para gran número de trabajadores de encontrar empleo, problema especialmente grave en nuestra región.
    Queremos destacar que la justicia y la libertad reclaman que sea equitativa la distribución del poder. Todos los miembros de una comunidad política tienen derecho a participar directamente o por medio de representantes libremente elegidos en la elaboración de las decisiones que configuran la vida pública, en el señalamiento de prioridades en el desarrollo económico-social y en la fijación de objetivos y medios a la actividad política.
    Es lamentable que en nuestra región subsistan todavía formas de caciquismo, desaparecidas en otras regiones, que permiten a grupos reducidos de privilegiados acaparar el poder político y utilizarlo en beneficio propio, sin que el pueblo tenga la posibilidad de organizarse y hacer oír su voz en las decisiones que le afectan.
    Una satisfactoria realización de la justicia sólo es posible, además, cuando todos los que integran una determinada comunidad humana tiene oportunidades efectivas de acceder a los mayores niveles de educación y de cultura, de acuerdo con sus cualidades y con su esfuerzo, sin que sea tolerable que la falta de recursos o la discriminación ideológica impidan a muchos poder llegar a ser lo que Dios quiso que fueran cuando le dio la vida y las dotes personales que configuran su vocación humana.
    Y es de destacar que vulneraría gravemente la justicia un sistema que desconociera los derechos de la familia, “la cual se funda en el matrimonio libremente contraído, uno e indisoluble, a la que hay que considerar como la semilla primera y natural de la sociedad, de lo cual nace el deber de atenderla, tanto en el aspecto económico y social como en la esfera cultural y ética, para que pueda cumplir su misión” (PT 16).
    Por supuesto, jamás se podrá considerar justa una sociedad en la que se cohiba el derecho natural “de poder venerar a Dios según la recta norma de su conciencia y profesar la religión en privado y en público” (PT 14).
c)    El valor moralidad
    De poco servirá la proclamación en programas políticos y en textos legislativos de la justicia y la libertad como columnas de la convivencia ciudadana si luego la corrupción, en formas manifiestas o encubiertas, corroe las relaciones sociales. Entendemos aquí moralidad en todas sus acepciones, pero muy principalmente en la subordinación de los intereses privados al bien común y no al revés, en la coherencia entre promesas y realizaciones, en la claridad transparente sobre la recaudación y el empleo de los fondos públicos …
    Nadie está exento de las tentaciones de la corrupción y, por tanto, los intereses comunitarios deber estar defendidos por un eficaz sistema de controles: tribunales, parlamento, opinión pública. Deben desaparecer todos los hábitos de encubrimiento que obstruyan el derecho a la información, que ha de ser reconocido hoy a los ciudadanos en las materias que les afectan y comprometen.
    Se debe exigir energía y equidad a las autoridades que tienen la obligación de impedir abusos de poder o manipulaciones económicas, ante todo con un ejemplo de transparencia administrativa en los fondos o puestos que manejan. Nada contribuye tanto a la confianza del pueblo en sus gobernantes como la valentía de éstos para corregir abusos y limpiar de corrupción todos los entresijos del edificio social. 
    Una moral de gobierno y de gestión económica exige el complemento de una sanidad de costumbres en el seno de la comunidad civil. Si el alcohol, la droga, la pornografía se adueñan del ambiente colectivo y corrompe la vida familiar o la educación juvenil, pocas esperanzas de humanización elevada puede tener el país donde esto ocurra.
    Es verdad que el Estado no es responsable directo de la moralidad de las conductas privadas y que no toda lacra moral puede ni se debe corregir por ley. Pero de ahí a la llamada “sociedad permisiva” media mucha distancia. No cabe duda de que una legislación o unas medidas de gobierno que establezcan condiciones favorables para la vida moral en todas sus dimensiones constituyen un servicio valioso y una garantía de progreso para la comunidad ciudadana.
    Al llegar a este punto reiteramos que el cristiano no puede conformarse con declaraciones solemnes sobre los valores de la libertad, la justicia y la moralidad. Porque lo que importa no es lo que se dice, sino lo que se hace. Si los que dicen defender la libertad establecen una mayor injusticia, si los que se comprometen a implantar la justicia atropellan la libertad y si los que se presentan como paladines de la moralidad permiten o fomentan de hecho la corrupción en todas sus formas – como tantas veces ha ocurrido o puede ocurrir en el futuro -, habrá que atenerse, para escoger una opción política determinada, más que a las palabras o a los ideales que se invocan,  a los resultados conseguidos o previsibles.

IV. RECOMENDACIÓN FINAL
    Enseña el Concilio Vaticano II que “los seglares han de coordinar sus esfuerzos para sanear las estructura y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes” (GS 39).
    Esta tarea es permanente, y al realizarla habrá que:
– mantener viva la conciencia de la propia responsabilidad política;
– evitar actitudes utópicas que fácilmente sucumben ante las dificultades;
– actuar con realismo para conseguir en cada momento lo que es posible;
– tener conciencia de que nadie posee la verdad y de que las opciones ajenas contienen elementos positivos;
– estar siempre dispuestos, por tanto, al diálogo y al mutuo respeto y a la comprensión;
– rechazar la violencia como incompatible con el sentido de humanidad y con el espíritu del Evangelio;
– y mantener siempre una firme esperanza.
    El cristianismo, aunque de momento conozca el amargor del fracaso, imputable a sus propias limitaciones o a las tremendas resistencias que se oponen a la realización de la justicia, sabe por la fe que “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, todos frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno y universal” (GS 39).

    Adviento, 30 de noviembre de 1976.

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