Juan XXIII. Ser santo por uno mismo y por los demás

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Ya en el Génesis, cuando Yahvé pregunta a Caín por su hermano Abel, se aprecia el alcance que la responsabilidad personal tiene en la vida de los demás. Ninguna justificación nos exime de ella al punto que de hecho influimos en la conducta ajena cuando no mantenemos a raya nuestras pasiones. En la vida santa hay infinidad de testimonios que ponen de manifiesto el cuidado extremo que tantos elegidos de Dios pusieron en evitar la caída de sus hermanos. Juan XXIII, el «Papa bueno» es uno de ellos.

Todos los santos han tenido sus debilidades y flaquezas. En el itinerario de este Pontífice él mismo refleja una tendencia contra la que hubo de luchar, tal como se pone de manifiesto en su Diario del alma. Era la locuacidad, enredarse en discusiones sobre temas intrascendentes, queriendo llevar la razón, y por tanto imponiendo de alguna forma sus criterios y juicios. Se percataba del inmenso peligro que entrañaba porque entre otras cosas dejaba abierta la vía al amor propio, con independencia de que sus apreciaciones fuesen ciertas. Le afligía sobremanera caer una y otra vez en ese vicio que se prolongó en el tiempo. Si el 26 de octubre 1898 se proponía «poner, sobre todo, gran atención en mis palabras, cualesquiera que sean», tres días más tarde hacía notar: «es preciso que abandone tantas palabras inútiles, charlas en que me enredo por la tarde con mis hermanos y hermanas». En marzo de 1899 se decía: «Cuidado en las conversaciones para no hablar mal de otros inútilmente». Y en esta constante lo hallamos en agosto de 1900: «Ojo a la lengua, amigo mío, pues por ella el amor propio hace de las suyas, especialmente cuando me encuentro con los seminaristas. Serán cosas de nada, será todo verdad, pero el amor propio se cuela allí siempre, y después de la conversación quedo descontento y mi dulce maestro Jesús, con su voz interior, me dice que aquello no le agrada».

En enero 1904 se hallaba en esta lucha: «he sido poco reservado en la conversación, en las expansiones e incluso un poquillo en las críticas». Y nuevamente, confiado en la gracia de Cristo, expresaba su anhelo: «En la conversación, gran cuidado con lo que se dice, y como se dice; guárdame de hablar mal de nadie, incluso indirectamente; observar siempre cierta dignidad no afectada; máxima delicadeza al referirme a los superiores; gran cosa también no hablar demasiado de cosas referentes a mí; no volcar todo –ni a todos- lo que siento dentro de mí».  A mediados de este año decía: «Me debo guardar, especialmente cuando las cosas no van a mi gusto, de desahogarme con cualquiera, a menos que sea con quien dirige mi espíritu o con quien de algún modo pueda ayudarme. Comentando con otros pierdo todo el mérito que podría conseguir».  Dando un gran salto en el tiempo, en 1927 sin desanimarse seguía insistiendo en el mismo propósito: «Prestaré cada vez mayor atención al dominio de mi lengua. Debo ser más reservado, incluso con las personas más íntimas, en expresar mis juicios… No debe salir nada de mi boca que no sea alabanza o suavidad de juicio, o bien una invitación para todos a la caridad, al apostolado, a la vida virtuosa. Por mi índole natural, tengo una labia sobreabundante. También esto es un don de Dios, pero hay que manejarlo con atención y cuidado, es decir, con mesura, de modo que me quede con ganas más bien que harto».

Finalmente, tras estos pocos ejemplos, se aprecia cómo se fue sosegando su espíritu, y en 1952 con la suma de grandes responsabilidades y la experiencia de una madurez acrisolada en la oración, afirmaba aludiendo a una circunstancia relacionada con su labor diplomática: «Soy libre para juzgar, pero debo guardarme de la crítica, incluso leve y benévola, que pueda herir su susceptibilidad. El no hacer y decir a los demás lo que no querríamos que se nos hiciera o dijera a nosotros. En este punto todos somos algo débiles. Atención, pues, a las mínimas expresiones que restarían eficacia a la dignidad de nuestra actuación». Es decir, había ido progresando en la virtud que se propuso y por la que tanto suplicó sin descuidarse ni un segundo y, por tanto, con la humildad y conciencia de pequeñez que procede y de la que dio buena prueba con su vida.

A manera de síntesis: 1) Lo que brota de nuestro interior repercute en nuestra vida y en la de los demás. 2) Constancia en la súplica. No hay que desanimarse cuando apreciamos la persistencia de los defectos. No este espacio para abundar en ello, pero el Papa Roncalli no cesó de luchar y de poner su voluntad en acto confiándose a la misericordia divina. 3) En la medida en que se reconocen las propias miserias se crece en el amor. En él reside la verdadera sabiduría. 4) Poniéndose a merced de Cristo, en el momento que lo juzgue cesará lo que nos hace sufrir porque con ello además herimos a nuestros hermanos. Y 5) En el camino de la santidad lo que experimentaba Juan XIII, como todos los integrantes de vida santa, pone de relieve que el único camino es el que Cristo señaló: negarse a uno mismo, tomar la cruz, y con ella seguirle.

Isabel Orellana Vilches, misionera idente

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