Vivir como hijos libres de Dios

Homilía en la Santa Misa del lunes de la XI semana del Tiempo Ordinario, el 15 de junio de 2020.

En la primera Carta a Timoteo, San Pablo dice que la codicia es la raíz de todos los males. La expresión es muy fuerte y nos llama la atención, sin duda, porque la sociedad contemporánea en muchos aspectos ha hecho casi de la codicia una virtud. Es decir, hasta se justifica a veces que el deseo de acumulación, de riqueza, de progreso en el sentido económico, que es siempre acumulación y riqueza, es lo que hace que la sociedad avance y progrese.

La Primera Lectura de hoy no tenía nada de ejemplar. Y nada es nada, porque no aparecía a continuación de lo que pasó después con Mahad y Jezabel, al revés, la figura de Jezabel es una de las figuras más oscuras y más duras del Antiguo Testamento, y lo que pone de manifiesto esa Lectura es una cosa que contrasta directamente con el Evangelio, aunque tanto el Antiguo Testamento como el Evangelio, no están escogidos para que estén juntos, sino que vamos leyendo un libro del Antiguo Testamento y vamos leyendo el Evangelio de San Mateo a trocitos, y ha tocado…, pero la verdad es que es como si uno respondiera al otro.

La figura de Nabot, que pierde su viña, que es matado por no habérsela vendido al rey, porque era el patrimonio de sus padres pone muy de manifiesto que eso de que la búsqueda del poder y la búsqueda de posesión de la codicia es algo muy viejo, muy viejo en la Historia, tan viejo como el ser humano. En realidad, a menos que el Espíritu de Dios esté en nosotros, espontáneamente de mil maneras se nos cuela, no digo que matando a alguien, pero se nos cuela en la vida cotidiana, envenena a veces en las relaciones más cariñosas y las más queridas que son las mismas de la familia. Cuántas familias se han roto por una partición de una herencia, por ejemplo, aunque la herencia fueran un puñadito de olivos. Y cuántas amistades se han roto también por la codicia, en una forma o en otra; es más, a mí me llamaba la atención este texto de la Carta a Timoteo de que la codicia es la raíz de todos los males, pero ya hace años caí en la cuenta que casi todos los pecados capitales tienen que ver con la codicia. La lujuria es una forma de codicia y la soberbia se manifiesta muchas veces y pone por obra la codicia. “No voy a consentir que este se niegue a venderme la viña cuando yo soy el rey de Israel”. Tiene que ver con la envidia. La envidia es una manifestación clara de la codicia: nos cae mal la otra persona, porque deseamos poseer bienes que la otra persona tiene y que nosotros nos damos cuenta de que no tenemos y entonces, en lugar de darnos cuenta de que es una bendición de ser lo que cada uno somos, porque es lo que Dios nos ha dado, ambicionamos tener lo que no tenemos y sentimos envidia.

A eso responde el Evangelio: “Habéis oído que se dijo”, traducción un poquito más libre que quiere decir lo que quiere decir verdaderamente el Evangelio: “Habéis oído que Dios dijo, en la Ley de Moisés: ojo por ojo, diente por diente”. Os parecerá que cómo va a dar Dios una Ley que, cuando uno lo piensa, el ojo por ojo y diente por diente hace que nunca terminen los conflictos. Pongo un ejemplo muy claro. Los conflictos como los de Oriente Medio, si siempre hay que vengar lo que el otro me ha hecho, ese juego de la venganza, esa dialéctica de la venganza no termina jamás. Sin embargo, es una Ley que, comparada con las leyes más antiguas y con las leyes de los pueblos de alrededor, era una ley bondadosísima, porque lo normal en el mundo antiguo, en el mundo de Israel, era que, si alguien te hacía daño, la respuesta era exterminarlo; exterminarlo a él y a su familia o tribu. Entonces, el ojo por ojo y diente por diente era un modo de decir “no se puede hacer más daño que al que uno le han hecho”. Pero, viene el Señor y corrige eso. Lo corrige diciendo lo que hemos oído: que siempre tenemos que acoger al que se acerca a nosotros como Dios nos acoge a nosotros; que siempre, si queremos ser hijos de Dios, tenemos que amar también a los que nos hacen daño: “Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen, bendecid a los que os maldicen”. Ese es el Espíritu del Señor.

¿Qué sucede? Pues, que nosotros no somos el Señor. Nosotros nos parecemos mucho más a Jezabel y al mundo del Antiguo Testamento: “Si me ha hecho esto, algo tendrá que pagar”. ¿Y qué significa eso? “Ven Espíritu Santo y llena los corazones de tus fieles”. Esta Ley que el Señor interioriza y que no es mas que el mandato del amor, el mandato del día de Jueves Santo: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. O cuando Él responde “¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano, siete veces?”, y dice “no siete veces, sino setenta veces siete”, es decir, sin límite. Y rezamos todos los días el Padrenuestro, a lo mejor ya lo habéis rezado, y lo volveremos a rezar dentro de un momento: “Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Es decir, es como la única condición que el Señor pone para realmente volcar sobre nosotros Su Gracia. Pero es no es posible al hombre. Sólo es posible al Espíritu de Dios, que habita en nosotros. Entonces, tenemos que pedirlo una vez y otra vez y otra vez: “Señor, que yo sea verdaderamente hijo tuyo. Dame tu Espíritu, para que yo pueda reaccionar ante el mal y ante mi hermano que se acerca a mí, como Tú reaccionas”, es decir, donde se pueda ver en mis actos algo de Ti; que mis actos permitan reconocer algo de Tu misericordia infinita y de Tu amor infinito.

Yo sé que esto, como toda la moral cristiana en su profundidad, desde luego no es la moral del mundo y desde luego no es lo que a nosotros nos sale espontáneamente, pero por eso, como pobres criaturas Le suplicamos al Señor, hoy se lo podemos pedir en la Comunión: “Danos Tu Espíritu, de forma que sea Tu Espíritu quien ora en nosotros al Padre, quien acoge a nuestros hermanos. Que seas Tú quien vive en nosotros y podamos participar de Tu vida y participar de Tu amor”.

Hay en esto, no un trabajo enorme de la voluntad. Hay en esto una transformación del corazón, que siempre es necesario pedir, y hay en esto una promesa de gozo, de alegría y de libertad que todos hemos experimentado muchas veces y que, Señor, queremos seguir experimentando.

Concédenos, Tu Espíritu, para que sea así, y vivamos como hijos libres de Dios.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

15 de junio de 2020
S.I Catedral de Granada

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