En la solemnidad de la Virgen del Mar

Homilía del obispo de Almería, D. Adolfo González Montes, en lla solemnidad de la Virgen del Mar

Homilía en la solemnidad de Nuestra Señora la Virgen del Mar

Fiesta de la Patrona de Almería

Lecturas bíblicas: Eclo 24,1.3-4.8-12.19-21; Jdt 13,18-19; Gál 4,4-7; Aleluya: Dichosa eres santa Virgen María; Lc 11,27-28

            Muy Ilustres miembros del Cabildo Catedra;

            Prior de la comunidad de la Orden de Predicadores, y hermanos sacerdotes

            Ilustrísimo Sr. Alcalde;

Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades civiles y militares;

            Cofrades de la Virgen

Queridos hermanos y hermanas:

            Nos honramos hoy y siempre en la Bienaventurada Virgen María, a la que rendimos culto en la fiesta de su patrocinio sobre nosotros invocándola como Nuestra Señora la Virgen del Mar. Ciertamente la honramos por el mayor de sus títulos Madre de Cristo, Dios y hombre verdadero, y extendemos su título porque es Madre de quienes somos sus hijos. María ejerce sobre nosotros una verdadera maternidad espiritual, porque Jesús nos la entregó para que se cuida amorosamente de nosotros. Ella nos cuida, porque Juan la recibió en su casa como madre y lo hizo en nombre de todos los discípulos de su Hijo, como así se lo dijo a ella Jesús mientras agonizaba: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26), para a continuación, entregársela a Juan: «Ahí tienes a tu madre» (19,27a). Dice la narración evangélica que «desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (19,27b).

María es así verdadera madre espiritual de todos los discípulos de los discípulos de Jesús de todos los tiempos. Lo recordamos hoy con especial amor, porque acudimos a sus plantas para suplicar su protección, la de nuestra ciudad como Patrona amada; y la protección de toda nuestra diócesis, tan extensa como nuestra provincia, en cuyas iglesias se celebra hoy su memoria litúrgica, para aclamarla como bienaventurada.

Cuando vuelve a arreciar la enfermedad contagiosa que nos cerca y que amenaza nuestro bienestar los fieles acuden con fe a encomendarse a su cuidado. Todos acudimos a la Madre del Señor en las dificultades de la vida, como la enfermedad que ahora nos acosa, cuando decrece la prosperidad social y la economía que sustenta el bienestar, en espera de una vacuna que la ciencia pueda proporcionarnos, un remedio para vencer un adversario tan irreductible: un virus que ni siquiera ve el ojo humano a simple vista y, sin embargo, puede arruinar nuestra vida.

Tal vez esta pandemia tenaz nos ayude a comprender el significado de las palabras de Jesús al tentador: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4Dt 8,3; Sb16,26). La Virgen está hoy en la Catedral para bendecirnos mientras nosotros rendimos homenaje a su divina maternidad y renovamos nuestra confianza plena en su solicitud por nosotros como Madre de la Iglesia. La Virgen ha entrado en este recinto de comunión que aúna a sus hijos en la fe y la esperanza, para que dar frutos de caridad. Las tres son las virtudes teologales, virtudes divinas que no son resultado de nuestro esfuerzo y de la disciplina moral con la que quisiéramos vivir; son divinas porque son virtudes infundidas por el Espíritu Santo en los que creen en Dios y acogen a Cristo como Redentor del hombre.

La ocasión propicia de esta presencia de la Patrona en la Catedral de la Encarnación es el 500 aniversario que estamos celebrando de la creación de la Hermandad de la Virgen del Mar, que —como he dicho en mi Carta a los diocesanos con motivo de la efeméride— «a lo largo de cinco siglos ha servido con amor el culto a la Virgen y ha propagado con fervor la devoción a la Madre del Señor en esta advocación patronal». El aniversario bien merecía esta singular distinción de homenaje a la hermandad de la Virgen, que hemos querido fortalecer promoviendo su renovación a modo de lo que el Santo Padre Francisco llama no sólo “conversión pastoral”, sino también y con singular énfasis “conversión misionera”. La hermandad de la Virgen se debilitará haciéndose insignificante, si deja de ser un testimonio fehaciente de la fe católica en una sociedad secularizada: un testimonio de la historia cristiana de nuestros orígenes y de la proyección misionera de la fe al futuro, para atraer con la ayuda de la Virgen a todos a la fe en Cristo, porque María está en la Iglesia con para decirnos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).

La Virgen no tiene otra casa particular en la tierra que la Iglesia, aunque construyamos santuarios para las imágenes de la Virgen, a la que honramos en tantísimas advocaciones amadas por los fieles en las vastas tierras cristianas. La morada de Dios entre los hombres es «la ciudad santa, la nueva Jerusalén bajada del cielo de junto a Dios, engalanada como una novia para su esposo» (Ap 21,2), de la cual el vidente del Apocalipsis escuchó una voz que venía desde el trono celestial: «He aquí la morada de Dios. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios» (21,3). Esta morada es la Iglesia de Jesucristo, adelanto de la humanidad redimida y salvada, que fue figurada en la persona de la Virgen, la hija de Sión en la que Dios ofrece el signo de su morada entre nosotros. Ella, por la encarnación del Verbo eterno en sus entrañas, se convirtió en la morada de Dios, el arca de la nueva Alianza, María, la madre del Señor y de la Iglesia, que glorificada junto a su Hijo en el cielo mora espiritualmente en medio de la Iglesia, cubriendo con manto amoroso a todos sus hijos.

Cada iglesia es figura, como un sacramento de la presencia de Dios en la congregación de la Iglesia formada por los bautizados. Lo es cada santuario y, aunque un santuario albergue una imagen de la Virgen, la madre del Señor mora con su Hijo en cada iglesia parroquial y conventual, porque mora en la casa espiritual, porque en cada una de ellas se reúne la comunidad eclesial, que es la morada hecha con piedras vivas: la Iglesia santa, casa de Dios.

La Virgen tenía que venir a la Catedral. Esta imagen de María que veneramos bajo la advocación de la Virgen del Mar tiene una hermosa historia, porque sobre las aguas del Mediterráneo que baña nuestras costas la diva Providencia, apenas iniciado el siglo XVI, nos hizo el regalo de la sencilla y bella imagen tallada de María que como un salvavidas milagroso vino flotando hasta nosotros, para que en el Niño que la Virgen traía en sus brazos encontráramos salvación afianzándonos en el Evangelio.

Sobre las olas flotaba la sagrada imagen hasta arribar a la playa de Torre García buscando un domicilio de amor, para que desde entonces hasta hoy y siempre recibiera el homenaje de los hijos de Almería que María venía a socorrer en aquellos difíciles momentos. En esta imagen que hace visible la presencia invisible de la Madre de Cristo en medio de la Iglesia, tributamos hoy a María, gloriosamente elevada al cielo junto a su Hijo resucitado, este homenaje de amor en el corazón de la diócesis, la iglesia Catedral, madre de todas nuestras iglesias diocesanas: la Catedral consagrada hace quinientos años y dedicada al misterio inefable de la Encarnación, por cuyo medio Dios se hizo hombre en las entrañas de la Virgen, haciendo suya nuestra humanidad para siempre.

Queremos rendir a la Virgen un homenaje que no se quede sólo en mero grito entusiasta como el de la mujer auditora de Jesús, sino un homenaje que, traducido en obras, venga a ser cumplimiento de los mandamientos de Dios, porque el Hijo de María, Salvador del mundo, declaró bienaventurada a su madre no sólo porque le llevó en su vientre, sino porque María cumplió en sí misma la voluntad de Dios. Fue así como se hizo merecedora de la bienaventuranza de Jesús: «Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28). Estas palabras del Señor no tienen equívoco alguno y se prolongan en otra de sus sentencias: «No todo el que me diga: ¿Señor?, ¿Señor?, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21). En María se cumple la bienaventuranza de Jesús porque hizo de su vida obediencia permanente del designio de Dios para ella y, en ella, para la humanidad, hasta asociarse de modo único y singular a la pasión de su Hijo por nosotros. Esta unión en dolor con su Hijo fue tal que podemos llamarla “corredentora”, si conocemos el contenido real y de este título de María. Un título que Cristo tampoco nos niega a nosotros si cumplimos su voluntad, como nos enseña san Pablo, al decir que se alegra por los padecimientos que sufre por los colosenses, porque —añade el Apóstol— así «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

Jesús nos exhorta a guardarnos de los falsos profetas, a lo que añade: «Todo árbol que no da buen fruto es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,19). No basta invocar las tradiciones, hay que hacer carne de nuestra carne la palabra de Dios y cumplirla. También las tradiciones, dice Jesús, pueden convertirse en pretexto para no cumplir la palabra de Dios (cf. Mc 7,13). La Palabra se hizo carne en las entrañas de María, porque la Virgen creyó e hizo vida suya la Palabra que daría a luz, Jesucristo nuestro Señor. Por eso la liturgia de esta solemnidad le dedica la bienaventuranza y el elogio de Judit, que hemos recitado: «El Altísimo te ha bendecido, hija, / más que a todas las mujeres de la tierra» (Jdt 13,28). Palabras del Antiguo Testamento las encontramos en el Nuevo en boca de Isabel, que felicita a María: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42). Son las palabras con las que hoy felicitamos por generaciones a la Virgen María, concluyendo con el nombre de este fruto bendito: Jesús, que significa salvación. Fue lo que le dijo el ángel en sueños a José: «Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).

En esto consiste la sabiduría de María, que proféticamente le atribuye la Iglesia al aplicarle el elogio de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera lectura del libro del Eclesiástico, para afirmar que María tiene su domicilio espiritual en la Iglesia, de la que ella es figura y madre: «Eché raíces entre un pueblo glorioso, / en la porción del Señor, en su heredad, / y resido en la congregación de los santos» (Eclo 24,12.16 Vulg.).

Queridos cofrades, miembros de la hermandad de la Virgen del Mar, como a todos los diocesanos os digo y a mí mismo me digo: que nuestro amor a Cristo Jesús y a la Virgen María se conozca por nuestros frutos, para que viendo nuestras buenas obras los hombres glorifiquen al Padre del cielo.

Hoy, por vuestro servicio al culto de la sagrada imagen de la Santísima Virgen del Mar, quiero agradecer en vosotros la historia secular de devoción amorosa a Nuestra Señora y añadir al título de vuestra hermandad una cuenta de amor que evoque las cuentas del Rosario, y llamaros en adelante Muy Antigua, Pontificia y Real, Ilustre y Venerable Hermandad de la Santísima Virgen del Mar. Al mismo tiempo, convencido de vuestra obediencia a la Iglesia y a vuestro Pastor, pediros que todos secundéis con fe y entrega la renovación necesaria de vuestra asociación de fieles, a la que os convoco a todos, superando discrepancias y aunando criterios y esfuerzos, para que todo redunde en la mayor gloria de Dios y de la Virgen Madre del Señor.

S. A. Iglesia Catedral de la Encarnación

Almería, 29 de agosto de 2019

                        X Adolfo González Montes, Obispo de Almería

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