“Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

Homilía del Obispo de Guadix, Mons. Ginés García, en el Jueves Santo 2012.

El Señor en la última Cena lavó los pies a sus discípulos. Nosotros, dentro de unos instantes, repetiremos ese mismo gesto, recordando las palabras por las que el Señor nos muestra su sentido más profundo: «Os he dado ejemplo». El gesto del lavatorio de los pies es un hecho ejemplar, para que lo mismo que ha hecho el Señor lo hagamos también nosotros con los demás.

Está claro que el signo de este lavatorio transciende, es decir, va más allá del acto puntual de lavar los pies a los discípulos. Tomando este acto, que en aquel contexto era hasta escandaloso –no es extraña la actitud de Pedro, «Señor, ¿lavarme tú a mí los pies?»-, Jesús quiere mostrar a sus discípulos cual es el camino que Dios ha emprendido en la encarnación del Hijo y que lo llevará al extremo en la entrega de la vida consumada en la cruz.

El lavatorio de los pies es un gesto verdaderamente profético, mucho más, es un signo que podemos llamar «casi-sacramental». No es solo una invitación a actuar de un modo determinado. Empobreceríamos el gesto si le diéramos solo una interpretación ética. Es mucho más. El mismo Jesús le dice a Pedro: «Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde».

¿Qué quiere decir el Señor con estas palabras?. Nosotros, que somos testigos de todo lo que aconteció en aquellos días, y que lo actualizamos hoy, comprendemos que Jesús se está refiriendo a su pasión, muerte y resurrección. Solo tras la experiencia de la Pascua se puede entender el gesto del lavatorio de los pies.

Lavar los pies a los otros es un signo de entrega, es hacerse siervo de los otros para devolverles la dignidad que habían perdido, es abrirles los ojos para que reconozcan la verdad sobre sí mismo y su grandeza ante Dios. Lavar los pies, que exige arrodillarse ante el otro, es mostrar que el amor no se rinde ante el mal sino que lo vence con sencillez y humildad pero con la determinación del que se sabe libre con una libertad que libera.

Jesús de Nazaret, el que lava los pies a sus amigos, es el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, se ha hecho Siervo, para devolvernos la dignidad de la que nos había privado el pecado. Con su vida nos ha mostrado que el amor de Dios no ha sido derrotado, todo lo contrario, se ha desbordado hasta la entrega de sí mismo. Jesús en cada palabra, en cada gesto –también en este- nos revela la verdad sobre el hombre.

Así podemos entender que el lavatorio de los pies es un gesto existencial. No es una pose, no es una anécdota para mostrar un modo de actuar. Es el ejemplo de una vida, de la vida verdadera. Jesús nos está enseñando cómo vivir, cuáles son las raíces donde se hunde la existencia humana. El hombre no es dueño de nada, mucho menos de los demás. Somos siervos, y en la medida que somos siervos, somos señores. En una vida al servicio de los demás está el secreto de la realización humana, lo que nos acerca a Dios y a la comunión en Él.

No es casual que san Juan en su evangelio sustituya el relato de la institución de la eucaristía por el del lavatorio de los pies. El lavatorio de los pies es, sin duda, un gesto con sabor eucarístico. De aquí que la última Cena llegue a su momento más significativo en las palabras del Maestro: «tomad y comed esto es mi cuerpo», «esta es mi sangre, la de la nueva alianza que se derrama por vosotros».

Si misterioso era el gesto, no lo son menos las palabras del Señor. ¿Cómo podrán comprender los discípulos las palabras de Jesús que les da a comer su cuerpo y a beber su sangre?. ¿Cómo poder entender que el pan sin fermentar y el vino que por siglos Israel ha compartido en la noche Pascua, ahora se convierten en el Cuerpo y en la Sangre del Señor?. Demasiado misterio para aquellos hombres y mujeres que atónitos contemplaban tantos signos proféticos.

Pero pocas horas después las palabras de Jesús en la última cena se harán realidad en el Calvario. Lo que les había dicho en el banquete pascual como anuncio, se cumple ahora en la entrega en la cruz, y en la sangre derramada. No cabe mayor realismo. El pan y el vino, ya no son pan y vino sino el cuerpo y la sangre del Señor.

La Iglesia, como nos dice san Pablo en la segunda lectura, tomó este gesto como un tesoro que el Señor le ofrece. «Yo he recibido una tradición que procede del Señor», dice el apóstol. Aquellas palabras del mismo Jesús: «Haced esto en memoria mía», fueron desde siempre un mandato y un anuncio. El mismo que la Iglesia ha cumplido por siglo y hasta hoy.

En la Eucaristía, la Iglesia tiene el mayor tesoro que le ha dejado el Señor, su presencia real y verdadera. La ausencia de eucaristía es ausencia de la presencia del Señor, y sin su presencia no es posible la vida.

Hoy, especialmente, hemos de seguir anunciando a las nuevas generaciones este misterio. A los niños que se preparan para recibir la primera comunión, hemos de enseñarles que en la eucaristía Jesús se hace presente, que aquello que nuestros sentidos ven como pan y vino, ya no lo son, ahora son el cuerpo y la sangre de Cristo. Los niños lo entenderán como lo que son, como niños y, desde ese momento, la eucaristía formará parte de su fe infantil que, por la gracia de Dios, irá madurando con el correr de los años. Y a tanto cristianos que, desgraciadamente, han abandonado la participación en la Santa Misa, hemos de mostrarles la belleza y la grandeza del misterio al que renuncian. La eucaristía dominical no es una obligación, es una necesidad. ¿Cómo viviría un organismo sin alimento, cómo vivirá un cristiano son eucaristía?. Como aquellos cristianos africanos de los primeros siglos hemos de repetir: «Nosotros no podemos vivir sin eucaristía».

La eucaristía que es el memorial de la Pascua del Señor actualiza los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, y así actualizamos también en nosotros la salvación. Como la sangre puesta en las puertas de las casas era la señal por la que Israel se veía libre del exterminio, así la sangre de Cristo es la señal por la que nosotros nos vemos libres de la esclavitud del pecado y hechos herederos de la vida eterna. Hemos sido lavados en la sangre del Cordero inmaculado, Cristo. Y este es el mayor signo de amor de Dios a la humanidad. Dios nos ha amado hasta el extremo en el cuerpo entregado y en la sangre derramada de Cristo.

¿Cómo pagaremos a Dios el don de su Hijo Jesucristo?, ¿cómo podemos pagar tanto amor?. Nada puede corresponder a tanto amor. Solo la respuesta del amor humano, nuestro pobre amor, un amor tejido de debilidades e infidelidades. Pero como Pedro, también le decimos al Señor: «Señor, tú sabes que te amo».

Pero volvamos al principio y repitamos las palabras del Señor: «Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis». Jesús, al tiempo que nos muestra el ejemplo de su entrega, nos pide que nosotros hagamos lo mismo.

Eucaristía y lavatorio de los pies encuentran también su manifestación en el otro hombre que es mi hermano. La caridad es la expresión más evidente y creíble de lo que la redención de Cristo realiza en nosotros. La enseñanza de Jesús es clara, hacer de la vida un servicio a los demás. Y el mandamiento que brota de su Pascua también: «Amaos como yo os he amado». En esto conocerán que somos discípulos de Cristo, en que nos amamos como Él nos amó.

La eucaristía nos enseña a reconocer al Señor en cada uno de nuestros hermanos, especialmente en los pobres y necesitados. No podemos dignificar el altar sin trabajar por la dignidad de todos los hombres. No podemos adornar el templo sin ser, al mismo tiempo, firmes defensores de la vida, protegiendo la de los más débiles, y desde el momento de la concepción hasta la muerte. No podemos adorar a Dios sin también cuidar de los pobres y marginados. No podemos comulgar con el cuerpo de Cristo sin acoger a
los que vienen a nosotros. Sabemos que no damos en la caridad lo que es nuestro sino lo que es de ellos y las estructuras injustas de nuestro mundo les han quitado; por eso no podemos dar de lo que nos sobra sino de lo necesario, para identificarnos así con Cristo que se dio a sí mismo.

Hoy, día de la caridad, recordamos que no se puede separar la eucaristía de la caridad. La ausencia de caridad engendra falta de fe y esta debilita la esperanza. Fortalecer la vida de caridad, por el contrario, aumenta la fe y hace de nosotros hombres y mujeres de esperanza.

Con las palabra de la plegaria eucarística pedimos: «Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano sólo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido».

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

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