Homilía en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios

Homilía de Mons. Adolfo González, Obispo de Almería, del 1 de enero de 2014.

Homilía la Solemnidad de Santa María Madre de Dios

Jornada Mundial de la Paz

Lecturas bíblicas: Núm 6,22-27

Sal 66, 2-3.5-6.8

Gál 4,4-7

Lc 2,15-21

La maternidad divina de la Virgen María

redunda con especial fuerza en esta solemnidad en resaltar, al comienzo del

año nuevo, la fraternidad de los seres humanos en Cristo Jesús.

Queridos hermanos y hermanas:

Comenzamos un nuevo año, que contamos a partir del nacimiento del Señor y que Dios nos concede por su gracia. En este día la Iglesia coloca ante la mirada de los fieles a la Virgen Madre del Señor, en quien contemplamos en el misterio de su divina maternidad por designio de Dios para salvación de todo el género humano. De ella recibimos, como dice la oración colecta de la Misa, al Hijo de Dios, al autor de la vida, porque «somos hechura suya: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicásemos» (Ef 2,10). Creados en Cristo, como dice el Apóstol, en él hemos sido redimidos, ya que «estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (…) y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2,5-6).

Esta transformación del hombre en Cristo es designio amoroso de Dios por nosotros y nos ha llegado mediante la encarnación del Verbo en las entrañas de la Virgen Madre, mediante la divina maternidad de santa María siempre Virgen. Tal fue el fin de la encarnación, nuestra redención y glorificación en Cristo, mediante la liberación del pecado y de la muerte eterna. El ángel dijo a María: «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (1,31). Jesús significa justamente esto: Dios libera, Dios salva. De esta suerte, por la maternidad divina de María, hemos sido liberados y salvados en Cristo Jesús.

Como hemos escuchado al Apóstol, en la carta a los Gálatas, el Hijo eterno del Padre fue enviado por Dios y llegó a nosotros «cuando se cumplió el tiempo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos pro adopción» (Gál 4,4-5). Poco después de su nacimiento en Belén, donde fue adorado por los pastores y reconocido por ellos como el Mesías y Señor esperado por Israel, a los ocho días María y José llevaron al Niño para ser circuncidado y le impusieron por nombre Jesús, «como lo había llamado el ángel antes de su concepción» (Lc 1,21). El Hijo unigénito de Dios hecho carne se somete de este modo a la ley de plena humanidad, de total comunión y solidaridad con el género humano, al cual trae el gran don de la fraternidad, porque en Jesús hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios, «porque —dice san Pablo— fuimos «predestinados a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Somos en Cristo hijos adoptivos de Dios y hemos recibido el Espíritu Santo, «que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rom 8,15). Palabras de san Pablo que encuentran en la primera carta de san Juan confirmación plena, en la convicción expresa por el evangelista: «Mirad hermanos, qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1).

María nos dio a Jesús y en Jesús Dios nos hizo hermanos por ser hijos suyos adoptivos. La carta a los Hebreos lo dice de forma convincente, cuando afirma: «Los hijos de la misma familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también é; así muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos» (Hb 2,14-15).

Este es el gran significado de la maternidad divina de María, que hace evidente la grandeza de la Virgen por la bendición que reposó sobre ella para entregarnos a Cristo, bendición de Dios para nosotros, liberación salvadora que nos llega a todos si acogemos esta bendición que es Cristo. En efecto, el ángel reveló a María cómo la bendición que reposaba sobre ella se convertiría en sus entrañas en bendición hecha carne. El contenido de la bendición que Moisés entregó al sumo sacerdote Aarón, para que bendijera a los hijos de Israel, en el seno de María se hace bendición de todos los pueblos en Cristo Jesús; pues, por medio de la bendición de los israelitas —como dice san Pablo, nos vienen «la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de ellos también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén» (Rom 9,4-5).

En esta bendición tiene un lugar singular la Virgen María, destinada a ser la madre del Hijo de Dios en quien hemos sido bendecidos. Por esta bendición divina destinada a la salvación de la humanidad, Dios agració a María llamándola «llena de gracia» (Lc 1,30). Así la bendecimos nosotros, que inspirándonos en las palabras del ángel y en las de Isabel al proclamarla «bendita entre las mujeres» (Lc 1,42), damos cumplimiento a la profecía de María sobre su propio destino: «Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48).

La maternidad divina de la Virgen María redunda con especial fuerza en esta solemnidad en resaltar, al comienzo del año nuevo, la fraternidad de los seres humanos en Cristo Jesús. Tal es el contenido fundamental y concentrado del mensaje que el Papa Francisco ha dirigido a los fieles y a los hombres de buena voluntad en esta Jornada Mundial de la Paz que celebramos cada primer día de enero. El Papa Francisco recuerda las certeras palabras de Benedicto XVI al referirse a los efectos nocivos de la «globalización de la indiferencia», de la cual habla el Santo Padre en su reciente Exhortación apostólica.

Cita el Santo Padre a su predecesor Benedicto XVI, para afirmar con él que esta globalización que caracteriza al mundo contemporáneo puede ciertamente acercar más los seres humanos, «pero no nos hace hermanos» (BENEDICTO XVI, Carta encíclica Caritas in veritate, n. 19). La fraternidad es resultado de la bendición, del agraciamiento, es decir, del don gratuito de la elección de Dios, en la cual hemos sido predestinados en Cristo Jesús a la adopción filial. El fundamento trascendente de la solidaridad está en la paternidad de Dios, origen de nuestra fraternidad. El Papa Francisco expone la revelación del misterio de Dios y del hombre en su mensaje para esta Jornada, y contrapone esta realidad sobrenatural, fruto de la redención de Cristo, a las injusticias y desigualdades, a los efectos nocivos y degradantes de la reducción del hombre a mercancía y de la esclavitud de tantos seres humanos, acosados por la pobreza, fruto de la injusticia, y de la guerras y las diversas clases de discriminación, que son una atentado a la dignidad de la persona humana, verdadera imagen e Dios.

El Papa habla de la fraternidad como camino para la superación de las injusticias y de una cultura del «descarte», que crea marginación y exclusión en sectores importantes de las sociedades desarrolladas y en sociedades enteras de los países sometidos al rigor de las carencias, del hambre, las diversas formas de violencia y de su mayor expresión que son las guerras.

Si Dios nos ha hermanado en Cristo, la cruz del Señor es el lugar de la reconciliación y de la paz (cf. Fil 2,8), fruto de la redención y don de la nueva vida en Cristo, el Hombre Nuevo (cf. Ef 2,14-16). Por esto, como dice el Papa Francisco: «El hombre reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia, se siente
llamado a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no como un extraño, y menos aún como un contrincante o enemigo. En la familia de Dios, donde todos son hijos de un mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay ‘vidas descartables’. Todos gozan de igual e intangible dignidad»; concluyendo el Papa de este modo: «Teniendo en cuenta todo esto, es fácil comprender que la fraternidad es el fundamento y camino para la paz» (FRANCISCO, Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz [1 enero 2014], n. 3).

Pidamos a la Virgen Madre del Hijo de Dios que, por su maternidad divina, nos acoja en la escuela de la paz, para que vivamos de las enseñanzas del Evangelio y, como ella, hagamos vida en nosotros la Palabra de Dios, Cristo que es nuestra paz y en la celebración de la Eucaristía nos alcancen los efectos de la reconciliación que ganó para nosotros entregándose al sacrificio de la cruz.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

1 de enero de 2014

+Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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