Homilía Miércoles de Ceniza

El Obispo de Asidonia-Jerez en la celebración de la Eucaristía del Miércoles de Ceniza.

Queridos Sr.  Deán;  queridos  hermanos  sacerdotes;  queridos hermanos  todos  en  el  Señor:  

Hoy comenzamos la Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión. Es un tiempo para encontrarnos con Dios y para ello debemos abandonar todo aquello que nos aleja de Cristo. Como dice el Santo Padre en su mensaje de este año, tenemos que buscar el amor de Dios, viviendo la justicia: primero con Dios, también con uno mismo y con los demás. Sin Dios no hay justicia plena, sin la preocupación por los demás no hay amor a Dios en el sentido pleno. Y es que Dios nos llama a volver  a Él de todo corazón. La vida nos viene del amor y de la misericordia de nuestro Dios.

Hoy iniciamos este tiempo de gracia y conversión. Un periodo en el que la Iglesia nos invita a recordar que somos ciudadanos del cielo. Un tiempo estupendo para evangelizar a un mundo ensoberbecido en el materialismo. Frente a ese pensamiento dominante, nuestra cuaresma nos enseña que esta vida terrena no sólo no es un absoluto, sino que ella no tiene sentido sin la vida eterna. De hecho, es ese el sentido de la cuaresma: «un camino de preparación para la Pascua.» Es más, la cuaresma sin la Pascua no es nada. En la Iglesia ambos tiempos litúrgicos forman un todo. Desde este prisma, podemos decir que es una anticipación, o mejor una degustación de la Pascua, pues sabemos que el miércoles de ceniza se ha dado el pistoletazo de salida y la carrera ya es imparable. Esa es nuestra vida desde que nacimos y nos bautizamos en Cristo Jesús. Por un lado la certeza de que la carrera hacia el cielo es imparable. Por otro, la confianza de que, con la gracia del Espíritu Santo vislumbramos el final y mediante el encuentro con Cristo Resucitado, ya podemos ir degustando aquí lo que Él mismo nos promete en plenitud.

En este tiempo la Iglesia nos invita a hacer realidad esa identidad de ser ciudadanos del cielo. Es este uno de los motivos por el que los católicos estamos llamados a hacer signos que manifiesten nuestra ciudadanía y muestren al mundo nuestro ser celeste en Cristo Jesús. Y, para ello, nos llama a la conversión, a reconciliarnos con el Señor y nos invita a recorrer el camino del ayuno, la limosna y la oración.

La conversión requiere como primer requisito tener conciencia de pecado. Es tener claro, como afirma Benedicto XVI, que «la injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original.» (Mensaje de Cuaresma 2010).

Pues bien, el primer paso de la conversión es reconocer que tantas veces nos replegamos en nosotros mismos y somos incapaces de ver más allá de nuestro propio yo. Convertirse es reconocer que Dios existe, ya que sin Dios no es posible pecar. Sin Dios al pecado se le llama error y éste no necesita perdón, sino corrección; o bien se le llama inmadurez y ante esto la solución es educar; o bien se le llama debilidad y esto se soluciona con una simple ayuda. Sin fe no hay pecado, no hay que pedir perdón. Frente a esto, en este tiempo cuaresmal, la Iglesia nos exhorta a convertirnos. Es decir, a reconocer que son nuestros pecados de soberbia y egoísmo los que tantas veces guían nuestra vida, y a pedirle perdón a Dios Padre rico en misericordia. La Iglesia nos llama a convertirnos, esto es, a dejarnos abrazar por Cristo que viene a nuestro encuentro con los brazos abiertos en la cruz. La Iglesia nos estimula a abrir de par en par las puertas al Espíritu Santo para que Él nos muestre el camino del amor y de la entrega. Es esto lo que vivimos con el rito de la ceniza como bien nos indican las palabras que nos dicen en el momento de la imposición de la ceniza: «Conviértete y cree en el Evangelio.» Es decir, reconoce tu ser pecador y cree a la Buena Noticia del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, que nos muestra que nada podrá apartarnos del amor de Dios. Cree en la Buena Noticia de que en Cristo es posible el amor. En Él, podemos salir de nuestro yo, de nuestros egoísmos y donarnos a los demás. Cree la Buena Noticia, de que es posible el amor entre un hombre y una mujer para toda la vida. Cree el Evangelio, de que es posible, en un mundo hedonista, vivir la castidad. Que es posible, en un mundo materializado, no vivir según las coordenadas del tener. Que es posible, en un mundo individualizado, salir al encuentro de los necesitados, compartir nuestro tiempo y nuestros bienes.

«Conviértete y cree en el Evangelio», es decir, reconoce que tú no eres Dios, observa que la vida no es tuya, percátate de que tú no eres el centro del universo. Y una vez contemplado esto, edifica tu vida en la Buena Noticia de que Dios se ha hecho hombre para que tú puedas ser como Dios. Es decir, para que tú puedas tener una vida llena de amor, rica en misericordia y en perdón. Creer en el Evangelio es tener la seguridad de que Cristo ha muerto y ha resucitado y, en consecuencia, el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino que la victoria final es de nuestro Dios.

Por tanto, queridos hermanos en el Señor, os invito a tener ánimo en este tiempo de cuaresma y a no tener miedo de dejaros seducir por nuestro Dios. Recorramos los caminos que nos indica la Iglesia: del ayuno y de la abstinencia, de la limosna y de la oración. No como un legalismo, sino como caminos que nos edifican en nuestro itinerario de vida y de fe. Así, por medio del ayuno y la abstinencia, recordamos que no somos dioses, sino criaturas, hijos de Dios que saben que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. A su vez, es nuestro ser hijos en el Hijo el que nos mueve a la oración, que nos lleva a escuchar su voz, a discernir su voluntad y a establecer una relación de intimidad con Él. Y es esa intimidad con el Señor la que, a través de nuestras limosnas, nos mueve a vivir la justicia en plenitud, saliendo de nuestros egoísmos y abriendo el camino del encuentro con el hermano.   Así sea. 

+ José  Mazuelos Pérez

Obispo de Asidonia-Jerez

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