INTRODUCCIÓN
CUARESMA, TIEMPO DE CONVERSIÓN
Queridos hermanos en la fe:
Durante el tiempo cuaresmal la Iglesia nos invita, año tras año, a renovar nuestra disponibilidad de conversión que, al ser un don de Dios, exige también nuestra colaboración personal y comunitaria.
Los obispos del sur de España os ofrecemos los frutos de nuestro estudio y diálogo sobre algunas exigencias sociales de la fe cristiana que, sin duda, son parte esencial de la conversión cuaresmal.
Desde nuestra misión pastoral no sólo debemos denunciar la grave situación de esas injusticias sociales y la actitud de pasividad generalizada, sino también, y de modo particular, pronunciar una palabra de esperanza cristiana en medio de estas difíciles circunstancias. Nuestra palabra, para que no resulte vana y vacía, desea despertar caminos de solidaridad comprometida en algunos, de esperanza fundada en los más necesitados y de conversión evangélica en todos.
Pretendemos ofrecer, ante todo, una visión evangélica de los problemas que gravitan en forma sistemática y persistente sobre tantas personas, familias y sectores de nuestro pueblo. A esta visión seguirá un discernimiento cristiano, y, por último, una llamada de atención sobre nuestras responsabilidades sociales en la hora presente y una apuesta esperanzada por un futuro mejor para todos, especialmente para los pobres, oprimidos y marginados, es decir, para los preferidos del Señor.
I. LOS GRAVES PROBLEMAS SOCIALES DEL SUR DE ESPAÑA
1. Una palabra de gratitud
Antes de fijar la atención sobre nuestra amplia y compleja problemática social, queremos reconocer y agradecer los esfuerzos que se vienen realizando para superar dicha problemática.
Es justo tener en cuenta los logros alcanzados por amplios sectores de la sociedad, sea a nivel de organismos públicos, sea a nivel de iniciativa privada, para hacer frente a nuestros problemas sociales. Son muchas las iniciativas en marcha impulsadas, también, por nuestras mismas comunidades eclesiales, dentro de la modestia de medios y recursos que están a nuestro alcance.
A todos aquellos andaluces que por medio de organismos públicos o su propia iniciativa colaboran a favor de un orden social más justo, les agradecemos su generosa y desinteresada colaboración. Al mismo tiempo queremos manifestarles nuestro apoyo a fin de que prosigan en esta tarea, más urgente y necesaria que nunca.
Sin pretender cargar las tintas negras, cualquier aproximación a la realidad de los pueblos del Sur ha de partir del endémico estado de postración al que están sometidos históricamente nuestros pueblos. La España del Sur, en efecto, coincide en gran parte con la España de la pobreza, del subdesarrollo, del analfabetismo y, en suma, de la falta de promoción en todos los órdenes: económico, social, político, cultural e incluso religioso.
La responsabilidad de ser testigos del Evangelio, a la que los cristianos somos convocados por el Señor, nos lleva a reconoce los graves problemas sociales que aquejan dolorosamente a nuestras regiones. Son precisamente los ojos de la fe, que nos hacen descubrir la presencia viva de Cristo entre los pobres y necesitados, los que nos permiten ver de un modo nuevo la realidad que nos rodea y sentir el dolor y la responsabilidad que brotan de hechos como los que sucintamente vamos a describir.
2. El persistente problema del paro
El problema del paro constituye, sin duda alguna –en sí mismo y como causa y raíz de otros muchos males–, el problema social que más gravemente afecta a nuestras diócesis. Según recientes estadísticas oficiales, el porcentaje de parados de toda España está situado en el 20,15 por 100 de la población activa. En nuestras diócesis, la media global rebasa abundantemente el 30,4 por 100.
Es evidente que los 569.327 parados actuales y la notable cantidad de parados potenciales –emigrantes, temporeros, jóvenes que buscan en vano su primer empleo– es una plaga social que castiga duramente a nuestra región y un problema humano y moral de primera magnitud.
Este sólo dato tiene ya, por sí mismo, una gran carga de denuncia de la situación trágica de nuestro pueblo. Tras las estadísticas, en efecto, se oculta el sufrimiento, la desesperanza de innumerables personas y familias, en escandaloso contraste, muchas veces, con la riqueza y la abundancia de unos, la indiferencia y la pasividad de otros y la sensación de impotencia de muchos. Contraste que pone de manifiesto la radical insolidaridad de la sociedad en que vivimos.
En íntima conexión con el desempleo, y como una de sus consecuencias más dolorosas y humillantes, ha comenzado a aparecer en nuestros pueblos el espectro terrible del hambre. Son ya muchas las familias que se ven afectadas por la necesidad extrema. El notable incremento de la mendicidad callejera en ciudades y pueblos, aun contando con la picaresca que en todo esto pueda existir, es, entre otros, un índice inequívoco de la grave situación socioeconómica en que nos encontramos.
3. La difícil situación del hombre del campo
En una región eminentemente agrícola como la nuestra, merece especial atención la grave situación del hombre del campo, con toda su amplia compleja problemática social.
Problemas como la discriminación desde el punto de vista legal, la situación de provisionalidad constante, la psicología de eventualidad permanente, la indefensión frente a los riesgos de la climatología, el temporerismo generalizado, la ausencia en muchos casos de una adecuada asistencia médica y sanitaria, la situación humillante de miles de jornaleros que tienen que vivir del subsidio de desempleo, que fomenta la marginación y otras muchas lacras, y que convierte a los jornaleros en pensionistas y jubilados «sin nada que hacer…», etc., suponen una grave problemática social, y contribuyen a mantener la situación de subdesarrollo en que vive este amplio sector de nuestra población, marcada por la injusta estructura de propiedad de la tierra.
Incide particularmente en esta situación el problema de la emigración. Son centenares de miles (casi un millón) los andaluces que se han visto obligados a emigrar de estas tierras, bien hacia otras regiones de España, bien hacia países de Europa e incluso de América. Los problemas de desarraigo cultural y cristiano de familiar enteras definitivamente rotas, de abandono de hogar por parte del padre especialmente, de niños afectivamente carentes o incapaces de entenderse con los propios padres, etc., los vienen padeciendo desde hace décadas muchísimos hombres y mujeres de nuestras tierras.
4. La amplia problemática del hombre del mar
Paralelamente a la problemática del hombre del campo están los problemas relacionados con el hombre del mar.
Nuestras extensas costas ofrecen flanco más que suficiente para una problemática social que va desde unas largas ausencias del hogar, con todo lo que ello implica, hasta el alto índice de peligrosidad laboral que ofrece el trabajo en el mar. Desde el analfabetismo, agravado a causa de la temprana edad en que los jóvenes suelen iniciarse en este trabajo, hasta la imposibilidad de seguir cultivándose. Desde los problemas de convivencia que provienen del aislamiento, hasta los que nacen del constante temor de apresamientos, que no se sabe nunca cómo pueden acabar. Desde una indefensión y desamparo legal a nivel de convenios, ordenanzas, etcétera, hasta una flota pesquera técnicamente pobre y poco competitiva.
5. El analfabetismo y la falta de mano de obra cualificada
Otro problema que, a pesar de los esfuerzos realizados en los últimos años, sigue siendo una verdadera lacra social, particularmente entre los adultos, es el analfabetismo. Mientras la media nacional está situada en el 7 por 100, el índice medio de analfabetismo en Andalucía es hoy todavía del 13 por 100.
Si, como recuerda Pablo VI en la Populorum progressio, el analfabetismo es una forma particularmente grave de subdesarrollo (cf. n. 35), habremos de concluir que nos encontramos en una zona particularmente subdesarrollada de nuestro país.
En inmediata conexión con este problema está la falta de cualificación profesional de mano de obra. Con todo el respeto que nos merece cualquier trabajo realizado por el hombre, hay que reconocer que el «peonaje no cualificado», con la consiguiente dependencia que esta situación lleva consigo, es tónica general de nuestra región.
6. Drogadicción, alcoholismo y prostitución
Otro hecho que está incidiendo con particular fuerza en nuestras regiones, y que refleja asimismo la gravedad de la situación, es el doble problema de la droga y de la prostitución. Aunque perfectamente separables, tienen estos dos problemas, con demasiada frecuencia, una estrecha relación entre sí, y de alguna forma se están condicionando mutuamente.
La droga, en efecto, está teniendo una incidencia nefasta en nuestro ambiente, tanto por lo que toca a su venta y distribución como, sobre todo, a su consumo.
Muchas de nuestras ciudades y pueblos son hoy verdaderas ventanas abiertas por las que entra y se afinca entre nosotros este cáncer moderno montado sobre inconfesables intereses económicos y hasta políticos, y que hace presa con particular virulencia en la juventud, comenzando ya a afectar incluso a los preadolescentes en el nivel escolar de la EGB.
No queremos, además, dejar de referirnos al sin número de alcohólicos, víctimas –ellos y sus familas– de la más perniciosa y endémica droga que nos afecta.
La prostitución, por su parte, ha experimentado un doloroso y preocupante incremento, especialmente entre menores de edad y jóvenes inmigrantes, como fórmula fácil y lucrativa que permite hacer frente a la desesperada situación familiar o a los gastos que nos impone despóticamente la desenfrenada sociedad de consumo.
7. La incidencia negativa de los juegos de azar
Una última lacra social que creemos necesario señalar todavía explícitamente: la particular incidencia negativa que están teniendo en nuestros ambientes los llamados juegos de azar: loterías, bingos, máquinas tragaperras, etc. Atraídos por el deseo de salir de su difícil situación económica o quizá por el señuelo de una ganancia fácil, los hombres y mujeres de nuestras tierras destacan entre los primeros jugadores de todo el territorio español.
Ya comienza a aparecer entre nosotros algunas de la múltiples consecuencias negativas del juego. Dos de particular importancia queremos destacar: las desavenencias matrimoniales, que en no pocos casos conducen a verdaderas rupturas, y la ruina de pequeños comerciantes y personas con trabajo fijo. Incluso no van resultando infrecuentes los casos de suicidio a causa precisamente de la profunda frustración causada por las pérdidas constantes en el juego.
8. Discriminación gitana
Según fiables estadísticas, en Andalucía vive el 50 por 100 del total de la población gitana de España. Esta realidad nos obliga a prestarle una mayor atención.
Es cierto que en estos últimos años Andalucía se ha esforzado para integrar al pueblo gitano en la sociedad. Estos esfuerzos han dado como resultado un número no pequeño de gitanos promocionados. Sin embargo, existen todavía entre nosotros zonas de ese grupo social que no han sido debidamente atendidas y, a veces, son objeto de una marginación humillante para ellos; lo que supone una actitud indigna por nuestra parte.
Es necesario seguir estudiando la realidad del pueblo gitano para apreciar sus valores y ayudarles a superar las consecuencias negativas del olvido secular en el que han vivido sumidos.
9. Otros problemas
Los problemas apuntados, verdaderamente urgentes y significativos, no son, por desgracia, los únicos que afectan a los pueblos del Sur.
Antes de concluir esta primera parte, queremos enumerar, aunque sea sólo indicándolos, algunos problemas que se van dejando sentir con particular fuerza entre nosotros. Ellos son: el problema de la vivienda; la deficiente asistencia sanitaria; la problemática humana que está derivando de la reconversión industrial; la situación de progresiva marginación que está viviendo la tercera edad; la degradación social que se advierte a nivel de valores y actitudes,, con un espectacular aumento de la delincuencia juvenil, del individualismo y la insolidaridad, del desencanto y la desesperanza; el ínfimo grado de interés y participación en los asuntos cívicos, sociales y políticos; el aumento, por el contrario, de todo lo placentero y hedonista como salida a la angustia; la no valoración de la vida humana de los no nacidos; el sucumbir a la negatividad como postura ante la dificultad de la situación…
Como veis, se trata de un preocupante manojo de problemas que desafían nuestra capacidad de respuesta como hombres y como cristianos.
II. CRITERIOS CRISTIANOS PARA UN DISCERNIMIENTO DE LA SITUACIÓN
La descripción que acabamos de hacer, necesariamente breve dada la amplitud de los problemas, pone de manifiesto una situación lamentable que no sólo no podemos ignorar, sino que hemos de juzgar a la luz del Evangelio, en orden a adoptar actitudes y conductas coherentes con nuestra condición de creyentes y de miembros de la Iglesia.
El Evangelio de Jesús juzga esta situación desde una óptica peculiar, más honda que la mera intolerancia humana ante la injusticia.
En efecto, nuestra fe nos hace ver la dimensión trascendente de esta situación de injusticia, la dimensión de pecado –personal y social– presente en sus causas y la ineludible exigencia de comprometernos en su solución, buscando, como Jesús, realizar ya aquí y ahora el Reino de dios, una de cuyas dimensiones esenciales es precisamente la justicia intramundana.
10. Criterio básico: el seguimiento de Jesús
La recomendación de San Pablo: «tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que Cristo Jesús tuvo en el suyo» (Flp 2,5), debe ser para el cristiano criterio básico para enfocar todos los problemas de la vida y también, concretamente, los de orden social.
En efecto, cuando Jesús se identificó con los hombres que sufren –«tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo», etcétera– se estaba refiriendo precisamente a situaciones que nosotros hoy llamamos problemas o necesidades sociales. Y el criterio que Él nos dio es bien conocido: «Lo que hicisteis con uno de mis hermanos más pequeños, a mi me lo hicisteis…» (Mt 25,40).
Este criterio de fondo, que nos debe mover a amar a nuestros hermanos como Jesús los ama (cf. Jn. 13, 34–35) y como Jesús quiere ser amado por nosotros (cf. Mt. 25,40), se expresa en un conjunto de criterios desde los que hemos de juzgar la situación de nuestro pueblo: sus causas, las actitudes que se adoptan frente a las mismas, y desde lo que nosotros mismos hemos de sentirnos a la vez juzgados y llamados a la conversión.
A ellos nos referimos a continuación.
11. El valor trascendente de la persona humana
Para los cristianos no es suficiente la valoración de la persona que nos ofrece una concepción ética o simplemente humanista del hombre como ser consciente, inteligente y libre, sujeto de derechos y deberes inalienables.
Aun compartiendo este valor único de la persona humana con otras filosofías o concepciones religiosas, el cristiano fundamenta ese valor en el Mensaje de Jesús, que ofrece una perspectiva especialmente exigente. En efecto, en cada hombre, por el mero hecho de nacer, más aún, por el hecho de ser concebido, se ha iniciado ya un proceso de salvación, en el que Dios ha tomado la iniciativa. Ese hombre, cada hombre, está llamado, de acuerdo con el Plan de Dios, a su plena y total realización, sin que nadie tenga derecho a impedírselo. Esa plenitud, a la que el hombre es llamado, consiste en llegar a la identificación con Jesucristo a lo largo de su vida y en su muerte, para unirse definitivamente con Dios más allá de esta vida terrena.
De acuerdo, pues, con nuestra fe cristiana, la dignidad y el valor trascendente del hombre es uno de los principios fundamentales que profesamos. Creemos en el hombre como creemos en Dios y en Jesucristo, el Señor que al hacerse hombre dignificó a todo hombre. La dignidad del hombre, por consiguiente, es tal que siempre debe ser sujeto y fin y nunca medio o instrumento: ni en política, ni en economía, ni en ningún otro ámbito social, ni en forma estable, ni siquiera transitoriamente, para conseguir metas futuras de progreso y bienestar para los que vendrán después.
12. La promoción del bien común
El bien común no es un concepto abstracto e idealista. La doctrina social de la Iglesia ha entendido siempre el concepto de «bien común» como aquel conjunto de condiciones que posibilitan el desarrollo y la promoción plena de cada persona y de todas las personas, de cada pueblo y de todos los pueblos (cf. Pacem in terris, 38; p. 43). La atención a las condiciones concretas que hacen posible o no esa prioridad de la persona y esa comunión con los pobres y necesitados, es criterio esencial que, en cierto modo, verifica la autenticidad con la que se defiende a cada persona o se practica la solidaridad cristiana con los pobres. «Hijos míos –nos dice San Juan–, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3,17).
Y la verdad es que de nada sirve proclamar teóricamente la prioridad de la persona y la solidaridad con los pobres si no se trabaja realmente por crear las condiciones (económicas, sociales, políticas, culturales e incluso religiosas) que la hacen históricamente posible.
13. La solidaridad con los pobres y parados
La Iglesia, al decir de Juan Pablo II, está vivamente comprometida en la causa de los pobres. Se lo impone su misión específica de servicio al hombre y su misma fidelidad a Cristo, que se hace presente principalmente en los pobres. Por eso la Iglesia quiso en el Concilio Vaticano II ser «Iglesia de los pobres» (cf. LG 8).
Pero los pobres se encuentran, como hemos visto, en multitud de situaciones diversas y bajo múltiples formas de necesidad que reclama toda nuestra actitud solidaria.
Esta solidaridad se ha de traducir, hoy sobre todo, en una comunión efectiva con los hombres sin trabajo: tanto con los que se encuentran en paro como con los que han dejado de trabajar por jubilación y tienen pensiones muy bajas. Hacemos nuestras aquí las siguientes palabras que la Comisión Episcopal de Pastoral Social (CEPS) escribió refiriéndose a toda la Iglesia de España: «Nos sentimos obligados a denunciar, aunque nuestra denuncia tal vez duela a algunos, que pueden ser un pecado grave de insolidaridad comportamientos cómo éstos: la evasión de capitales, el notable incremento de la economía subterránea, el mantenimiento ilegal del pluriempleo y horas extraordinarias, la defensa egoísta de las propias rentas salariales, el freno a las inversiones por temor a un riesgo no siempre objetivo, el exceso de gastos superfluos, los ingresos inmoderados de algunas profesiones liberales, el nepotismo en la distribución de nuevos empleos, así como el elevado fraude fiscal y sociolaboral» (CEPS, Crisis económica y responsabilidad moral, IV, b]).
Debemos añadir, con todo, que la solidaridad con los pobres es cristiana sólo cuando nace del verdadero amor. En efecto, Jesús, al devolver a la persona humana toda su dignidad y grandeza, nos enseña el amor a toda persona, incluso al enemigo (Mt 5, 43–48). Con ello pone de manifiesto que una solidaridad con los pobres y necesitados que fuera clasista y excluyente no sería según el espíritu del Evangelio. La Iglesia ha de ser solidaria con los pobres y marginados al modo de Jesús y no según criterios ideológicos, de cualquier tipo que fueren.
14. El reparto justo de todos los costos sociales
Se podría argumentar, con razón, que la problemática antes descrita, y particularmente el problema del paro, es fruto de una crisis económica que traspasa nuestros límites regionales e incluso nacionales, y que tal crisis exige medidas económicas que suponen un grave costo social, económico y humano, como ocurre, por ejemplo, en la llamada «reconversión industrial».
Todo esto, siendo cierto, pondría de manifiesto, aparentemente, el carácter idealista y utópico de los criterios éticos y evangélicos que venimos indicando. Pero nada más lejos de la realidad. Aparte de que, considerados conjuntamente, implican unas actitudes muy concretas, por cierto nada idealistas, estos criterios se traducen en este otro: la necesidad de un reparto justo y solidario de todos los costos sociales de las crisis. De donde se deduce, por ejemplo, que nunca, y menos en las actuales circunstancias, «pueden equipararse la pérdida del puesto de trabajo y la subsiguiente pobreza y sacrificios familiares con la pérdida o disminución de los beneficios empresariales» (CEPS IV, a]). Con otras palabras: no es conforme con el espíritu del Evangelio que sean siempre los pobres, los sencillos, los menos pudientes quienes carguen con la mayor parte de los costos sociales en el proceso de transformación profunda que está sufriendo la sociedad, especialmente en el plano económico y laboral.
Y lo decimos no porque no comprendamos que si no hay producción no hay posibilidad de distribución, y si no hay beneficios no aumenta la producción, sino porque –desde una visión ética cristiana– el esfuerzo por producir y la legitimidad del beneficio están condicionados y deben estar sometidos a imperativos del bien común o de justicia social.
15. La negociación leal y honesta frente a la confrontación por principio
En todo comportamiento y en toda actividad humana, el cristiano tiene que dejarse guiar por un doble convencimiento de fe: ante todo, el mandato nuevo de fraternidad universal: «Todos vosotros sois hermanos…» (Mt 23,8); luego, el valor decisivo del diálogo, necesario para construir «la verdad en el Amor» (cf. Ef 4,15).
Aplicando este doble criterio al terreno social que nos ocupa, es evidente plantear por principio o por sistema, en clave de confrontación entre las partes, todas las actuaciones dentro del campo social es algo incompatible con la visión cristiana del orden social. Más todavía: hace inviable la solución que pretende ofrecer. El cristiano, por ello, ha de transformar la lucha de clases, presidida por el odio o la negación de la persona, en lucha por la justicia para todos, a través de métodos eficaces y justos (cf. Laborem exercens, n. 20)
16. Otros criterios
Podrían añadirse otros criterios cristianos de discernimiento desde los cuales habría que juzgar nuestra situación: ver la prioridad del trabajo sobre el capital, la prioridad de la sociedad sobre el Estado, la profundización en el concepto real y auténtico de democracia, el desarrollo de una auténtica cultura popular y de la ética social, la necesidad de una beneficencia social más amplia que haga posible la atención a los más desprovistos y abandonados, etc.
III. JUICIO CRISTIANO DE ESTA SITUACIÓN
17. La situación de injusticia, pecado que ofende a Dios
El mundo de los pobres ha tenido frecuentemente como ideal la construcción de una sociedad nueva, libre, igualitaria y fraterna, una sociedad en comunión. El ideal cristiano es justamente el de lograr un mundo que viva en comunión fraterna bajo la mirada de Dios; un mundo que debe irse realizando ya en la historia, alcanzando, eso sí, toda su plenitud y definitividad más del tiempo. Hacia ese ideal apuntan los criterios evangélicos expuestos anteriormente, los cuales juzgan severamente la dolorosa situación de nuestro pueblo. Las injustas diferencias sociales, que en nuestra región, lejos de disminuir, tienden a aumentar y a hacerse más hirientes e intolerables (cf. p. 9), son un pecado que ofende a Dios y niegan lo más esencial del Evangelio.
El Evangelio, en efecto, nos descubre que las causas de esta situación están en el corazón pecador y egoísta del hombre. Un pecado que se trasvasa y proyecta en las estructuras, que, a su vez, provocan y mantienen la situación de injusticia e insolidaridad y que, por eso mismo, son también hijas del pecado y generadoras de nuevos pecados.
Por eso, todo sistema socioeconómico que tienda a afianzar la actitud egoísta en el corazón del hombre o a defender y justificar los intereses de unos pocos a costa de los auténticos derechos de los más tiene que ser juzgado, a la luz del Evangelio, como un sistema de pecado con el que el cristiano no puede en absoluto estar de acuerdo. En este sentido se han pronunciado inequívocamente Pablo IV (Populorum progressio, n. 26) y Juan Pablo II (Laborem excercens, n. 13).
18. También en la Iglesia necesitamos conversión
Al denunciar el pecado de al sociedad no podemos ni debemos olvidar que también nosotros, la comunidad eclesial –es decir, todos los cristianos y nosotros con ellos–, necesitamos de conversión. En efecto, no se nos oculta que los miembros de la comunidad eclesial hemos colaborado históricamente, en alguna medida, a generar los males que afligen a nuestros pueblos. Nada ganaríamos con ocultar nuestros pecados sociales, puesto que estamos convencidos de que han podido contribuir a levantar la muralla de incomprensión que dolorosamente separa todavía a los pobres y marginados de la Iglesia. No son pocos, por desgracia, los trabajadores, campesinos y hombres del mar de nuestros pueblos que creen todavía que la Iglesia no está de su parte compartiendo y haciendo suyas sus ansias de justicia y fraternidad.
19. Necesidad de adoptar actitudes cristianas coherentes
Pero sería negativo que un falso sentido de culpabilidad nos impidiese ver los grandes servicios que la Iglesia viene prestando a la causa del pueblo y, sobre todo, adoptar las actitudes que la coherencia con el Evangelio reclama. Por eso, ante la situación de nuestros pueblos hoy, no es lícito ni cristiano ignorar la realidad, no queriendo ver la gravedad del problema ni la interpelación que la fe nos hace. Tampoco es cristiano habituarse a ella hasta llegar a la insensibilidad o a dejarse vencer por el pesimismo, autoconvenciéndose de que no es posible hacer nada, quedándose en simples lamentos.
La única actitud cristiana que creemos justa es la de reaccionar decididamente, asumiendo cada uno su propia responsabilidad en coherencia con la fe que dice profesar. A esa actitud cristiana os exhortamos, actitud que brota de la esperanza, de la confianza en nuestros hombres yen la fuerza constructiva de la solidaridad y del amor fraterno, de las posibilidades enormes que encierran la calidad moral, la capacidad de sacrificio y la generosidad de nuestro pueblo andaluz y, en último término, en la ayuda de Dios, en quien –como dice San Pablo– el cristiano «todo lo puede» (Flp 4,13).
Conviene recordar, con todo, que la Iglesia como tal no puede ni debe ofrecer soluciones técnico–económicas ni políticas ante los problemas descritos. Como los apóstoles Pedro y Juan ante el paralítico postrado a las puertas del templo de Jerusalén, la Iglesia no tiene el oro ni la plata de tales soluciones. Pero sí tiene el mensaje de salvación de Jesucristo, que ilumina y orienta soluciones válidas e infunde fuerza y energía, que permiten, como al paralítico, ponerse a andar, es decir, a buscar y encontrar soluciones concretas, siempre perfectibles, pero portadoras de un testimonio evangélico capaz de concitar nuevas colaboraciones.
IV. ALGUNAS ACTITUDES Y CAUCES OPERATIVOS
Partiendo de los criterios evangélicos y del juicio cristiano que nos merece la situación descrita, queremos ahora considerar algunas actitudes y cauces operativos concretos que estimamos de particular valor y urgencia en nuestras iglesias diocesanas y en el conjunto de la sociedad.
A) EN NUESTRAS IGLESIAS DIOCESANAS
20. Esfuerzo por conocer la situación real de nuestro pueblo
El amor a nuestros hermanos, especialmente a los pobres y débiles, nos impone el esfuerzo por conocer pormernorizadamente la situación real de tantos hombres, mujeres, jóvenes y niños de nuestras regiones. No basta tener un conocimiento genérico o aproximativo de la situación, ni mucho menos quedarse, como si fuera un tópico, en la afirmación de que «las cosas están muy mal».
Se necesita analizar la situación. Aquí son aplicables las palabras luminosas de Pablo VI: «Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia… A estas comunidades cristianas toca discernir, con la ayuda del Espíritu Santo, en comunión con los obispos responsables, en diálogo con los demás hermanos cristianos y todos los hombres de buena voluntad, las opciones y los compromisos que conviene asumir para realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que se consideren de urgente necesidad en cada caso» (Octogesima adveniens, n. 4).
A este esfuerzo cristiano os exhortamos a todos los católicos para llevarlo a cabo dentro de los cauces en los que discurre vuestra vida cristiana; parroquia, comunidades, asociaciones, movimientos apostólicos, etc.
21. Formación de la dimensión social de la conciencia cristiana
Uno de los fallos principales de nuestro catolicismo tradicional ha sido el desconocimiento completo de las implicaciones sociales de nuestra fe. Hoy se necesita más que nunca la formación de la dimensión social de nuestra conciencia cristiana. Los frecuentes llamamientos que la Iglesia ha hecho a los católicos para una acción social y política coherente con la fe han quedado con frecuencia paralizados por los moldes individualistas en los que todavía muchos creen poder vivir el Evangelio.
Una vez más, con Pablo VI hemos de decir: «No basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética; todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva» (Octogesima adeveniens, n. 48).
Esta toma de conciencia y esta acción, que nuestra fe demanda, exigen una formación adulta y consciente que ponga de relieve de modo sistemático la dimensión social de la vocación cristiana y, en particular, la responsabilidad de los cristianos en la promoción integral y colectiva del hombre.
La religiosidad popular con la que tantos hombres y mujeres de nuestra tierra se sienten identificados debe abrir cauces y ofrece testimonios de una verdadera formación cristiana que ayude a descubrir las exigencias sociales inherentes al Evangelio. Todos estamos convocados a esta tarea: cristianos, padres y madres de familias cristianas, responsables de movimientos y asociaciones apostólicas, etc.
Una formación en las exigencias sociales de la fe, realizada inteligentemente, debe dar como fruto la promoción de militantes seglares verdaderamente comprometidos. A ello os exhortamos, haciendo una llamada particular a todos los movimientos apostólicos, cuyo renacer en nuestras diócesis es un signo de esperanza (cf. Declaración CEAS: Día de la Acción Católica, junio 1985).
22. Austeridad personal y comunitaria
Para poder compartir es absolutamente necesario practicar la austeridad, ya sea personal o familiar, ya eclesial o social. Hoy, cuando los recursos disponibles son manifiestamente limitados, no es cristiano el consumismo y el despilfarro mientras a nuestro lado centenares de miles de personas pasan auténtica necesidad e incluso hambre.
Sólo la virtud de la austeridad –íntimamente unida a la templanza– establece una jerarquía de valores en nuestra vida que hace posible el ahorro necesario para compartir con los hermanos. Y esto, que vale para el ámbito personal, familiar y eclesial, vale también para toda la sociedad y especialmente para quienes tienen la responsabilidad de la administración pública y del poder político.
Es un hecho que cada vez hay «más familias que necesitan a corto plazo soluciones tan elementales como éstas: comer cada día, vestir, disponer de una vivienda digna, beneficiarse de la Seguridad Social, comprar medicinas, pagar sin recargo las cuentas de la luz o del agua…, y que no pueden seguir dependiendo sin más del aleatorio mercado de trabajo» (cf. Crisis económica y responsabilidad moral, 3.1). Por ello resultan especialmente escandalosas las costosas recepciones y fiestas que se organizan, incluso por «motivos benéficos» o por simples motivos de ostentación o lujo, y los altos sueldos que se asignan a sí mismos los dirigentes económicos o políticos.
23. La organización de la comunión de bienes
La solidaridad, la austeridad de vida y el compartir, al ser exigencia de todos los cristianos –y aún de todos los hombres–, reclaman unos cauces organizados que hagan efectiva la comunión de bienes. Por ello es necesario recordar que la Iglesia, hace algunos años ya, creó un cauce institucional cuyo nombre es de todos conocido: Cáritas. No se trata de un simple cauce concreto y operativo de la máxima garantía, sino de la institución de toda la Iglesia llamada a canalizar la comunión de bienes de la comunidad cristiana.
Es necesario, por tanto, potenciar este canal de solidaridad y amor cristiano, que debe hacer llegar a todo el cuerpo social de la Iglesia, desde los niveles parroquiales e interparroquiales, hasta los diocesanos y regionales, el testimonio del amor de Cristo.
24. Algunos signos de solidaridad
Aun reconociendo que nuestras comunidades cristianas quizá no han hecho todo lo que podían y debían, no sería justo dejar de reconocer que nuestras Iglesias diocesanas se han esforzado para aliviar el grave problema del paro.
Las diócesis del sur de España han ofrecido recursos y personas para fomentar el cooperativismo. Son muchos los puestos de trabajo que se han mantenido y aumentado en nuestros pueblos y ciudades a través de cooperativas fundadas y llevadas por entes eclesiales.
Seguiremos apoyando todas aquellas iniciativas que se nos hagan, y estén a nuestro alcance, para crear o mantener puestos de trabajo a través de cooperativas u toras instituciones.
Sugerimos, finalmente, que todos los católicos andaluces ofrezcamos el sueldo de un día de trabajo cada mes a Cáritas Diocesana u otra institución fiable para colaborar en extirpar el ya endémico problema de la falta de trabajo.
B) EN LA SOCIEDAD
25. Promoción y mejora de empresas
En el campo económico es necesario promover y fomentar el crecimiento serio y real de nuestra región. Para ello estimamos caminos particularmente válidos los que siguen:
– Estimular por todos los medios posibles las iniciativas empresariales, fomentando la inversión, tanto en el sector público como, sobre todo, en el de la iniciativa privada.
– Mejorar estructuralmente, mediante reformas profundas e incentivos reales y concretos, los actuales sistemas de cultivos agrícolas en las fincas de nuestra región.
– Reindustrializar seriamente nuestra región, creando sobre todo industrias complementaria de las empresas agrícolas, puesto que el proverbial subdesarrollo industrial de nuestras provincias es, efectivamente, causa de no pocos de nuestros males.
26. Ahorro
Para hacer posible lo anterior, un factor de excepcional importancia es el ahorro.
Queremos decir a todo, a las autoridades, a los responsables de toda clase de organismos financieros y a todos los hombres y mujeres de nuestras tierras, que hoy el ahorro de los andaluces tiene una importancia vital para nuestro desarrollo económico regional y, por tanto, para el futuro de nuestros pueblos.
Esto supone que el ahorro de nuestras gentes, en lugar de emigrar a otros lugares, debe destinarse a potenciar nuestra propia economía, de modo que sirva para el desarrollo integral del pueblo. De lo contrario, no sólo seríamos culpables de un gravísimo pecado de omisión, sino que habríamos perdido una magnífica ocasión histórica.
27. La formación profesional de las nuevas generaciones
Sentimos, además, la necesidad de decir una palabra clara y decidida sobre la formación profesional de nuestra juventud.
Dirigiéndonos ante todo a los padres, quisiéramos ayudarles a superar un doble complejo: el de creer que sus hijos serán importantes, influyentes y felices en la sociedad si orientan su futuro hacia los estudios universitarios, preparándose para ser abogados, médicos, arquitectos, etc.; y el de infravalorar la Formación Profesional, como si estos estudios fueran menos dignos, menos productivos para la sociedad, menos gratificantes y hasta rentables para quien los realiza y menos necesarios para el bien común, o como si todos los muchachos estuvieran igualmente dotados para estudios de nivel universitario superior, por otra parte hoy sumidos en una gran crisis de desempleo.
A las autoridades les decimos también que es necesario apoyar decididamente y dignificar al máximo los estudios de la Formación Profesional, actualizando los Programas, sobre todo de cara al futuro, de forma que quede bien claro que no se trata de formar unos imples peones, más o menos cualificados, sino unos auténticos profesionales en áreas importantísimas, hoy y cada día más necesarios que nunca.
Es preciso, además, recordar con particular énfasis que el hombre es grande, no tanto por lo que gana y ni siguiera por el tipo de conocimientos adquiridos o el nivel del centro que ha frecuentado, sino por sí mismo, por la competencia con que sirve a la sociedad y por la generosidad con que realiza la obra bien hecha.
28. Desarrollo cultural pleno
Finalmente, sentimos la necesidad de animar a todos a desarrollar en toda su plenitud los valores culturales que enriquecen a los hombres y mujeres de nuestras tierras.
Recordamos a todos, especialmente a aquellos que con el poder político tienen en sus manos los grandes medios modernos de creación y difusión de la cultura, que la verdadera cultura no prescinde nunca de los verdaderos valores religiosos, morales y éticos, patrimonio de un pueblo, ni los ataca y ridiculiza como si fueran residuos de antiguas y superadas culturas, sino que integra esos valores según su propia jerarquía y los proyecta en la formación integral de las personas. Así, por lo demás, lo piden y garantizan la Constitución española, los acuerdos vigentes entre la Iglesia católica y el Estado español y, en definitiva, el respeto para con la fe de los creyentes, que son mayoría entre nosotros.
CONCLUSIÓN
29. Una preocupación
Es hora de poner punto final a este documento. Y lo hacemos confiándoos una preocupación y dirigiéndoos una palabra de esperanza.
Ante todo, sentimos cierto temor de que esta declaración, pensada por nosotros como eminentemente operativa, quede reducida a un documento más o menos aceptable desde el punto de vista doctrinal, pero sin mayores repercusiones en la vida de nuestras comunidades diocesanas en general y en la de cada cristiano en particular.
Hemos querido, con esta declaración, hacer una llamada a la responsabilidad social de todos los andaluces, en particular de los que decimos tener una fe viva y comprometida en Cristo.
Hemos de esforzarnos por comprender que tenemos que ser los propios andaluces quienes hagamos frente, desde una conciencia coherente, responsable y comunitaria, a los graves y endémicos problemas que aquejan a los hombres y mujeres de nuestras tierras.
Por eso os expresamos el deseo de que esta declaración sea, a nivel de comunidades, grupos, hermandades, cofradías, encuentros, catequesis, etc., objeto no sólo de vuestra reflexión, sino, sobre todo, de compromisos concretos y prácticos. Se requiere la acción conjunta de todos, aportando cada uno todo lo que esté a su alcance para ir resolviendo la compleja problemática del pueblo andaluz. En esta hora histórica hemos de sentir todos, y particularmente los que nos sentimos y confesamos cristianos, la grave responsabilidad de tomar en nuestras manos nuestro propio destino para salir del secular y obstinado subdesarrollo que parece ser una mal endémico de nuestro pueblo.
30. Una esperanza
Y junto con este urgente llamamiento a la responsabilidad social de todos, que expresa la honda preocupación de vuestros pastores, queremos haceros llegar una palabra de esperanza.
Efectivamente, ante la magnitud de la obra a acometer, no es difícil que aflore en el corazón de más de uno una irremediable sensación de derrotismo y desaliento. Pues bien: el cristiano es, por definición, portador de una «esperanza viva», que no sólo no se arredra ante las dificultades, sino que se crece ante ellas, confiado en la fuerza invencible de aquel que, contra toda esperanza, resucitó a Cristo de la muerte.
«Todo lo puedo en aquel que me da fuerzas», gritaba San Pablo ante las dificultades. Y otro tanto debemos decir los cristianos, portadores de una esperanza universal.
A nosotros, en efecto, nos anima la esperanza cristiana; una esperanza que no se desentiende de las dificultades, sino que nos espolea y nos compromete seriamente a afrontar y resolver en concreto los graves problemas que hemos denunciado en la primera parte de nuestra declaración.
Nada mejor a este propósito que concluir con unas palabras del Concilio Vaticano II que, aplicadas a nuestro caso, cobran una importancia del todo, particular: «La esperanza de una tierra nueva no debe debilitar, al contrario, debe excitar la solicitud de perfeccionar esta tierra, en la que crece el cuerpo de la nueva humanidad, que ya presenta las esbozadas líneas de lo que será el siglo futuro. Por eso, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Dios, con todo, el primero, por lo que puede contribuir a una mejor ordenación de la humana sociedad, interesa mucho al bien del Reino de Dios» (GS n. 39).
El tiempo cuaresmal desemboca en la celebración de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. En Él ha comenzado la nueva vida. Y por Él podemos ir transformando poco a poco la convivencia humana en más justa y mejor para todos, esperando que un día se nos dará la vida en plenitud. Mientras tanto, los cristianos adoptamos una actitud creativa que nos hace luz y fermento de una humanidad que sólo encontrará el sentido y el fin de su historia de Dios.
Que María, invocada frecuentemente en nuestra tierra con el entrañable título de Virgen de la Esperanza, sea faro y aliento de una esperanza viva y activa en esta hora histórica de los pueblos del sur de España.
Cuaresma 1986
JOSÉ MÉNDEZ ASENSIO, Arzobispo de Granada. CARLOS AMIGO VALLEJO, Arzobispo de Sevilla. RAFAEL GONZÁLEZ MORALEJO, Obispo de Huelva. JOSÉ ANTONIO INFANTES FLORIDO, Obispo de Córdoba. ANTONIO DORADO SOTO, Obispo de Cádiz–Ceuta. MANUEL CASARES HERVÁS, Obispo de Almería. MIGUEL PEINADO PEINADO, Obispo de Jaén. RAMÓN BUXARRÁIS VENTURA, Obispo de Málaga. RAFAEL BELLIDO CARO, Obispo de Jerez. IGNACIO NOGUER CARMONA, Obispo de Guadix–Baza.