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Comunicado de los Obispos de Andalucía sobre el proceso autonómico

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    1. Los obispos de Andalucía nos sentimos solidarios con la toma de conciencia y con la esperanza colectiva que está viviendo nuestro pueblo.
Creemos que la fe cristiana, tan presente en la configuración histórica de Andalucía, tiene una palabra que decir sobre su futuro.
2. El paso hacia una unidad de convivencia más amplia que la de cada una de las ocho provincias puede contribuir, sin duda, al redescubrimiento de nuestra identidad y de nuestros valores como pueblo, ya a superar la inercia, el aislamiento y la desesperanza que, junto a otros factores externos, han hecho de nuestra tierra una zona subdesarrollada.
3. El referéndum de iniciativa autonómica, convocado para el 28 de febrero, nos sitúa a todos los andaluces ante una reflexión y una decisión altamente responsable. Cierto que la organización político-administrativa del Estado es materia opinable entre los ciudadanos y que nadie puede ser forzado ni impedido en una opción concreta por razón de su fe cristiana. Pero el proceso autonómico pone en juego importantes opciones de futuro sobre nuestros problemas endémicos – paro, emigración, subdesarrollo – e incluso, en cierta medida, nuestro modelo de sociedad.
4. Nos preocupa sinceramente que se haya descuidado entre nosotros una formación cívica suficiente sobre el tema autonómico. Ellos nos expone al peligro de ligereza o de irresponsabilidad. Es también de lamentar que un objetivo comunitario como el de la Autonomía esté siendo objeto de polarizaciones ideológicas y demasiado partidista. Lo que puede dar grandeza moral a esta paso histórico es la construcción solidaria de una Andalucía de todos.
5. Se impone, pues, una formación de la conciencia de cara al 28 de febrero; esto exige una información suficiente sobre el hecho autonómico en sí; sobre sus horizontes de futuro; sobre su problemática y sobre las versiones del mismo que ofrece cada partido político.
La Iglesia respeta las opciones de conciencia que adopten los ciudadanos y los fieles, siempre que no sean fruto de la apatía, de la insolidaridad o del apasionamiento.

Córdoba, 2 de febrero de 1980

Carta de los Obispos del Sur de España a los sacerdotes de sus diócesis

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I. NUESTRO PREBISTERIO
Queridos sacerdotes:
    Nos dirigimos a vosotros, desde el espíritu de la celebración de la misa crismal y de la renovación de las promesas sacerdotales, para manifestaros nuestro modo de pensar y de sentir sobre el presente y el futuro de la vida sacerdotal. Esta carta, firmada ahora por todos los obispos del sur de España, es fruto de una larga reflexión común, madurada a lo largo de dos años en nuestras reuniones regionales. ¿Puede extrañarse alguien de que los obispos, cuando nos juntamos para orar y dialogar, centremos nuestro interés en los hermanos de ministerio, con los que compartimos las vocación, la consagración y la misión?
    De otra parte, los ocho años de nuestros encuentros episcopales han estado marcados por hondas transformaciones y agudos problemas, lo mismo en la sociedad española que en la vida de la Iglesia. Todo ello con tan fuerte repercusión sobre la persona y la acción pastoral de los sacerdotes, que nos mueve a escribiros esta carta, en tono familiar y directo, sin acopio de citas ni disquisiciones doctrinales, pero en humilde fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia.
    Para muchos de vosotros, las sacudidas del cambio han supuesto una profundización en lo esencial del ministerio, un nuevo dinamismo de la fe personal y de la apertura pastoral; una mayor comunión con otros sacerdotes, con seglares y con religiosos, con el obispo, en el dolor y la esperanza de esta Iglesia, que busca ser más fiel a su Señor y a los hermanos.
    A otros, en cambio, las sacudidas de la Iglesia y del ambiente social les han provocado un shock desconcertante, cuyos efectos van desde las secularizaciones – no pocas y muy dolorosas para ellos y para nosotros – hasta las crisis de identidad, que confunden y desaniman, empujando a bastantes hacia estudios y trabajos no pastorales y frenando a otro sector en una rutina ministerial sin gozo y sin horizontes.
    Los obispos no vivimos fuera de estas corrientes y estas sacudidas. No pasa un día sin que nos encontremos con sacerdotes que dan una respuesta evangélica a las nuevas situaciones y se realizan como hombres, como creyentes y como pastores, demostrando con sencillez que el sacerdocio de siempre puede ser vivido en moldes de hoy, sin traumas angustiosos, sin confusión teológica, sin crisis de identidad. Sabed, queridos hermanos, que vuestro testimonio constituye un valor inestimable de la Iglesia conciliar y supone también una ayuda fraternal para nosotros, los obispos, que, como los demás cristianos y sacerdotes, experimentamos los embates de la crisis y necesitamos también ser confortados en nuestra debilidad.
    A nosotros llegan – y con qué fuerza – todas las sacudidas del momento histórico. La más dura, sin duda, la de los sacerdotes que solicitan la secularización después de un difícil proceso de crisis pastoral, eclesial o afectiva. Somos conscientes del respeto y de la compresión que merecen, y procuramos acompañarlos, iluminarlos y, cuando es posible, sostenerlos en el servicio ministerial. Tocamos de cerca, muchas veces, los traumas del cambio de estado, en su situación eclesial, laboral y psicológica. Los exhortamos a vivir con plenitud las posibilidades de su ser cristiano. Y no siempre nos queda la satisfacción de haber sabido actuar con pleno acierto en todas las incidencias de un proceso tan delicado. Es nuestro tributo a la dificultad de los tiempos.
    Hay luego otro grupo de hermanos (¿quién puede definirlos con exactitud, en su heterogeneidad?) que se ven más o menos afectados por distintos elementos de la crisis: despego de la institución eclesial y del ministerio jerárquico; necesidad de “realizarse” en tareas distintas de la labor pastoral; implicación en compromisos ideológicos y políticos; búsqueda de otro rol, de otra figura del sacerdote, difícilmente encajable en los moldes establecidos. Estos tienen derecho a no ser juzgados con precipitación, a que se reconozcan los márgenes de un pluralismo legítimo, a que se respeten y asuman los valores, siquiera sean parciales, que encarna cada postura.
    Pero se dan simultáneamente, a veces en conjunción con estos valores, casos de evidente confusionismo teológico, de insolidaridad con el presbiterio y con el obispo, de desestima de los quehaceres religiosos y de una automarginación, tan peligrosa para ellos como desorientadora para muchos cristianos. Se nos acusa a los obispos, desde otros sectores, y no sabemos con qué dosis de razón, de permitir cierta anarquía en el cuerpo sacerdotal y dimitir nuestro deber de orientar y corregir.
    Dejemos a Dios del juicio cabal y aceptemos las críticas de diferente signo; creemos sinceramente, con la humildad que engendra el sufrimiento y las propias limitaciones, que nuestro deber está fijado en la parábola de la cizaña (Mt 13,29-30) y que el servicio episcopal debe ejercitarse “con mucha paciencia y doctrina” (2 Tim 4,2).
    Os invitamos a un análisis sereno de la situación sacerdotal que esté exento a la vez del egocentrismo enfermizo y de la obsesión problematizadora. Ha de descubrir y valorar, por un lado, las muchas realizaciones válidas del sacerdocio hoy que tenemos a la vista; debe detectar, por otra parte, con lucidez y sin angustia, las diferentes versiones de la crisis sacerdotal en quienes se ven tocados por ella. De modo muy sumario, que puede ser completado, corregido o enriquecido por vuestras propias observaciones, resumimos aquí ese panorama.

II. DATOS DE ESPERANZA
    Empecemos por las realizaciones positivas y alentadoras. Queremos pensar primero en ese sector de sacerdotes maduros, algunos ya ancianos, que han servido al Señor con alegría (Sal 100), soportando el peso del día y del calor (Mt 20,12), como siervos buenos y fieles (Ibíd.., 25,21), antes y después del Concilio. Sois los que recibisteis una teología segura de sí misma, una Iglesia sin traumas internos y sin confrontaciones exteriores, una espiritualidad bien estructurada y un estatuto pastoral definido. Sobre las bases del Concilio de Trento y del Código de Derecho Canónico, vuestra formación y vuestro ministerio discurrieron sin colapsos hasta el Concilio Vaticano II.
    Luego las nuevas luces del Espíritu nos descubrieron a cuantos, a mayor o menor medida, somos hijos de esa época, que tan parecidos valores no estaban exentos de notables carencias: pobreza en la formación, en la espiritualidad y en la pastoral bíblica; excesiva orientación clerical de todo el edificio formativo y menor valoración de otros carismas del Pueblo de Dios; cierta distancia entre los planteamientos teológicos y los problemas de la cultura y de la vida; aislamiento notable en nuestro mundo religioso español, de cara a la Iglesia universal y, aún más, de los hermanos separados.
    A todo esto se han sumado en un, para vosotros, vertiginoso (para otros, lento) posconcilio, la irrupción de otros estilos de vida sacerdotal, significados hasta por su atuendo exterior, lo mismo que del pluralismo y la contestación eclesial, por no hablar de la crisis vocacional y de las secularizaciones. Humanamente hablando, se ha pedido demasiado al clero de vuestra generación, y es por ello más digna de encomio vuestra fidelidad y vuestra esperanza. Estadísticas recientes nos dicen que el mayor peso, en número y responsabilidades de la Iglesia, corresponde, al menos en España, a los sacerdotes entre cuarenta y cincuenta años.
    Consideramos muy digna de encomio vuestra apertura sincera a la Iglesia conciliar, sólo explicable en categorías de fe. Vuestra inserción en la pastoral bíblica, en la participación comunitaria, en el acercamiento a los alejados, en los nuevos valores de la libertad y del compromiso – sin mengua o, mejor, como expresión de vuestras fidelidades básicas – constituye un servicio impagable al Pueblo de Dios. Lo mismo digamos de vuestra apertura a los sacerdotes jóvenes, que os prefieren hermanos o padres, y que presentan a veces un cuadro de fuertes discrepancias frente a vuestras posiciones. Mantened vuestra fe en que el amor fraterno, el testimonio personal, el diálogo respetuoso, pueden conduciros a unos y a otros hacia nuevas cotas de comunión.
    No es menos evidente que, en nuestros hoy pluriformes presbiterios, estáis también, y con notable peso, vosotros, los sacerdotes que, por juventud o por proceso evolutivo personal, encarnáis una nueva imagen de clero, aplaudida por muchos y criticadas por no pocos. Es claro que vuestro talante más secular, vuestra soltura de lenguaje y estilo de vida, vuestro sentido crítico y, a veces, vuestro despego institucional, se prestan, de por sí, al comentario o al desconcierto.
    Pero nuestro oficio episcopal nos ha dado continuas oportunidades de trataros de cerca, antes y después de vuestra ordenación sacerdotal. Somos testigos directos de vuestras inquietudes, de la entrega evangelizadora, del espíritu de pobreza, del amor a los hermanos que desplegáis, con la mayor naturalidad, muchos sacerdotes jóvenes. Y de la evolución profunda y positiva, que os habéis impuesto a vosotros mismos, vosotros de más edad, para dar respuestas pastorales válidas a las situaciones del mundo actual.
    Al mundo de las preferencias lícitas de cada cual y del juicio de valor al que tienen derecho todos los fieles cristianos, consideramos desatinado establecer una línea divisoria, por edades o por estilos, para encasillar a un lado o a otro a los mejores sacerdotes. Podemos asegurar ante el Pueblo de Dios que los hay admirables en todas las promociones y que los obispos no queremos imponer a nadie otras exigencias que las que brotan claramente del Evangelio, de la teología y del sacerdocio o de las normas universales de la Iglesia. Ni debemos apagar la esperanza de los que buscan en el desierto nuevos caminos al Señor (Is 40,3; Mc 1,3), ni tampoco desoír las advertencias de quienes temen, no sin fundamento, que las adaptaciones precipitadas desvirtúen la luz y la sal del sacerdocio (Mt 5,13-14).
    Observamos, por lo general en sacerdotes de distintas generaciones, una búsqueda sincera de modos renovados de vivir la existencia sacerdotal y ejercer el ministerio sagrado. Florecen asociaciones propiamente dichas o movimientos de espiritualidad sacerdotal; se advierte la formación de equipos para la acción pastoral que engloban la propia vida espiritual de los sacerdotes y les ofrecen un apoyo fraternal en su vida consagrada y en su acción apostólica. De hecho nos encontramos los obispos con casos muy positivos de sacerdotes que habéis hallado, mediante tales experiencias, un instrumento válido para vuestra renovación personal y pastoral.
    Dentro de este programa positivo, registramos con alegría la presencia de presbíteros religiosos que, en fidelidad a su instituto, ejercen, dentro de la pastoral diocesana, tareas ministeriales encomendadas por el obispo. Ellos son un verdadero enriquecimiento para el presbiterio diocesano.
    Aunque los religiosos pueden ser también sujetos pasivos y activos de la crisis, no cabe duda de que la vida en común y los medios espirituales de su congregación constituyen buena garantía para su perseverancia animosa en el ministerio.
    Otras corrientes espirituales y pastorales tienden más bien a implicar al sacerdote en el procesos de conversión y de maduración cristiana que vive su propia comunidad de fieles. Son caminos de gran riqueza, homologados por diferentes cauces: catecumenados de jóvenes y adultos, comunidades de reflexión bíblica y celebración eucarística, grupos de oración, consejos pastorales, equipos de revisión de vida, en los que el sacerdote, sin dimitir su función pastoral, actúa como hermano entre hermanos, dejándose evangelizar y cultivando su propia fe, lejos de la imagen clásica, un tanto distantes, del “señor cura”.
    Vemos ahí una preciosa cantera de renovación de los sacerdotes, como creyentes y como ministros de la comunidad. Estas experiencias profundas maduran la persona y la fe de quienes las viven, y conducen, por vía normal, a serios compromisos con los hombres, sin dilemas con su fidelidad a la Iglesia.

III. LAS FUENTES DEL GOZO
    Los sacerdotes más contentos y esperanzados de nuestras diócesis suelen coincidir con los que encuentran sentido y sabor en el triple ministerio que define el sacerdocio del Nuevo Testamento: evangelización, celebración, pastoreo. Sin una atracción profunda, sin un gesto existencia por estas dedicaciones, ¿puede hablarse en rigor de vocación sacerdotal? Cierto que la vida de los mejores registra altibajos y oscuridades, pero la conciencia de estar enviados por y con Jesucristo, para redundar su propia obra, es un recurso constante para mantenerse firmes.
    Sin pretender entrar a fondo en esta materia, y sólo a modo de ejemplo, observamos que la pastoral de sacramentos se va enriqueciendo de día en día. Así, la celebración del bautismo, comúnmente precedido por un contacto catequético con padres y padrinos, cada vez más responsables de su compromiso en la educación del neófito en la fe y de su gradual inserción en la comunidad cristiana. Se incrementa también la atención a niños y padres durante los meses – o años – que preceden a las primeras penitencia, eucaristía y confirmación. Aunque este último sacramento no llegue a todos o se administre aún, en ciertos casos, con celebraciones masivas, va ofreciendo cada día más una oportunidad excelente para un catecumenado de adolescentes, tendente a un compromiso de fe personal y de militancia cristiana. A esto hay que añadir los progresos en la preparación de los novios para el matrimonio como base de su valoración sacramental y plataforma de un cultivo pastoral de las parejas jóvenes.
    Esta catequesis viva, antecedente a la administración de dichos sacramentos, culmina en la celebración activa y comunitaria de los mismos, demostrando así, con atinado equilibrio pastoral, que es falsa y artificial la supuesta antinomia entre culto y evangelización. Los que “sacramentalizan” así, evangelizan a fondo, y viceversa.
    Sabemos, por otra parte, que el eje de la vida cristiana es la celebración eucarística. ¡Cuántos sacerdotes hacéis de vuestras misas dominicales, o de otras celebraciones eucarísticas más íntimas, el momento grande de vuestra fe personal y del encuentro religioso con vuestra comunidad! Allí se celebran y viven las creencias, allí se proclama la Palabra y se evangeliza a los participantes. De nuevo, culto y misión.
    Normalmente, el despliegue de una catequesis a todos los niveles, sobre todo en parroquias y comunidades más amplias, agota las posibilidades de tiempo y de energías del clero y requiere la incorporación, harto justificada por sí misma, de religiosos, ellos y ellas, y de seglares de toda condición, a la acción evangelizadora. Surgen así pequeñas o no tan pequeñas comunidades de catequistas en las que el pastor se autorrealiza con honda satisfacción humana, no sin dificultades y cruces.
    Están luego los contactos pastorales más externos al templo y su entorno. Muchos desempeñáis hoy tareas de formación religiosa en centros académicos o en el segundo ciclo de enseñanza básica. Facilitáis a los maestros una orientación religiosa para su labor educadora. Sabemos de las tensiones internas que hoy viven los centros docentes y de las dificultades específicas con que tropieza en muchos sitios la enseñanza religiosa. No es momento de analizarlas ni de buscarles solución aquí (cosa que nos ocupa seriamente a los obispos), pero sí de reconocer la admirable entereza, la perseverancia pastoral con que muchos de vosotros estáis haciendo frente a situaciones ingratas.
    Por último, en esta reseña apresurada de existencias sacerdotales que nos estimulan, no podemos pasar por alto la aproximación evangélica de muchos sacerdotes a los pobres y a los marginados. Muchos habéis logrado compartir las angustias y las esperanzas de los obreros y de los campesinos. Y sensibilizar a la comunidad cristiana y a la sociedad en general sobre las situaciones deprimidas de ancianos, minusválidos, parados, emigrantes. Os vemos más insertos en el pueblo y más queridos por los pobres. Así vais encarnando en vuestra vida la imagen atractiva del Buen Pastor.

IV. EL DESPEGUE ECLESIAL
Entrando en las sombras del cuadro, procuraremos ser breves. Empezamos por lo más común, el despego de la institución eclesial. En términos clásicos lo llamaríamos anticlericalismo o, con mayor precisión, antijerarquismo; fenómeno, al menos, extraño en sacerdotes que son clero y comparten el ministerio jerárquico. Pero así es. Muchos aceptan, sin más, la contraposición fácil entre Iglesia oficial e Iglesia evangélica o popular. Aunque sin negar doctrinalmente la sucesión apostólica o la organización visible de la Iglesia, hacen caso omiso, al menos en buena parte, de ambas cosas. En los ejemplos más agudos, “se da por perdida” a la Iglesia de jerarcas y de cristianos corrientes, para ensayar, por cuenta propia, otros modelos de la comunidad creyente.
Por lo que habláis y escribís quienes, en mayor o menor grado, compartís estas posturas, apreciamos en vosotros una dolorosa decepción ante muchas realizaciones y omisiones eclesiales que os lleva a una incomunicación peligrosa para vosotros y desorientadora para muchos cristianos. ¿Es que no comprendemos vuestras razones, aunque no os demos la razón? ¿Es que nos sentimos inocentes de todas las inculpaciones que nos hacéis? ¿Es que descalificamos de un plumazo los valores que os animan y todas vuestras acciones pastorales o compromisos con el pueblo? Muchos sabéis que no es así.
Pero la lealtad con Cristo y con vosotros nos obliga a recordaros, sin timidez alguna, que no hay otra Iglesia que la de los apóstoles y sus sucesores, y que toda separación de la comunidad cristiana – la Iglesia universal y la local – empobrece a los que la viven o fomentan, conduce a muchos a “quemarse” y siembra la confusión en el mismo pueblo cristiano al que se pretende reformar. De verdad, queridos sacerdotes, no juguéis a edificar otra Iglesia, con distinto fundamento del que el Señor ha establecido, y ayudadnos con vuestras dotes personales, con vuestro sentido crítico fundado en la caridad, con vuestra experiencia de contacto con el pueblo, ayudadnos a pastorear y a renovar a la Iglesia en esta época apasionante. No dificultéis nuestro ministerio con vuestra insolidaridad. No frenéis con vuestros excesos la renovación de otros. No os creáis depositarios de recetas únicas de salvación. Sólo el amor mutuo, la humildad y la fe en la Iglesia única del Señor, a la que El no abandona nunca, nos salvará a nosotros y a vosotros.
Con frecuencia, estas posiciones van acompañadas de una fuerte ideologización, cuando no de una militancia o un liderazgo político o sindical. No podemos analizarlos aquí, peri sí aseguraros con toda llaneza y claridad que una ideología, no contrastada responsable y fielmente con la fe y la doctrina de la Iglesia, termina por minarla seriamente; que toda militancia, y más todo liderato sacerdotal de partido, cualquiera que sea su signo, escandaliza y divide a la comunidad cristiana, aunque puede agradar por motivos extrarreligiosos a algunos de sus miembros. Comprended, por ello, nuestra decisión de no aceptar la compatibilidad de un cargo pastoral con dichas opciones políticas.

V. EL MALESTAR CELIBATARIO
En las raíces del despego eclesial y de la desazón de determinados sacerdotes están con frecuencia sus posiciones, anímicas o doctrinales, ante la ley del celibato eclesiástico.
Ciertamente, esta renuncia, que compromete zonas profundas de la persona, ha sido siempre difícil y, por ende, meritoria, pero hoy resulta más empinada por el erotismo del ambiente, por la pérdida de las trabas en la sociedad, por las menores defensas teológicas y ascéticas. Requieren tratamiento aparte los sacerdotes afectados por ideologías desviadas o por crisis morales y religiosas. Nos referimos ahora a vosotros, los sacerdotes con voluntad de serlo, que experimentáis las dificultades del momento y esperáis, con todo derecho, una palabra pastoral de vuestros obispos.
Tema este vasto y profundo, que requiere, como pocos, doctrina sólida, experiencia humana y planteamiento de fe. De cara al fututo, no debemos dogmatizar lo que no sea absoluto ni alentar pronósticos que puedan conducir al desengaño o a la frustración. Sí, en cambio, considerar que, sin entrenamiento en la oración, sin despego de los bienes terrenos, sin maduración correcta de la afectividad, sin guarda de los sentidos, sin apertura alegre a los hermanos, sin un trabajo pastoral gratificante, no sólo crece la dificultar de observarlo, sino que pierde su sentido el celibato sacerdotal.
Con respetuosa delicadeza, y sin talante dogmático, os exhortamos a todos a la plena fidelidad de vuestra consagración. Vosotros y nosotros hemos experimentado la alegría profunda que lleva consigo el amor indiviso al Señor; los valores de libertad pastoral, de desarrollo religioso, de signo escatológico, que van anexos a la virginidad evangélica, vivida fielmente por el Reino de los Cielos.
No es camino para alcanzar el equilibrio en nuestra consagración ignorar los horizontes de la antropología actual, menospreciar el amor humano o el matrimonio cristiano, infravalorar el sexo o elevar a derecho divino la ley del celibato. Pero tampoco conduce a la verdad ni a la paz de la conciencia reducir el tema celibatario a su obligatoriedad canónica, oscureciendo sus valores religiosos y pastorales.
Respiramos, es cierto, una rebeldía difusa, en la que asoman incluso acusaciones de indiferencia, cuando no de dureza, contra la Santa Sede y el Colegio Episcopal, como si se ignoraran o despreciaran, en esos niveles de la Iglesia, las tensiones y oscuridades que, en relación con el celibato, apuntan hoy en determinados sectores del clero y del laicado. Ellos y todos deberíamos recordar, a este propósito, el paso histórico dado por Pablo VI al autorizar la dispensa de las obligaciones anejas al presbiterado y permitir el paso de sacerdotes al estado secular. A la vista está lo que de audacia, de fe y de cruz ha supuesto este paso para la Iglesia. Añádase a ello la reinstauración del diaconado permanente (con perspectivas mucho más ricas que las del problema celibatario) y la eventualidad abierta en el III Sínodo de los Obispos para la ordenación sacerdotal de hombres casados.
Pero al sucesor de Pedro y a los demás obispos de la Iglesia nos preocupa, antes que nada, sostener la fidelidad de todos los sacerdotes que continuáis encontrando sentido a vuestro don total. Desde ese afán está escrita, por ejemplo, la encíclica Sacerditalis coelibatus y muchas de las exhortaciones de Pablo VI a los sacerdotes de hoy. Estas orientaciones, sumadas a todas las riquezas bíblicas y patrísticas sobre la virginidad cristiana, son las que han de iluminar nuestro camino en esta materia. Dejemos el futuro en manos de Dios y de su Espíritu que asista a la Iglesia.

VI EL DESPLAZAMIENTO A PROFESIONES CIVILES
Otro fenómeno típico de nuestro mundo sacerdotal en los años del posconcilio va siendo la dedicación, más o menos intensa, de un buen número de clérigos a estudios y trabajos ajenos a su ministerio. No hablemos ahora de los que han asumido un trabajo civil por motivos estrictamente pastorales, de testimonio y de evangelización, como una de las misiones confiadas o aprobadas por el obispo. Tal es el caso, por ejemplo, de algunos equipos pastorales en el mundo obrero o campesino y el de los sacerdotes-maestros, sobre todo en ambientes rurales, que armonizan la educación escolar con los otros trabajos de su pastoreo.
Pensamos más bien en aquellos otros que se van organizando la existencia por cuenta y riesgo, sin dejar los cargos pastorales que tienen confiados, pero ocupando gran parte de su tiempo en el estudio de una carrera o en un trabajo civil. Pocas veces esta decisión ha sido consultada con el obispo, con los sacerdotes del contorno pastoral o con la comunidad a la que se sirve. Es muy variada la casuística al respecto y sería injusta una descalificación global o medir todos los casos con el mismo rasero.
Nuestra preocupación no nace de considerar inconveniente para el clérigo, o incompatible con sus funciones sacras, un trabajo manual o burocrático. Y menos aún del rechazo del estudio, que, en todos los casos, supone un enriquecimiento para la persona. Nos situamos en una perspectiva vocacional, la única que debe orientar nuestros juicios como pastores del clero y del laicado.
Mirando a la situación personal de estos hermanos, comprobamos a veces que ha hecho presa en ellos el decaimiento ante la desestima social por su labor, ante la ineficacia aparente de la misma o ante la dificultad de comprobar sus frutos con pesos y medidas. Se explica la atracción humana de otras profesiones, más reconocidas, mejor retribuidas y, a veces, más sedantes que la tensión pastoral del ministerio. Pero ¿nos justifica eso como hombres de fe, como apóstoles del Señor, para abandonar o reducir, sin contar con nadie, el cuidado del rebaño a nosotros confiados? ¿No puede encubrir esto una inconsciente deserción, una renuncia a la identidad, un cierto menosprecio de los que somos y tenemos?
Os invitamos a reflexionar sobre esto último. Os invitamos a dialogar con nosotros. Quizá no hemos acertado a daros una misión pastoral atractiva, una remuneración económica suficiente o una afectuosa cercanía episcopal. Pero cabe también que estéis respirando, sin sentido crítico, ciertas corrientes secularizantes que no responden a la concepción de la Iglesia sobre el sacerdocio. ¿O se trata, tal vez, de una desconfianza de que la Iglesia vaya a resolver vuestros problemas y una decisión de asumir el futuro por vosotros mismos? En todas sus versiones, el fenómeno interpela la responsabilidad de obispos y sacerdotes y pone en juego las motivaciones más profundas de nuestra vocación.
Porque es indudable – aunque sólo sea por los admirables y abundantes testimonios que tenemos a la vista – que la misión sacerdotal puede llenar con plenitud la existencia de un hombre y constituye un modelo elevado y hermoso de autorrealización. El servicio al culto, a la evangelización, a la comunidad creyente, al pueblo en general, acapara hasta el agotamiento a nuestros sacerdotes más animosos, jóvenes y mayores. ¿Dónde hallar la brújula para orientarnos de nuevo?

VII. LOS HOMBRES DE LA FE
El sacerdocio cristiano no puede entenderse sin categoría de fe. Por eso los hombres que lo asumen han de ser, ante todo, personas marcadamente religiosas, para las que el trato con Dios, la amistad con Jesucristo y la esperanza del Reino es algo tan connatural como la atmósfera que inunda sus pulmones y sostiene el vivir de cada día. Todo lo que hacemos de la mañana a la noche sólo tiene significación, para nosotros mismos y para los demás, si son carne de nuestra carne los misterios relevados por la Palabra de Dios. Si esa Palabra nos alimenta, nos consuela, nos empuja, nos ilumina. ¡Qué raras son las crisis sacerdotales para los hombres de oración!
Sí; estamos al tanto de que han hecho crisis también ciertas “prácticas” religiosas de la vida sacerdotal y de que el Vaticano II ha puesto el acento en la caridad pastoral como fuente de santificación para la persona del ministro. Ahora bien, en toda la tradición bíblica y eclesial y en el propio Concilio es una recomendación constante esta del Ritual de Ordenes: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.
Sin mediación personal de la Palabra de Dios, sin vivir nosotros mismos las acciones sacramentales, sin hacer de la Eucaristía el eje de nuestra existencia, demos por descartado que pueda haber equilibrio espiritual y humano de un sacerdote de nuestro tiempo. Ya no nos cobija y sostiene, en la mayoría de los casos, el contorno social de las épocas de cristiandad. Es la experiencia religiosa personal, cultivada asiduamente y vivida en común con otros, la que garantiza, a la corta y a la larga, nuestras fidelidades básicas.
Puede hacernos daño el menosprecio de las prácticas religiosas personales. Algunas, como la Liturgia de las Horas, sobre ser un alimento de la fe y de la oración personal, son un serio deber, que podemos llamar profesional, como hombres del culto y de la comunidad. Ver en ellas no más que una carga canónica es desvirtuarlas y falsearlas, privándonos de su riqueza religiosa, toda ella nacida de la Palabra de Dios, en salmos y lecturas. Pensemos también en el sacramento de la penitencia, recibido, y no sólo administrado, con espíritu de conversión y con la debida frecuencia. Recordemos, por último, la comunicación de nuestra fe con otros hermanos sacerdotes, religiosos o laicos, bien sea en los términos de una auténtica dirección espiritual o como puesta en común y revisión fraterna de nuestra experiencia cristiana.
¡Ay de nosotros si no evangelizamos!, debemos decir, como Pablo. La predicación, la catequesis a todos los niveles, la formación de militantes, la presencia en la vida como testigos de Cristo resucitado y portadores de su buena nueva, son los auténticos cauces para la autorrealización sacerdotal. La cual se incrementa y se ennoblece cuando nos abrimos al contacto pastoral con toda clase de hombres, creyente o no creyentes, alejados o practicantes, y nos sumergimos de veras en el pueblo, superando todo clericalismo. Y aún más, si compartimos con los pobres su género de vida y trabajamos a su lado con solidaridad evangélica.
¿Cuál es la imagen del sacerdote que se impondrá en el futuro? Difícil y aventurado diseñarla en sus rasgos sociológicos. Pero incluirá, sin duda, estos elementos en moldes quizá variados. Para hacerla posible tenemos nosotros mismos que mantenernos como hombres que confían en el Señor y comunican esperanza.
Ojalá los obispos que firmamos esta carta hayamos acertado a transmitiros la nuestra, iluminada por la luz pascual de Cristo resucitado. Que la celebración de sus ministerios salvadores, en estos días santos, sea, una vez más, para vosotros y para nosotros, la fuente de nuestra alegría personal y de nuestro servicio animoso al Pueblo de Dios.

21 de marzo de 1978

    Os abrazan y bendicen, vuestros hermanos,

    JOSÉ MARÍA BUENO MONREAL, Cardenal-Arzobispo de Sevilla; JOSÉ MÉNDEZ, Arzobispo de Granada; JOSÉ MARÍA GIRARDA, Administrados Apostólico de Córdoba; DOROTEO FERNÁNDEZ, Obispo de Badajoz; LUIS FRANCO, Obispo de Tenerife; MIGUEL ROCA, Obispo de Cartagena-Murcia; RAFAEL GONZÁLEZ, Obispo de Huelva; JOSÉ ANTONIO INFANTES, Obispo de Canarias; MANUEL CASARES, Obispo de Almería; ANTONIO DORADO, Obispo de Cádiz-Ceuta; RAMÓN BUXARRAIS, Obispo de Málaga; MIGUEL PEINADO, Obispo de Jaén; IGNACIO NOGUER, Obispo de Guadix-Baza; ANTONIO MONTERO, Obispo Auxiliar de Sevilla; JAVIER AZAGRA, Obispo Auxiliar de Cartagena-Murcia; RAFAEL BELLIDO, Obispo Auxiliar de Sevilla.

El cristiano y la política

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I. INTRODUCCIÓN
    Ante la multiplicidad de opciones políticas que solicitan la adhesión de los ciudadanos, son muchos los fieles que nos piden una orientación moral. Creemos que es nuestro deber pastoral iluminar la conciencia de los católicos desde el Evangelio para que adopten una decisión libre y responsable.
No es, no puede ser, nuestro propósito hacer un análisis crítico ni un juicio valorativo de los programas de los partidos y menos aún de las personas, ni tampoco indicar a quién se ha de votar, ni en qué organizaciones concretas se puede o se debe militar. Esta decisión corresponde, en último término, a la conciencia de cada ciudadano, a sabiendas de que ningún programa realiza plena y satisfactoriamente los valores esenciales de la concepción cristiana de la vida, y que, desde la fe, caben diferentes opciones políticas “con tal de que no sean opuestas ni en programas ni en métodos a los contenidos evangélicos” ( Comunicado de la Plenaria del Episcopado Español, diciembre de 1975).
    Nuestro propósito, como corresponde al servicio apostólico de obispos y sacerdote, es, por fuerza, muy limitado: recordar, primero, algunas actitudes que deben inspirar la conducta cristiana en este ámbito; analizar brevemente, después, aquellos valores ineludibles que tiene que salvar cualquier programa político.

II. ACTITUDES FUNDAMENTALES
a)    Responsabilidad política
    Ante todo hemos de recordar que no es lícito desentenderse de la actividad política (GS 43; PT 146; OA 48). Todo miembro del cuerpo social es corresponsable del destino de la comunidad y ha de asumir sus deberes para con los demás ciudadanos sin permitir que el Estado los suplante o los grupos de presión los manipulen. Son muy graves, además, los problemas actualmente en juego, y nadie puede inhibirse ante la permanencia intolerable de la injusticia, la opresión o la marginación, ni regir esfuerzos para la construcción del progreso y de la paz social.
b)    Realismo y sentido crítico
    Tomar en serio la participación, incluso militando en un partido o dándole el voto en los comicios, no equivales ni debe conducir a la absolutización de lo político, ya sea reduciendo la salvación del hombre a su liberación social o política, ya sea identificando una fórmula política concreta con la interpretación única de los valores evangélicos o del Reino de Dios.
    Desde esta perspectiva, todas las agrupaciones y sus programas tienen un carácter instrumental y variable. Las más de las veces resultan ambivalentes y son siempre imperfectas. El cristiano, incluso después de optar por una de su propia opción y corregir, en cuanto pueda, sus aspectos negativos. Debe asimismo perseverar en el esfuerzo, de suerte que aquellos valores que pudieron quedar relegados de momento, o no se realizaron en medida suficiente, sigan siendo meta de su ulterior acción política.
c)    Respeto a los discrepantes
    El respeto al discrepante sería la tercera actitud, derivada en parte de la precedente. Cada persona ejercita libremente sus derechos cívicos cuando se inclina por un programa o partido y se esfuerza, con medios lícitos, por incorporar al mismo a otros ciudadanos. Pero ese derecho no excusa del respeto debido a las opciones políticas de otras personas o grupos, incluso cuando se inspiran en concepciones del hombre o en supuestos éticos distintos de los nuestros. En estos casos es coherente y puede ser obligado simultanear la convivencia respetuosa y leal con el rechazo de aquellos programas y actuaciones que llevan consigo una violación de derechos humanos, tal y como los entiende el Evangelio.
    En nuestro país siempre será poco cuanto insistamos en la aceptación mutua y en la tolerancia respetuosa, anteponiendo lo que une a lo que divide. “Quizá la originalidad más interesante de la etapa que comienza habría de cifrarse, tanto como en los proyectos políticos y sociales, en un nuevo talante de convivencia y generosidad, asumido por todos los españoles” (CEASO, La participación política y social, 1976).

III. VALORES QUE HAY QUE SALVAR
    Los analizamos brevemente desde una doble perspectiva: la de los partidos que formulan su programa o tratan de aplicarlo desde el poder y la de los ciudadanos que analizan las opciones concurrentes para inclinarse por una de ellas. En ambos casos hay que tener presente que la justificación moral de un proyecto de sociedad o de un programa de gobierno se mide por los valores humanos que tutela o desarrolla o amenaza. Creemos que en ninguna fórmula política aceptable para un cristiano pueden faltar los siguientes valores:
a)    El valor libertad
    En primer lugar, el valor libertad.
    Todos los partidos políticos se presentan como defensores de la libertad. Pero el cristiano ha de preguntarse cuál es el fundamento y el ámbito de la libertad que invocan y qué garantías concretas ofrecen para conseguirla.
    La libertad tiene como fundamento la dignidad de la persona humana. El Señor nos ha relevado que todo hombre ha sido creado por Dios a imagen suya y llamado a la vida para ser hijo de Dios y hermano y coheredero de Cristo.
    Por otra parte, el recto orden social está al servicio del hombre. “El hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales” (MM 219).
    Aplastar su libre iniciativa o sacrificar la persona a la máxima producción o consumo de bienes materiales o a la implantación de una ideología es subvertir violentamente el orden de las cosas, cayendo en inadmisibles totalitarismos.
    Frecuentemente  se ahoga la libertad del hombre invocando el bien común, con el propósito de mantener un status quo en beneficio de unos pocos o para sustituirlo por un nuevo sistema dominado por un grupo que detente todos los poderes. Cuando realmente el bien común consiste en el “conjunto de condiciones objetivas que faciliten a todos los miembros de la comunidad humana desarrollar libremente todas sus posibilidades personales” (MM 65).
    El reconocimiento del valor de la libertad es inseparable del respeto efectivo de los derechos fundamentales de la vida de la persona. El cristiano, por consiguiente, en su opción política, ha de buscar el máximo reconocimiento efectivo, no puramente verbal, de estos derechos.
    Efectivo quiere decir que la sociedad ha de organizarse de forma que se ofrezcan a todos sus miembros los recursos o los cauces necesarios para que sus derechos y libertades puedan realizarse y no se limite su reconocimiento a bellas palabras o a textos meramente jurídicos.
    Efectivo quiere decir, asimismo, que los derechos y libertades sean protegidos por eficientes garantías jurídicas (Pío XII, Radiomensaje de Navidad, 1942).
    Los derechos naturales del hombre que garantizan su libertad han sido enunciados en la Declaración Universal de las Naciones Unidas y en la encíclica Pacem in terris, de Juan XXIII. El cristiano, pues, no puede, en conciencia, contribuir al establecimiento de ningún tipo de totalitarismo, de cualquier signo que sea.
b)    El valor justicia
    Con el mismo afán por alcanzar la libertad se ha de trabajar por la realización de la justicia. Porque sin la justicia faltarían las condiciones objetivas y las garantías jurídicas, que hacen posible la verdadera libertad.
    Con la justicia ocurre lo mismo que con la libertad. Todos los grupos políticos la proponen como una de las metas que pretenden conseguir.
    Pero el cristiano ha de tener el sentido crítico necesario para discernir si realmente el programa, los medios y el grupo humano de un determinado partido se proponen de verdad conseguir una sociedad más justa.
    Fundamento de la justicia e la esencia igualdad de todo ser humano, que no es compatible con discriminación alguna, en relación con los derechos fundamentales de la persona, por motivos de raza, religión, sexo o condición social.
    Sin embargo, vivimos en una sociedad con graves injusticias, que generan tensiones peligrosas y recortan la libertad de muchedumbres que no pueden hacer valer sus derechos. Esta situación es particularmente dolorosa y frecuente en nuestras diócesis.
    La opción cristiana por la justicia entraña la liberación de los oprimidos y exige que desaparezcan las desigualdades injustas y que quienes las padecen tengan cauces para organizarse y ser protagonistas de su propia liberación
    La justicia no es un regalo que haya que esperar de la concesión generosa y paternalista de otros. Es un derecho que Dios otorga a todo hombre y es uno de los frutos de la redención de Cristo (Is 42,1-4).
    En consecuencia, el ciudadano ha de examinar si los programas políticos que tratan de ganar su asentamiento o piden su colaboración propugnan la superación de estructuras y situaciones objetivamente injustas, como la concentración en muy pocas manos de las riquezas y de los medios de producción, el monopolio del poder por las oligarquías, la falta de equidad en el reparto de las cargas fiscales y la imposibilidad para el pueblo de acceder a los más altos niveles de la cultura.
    Asimismo ha de comprobar si los partidos concretos ofrecen garantías para impedir o sancionar la apropiación por parte del capital de ganancias que no corresponden a la creatividad y a los riesgos asumidos, las retribuciones desmesuradas de ciertos profesionales, el fraude fiscal que multiplica el peso de las cargas comunes sobre los hombros de los más débiles y la gravísima insolidaridad y delito de lesa patria de la evasión de capitales.
    Cuestiona, también, gravemente la justicia de un sistema la dificultad insuperable para gran número de trabajadores de encontrar empleo, problema especialmente grave en nuestra región.
    Queremos destacar que la justicia y la libertad reclaman que sea equitativa la distribución del poder. Todos los miembros de una comunidad política tienen derecho a participar directamente o por medio de representantes libremente elegidos en la elaboración de las decisiones que configuran la vida pública, en el señalamiento de prioridades en el desarrollo económico-social y en la fijación de objetivos y medios a la actividad política.
    Es lamentable que en nuestra región subsistan todavía formas de caciquismo, desaparecidas en otras regiones, que permiten a grupos reducidos de privilegiados acaparar el poder político y utilizarlo en beneficio propio, sin que el pueblo tenga la posibilidad de organizarse y hacer oír su voz en las decisiones que le afectan.
    Una satisfactoria realización de la justicia sólo es posible, además, cuando todos los que integran una determinada comunidad humana tiene oportunidades efectivas de acceder a los mayores niveles de educación y de cultura, de acuerdo con sus cualidades y con su esfuerzo, sin que sea tolerable que la falta de recursos o la discriminación ideológica impidan a muchos poder llegar a ser lo que Dios quiso que fueran cuando le dio la vida y las dotes personales que configuran su vocación humana.
    Y es de destacar que vulneraría gravemente la justicia un sistema que desconociera los derechos de la familia, “la cual se funda en el matrimonio libremente contraído, uno e indisoluble, a la que hay que considerar como la semilla primera y natural de la sociedad, de lo cual nace el deber de atenderla, tanto en el aspecto económico y social como en la esfera cultural y ética, para que pueda cumplir su misión” (PT 16).
    Por supuesto, jamás se podrá considerar justa una sociedad en la que se cohiba el derecho natural “de poder venerar a Dios según la recta norma de su conciencia y profesar la religión en privado y en público” (PT 14).
c)    El valor moralidad
    De poco servirá la proclamación en programas políticos y en textos legislativos de la justicia y la libertad como columnas de la convivencia ciudadana si luego la corrupción, en formas manifiestas o encubiertas, corroe las relaciones sociales. Entendemos aquí moralidad en todas sus acepciones, pero muy principalmente en la subordinación de los intereses privados al bien común y no al revés, en la coherencia entre promesas y realizaciones, en la claridad transparente sobre la recaudación y el empleo de los fondos públicos …
    Nadie está exento de las tentaciones de la corrupción y, por tanto, los intereses comunitarios deber estar defendidos por un eficaz sistema de controles: tribunales, parlamento, opinión pública. Deben desaparecer todos los hábitos de encubrimiento que obstruyan el derecho a la información, que ha de ser reconocido hoy a los ciudadanos en las materias que les afectan y comprometen.
    Se debe exigir energía y equidad a las autoridades que tienen la obligación de impedir abusos de poder o manipulaciones económicas, ante todo con un ejemplo de transparencia administrativa en los fondos o puestos que manejan. Nada contribuye tanto a la confianza del pueblo en sus gobernantes como la valentía de éstos para corregir abusos y limpiar de corrupción todos los entresijos del edificio social. 
    Una moral de gobierno y de gestión económica exige el complemento de una sanidad de costumbres en el seno de la comunidad civil. Si el alcohol, la droga, la pornografía se adueñan del ambiente colectivo y corrompe la vida familiar o la educación juvenil, pocas esperanzas de humanización elevada puede tener el país donde esto ocurra.
    Es verdad que el Estado no es responsable directo de la moralidad de las conductas privadas y que no toda lacra moral puede ni se debe corregir por ley. Pero de ahí a la llamada “sociedad permisiva” media mucha distancia. No cabe duda de que una legislación o unas medidas de gobierno que establezcan condiciones favorables para la vida moral en todas sus dimensiones constituyen un servicio valioso y una garantía de progreso para la comunidad ciudadana.
    Al llegar a este punto reiteramos que el cristiano no puede conformarse con declaraciones solemnes sobre los valores de la libertad, la justicia y la moralidad. Porque lo que importa no es lo que se dice, sino lo que se hace. Si los que dicen defender la libertad establecen una mayor injusticia, si los que se comprometen a implantar la justicia atropellan la libertad y si los que se presentan como paladines de la moralidad permiten o fomentan de hecho la corrupción en todas sus formas – como tantas veces ha ocurrido o puede ocurrir en el futuro -, habrá que atenerse, para escoger una opción política determinada, más que a las palabras o a los ideales que se invocan,  a los resultados conseguidos o previsibles.

IV. RECOMENDACIÓN FINAL
    Enseña el Concilio Vaticano II que “los seglares han de coordinar sus esfuerzos para sanear las estructura y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes” (GS 39).
    Esta tarea es permanente, y al realizarla habrá que:
– mantener viva la conciencia de la propia responsabilidad política;
– evitar actitudes utópicas que fácilmente sucumben ante las dificultades;
– actuar con realismo para conseguir en cada momento lo que es posible;
– tener conciencia de que nadie posee la verdad y de que las opciones ajenas contienen elementos positivos;
– estar siempre dispuestos, por tanto, al diálogo y al mutuo respeto y a la comprensión;
– rechazar la violencia como incompatible con el sentido de humanidad y con el espíritu del Evangelio;
– y mantener siempre una firme esperanza.
    El cristianismo, aunque de momento conozca el amargor del fracaso, imputable a sus propias limitaciones o a las tremendas resistencias que se oponen a la realización de la justicia, sabe por la fe que “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, todos frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno y universal” (GS 39).

    Adviento, 30 de noviembre de 1976.

El paro obrero en la región

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    El Señor sintió compasión de las muchedumbres hambrientas, decaídas y vejadas y procuró remediar sus necesidades (Mt 9,36 y Mc 8,2).
    El mismo Señor vive ahora en su Iglesia, y cuantos están unidos a El por la fe y el amor han de tener sus mismos sentimientos (Flp 2,5).
    Especialmente quienes, como nosotros los obispos, tenemos el deber de hacer “presente al Señor Jesucristo en medio de los fieles” (LG 21).
    Por fidelidad a nuestra misión hemos de sentir, como Cristo Jesús, las necesidades y las angustias de los hombres.

Magnitud del problema del paro
    Entre ellas sobresale por su dramatismo el problema del paro, permanente y endémico en las diócesis del Sur, inherente a una secular estructura de la sociedad, cuya reforma radical se difiere una y otra vez; problema agravado en los últimos tiempos hasta límites intolerables.
    Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en el último trimestre de 1975 eran 363.800 los obreros parados en el Sur: 284.200 en Andalucía, 36.500 en las Canarias, 24.500 en la región de Murcia y 18.600 en Badajoz.
    Alcanzaban el 12,4 por 100 de la población activa de la región. Más del doble del 5,42 por 100 calculado para el conjunto nacional.
    Este fenómeno del desempleo es, sin duda, el que más cuestiona la racionalidad de nuestro sistema económico. Hace un año, los obispos del Sur afirmábamos en un comunicado conjunto que la situación del paro en la región “pone al descubierto los defectos de unas estructuras socioeconómicas que redundan en perjuicio de los más débiles, así como también en la desigual participación de las regiones en los beneficios del desarrollo. Contentarse con salir de la crisis, sin arbitrar reformas en sus raíces permanentes, sería desperdiciar una ocasión para afrontar en profundidad los problemas de la España del Sur” (XIV Reunión, 10 de enero de 1975).

Dolorosas consecuencias
    Con todo, la gravedad de la situación actual del paro nos lleva a centrar, de momento, nuestra atención en la tragedia que implican las sobrecogedoras cifras antes referidas.
    Tragedia personal, porque el trabajador en paro siente tal frustración y tan amarga desesperanza que afectan negativamente a su talante y corroen de un modo profundo su personalidad.
    Tragedia familiar, porque en muchos casos se hace imposible o muy difícil satisfacer las necesidades más perentorias de la familia y mantener la concordia en el hogar. Muy difícil cuando se percibe el seguro de desempleo. E imposible cuando no se cuenta con esta ayuda o se agota el plazo de asistencia y se causa baja en la Seguridad Social.
    Tragedia social, porque, aparte de la inquietud y el malestar general del paro, que agudiza las tensiones latentes, se desaprovecha el potencial más valioso – el trabajo humano – para que el sur de España pueda multiplicar sus extraordinarios recursos naturales y salir, al fin, de su secular subdesarrollo.
    Tragedia, en fin, de carácter espiritual y moral, porque la amargura y la desesperanza del obrero sin trabajo y de sus familias inciden negativamente sobre la vida cristiana.

El derecho al trabajo
    La Iglesia ha repetido con insistencia que el derecho al trabajo es uno de los derechos fundamentales del hombre. Derecho que brota, como ya dijo León XIII, de “la necesidad que el hombre tiene del fruto de su trabajo para atender a la defensa de su vida, defensa obligada por la naturaleza misma de las cosas, a la que hay que plegarse por encima de todo” (RN 32).
    Pío XII afirmó que “es evidente que el hombre tiene el derecho natural a que se le facilite la posibilidad de trabajar” (La solennità: AAS 33 [1941] 415).
    Juan XXIII reiteró “el derecho y la obligación que a cada individuo corresponde de ser el primer responsable de su manutención y de la de su familia, lo cual implica que los sistemas económicos permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las actividades de producción” (Mater et Magistra, 55: AAS 53 [1961] 415).
    En relación con tal derecho, el Concilio enseña que “es deber de la sociedad ayudar, según sus circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente” (GS 67).

¿A quién corresponde el deber?
    La doctrina es clara, pero suscita una cuestión fundamental: ¿a quién o a quiénes corresponde el gravísimo deber de que el derecho a trabajar sea efectivamente reconocido?
    Decir que a la sociedad no es suficiente. La sociedad está constituida por personas privadas, familias, grupos sociales, instituciones privadas y públicas y la Administración del Estado.
    De no concretar la parte y la gravedad del deber de dar trabajo que corresponde a todos y cada uno de los elementos que integran la sociedad, se corre el riesgo de que se traslade la obligación propia a los hombres ajenos y que, unos por otros, se deja sin efectiva solución el problema del paro.
    En primer lugar, tienen el deber de crear puestos de trabajo aquellas personas, grupos sociales e instituciones que disponen de recursos para invertir. “Quienes pueden invertir capital y consideren, en vista del bien común, si pueden conciliar con su conciencia en no hacer, en los límites de sus posibilidades, tales inversiones y echarse a un lado con vana cautela” (Pío XII, Levae capita, 26: AAS 45 [1953] 39-40).
    En segundo lugar, proceden contra conciencia aquellos que, multiplicando egoístamente sus empleos, restan a sus compañeros puestos de trabajo (Pío XII, Ibíd..).
    Pero la mayor responsabilidad corresponde, a quienes deciden la política económica tanto en el plano nacional como internacional. Porque “donde la iniciativa privada permanece inactiva o es insuficiente, los poderes públicos tienen la obligación de procurar, en la medida mayor posible, puestos de trabajo, emprendiendo obras de utilidad general y facilitar con consejos y otras ayudas el fomento del trabajo para quienes lo buscan” (Pío XII, Ibíd.).
    Para cumplir con esta obligación cualquier Estado necesita ingentes medios económicos que, por fuerza, ha de recabar de la sociedad.
    En este sentido, es necesario reconocer que nuestro sistema fiscal es injusto y debe ser profundamente modificado para que logre una más equitativa distribución de la renta.
    Hemos de recordar, por otra parte, a los contribuyentes la gravísima responsabilidad moral que contraen cuando defraudan los impuestos o cuando utilizan su presión social para boicotear los propósitos de la Administración en sus intentos por reformar, hasta hacerlo equitativo, el sistema fiscal.

Justicia y pleno empleo
    El “pleno empleo” no puede ser considerado como una mera opción de carácter técnico, sino como una grave y absoluta obligación de justicia que recae proporcionalmente sobre las personas, los grupos sociales y las instituciones que puedan facilitar puestos de trabajo.
    Por tanto, cualquiera que sea el sistema económico vigente, en la mente de los que deciden la política económica, el criterio de la rentabilidad inmediata – la cual suele conseguirse con inversiones en regiones más industrializadas – ha de tener un vigoroso correctivo en el deber primordial de que todos los obreros encuentren el trabajo que necesitan y de que las regiones deprimidas alcancen el nivel de vida, de cultura y de esperanza que en justicia les corresponde.
    Para conseguirlo hay que movilizar adecuadamente los recursos materiales existentes o potenciales, aplicar los mejores procedimientos técnicos y facilitar formación profesional de los trabajadores.

Conciencia de solidaridad humana
    Grave es, a su vez, el deber de los que influyen en la formación de las conciencias y de la opinión pública.
    En sus manos está la posibilidad de despertar vivos sentimientos de solidaridad humana y cristiana de tal forma que cada cual, según sus posibilidades y responsabilidad, contribuya a procurar que el derecho al trabajo y a vivir una vida conforme con la dignidad personal, sea efectivamente reconocido a todo ser humano y en cualquier circunstancia.
    A los cristianos que actúan en este campo han de servirle de estímulo las recientes palabras de Pablo VI: “Nos alegramos de que la Iglesia tome conciencia, cada vez más viva, de la propia forma esencialmente evangélica, de colaborar a la liberación de los hombres. Y ¿qué hacer?. Tratar de suscitar cada vez más numerosos cristianos que se dediquen a la liberación de los demás … Todo ello, sin que se confunda con actitudes tácticas ni con el servicio a ningún sistema político, debe caracterizar la acción del cristianismo comprometido” (Evangelio nuntiandi, 8 diciembre 1975, n.38).

Propuestas de acción
    Al acabar esta nota pastoral consideramos de plena actualidad lo que dijimos hace ya tres años en nuestro documento colectivo “La conciencia cristiana ante la emigración”:
    “Sin asumir competencias técnicas, y ateniéndonos al sentir más común sobre el particular, consideramos obligada y urgente la creación de puestos de trabajo en la España meridional. Para lograrlos en medida suficiente deben concurrir, creemos, estos factores:
a)    Ante todo, las inversiones masivas de la Administración Pública que transformen efectivamente la infraestructura económica de la región y la doten de medios de comunicación, de instituciones educativas y de industrias básicas, aunque no sean inicialmente rentables, que aseguren el despegue económico y la transformación de las estructuras de la sociedad.
b)    Los recursos de las instituciones bancarias y de ahorro, ubicadas en nuestra región, aplicados a la creación de riqueza y de trabajo entre nosotros, superando los incentivos de mayor seguridad o rentabilidad que ofrezcan otras zonas más industrializadas y, por tanto, no tan necesitadas. Esta orientación tendría que ser facilitada y potenciadas por el propio Estado.
c)    El capital privado de la propia región para el que constituye un deber inexcusable de su posición privilegiada poner en plena explotación sus recursos patrimoniales y financieros con verdadero sentido social en las inversiones.
d)    Sobre todo, no puede ni debe faltar una participación popular bien organizada en la que los trabajadores se constituyan en artífices de su propia promoción”.

Recomendación final
    Exhortamos a todos los fieles e instituciones a solidarizarse con cuantos sufren los efectos del paro, haciéndoles sentir, con el mayor respeto a su dignidad personal, la verdad de su apoyo fraterno.
    Sobre todo, hemos de fomentar en nosotros mismos y en los ambientes en que actuamos las virtudes cristianas de la austeridad, la laboriosidad y la solidaridad que son fundamentales para que todos los esfuerzos personales y colectivos y las medidas que se hayan adoptado o se adopten por los poderes públicos puedan producir el efecto vehementemente anhelado por todos de que no exista en nuestras tierras ningún obrero sin trabajo y de que el bienestar, la justicia social y la paz de Dios sean gozosamente compartidas.

Córdoba, Pascua de 1976

Formación sacerdotal en los seminarios del sur de España. Orientaciones de los obispos de las provincias eclesiásticas de Granada y Sevilla

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INTRODUCCIÓN
    El texto que ofrecemos recoge el pensamiento de los obispos de la región sobre la formación de los futuros sacerdotes. Es el resultado de varios encuentros episcopales, con aportaciones de los formadores de los seminarios y de los propios seminaristas.
    Tras la puesta al día exigida por las orientaciones y doctrina del Concilio, y con la perspectiva de diez años de experiencias en la búsqueda de nuevos cauces de formación sacerdotal, se imponía este momento de reflexión.
    La vida de los seminarios ha experimentado un alto grado de evolución en los últimos años. La concentración en los centros regionales de estudio, la adaptación de los planes de estudio de los seminarios menores al bachillerato oficial, la formación de pequeñas comunidades… reflejan claramente este fenómeno.
    Se presentan también nuevas situaciones entre los aspirantes al sacerdocio, bien sean jóvenes o adultos con un trabajo profesional que desean simultanear con los estudios teológicos, bien sean adolescente cuya cocción sigue cultivándose dentro del ámbito familiar.
    Las notas que ahora ofrecemos los obispos son sólo puntos para una reflexión abierta que permita perfeccionar la formación de nuestros seminarios, teniendo en cuenta las repercusiones sobre la vida y la figura del sacerdote, provocadas por el momento histórico que vive hoy nuestra región.
    Esta reflexión se verá muy pronto enriquecida por las directrices que tiene en preparación la Conferencia Episcopal Española. Las hacemos nuestras desde ahora y os las recomendamos vivamente.
    El presente folleto, en edición familiar y privada, aspira a ser un instrumento vivo de trabajo en manos de formadores, alumnos y sacerdotes, abierto a perfeccionamientos ulteriores que señale el Magisterio de la Iglesia o aconseje nuestra experiencia.

PRIMERA PARTE
LA FIGURA DEL SACERDOTE QUE QUIERE LA IGLESIA, META DEL SEMINARIO

1. LO QUE DICEN LOS DOCUMENTOS
    No es necesario reproducir aquí, ni siguiera sintéticamente, todo lo que los documentos conciliares –Lumen, Pentium, Presbyteroroum ordinis, Optatam totius– dicen de de la figura del sacerdote.
    Fijándonos sólo en sus rasgos fundamentales, hemos de partir del concepto de misión tal como lo ofrece la doctrina de la Iglesia.
    «El Señor Jesús, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10, 36), hace partícipe a todo su Cuerpo místico de la unción del Espíritu Santo con que Él fue ungido… no se da, por tanto, miembro alguno que no tenga parte de la misión de Cristo… Ahora bien, el mismo Señor… de entre los fieles mismos instituyó a algunos por ministros, que en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden. Así, pues, enviados los apóstoles como Él fuera enviado por su Padre, Cristo, por medio de los mismos apóstoles, hizo partícipes de su propia consagración y misión a los sucesores de aquéllos, que son los obispos, cuyo cargo ministerial, en grado subordinado, fue encomendado a los presbíteros, a fin de que, constituidos en el orden del presbiterado, fueran cooperadores del orden episcopal para cumplir la misión apostólica confiada por Cristo» (PO 2).
    «Tomados de entre los hombres constituidos a favor de los hombres… conviven, como hermanos, con los otros hombres… Los presbíteros son en realidad segregados en cierto modo en el seno del pueblo de Dios, pero no para estar separados ni del pueblo mismo ni de hombre alguno, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los asume. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, ni podrían servir a los hombres si permanecieran ajenos a la vida y condiciones de los mismos». (PO 3).
    De estas enseñanzas doctrinales emanan los siguientes principios orientadores sobre los presbíteros y sobre los seminarios mayores, que consideramos conveniente destacar:

1.1. Sobre los presbíteros
    Los «presbíteros, consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote» (LG 28), son asimilados a Cristo-Cabeza y promovidos «para servir a Cristo, Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se constituye constantemente en este mundo Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo» (PO 1).
    «El mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función, de entre los mismos fieles instituyó a algunos como ministros, que, en la sociedad de los creyentes, poseyeran la sagrada potestad del orden» (PO 2).
    «Para congregar al Pueblo de Dios fueron sellados por la unción del Espíritu Santo y configurados con Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo-Cabeza», mediante la predicación del Evangelio, la celebración del Eucaristía y de los demás sacramentos y la potestad espiritual recibida «que ciertamente se da para edificación» (PO 4 y 6).
    Junto con los obispos participan del mismo y único sacerdocio de Cristo, están jerárquicamente unidos a ellos, como «necesarios colaboradores y consejeros suyos» (PO 7) y les representan «en cada una de las congregaciones de fieles» (LG 28).
    Por la misma unidad de consagración «están todos unidos entre sí por la íntima fraternidad sacerdotal» (LG 28), manifestación de la «unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el mundo que el Hijo fue enviado por el Padre» (PO 8).

1.2. Sobre los seminarios mayores
    «Los seminarios mayores son necesarios para la formación sacerdotal. En ellos toda la formación sacerdotal. En ellos toda la educación de los alumnos debe tender a la formación de verdaderos pastores de almas, a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote, Pastor». De ahí que debe prepararlos para el ministerio de la palabra, para el ministerio del culto y la santificación y para el ministerio del servicio (OT 4).
    «Para que haya en realidad un seminario… se necesitan estos elementos: una comunidad imbuida de un verdadero espíritu de caridad, abierta a las necesidades del mundo de hoy y ordenada a la manera de un cuerpo, es decir, en que la autoridad del legítimo moderador se ejerza eficazmente de corazón y según el ejemplo de Cristo y en que, con la colaboración de todos, se fomente de verdad la madurez humana y cristiana de los alumnos; la posibilidad de iniciar experiencias acerca de la condición sacerdotal por medio de relaciones tanto de fraternidad como de dependencia jerárquica…» (Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, nota 74).
    Características especiales de esta comunidad han de ser, entre otras, «vivir el misterio pascual de Cristo de tal manera que sepan (los alumnos) iniciar en él al pueblo que ha de encomendárseles… buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra de Dios, en la activa comunicación con los sacrosantos misterios de la Iglesia, sobre todo en la Eucaristía y el Oficio divino; en el obispo que los envía y en los hombres a quienes son enviados, principalmente en los pobres, los niños, los enfermos, los pecadores, los incrédulos… veneración filial a la a la Santísima Virgen» (OT 8).
    «El seminario se ordena a cultivar más clara y cabalmente la vocación de los candidatos, a formar los verdaderos pastores de almas a imitación de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, y a prepararlos para el ministerio de la enseñanza, de la santificación y del régimen del pueblo de Dios» (RFIS 20).
«De aquí se deduce también que el Seminario se ordena a que los candidatos, participantes en su tiempo del único sacerdocio y ministerio de Cristo, inicien la comunión jerárquica con el propio obispo y demás hermanos en el sacerdocio que componen el único presbiterio de la diócesis» (RFIS 22).
«Toda la educación de los alumnos en los seminarios mayores debe tender a formar verdaderos pastores de almas. Por tanto, todos los aspectos de la formación –humana, espiritual, pastoral, intelectual– deben estar conjuntamente dirigidos a aquella finalidad, como elementos integrantes e inseparables de una única formación sacerdotal» (Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis [Madrid 1968] n. 4).

2. LO QUE DESEAMOS LOS OBISPOS DE LA REGIÓN
2.1.    Deseamos, ante todo, que el seminario mayor se una institución capaz de preparar al futuro sacerdote según el modelo antes descrito, cuyos rasgos fundamentales son válido para todo tiempo y lugar.
Rasgos Positivos
2.2.    Deseamos, además, que el sacerdote que en él se forme sea:
a)    Hombre de carácter, capaz de trazarse a sí mismo su propio plan de vida conforme a las exigencias de su misión, y de cumplirlo por propia voluntad, nacida de un auténtico sentido de responsabilidad personal, sin esperarlo todo de ayudas externas.
b)    Maduro en la fe y en la vida interior y hombre de oración en el que la religiosidad sea algo plenamente asimilado.
c)    Consciente de su misión eclesial y convencido de que el ejercicio de las funciones específicas del ministerio sacerdotal constituye cauce válido para la realización de la propia persona; sin perjuicio de que el sacerdote pueda desarrollar una profesión civil, cuando lo exija la misión, en cuyo caso es al obispo a quien corresponde, en fraternal diálogo con el interesado, confirmar y orientar estos servicios.
d)    Consciente asimismo del amor que ha de profesar a la Iglesia como misterio e instrumento de la presencia salvadora de Cristo; de su corresponsabilidad eclesial, junto con el obispo, con el presbiterio y con la comunidad, así como de la generosa disponibilidad que todo esto reclama.
e)    Capacitado teológica, pastoral y espiritualmente para la educación de la fe en todas su dimensiones.
Actitudes nocivas
2.3.    Deseamos, en fin, que el seminario dé una formación que excluya:
a)    La alergia, y mucho más el resentimiento que en algunos ambientes sacerdotales se ha introducido en relación con la institución eclesial.
b)    La valoración exclusiva o desproporcionada de algunos carismas frente a la estructura jerárquica de la Iglesia.
c)    La discriminación por ideologías o afinidades en que algunos sacerdotes, excediendo los límites de un provechoso pluralismo, incurren con frecuencia.
d)    El horizontalismo exclusivista, que lleva, insensiblemente, a la pérdida de la trascendencia.
e)    El profesionalismo funcionalista del culto.
f)    La formación de grupos cerrados que obstaculicen el día de mañana la necesaria disponibilidad que ha de tener el sacerdote.
Sacerdotes para nuestro pueblo
2.4.    Deseamos también que el seminario prepare a los futuros sacerdotes, teniendo en cuenta las condiciones –positivas y negativas– de nuestro pueblo meridional y andaluz, tales como:
2.4.1.    Su religiosidad natural y su fe de fondo, ricas en manifestaciones devocionales a Cristo y a la Virgen María, de gran tradición, aunque mezcladas demasiadas veces con rasgos de superstición y con expresiones inadecuadas que es preciso superar.
2.4.2.    Su profunda filosofía de la vida y de la muerte, su fuerte emotividad, su honradez básica, su inteligente laboriosidad cuando encuentra ambiente propicio, su capacidad de aguante y de sacrificio; cualidades entreveradas con una atonía conformista y con un cierto sentido fatalista, que le llevan a aceptar su suerte, por mala que sea, individual o colectivamente, como inevitable, esterilizando sus posibilidades de superación y de trabajo para construirse una situación mejor en que se libere de opresiones inveteradas.
2.4.3.    Su viva inteligencia, su fina sensibilidad, la riqueza de sus expresiones artísticas, limitadas en su eficacia práctica por un subdesarrollo económico, social, cultural y religioso.
2.4.4.    Su cordial tendencia a la apertura y a la acogida, su facilidad para la comunicación y el diálogo, su generosa y valiente solidaridad, especialmente en horas de dolor; su espíritu de servicio y comprensión, su apego a la familia, contrapesados por una tendencia a la atomización individualista, consecuencia de su idiosincrasia y de su falta de formación humana y cristiana, que hacen difíciles cualesquiera empresas comunitarias, lo mismo en la sociedad civil que en la Iglesia.
2.4.5.    La situación de subdesarrollo económico-social, debido a factores históricos y políticos, internos a la región y también de carácter externo, que condicionan muchas realizaciones y a los que es preciso vencer despertando conciencia de responsabilidad y las posibilidades de una acción bien conjuntada, que exija lo que se debe a nuestro pueblo dentro del concierto nacional y ponga en marcha lo que está en sus manos.
2.4.6.    La emigración, el paro, la situación negativa del mundo rural, la falta de cauces de expresión y de realización de aquellos compromisos temporales, a los que la fe induce en circunstancias como las descritas; con la grave consecuencia de un extendido desánimo, que marchita afanes de renovación y degenera en una indolencia esterilizante.
        Los futuros sacerdotes, sin salirse del campo de misión sacerdotal y sin dejarse llevar de demagogias fáciles, deben demostrar la estima de los valores que atesora nuestro pueblo, denunciarle con caridad sus lacras, despertarle confianza en sus propias posibilidades y animarlo a que, por razones simplemente humanas y por exigencias cristianas, supere sus problemas con esfuerzo, en lo individual, en lo social y en lo eclesial.

SEGUNDA PARTE
LA VOCACIÓN SACERDOTAL

    En esta segunda parte nos ocupamos de la vocación sacerdotal en relación con los problemas que plantea su aparición, su discernimiento y su cultivo.

1. LA VOCACIÓN SACERDOTAL
    Integrada en la vocación general a la vida cristiana, la vocación al ministerio sacerdotal es una llamada singular que Dios hace en su Iglesia a determinados miembros de la misma. Siempre se trata de un don singular de Díos. Es una gracia y un carisma especial, con los que Él muestra su predilección hacia el sujeto que la recibe, hacia su propia familia y hacia la comunidad cristiana.
    La vocación sacerdotal no es fruto del esfuerzo ni de industria humana alguna. En todo caso es un don gratuito del Señor, que llama a quien quiere y elige sus instrumentos.
    El Señor no se ata a ningún condicionamiento de edad, ambiente o institución. Con todo, la vocación suele surgir en los años de la adolescencia y de la juventud como inclinación generosa y noble a servir a Dios y a los hermanos, al contacto con personas que representan y encarnan ese ideal.
    Como talento recibido, ha de ser apreciado en todo su valor y no puede enterrarse, de manera que quede improductivo. Su plena maduración y ejercicio importa a la vida toda la Iglesia, en íntima relación con la tarea que le ha encomendado Jesucristo.

2. EL FOMENTO DE LAS VOCACIONES SACERDOTALES
    Aunque se trata de un don enteramente gratuito de la bondad de Dios, su llamada se produce de ordinario en un medio propicio. El germen de la vocación sacerdotal requiere como clima un ambiente cristiano y evangélico.
    En este sentido puede y debe hablarse de un fomento de las vocaciones sacerdotales, en colaboración con la gracia de Dios y de Jesucristo.

2.1. La comunidad eclesial en el despertar de la vocación
    La responsabilidad de la creación de una atmósfera propicia al despertar de la vocación sacerdotal en algunos de sus miembros corresponde a toda la comunidad eclesial. Necesitada siempre del ministerio de los sacerdotes para la conservación y el desarrollo de su vida cristiana, los tendrá en la medida en que, ante Dios y ante la Iglesia, contribuya a su nacimiento, a la formación y a la perseverancia de los futuros sacerdotes.

2.2. Factores en el fomento de la vocación
    Dos elementos fundamentales cuentan sobre todo en el despertar de la vocación sacerdotal: el ambiente de la familia y el ejemplo de una vida sacerdotal «humilde, laboriosa, gozosamente vivida».
    Con los pastores y padres de familia, otras personas e instituciones pueden influir en el fomento de las vocaciones sacerdotales. Entre ellas se ha destacado siempre la actuación de los maestros y educadores. Son muchos los sacerdotes que deben su vocación al espíritu cristiano, genuinamente apostólico, de un maestro bueno.
    La responsabilidad del fomento de las vocaciones sacerdotales alcanza en primer término al obispo y a su presbiterio. Pero es asunto de todos los miembros de la Iglesia. La comunidad local debe vivir la conciencia de esta responsabilidad. Y la siente en la medida en que su vida eclesial es más floreciente.

2.3. Discernimiento vocacional
    Por ser vital para la Iglesia la vocación al ministerio sacerdotal, interesa mucho el descubrimiento de sus indicios, para poder discernir rectamente acerca de su autenticidad. Las desorientaciones en este terreno son fuente de muchos males para el sujeto que se crea llamado por Dios y para la misma comunidad cristiana.
    El discernimiento de la auténtica vocación corresponde fundamentalmente al Pastor de la Iglesia local. Es el obispo quien, en su día, ha de llamar en nombre de la Iglesia, ratificando así la vocación.
    Pero el obispo ha de ser ayudado, en esta tarea de descubrir y discernir, por los demás colaboradores de su ministerio. También deben exponer su juicio los padres y educadores, y hasta los amigos y compañeros del candidato.
    Por supuesto, sea cualquiera la edad o circunstancias del sujeto, es el mismo quien debe ser oído al expresar su deseo y aspiraciones. Y han de tenerse en cuenta sus razonamientos a la hora de valorar su pretensión.
    Los signos de la vocación sacerdotal se manifiestan en las cualidades objetivas y en las motivaciones personales del sujeto. Cuanto menor es su edad, han de contar, sobre todo, las primeras, y en épocas posteriores deben valorarse con más atención las segundas.
2.3.1. Cualidades objetivas del candidato
–    Salud física y psíquica.
–    Suficiente nivel intelectual, con posibilidades para el estudio.
–    Ausencia de taras hereditarias.
–    Transparencia de espíritu en palabras y actitudes.
–    Docilidad, junto con espíritu de iniciativa y creatividad.
–    Sencillez y delicadeza en el trato con los demás, unidas con el «cultivo de las cualidades convenientes a la relación con los demás, como la capacidad de escuchar a otros y de abrir el alma con espíritu de caridad ante las variadas circunstancias de las relaciones humanas» (OT 19).
–    Alegría natural y espontánea.
–    Laboriosidad.
–    Sentido religioso y espíritu de piedad.
–    Predilección hacia los más débiles y marginados.
–    Estabilidad de ánimo, facultad de tomar decisiones ponderadas y recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres, como signo de madurez humana (OT 11).
–    Reciedumbre de alma y aprecio de las virtudes que más se aprecian entre los hombres: como la sinceridad, la preocupación constante por la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la fortaleza, la lealtad…
2.3.2. Motivaciones personales
–    Deseo sincero de abrazar el sacerdocio para servir incondicionalmente a la Iglesia.
–    Entusiasmo por el trabajo pastoral específicamente sacerdotal.
–    Rectitud de intención y libertad de voluntad.
–    Ausencia de todo interés humano.
–    Inclinación a la vida de oración y al estudio de la teología.
–    Opción seria y determinada por el sacerdocio.
–    Celo catequístico.

2.4. Cultivo de la vocación
    Supuesto todo lo anterior, hay que atender al cultivo de la vocación de acuerdo con las orientaciones de la Iglesia (Orientaciones sobre pastoral vocacional [Madrid 1974]). El obispo personalmente y por medio de sus más íntimos colaboradores ha de atender a esta necesidad. El pastor de la diócesis tiene el deber y el derecho de echar mano de cuantas personas tenga a su alcance en orden a este propósito.
    En este punto hay que insistir en algo que puede ser el secreto de todos los aciertos o desaciertos: la compenetración entre el obispo y los responsables de la formación de los futuros sacerdotes. Cualquier fallo en este terreno puede acarrear graves perjuicios no sólo a los aspirantes, sino a toda la iglesia.
    Lo mismo el rector que los formadores y profesores que actúan en el seminario, como hombres en quienes el obispo ha depositado toda su confianza, deben ser fieles a su propio pastor y al magisterio de la Iglesia acerca del ministerio sacerdotal.
    Por lo demás, es de desear que el obispo, personalmente y en la medida de lo posible, conozca de cerca, hable, dialogue y trate a todos y cada uno de los aspirantes. Sobre todo cuando avanza su formación y el candidato se acerca a las órdenes sagradas. El conocimiento mutuo y una compenetración llena de afecto entre el obispo y los futuros sacerdotes es garantía de la posterior unidad del presbiterio.

2.5. Ambientes para el despertar de la vocación
2.5.1. La propia familia
    El Concilio ha dicho que la propia familia es el «primer seminario» (OT 2). La transmisión familiar de la fe y el clima de virtudes humanas y cristianas favorecen sobremanera el nacimiento y el desarrollo de las vocaciones consagradas.
2.5.2. La parroquia o comunidad eclesial propia
    La parroquia, con la predicación y catequesis, con la vida litúrgica y los alicientes apostólicos, con el estímulo para la oración y el trabajo, ofrece elementos indispensables para que surjan y maduren auténticos pastores.
2.5.3. Los movimientos apostólicos
    La experiencia nos demuestra desde hace años que el cultivo y atención a los movimientos apostólicos redunda en un descubrimiento de la vocación sacerdotal para muchos de los propios militantes.
2.5.4. Los Institutos y los Colegios de Religiosos
    También constituyen ambiente propicio al nacimiento y maduración de vocaciones sacerdotales los Institutos y Colegios de Religiosos, en los que los profesores de religión u otros sacerdotes o educadores realizan una verdadera tarea pastoral con los jóvenes. Cuando algunos jóvenes manifiestan el deseo de ser sacerdotes, los sacerdotes le ayudan a discernir la verdad de esa decisión y les acompañan en la maduración de la misma hasta su ingreso en el seminario.

TERCERA PARTE
NUESTROS SEMINARIOS

    Esta tercera parte trata del seminario y ofrece unas orientaciones proyectadas sobre las distintas fases del ciclo formativo.

1. EL SEMINARIO MENOR
    Resulta una necesidad allí donde, consideradas todas las circunstancias, no es posible atender in situ a la formación intelectual y espiritual de los adolescentes aspirantes al sacerdocio con suficientes garantías de éxito. Debe ser una institución específica y claramente «vocacional».
    Ahora bien, en aquellos casos en los que esté garantizada la formación cristiana del muchacho, y mientras le sea posible cursar sus estudios desde le propio hogar –esto empieza a ser cosa general respecto de la educación general básica e incluso en el bachillerato–, la madurez humana y sobrenatural del candidato puede alcanzarse con ventajas, sin tomarlo como regla general, en la propia familia y parroquia.
    En cualquiera de las dos hipótesis, en esta etapa de la formación del candidato se requiere la estrecha colaboración de la familia, la parroquia y otras comunidades eclesiales a las que el joven pertenezca.

2. LA ETAPA INTERMEDIA
    Se está experimentando en muchas partes una etapa de transición entre el bachillerato o seminario menor y los estudios eclesiásticos propiamente dichos.
    La consideramos conveniente, sin que pueda decirse que sea necesaria ni en todas las diócesis ni para todos los seminaristas de una diócesis. Habría que decidirlo en cada caso, tendidas las circunstancias personales y en diálogo con el interesado. Sus fines son los siguientes:
a)    Una maduración humana, religiosa y apostólica que permita consolidar la opción por el sacerdocio ya manifestada.
b)    Una formación catequética sólida que sirva al futuro estudiante de teología como segura introducción para los estudios.
c)    Fin opcional sería dedicar parte de esta etapa a conseguir una titulación civil en sintonía con la vocación sacerdotal o un aprendizaje de alguna profesión manual.
d)    En conformidad con estos fines, la etapa intermedia se ha de concebir como un período de formación sacerdotal, en régimen de convivencia y limitado en el tiempo.

3. CURSO INTRODUCTORIO
    Ha de ser obligatorio para todos los seminaristas, según lo dispone la nueva normativa de la Iglesia. Puede darse a través de un curso entero o de un semestre, bienal comienzo de los estudios propiamente eclesiásticos, bien al final de la etapa intermedia donde exista.

4. SEMINARIO MAYOR
4.1. Condición previa
    Debe exigirse para el ingreso en el seminario mayor una maduración humana y religiosa y una opción clara y sería por el sacerdocio.
4.2. Aspectos de la formación sacerdotal que conviene acentuar hoy
    De los diversos aspectos que integran la formación de los candidatos al sacerdocio en esta etapa tan decisiva, nos referimos aquí especialmente a los que hacen referencia a su vida espiritual y apostólica.
4.2.1. Identidad sacerdotal
    Situación y dificultad. –Se observan algunas tendencias que pueden distorsionar el ideal sacerdotal, con un menor aprecio de las funciones más específicas del ministerio pastoral. Parece que influyen en ello, especialmente, dos factores: el deseo legítimo de «estar con el pueblo» y el miedo a no «realizarse» como persona humana con el ejercicio del ministerio sacerdotal en plena dedicación.
    El primer factor hace que sientan muy vivamente los problemas humanos de subdesarrollo y opresión en que se halla gran parte de nuestro pueblo en el sur de España, lo que induce una inclinación, más o menos consciente, a desear que la Iglesia, y consiguientemente sus sacerdotes, preste una atención primordial a lo económico-social, a lo cultural y a lo político; atención previa, o al menos simultánea, a la evangelización estrictamente dicha, en un plano parecido al que corresponde a los movimientos o partidos políticos. En ocasiones esto lleva a confundir el término evangélico de «los pobres de Yahveh» con el de pueblo o clase oprimida, de donde se sigue una apresurada identificación de la preferencia evangélica por los pobres con la llamada «opción de clase», o, lo que es lo mismo, acotar a los pobres de Jesús en un determinado sector social y a canonizar la lucha de clases desde la misma Iglesia y el ministerio sacerdotal.
    El segundo factor inclina a prepararse para un trabajo civil y a pensar que no se puede ser buen sacerdote si no se empieza por se hombre cabal, lo que consideran inviable en la plena dedicación al ministerio sacerdotal, de donde nace un menosprecio de dicho ministerio, y la tendencia a que trabaje, como un seglar, durante gran parte de su día y dedique luego un tiempo al ministerio.
    Quehacer. –En dichos dos factores, que afectan a la identidad sacerdotal, hay valores muy positivos a la vez que riesgos graves. Para salvar aquéllos y evitar éstos, parece necesario:
–    Presentar claramente la grandeza de la misión de Cristo en su doble vertiente de salvador de los hombres y del mundo, por lo que es misión de su Iglesia y de los sacerdotes ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, y ayudarle a perfeccionar el mundo con espíritu evangélico en la verdad, la justicia, la libertad y el amor, de que es fruto la paz.
–    Recordar que el sacerdote no puede vivir «separados» del mundo y del resto de los hombres, pero ha de saberse un «segregado» por Dios para una misión sobrenatural, que es la de Cristo.
–    Avivar la conciencia de la grandeza de esta misión, que es el más noble servicio a los hombres, capaz de llenar plenamente la vida de una persona en el ministerio de la Palabra, de los sacramentos y de toda la pastoral.
–    Legitimar la preparación para un trabajo civil, y si llega el caso, su realización por un sacerdote, no por exigencias de «realización» humana, sino por otras razones válidas, como el querer acercarse al mundo obrero, el ocupar un tiempo que no le exige la atención ministerial del pueblo o el liberarse de hipotecas o preocupaciones económicas, etc.
–    Insistir en que el sacerdote debe sentirse siempre cerca de su pueblo y vivir, lo más posible, como él, para alentarle en sus dificultades e iluminarle predicando la Palabra, no en abstracto, sino con aplicaciones concreta a sus circunstancias, aunque desde la humildad de quien no tiene la posibilidad de solucionarle plenamente sus problemas, ni siquiera teóricamente, porque, además de la justicia y el amor que enseña el Evangelio, son necesarias unas competencias técnicas que Cristo no nos enseñó, pues pertenecen a la autonomía del orden temporal.
–    Subrayar con fuerza la necesidad de una predilección por los pobres y los débiles, los enfermos y los oprimidos, con quienes Cristo está especialmente unido y cuya evangelización se da como signo de la obra mesiánica.
–    Recordar que la misión de Cristo, y la del sacerdote con Él, tiene que ser universal, abierta a todos, cuidadosa de que todos, ricos o pobres, los que piensan de una manera y los que piensan de otra en las mil opciones legítimas en lo discutible, puedan sentirse miembros de una misma comunidad en Cristo, porque toca a los sacerdotes armonizar de tal manera las distintas mentalidades que nadie, con tal de que acepte a Cristo y su Evangelio, se sienta extraño en la comunidad de los fieles.
–    Tener en cuenta siempre que el sacerdote es un enviado de la Iglesia y un ministro de la comunidad, por lo que no le es lícito organizar por cuenta propia su estatuto de vida sin estudiarlo previamente con el obispo propio y obtener su aprobación, atendidas las necesidades de la comunidad local y de la Iglesia diocesana.
4.2.2. Oración
    Situación y dificultad. –Se ha manifestado en los últimos años, en algunos sectores seminarísticos, una falta de fe profunda y cierta desorientación sobre lo que es la oración, aparte de la influencia del ambiente materialista y sensual en que todos vivimos. Se observa con frecuencia como una falta de ascesis y de práctica del silencio, tan necesario para la oración.
    Es verdad asimismo que escasean hoy los maestros de oración que acompañen a los alumnos en este camino. No se fomenta suficientemente la receptividad religiosa de la Palabra de Dios y disminuye la prioridad de los valores esenciales.
    Quehacer. –Resulta indispensable un esfuerzo para levantar la práctica de la oración personal en los seminarios. Para ello es necesario impartir mejor una doctrina viva sobre la oración y ejercitarse en el esfuerzo de pasar del mundo de las experiencias intramundanas al mundo de la fe. Oración que lleve a facilitar los reflejos evangélicos con los que el creyente juzga las situaciones y adquiere unos criterios según Dios.
    Oración, que debe ser misionera. Oración, que da importancia a la petición, a la acción de gracias y a la alabanza y contemplación.
    Cada seminarista deberá tener su plan de oración, que debe revisar periódicamente con su formador. Es urgente la necesidad de verdaderos contemplativos, aceptando un pluralismo de formas, pero que no esconda la negación del verdadero sentido de la oración.
    El seminarista debe participar diariamente en la celebración de la Eucaristía, y, con frecuencia, ésta ha de celebrarse comunitariamente en el mismo seminario. A medida que se crece en la maduración de la fe, el rezo de Laudes y Vísperas habrá de ser valorado como dos momentos culminantes de la oración diaria. Toda la liturgia debe aparecer en el seminario como la cumbre a que tiende la vida de la Iglesia y la fuente de donde dimana toda su fuerza (RFIS 52).
4.2.3. Inquietud misionera
    Situación y dificultad. –La mayoría de los obispos y formadores reconoce con alegría la existencia de un gran interés en este punto. Más aún, casi todos los alumnos se proyectan hoy hacia algún campo apostólico determinado. Estas experiencias presentan, con todo, algunas dificultades:
–    la de que puedan reducirse a ensayos superficiales sobre las personas;
–    la de que se realicen en ambientes excesivamente radicalizados, por uno u otro extremo;
–    la de que de tal modo absorban el tiempo o la atención, que perjudiquen la formación teológica de los centros de estudio.
Quehacer. –Es necesario descubrir que la acción apostólica es más de la Iglesia que de cada sujeto. Y que lo específico de la acción misionera es la comunicación de la fe. Los campos posibles de acción apostólica, muy necesitados y con grandes riquezas para el seminarista, son: jóvenes, niños, adolescentes y enfermos.
Acostúmbrense los seminaristas, en tiempo de vacaciones y en cuantas ocasiones puedan, al trato y a la ayuda pastoral con sacerdotes emprendedores y a tomar parte activa en obras de apostolado.
Por su parte, los formadores deberán discernir si la inquietud manifestada por los alumnos está en línea de acción evangelizadora o de liderazgo temporal. Es necesario también descubrir la necesidad de una actitud básica de indigencia interior en el apóstol y la capacidad profunda de soledad y alegría.
    Hay que cuidar de que todos los estudios teológicos se presenten con perspectiva pastoral y de que impartan también un conocimiento de las técnicas propias de la catequesis, movimientos apostólicos, etc.
4.2.4. Disponibilidad
    Situación y dificultad. –El mismo concepto necesita ser explicitado en su significación. Disponibilidad equivale a actitud radical de servicio y tiene sentido de comunión, incluye los conceptos de pobreza y espíritu comunitario. Supone vivir la Iglesia aquí y ahora. Es natural que la disponibilidad, por lo mismo, encuentre dificultades. En primer lugar, las internas: miedo a la soledad, miedo a no realizarse como persona. Y externas al sujeto: la familia, el concepto profesionalizado del sacerdote, el nivel de vida adquirido y que no quiere perderse o disminuirse. Con características de dificultad más reciente y que influye en los mismos seminaristas, aparece el estatuto laboral adquirido por el clero, la búsqueda de un apostolado concreto para evadir la aceptación de otro menos afín con la propia ideología, así como también la visión de una posible Iglesia del futuro que dificulta el admitir el servicio de la Iglesia en su momento actual.
    Quehacer. –Es urgente profundizar en el espíritu evangélico de servicio y sincera disponibilidad en comunión con el obispo y con el presbiterio, y purificar el sentido de «misión» y de bien común desde la realidad diocesana concreta. Sólo así los llamados equipos especializados vendrán a enriquecer con sus iniciativas y realizaciones las orientaciones y reuniones pastorales, la formación permanente del clero y la programación pastoral para el presbiterio en general.
    Para ellos mismos, para todos y para bien de la diócesis en general, es muy necesario establecer unos criterios básicos de disponibilidad, la cual es, en fin de cuentas, una forma de pobreza.
    También conviene ensanchar esa disponibilidad de cara a la Iglesia universal, especialmente para con las regiones más pobres de clero.
4.2.5. Pobreza
    Situación y dificultad. –Con gran espíritu de generosidad, el ideal de la pobreza es ensalzado por la casi totalidad de los seminaristas. Se buscan con empeño la líneas concretas de realización. Esta actitud coincide, a veces, con que a la hora de revisar la vivencia de la pobreza, encontramos la falta de una verdadera concepción de la pobreza evangélica. Se da la paradoja de que se valora ideológicamente y, sin embargo, falta un planteamiento personal para vivirla.
    Al mismo tiempo que hay como un impulso del Espíritu en esta línea de pobreza, encontramos un exceso de crítica negativa de personas e instituciones y la presencia de un nuevo clericalismo, que sustituye al anterior y que supone una ausencia del nivel radical de pobreza interior.
    Quehacer. –Es obligado impulsar cuanto de positivo va brotando en los alumnos en el deseo y realización de la pobreza. Asimismo se debe ofrecer una clarificación de la teología de la pobreza como don de Dios que se necesita pedir y por el cual acepta a Dios como Salvador y a los hombres como hermanos. Se debe insistir en el aprendizaje de «compartir», en los niveles compatibles con la vida del seminario. Y, de cara al futuro sacerdotal, formar el sentido del sufrimiento, de la inseguridad y de la escasez de apoyos. Enseñar a vivir pobremente, usando lo necesario, desprendiéndose de lo propio y contentándose con lo poco. Austeridad de vida, que debe manifestarse en alegría y esperanza. Inculcar la importancia de establecer una escala de necesidades, en la conciencia de que somos meros administradores de unos bienes de la comunidad diocesana y no tanto de comunidades o personas particulares.
    Incluir en la formación un recto sentido sobre el uso del dinero y de su administración. Asimismo sería conveniente incrementar la autofinanciación como forma de no exigir a los demás lo que con su esfuerzo cada uno pueda procurarse, siempre que no padezca el servicio pastoral.
    Austeridad en las comidas y demás objetos materiales de instalación, etc. Y también en los criterios de asistencia a espectáculos, gastos innecesarios, autodominio en el uso de la televisión, etc.
4.2.6. Compromiso con el pueblo
    Situación y dificultad. –Actualmente todos hablamos de la necesidad de un compromiso con el pueblo, pero existen interpretaciones contrapuestas. En algunos grupos de seminaristas se ha tendido a identificar la preferencia evangélica por los pobres con la «opción de clase» y a criticar duramente a la Iglesia-Institución por su falta de solidaridad con toda la problemática y las aspiraciones del mundo de los marginados. En otros, toda esta problemática de la encarnación en el pueblo es tenida por mero temporalismo.
    Quehacer. –Urge dar una doctrina clara en torno al compromiso con el pueblo, igual que se da en torno al celibato…, para que el futuro sacerdote sepa a qué ha de atenerse.
    En esta línea de clarificación del compromiso con el pueblo, entendemos que debe hacerse especial esfuerzo en los siguientes puntos:
a)    Compromiso de una Iglesia que se tiene que solidarizar con cualquiera que sufre, por fidelidad al Evangelio.
b)    Compromiso con unos grupos de marginados que hoy son fácilmente olvidados: enfermos y pecadores.
c)    Compromiso que lleva a estar con todos, pero preferentemente con los pobres y los oprimidos, al modo de Jesús.
d)    Compromiso que excluye, en cualquier situación, todo nivel de odio o antipatías.
e)    Compromiso que mantenga la postura de libertad ante todos los ambientes de presión.
f)    Compromiso que excluya el conformismo fácil y la implicación estrictamente política.
g)    Compromiso que, en aras de la fidelidad, sepa que no puede agradar a todos.
4.2.7. Amor a la Iglesia
    Situación y dificultad. –Es diferente la situación según la diócesis. Pero en general se aprecia una aceptación de la «sustancia» de lo que es la Iglesia y, en algunos grupos, un entusiasmo por el descubrimiento de la dimensión de la Iglesia local.
    Junto a ello se da con frecuencia una posición de crítica de la Iglesia. Crítica por el inmovilismo y pesado caminar ante situaciones que deberían ser resueltas con agilidad. En algunos grupos se percibe un escepticismo total de cara a la Iglesia-Institució. Situación y convencimiento nacido de varios principios: que la Jerarquía sólo sirve para frenar, que no hay compromiso real de cara a los más pobres, que en el fondo está del lado de los que en cada momento detentan el poder…
    Frialdad ante la Iglesia, potenciada por la desunión de los grupos sacerdotales, las mismas tensiones de los obispos a escala nacional y la desilusión de muchos sacerdotes con los que se relacionan los seminaristas.
    Quehacer. –Como respuesta ala anterior problemática es necesario:
a)    Presentar claramente el misterio de la Iglesia como prolongación del ser y de la misión de Cristo en un pueblo jerárquicamente constituido, en el que necesariamente se dan gracia y pecado.
b)    Despertar amor hacia la Iglesia, nuestra Madre, tal cual es.
c)    Ofrecer una educación para la comprensión y el diálogo respetuoso.
d)    Despertar amor hacia la Iglesia, nuestra Madre, tal cual es.
e)    Relacionar a los seminaristas con los sacerdotes que más trabajan apostólicamente y que son desconocidos para ellos.
f)    Descubrir las dimensiones básicas de la Iglesia: obispo, conciencia comunitaria y papel del Pueblo de Dios.
g)    Presentar con realismo la capacidad de fermentación que la Iglesia ha tenido en la sociedad a través de la historia.
h)    Y, por supuesto, potenciar el necesario testimonio de obispos y sacerdotes diocesanos en esta materia.
4.2.8. Madurez afectiva
    Situación y dificultad. –Encontramos una disminución de la estimación positiva y alegre del celibato. Influye en el subconsciente la posibilidad de la «dispensa».
    Se ha dado en algunos alumnos un convencimiento de que la ley sobre el celibato será abolida. No se estima que el celibato sea exigencia obligatoria para el sacerdocio. Falta ilusión por este carisma a la vez que escasa capacidad para la soledad y el silencio.
    Determinados seminaristas optan por el ministerio, pero no por el celibato, influidos por voces famosas que así lo defienden. En el terreno de los principios también influye la asimilación acrítica de ciertas teorías psicológicas y antropológicas sobre sexo y afectividad y la dificultad de los compromisos vitalicios para el hombre de hoy.
    El ambiente también deja su impacto. Del tabú del pasado se ha llegado a un cierto obsesionante erotismo.
    Quehacer. –Debemos presentar el celibato como un don, en paralelismo con la pobreza y como forma de ella; de tal modo que los seminaristas lleguen a estimar este carisma en sí mismo, por los valores evangélicos que contiene.
    Como puntos que pueden ayudar en la formación de una madurez efectiva se proponen los siguientes:
a)    Una renuncia oblativa, no represiva.
b)    Favorecer mucho la capacidad de amistad e interrelación.
c)    Vivir y realizarse en el quehacer pastoral de cada día.
d)    Identificar el carisma con la alegría de una vida ofrecida, pero no con la impecabilidad.
e)    Insistir en la pobreza como actitud básica del celibato, en cuanto disponibilidad.
f)    Ahondar en la capacidad de darse y responsabilizarse.
g)    Crear «hábitos» de celibato.
h)    Asumir el celibato en virtud de una alianza, de un pacto que debe cumplirse.
4.2.9.Comunidad de vida
    Situación y dificultad. –La consideración de la vida de comunidad en los seminarios engloba un doble aspecto: la disciplina y los grupos de vida. Del grupo numeroso y masificador se ha pasado, en muchos casos, al grupito reducido y un tanto cerrado sobre sí, que tampoco resulta enriquecedor para las personas. De la disciplina rígida se ha pasado a la absoluta espontaneidad, que llega negar los actos comunitarios.
    Quehacer. –La Santa Sede admite que los seminaristas vivan en pequeños grupos, pero a condición de que se salve la unidad del seminario, no sólo por que haya un grupo de sacerdotes que lo rijan en equipo, sino también por que los grupos estén en un mismo campus. Los grupos excesivamente reducidos –cuatro o cinco seminaristas– no parece que puedan crear el espíritu de comunidad que responda a cuanto en estas notas venimos reflejando.
    En cuanto a la disciplina, es necesario que esté presente en toda la vida del seminario. Se trata de una disciplina nacida del diálogo entre superiores y seminaristas aceptada como punto fundamental de la vida comunitaria de todos. Una cierta determinación de los tiempos de trabajo y de piedad ayuda a que el futuro sacerdote se habitúe a una disciplina interior que el día de mañana debe autoimponerse.

APENDICE
1. RELACIONES SEMINARIO-CENTRO DE ESTUDIOS
    Se impone una mejor coordinación entre ambas dimensiones formativas porque la facultad o centro de estudios no puede contentarse con lo puramente académico y ha de ser consciente de que forma pastores, para así impregnar de sentido pastoral toda la enseñanza teológica. Coordinación que hace descubrir al seminarista la misión complementaria que el seminario debe cumplir, incluso en el campo intelectual, en aquellos aspectos que la facultad o el centro de estudios no puede atender.
2. OTROS PROBLEMAS COMPLEMENTARIOS
2.1. El obispo debe tener contactos frecuentes con el seminario a través de los formadores y en el trato personal con los seminaristas. Este trato debe hacerse más íntimo en vísperas de la Órdenes y a lo largo de todo el período del diaconado.
2.2. El presbiterio debe estar mejor informado de la marcha del seminario. Para ello conviene tenerle al tanto de los logros y de los problemas, éxitos y fracasos, esperanzas y preocupaciones mediante comunicaciones al Consejo del Presbiterio o por contacto zonales.
    Ayudaría a esta comunicación necesaria el contacto más frecuente –anteriormente indicado– entre los sacerdotes con responsabilidades pastorales y los alumnos del seminario mayor.
    Urgente parece hoy ayudar a redescubrir a los seminaristas el sentido de la vida parroquial.
    2.3. La identificación de criterios entre formadores del seminario y obispo, sobre la base de lo anteriormente expuesto, es indispensable para que un formador pueda desempeñar su misión. Para ello es urgente que el obispo tenga frecuente contacto con el seminario, a fin de aplicar, concretar y adaptar los principios acordados como básicos y a fin de impulsar su puesta en marcha con firmeza y flexibilidad al mismo tiempo.

    Córdoba, octubre de 1975.

El catolicismo popular en el sur de España. Documento de trabajo para la reflexión práctica pastoral

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INTRODUCCIÓN
LA RENOVADA PREOCUPACIÓN DE LA IGLESIA POR LA RELIGIOSIDAD POPULAR

1. LA EXPRESIÓN «RELIGIOSIDAD POPULAR»
    La situación religiosa del mundo actual ha traído al plano de las prioridades pastorales de la Iglesia un hecho de primera magnitud tan extenso, complejo y heterogéneo como el de las mismas multitudes humanas, que suele designarse con la expresión convencional de «religiosidad popular». Es tema de interés universal. En nuestras diócesis del sur de España tiene importancia singular ,características propias y gran trascendencia pastoral.
    Cuando se quiere precisar de qué y de quienes se habla al usar esta expresión aparecen notables dificultades, porque las realidades religiosas populares presentan en cada continente y nación, o en las distintas regiones de cada país, formas muy diferentes, en las que entran elementos de muy diversa naturaleza, influencia y valor. De esa variedad de contenidos provienen, en gran parte, los distintos modos de concebir y de evaluar la religiosidad popular.
    Otras dificultades provienen de la diversidad de preocupaciones y de presupuestos que dominan la interpretación de estos hechos. Recientemente, en sociología y en pastoral se han formulado diversas teorías, con mayor o menor rigor científico. Valoramos y alentamos con todo encarecimiento cualquier investigación crítica seria, en la medida en que contribuya a aportar luz a la acción evangelizadora y evite que el tema se convierta en motivo o arma de lucha entre grupos y tendencias.
    También es difícil precisar quién es el sujeto de la religiosidad popular. Hay algunos que lo reducen, desde el punto de vista sociológico, a las gentes menos dotadas de ingresos, estudios o poder en la sociedad. Sin embargo, los rasgos de este tipo de religiosidad aparecen también en las vivencias y comportamientos de no pocos que, en otros órdenes de la cultura, del poder o posición social pertenecen a los grupos selectos y no a las masas.
    En un intento de aproximación a la realidad, y solamente a efectos de centrar la reflexión pastoral práctica, nos vamos a referir en este documento, desde el punto de vista religioso, al conjunto de fieles que participan de un modo más irregular y menos instruido en los diferentes aspectos de la vida de la Iglesia.

2. OBJETO DE ESTE DOCUMENTO
    Habida cuenta del fenómeno global de la religiosidad popular y del problema de fondo que crea en todas partes, de sus muchas formas y de las variadas interpretaciones teóricas a que ha dado lugar, aquí, concretamente, nos vamos a referir a las realidades de nuestras regiones del sur de España y en los momentos actuales. La tradición religiosa predominante durante muchos siglos nos invita a designarla con el nombre específico de «catolicismo popular».
    Nuestro objeto es:
–    Promover el estudio acerca de su naturaleza y elementos.
–    Proponer algunas observaciones que puedan ayudar a formar un concepto aproximado de su significación.
–    Aportar, en lo posible, algunas líneas prácticas pastorales para su renovación y desarrollo evangélico.
Nos adentramos en este  trabajo con respeto a nuestro pueblo, con deseo de servirle en nuestra misión evangelizadora y no sin temor, porque somos conscientes de que el tema es delicado, de grave importancia pastoral y gran dificultad por lo complejo de sus implicaciones.
Pero, por otra parte, no podemos limitarnos a la mera transcripción a la letra de los análisis y esquemas, que pueden ser válidos, sin duda, para otros países, incluso de larga tradición católica en Europa o en América. Creemos necesario un análisis específico para nuestro país y región si no queremos correr el riesgo de oscurecer y complicar más aún una cuestión de suyo compleja y de hacer más vulnerable una realidad tan expuesta todo género de falseamientos, manipulaciones o pasividades evasivas.

3. MOTIVOS PARA UNA NUEVA REFLEXIÓN SOBRE EL TEMA
    El Sínodo de los Obispos de 1974 recogió la preocupación que suscita en amplios sectores de la Iglesia este problema de la religiosidad popular respecto de la evangelización de los pueblos. La prioridad pastoral que, entre otras urgencias y en conexión con ellas, dio a esta cuestión no significa un cambio en la orientación fundamental de la acción pastoral o una estrategia de repliegue a zonas aparentemente menos problematizadas. Por el contrario, se inscribe en el esfuerzo general de renovación eclesial, que exige la elevación del nivel de la religiosidad popular.

3.1. El catolicismo popular es parte del ser eclesial
    En primer lugar, el catolicismo popular forma parte de la vida y comunidad de la Iglesia. Sería impropio decir que ésta se sitúa «ante» esas realidades populares, puesto que las lleva en su seno y las siente formando parte de su ser. De ahí que el crecimiento armónico de todo el Pueblo de Dios reclame la promoción evangélica popular. De otro modo quedaría escindido en dos esferas de difícil comunicación entre sí y erizadas de malentendidos mutuos.
    En el ejército del ministerio pastoral o de las responsabilidades apostólicas, en inmediato y cotidiano contacto con las realidades religiosas populares, sienten muchos una honda insatisfacción respecto del grado de preparación de los fieles o de las expresiones religiosas habituales y masivas. Por su parte, también los movimientos cristianos más avanzados han hecho la experiencia de un distanciamiento entre los grupos más comprometidos y la capacidad de las masas para comprenderlos y seguirlos, aunque paradójicamente les reclamen compromisos concretos con su situación en la sociedad.

3.2. Necesidad de equilibrio entre masas y minorías
    En segundo lugar, en la práctica pastoral se siente el problema del equilibrio entre la atención a la generalidad de lo fieles y el cultivo específico de minorías militantes. No podemos admitir la opinión de que el catolicismo ha de ser un minoritario «resto» puro en medio de las masas. La Iglesia jamás ha renunciado a congregar en su seno a las multitudes para vivir con ellas su misterio y su historia. Pero, por otra parte, siempre ha procurado hacerlas fermentar mediante la levadura de comunidades evangélicamente muy vivas, capaces de ayudarles a asumir las transformaciones sociales y a superar las crisis históricas por las que atraviesan al correr de los siglos del pueblo y la Iglesia.

3.3. El catolicismo popular está en constante transformación
    El catolicismo popular es, en fin, una realidad viva y no una categoría tradicional fijada, de una vez para siempre, en cierta etapa histórica. El cambio social afecta también a la religiosidad de los medios populares, ya que no son una masa estática, sino sectores vivos de una sociedad, en transformación, en los que se están produciendo crisis, a veces muy profundas. Muchos de los soportes sociales en que descansaban los valores religiosos populares han desaparecido o han cambiado sustancialmente; han surgido nuevos valores de vida que han de ser asumidos cristianamente; las masas reciben sin cesar el impacto de encontrados factores que provocan en ellas tensiones y problemas. A la exigencia de purificar el hecho religioso popular se une la de encontrar expresiones religiosas adaptadas a las nuevas situaciones del pueblo y la de traducir el Evangelio en el modo concreto de pensar y de vivir popular.
    En los siguientes capítulos de este documento tratamos de contribuir a la reflexión sobre el fenómeno de la religiosidad popular en nuestra región, sin pretensión alguna de establecer nada definitivo ni decisorio. Nos anima el deseo de comprender mejor a nuestro pueblo para poder sacar algunas consecuencias pastorales, en orden a su renovación cristiana, mediante una más adecuada acción evangelizadora.

PRIMERA PARTE
ELEMENTOS PRESENTES EN LAS EXPRESIONES DE NUESTRO CATOLICISMO POPULAR

4. PRESENCIA FUNDAMENTAL DE LA FE CATOLICA
    En nuestro catolicismo popular aparece, ante todo, la presencia básica y decisiva de elementos de verdadera fe cristiana. Es cierto que, con frecuencia, los hallamos deformados, incipientes o sin madurez, y que los modos subjetivos con que los entiende esa fe popular no coinciden perfectamente con los contenidos revelados y requieren una profundización catequética. Pero, no obstante, se trata de fe verdadera en Cristo y no tan sólo de anticipaciones preevangélicas que estuvieran revestidas de manera puramente externa con imágenes cristianas o que hubieran cristalizado con el tiempo en tradiciones populares de apariencia cristiana.
    Hasta tal punto es esto verdad, que la situación religiosa de nuestras regiones puede definirse, de hecho, por el catolicismo popular que es propio y peculiar de sus gentes. Sobre esa realidad global de base descansa cuanto existe, a los demás niveles, en nuestras Iglesias diocesanas. Por eso, en nuestro medios populares, la evangelización puede y debe partir de la fe que existe realmente en el pueblo. Hay que buscarla en cuantos signos, manifestaciones, testimonios y compromisos abiertamente cristianos se exprese, por imperfectamente que sea, y a hay que educarla explícitamente como tal fe católica.
    No nos encontramos, por lo general, ante un medio ambiente en el que haya que limitarse a cultivar semillas previas, valores humanos y religiosos auténticos no cristianos o justas luchas de liberación. Todo esto es parte integrante, sin duda, de la evangelización, pero aquí, en nuestra situación, puede ser exigido en nombre de la fe.

5. PERVIVENCIA DE RASGOS DE RELIGIONES NO CRISTIANAS
    Con esa presencia primordial de elementos genuinos de la religión católica se pueden observar también, en nuestro catolicismo popular, ciertos modos de interpretarla y de vivirla que revelan, a veces muy claramente, rasgos heredados de las distintas religiones que se establecieron aquí y lograron configurar la religiosidad de pasadas generaciones, sus huellas perviven con la tenacidad característica de las formas religiosas populares.
    Andalucía, en especial, ha vivido a lo largo de los siglos muy intensas y diversas experiencias de «religión». Con dramáticas alternativas de pluralismo o de intolerancia, han predominado desde muy antiguo las formas de «religiones de sumisión», caracterizadas por el ejercicio de prácticas externas fuertemente institucionalizadas y por comportamientos sociales y legales sujetos a sanciones jurídicas y políticas no menos rígidas y externas. Impuestas unas veces por el poder social y político de la oligarquía colonizadora o conquistadora, y otras por el fanatismo de la comunidad creyente y combatiente, respondían a unas concepciones religiosas muy vinculadas al orden sociopolítico de «su mundo» y estaban escasamente abiertas a una fe personal, basada en la conversión interior, la decisión libre y la responsabilidad de conciencia.
    La acción evangelizadora actual de la Iglesia católica, al tratar de configurar la religiosidad de la presente y futuras generaciones, no puede ignorar este dato histórico, que también deberían tener muy presente los historiadores críticos de la Iglesia en nuestro país. No se puede minusvalorar su multisecular impacto en el pueblo ni en las sucesivas formas históricas del cristianismo español.

6. LAS RAÍCES PRIMORDIALES DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR
6.1. La experiencia popular de lo sagrado
    Bajo todas las construcciones religiosas, sean primitivas o modernas, hay siempre un substrato de religiosidad primordial y originario, que está en la radical condición de la existencia humana y en los cimientos mismos de la vida colectiva de la humanidad.
    A ese nivel profundo hacen los grupos humanos y los pueblos las experiencias específicamente religiosas. En ese fondo fértil arraigan todas las religiones, que no se proponen otra cosa, al menos inicialmente, sino cultivar y liberar el espíritu de religiosidad del hombre e impulsar el proceso de crecimiento religioso de la humanidad. Igualmente, a ese nivel humano último sobreviene y se inserta, como don absolutamente gratuito, la Revelación cristiana, que orienta y conduce el proceso religioso en su verdadera dirección.
    Hoy día, la reflexión pastoral prefiere dejar a un lado las ideas y las cuestiones sobre la religión «natural», de índole racional y filosófica, y considera más significativo el esfuerzo para comprender el sentido que tienen los fenómenos concretos de la religiosidad popular, tal como es vivida, de hecho, por unos determinados seres humanos en el seno de su comunidad respectiva y en cuanto miembros de ella. Es esta esfera, el protagonista religioso es ciertamente el pueblo, en su totalidad activa, desde sus miembros más destacados hasta los más humildes; el modo de vivir personalmente en el seno de la comunidad exige que cada uno aporte su contribución al concierto multiforme y policromo, típico de las creaciones realmente populares.
    La médula de esa religiosidad popular es puesta por muchos estudiosos del fenómeno en el conjunto de actitudes colectivas que se toman ante unas especialísimas situaciones en las que un grupo humano hace sus experiencias de descubrimiento de lo sagrado y misterioso que se le ha hecho presente en ciertos sucesos, fuerzas y fenómenos de este mundo. Trata entonces de expresar esas experiencias en símbolos evocadores de ellas; como material simbólico toma todo lo que le parece apto a su alcance (cosas, seres vivos, acontecimientos, personas…) y lo carga de sentido, para que le recuerde y represente su contacto o encuentro con lo divino, el acto de presencia en que se le manifestó gratuita e inesperadamente. Más aún: tiene la convicción de que el encuentro volverá a realizarse pasando por la mediación de esas expresiones simbólicas.
    En esta manera de explicar las cosas de la experiencia religiosa popular, el catolicismo aparecería como la definitiva religiosidad del Pueblo de Dios único, vio y verdadero, que se hace presente en la humanidad en Jesús. Ese Pueblo vuelve sin cesar a Cristo, como Mediación y Sacramente fundamental, a través de todos los signos y expresiones (ahora realmente eficaces) del Misterio cristiano, en cualquier orden de realidades del mundo y de la vida en que se manifiesta la presencia de Dios, incluso en formas no institucionales, suscitadas por la espontaneidad del Espíritu del Señor.

6.2. La religiosidad y los valores fundamentales de la vida humana
    Ahora bien: tales experiencias de lo sagrado se viven, siempre y necesariamente, en relación con las realidades y valores, los ritmos y momentos primarios y fundamentales de la vida humana (familia, trabajo, medio físico y cultural, convivencia, luchas, ideales, etc.) y, sin embargo, también en clara ruptura con lo que esa vida tiene de cotidiano y sin más horizonte que el de este mundo y la historia simplemente humana dentro de sus marcos. Ese horizonte se abre cuando lo divino se hace presente y los hombres descubren una realidad superior y absolutamente otra, más allá de todo lo de aquí.
    La religiosidad popular auténtica hunde sus raíces hunde sus raíces en las realidades de fondo de la existencia: la vida, la muerte, el amor, el sufrimiento, la alegría, el poder, el trabajo, el tiempo, etc. Y en su aspecto ético, se nutre siempre de vivencias colectivas de los grandes valores humanos: la libertad, la verdad, la solidaridad, la justicia, la dignidad personal, los derechos y deberes básicos, etc.
    Todo hace pensar, por eso, que los rasgos del más profundo modo de ser de un pueblo pueden reconocerse tanto en las expresiones culturales auténticas como en su religiosidad sincera, en la que se manifiestan los valores y afanes, los dolores y esperanzas colectivas. La religiosidad popular los dolores y esperanzas colectivas. La religiosidad popular constituye uno de los accesos más directos y penetrantes hasta el corazón y el ser de un pueblo. De aquí también que el pueblo se reconozca en aquellas formas y expresiones que le evocan sus experiencias religiosas y que le permiten realizar sus valores humanos. En fin, tal vez por eso se entrelazan de modo tan íntimo las problemáticas de la religiosidad popular y de sentido y destino de la humanidad en la historia, y aparecen tan implicadas, hoy día, la búsqueda de nuevas formas religiosas con los ensayos de una nueva comprensión y realización del hombre y de una calidad de vida que se sitúe a nivel de fines y no sólo a nivel de medios.

6.3. Realización religiosa de los valores de nuestro pueblo
    La religiosidad de fondo de nuestro pueblo, tantas veces y de tantos modos configurada a lo largo de la historia de sus religiones, ha recibido finalmente la forma peculiar actual de su catolicismo popular. En él están llamados a realizarse los más ricos valores de su modo de ser y, recíprocamente, en él se ponen de manifiesto muchas constantes de toda religiosidad popular auténtica. Para la educación y desarrollo evangélicos de la conciencia religiosa de nuestro pueblo, es importante reconocer aquellos valores y estas constantes profundas y saber el modo de superar las tareas que los bloquean.
    Aquí es el momento de señalar los grandes valores humanos base del carácter regional. Caracterizan a nuestro pueblo su honradez y limpieza moral y su inteligente laboriosidad, unidas a la seriedad y dominio de si y de su vivísima emotividad; su mesura y buen sentido, su estimación de la cultura y su gozo ante la belleza; la intensidad con que vive el presente y su profunda filosofía de la vida y de la muerte. Le caracteriza también su cordial capacidad de apertura y acogida, su excepcional facilidad para la comunicación y el diálogo, su generosa y valiente solidaridad, junto con un pronto espíritu de servicio, ayuda y comprensión, su fortísimo y entrañable afecto a la familia. Le caracteriza, en fin, entre otros muchos valores, su fértil ingenio y viveza rápida de comprensión y de expresión y su gran capacidad de síntesis; una natural distinción y dignidad que revisten de finura, señorío y buen gusto aun a las personas de más humilde condición; un alegre sentido de la fiesta y un inagotable buen humor para sobreponerse a las penas, admirablemente armonizado con su seriedad para afrontar serena y juiciosamente las cuestiones serias de la vida, con su entereza para aceptar reveses y desgracias, y con su larga paciencia para soportar las privaciones, las humillaciones y las discriminaciones injustas que lleva consigo la inveterada y dura situación regional, resultante de muchos avatares históricos, opresiones endémicas y estructuras insolidarias.
    No es menos cierto que estos valores están muchas veces bloqueados, como decimos, por lamentables taras colectivas, psicológicas o morales, que es preciso tener el valor de decirle al pueblo, por doloroso que resulte, si de veras se quiere su liberación humana y cristiana y borrar la imagen que otros han formado de él. Tales son: una cierta desidia indolente, la tendencia a un fatalismo conformista, un individualismo fortísimo… Sin embargo, preferimos destacar ahora los valores que dan firme base y que estimulan un esfuerzo de superación dejando abierta la tarea de una reflexión por contraste entre las posibilidades y las deficiencias de la colectividad regional.

6.4. Algunos elementos de religiosidad básica en nuestro catolicismo
6.4.1. Exaltación ritualista de los momentos solemnes de la vida
    La conciencia religiosa de nuestro pueblo busca, y con mucha razón, el modo de exaltar ritualmente los momentos solemnes de su vida y obtener sobre ellos la bendición divina; con certera intuición lo encuentra en los cultos cristianos con la seriedad y hondura deseadas. Tal vez esté ahí la raíz del fenómeno de los llamados «católicos de las cuatro estaciones de la vida» y el sentido positivo con que estarían motivados por deseos rituales dignos de respeto y de valoración pastoral como base de una profundización catequética. Aunque este rasgo no sea diferencial de nuestra región, puesto que, más o menos acentuado, se presenta en todas partes, lo destacamos aquí porque también entre nosotros se debería evitar la tendencia a considerarlo sospechos y negativo.
6.4.2. Tendencia a lo devocional
    Más característica y acusada que ese afán ritual, nuestro catolicismo popular presenta una tendencia a lo devocional, probablemente debida a sentir la necesidad de expresiones más accesibles para él que las fórmulas litúrgica, cuyo lenguaje bíblico y teológico no consigue comprender en directo y cuyo clima resulta demasiado austero para su exuberante sensibilidad imaginativa.
    Es probable también que, por reacciones similares, nuestro pueblo, vivamente sensible al misterio del más allá, sea propenso a rellenar con imaginaciones el huevo que deja la sobriedad de las revelaciones escatológicas del Nuevo Testamento. Da la impresión de cierta insensibilidad hacia los misterios de la Resurrección y la presencia viviente de Cristo y de su Espíritu en la Iglesia y, en cambio, muestra afición, a veces desmedida, hacia las apariciones y sucesos maravillosos, y puebla su atmósfera religiosa de imágenes con el deseo de mantener con los santos un familiar intercambio.
6.4.3. Dimensión festiva
    Especialísima mención y reflexión merece un rasgo de los más destacados de nuestro catolicismo popular. Su dimensión festiva. Nuestro pueblo ha asumido con predilección y ha dado formas peculiares a esta constante de la religiosidad de todos los pueblos, estrechamente relacionada con el anhelo de liberación personal y comunitaria del hombre en el mundo. Ciertamente, este rasgo guarda suma coherencia con el espíritu radicalmente festivo del Reino de Dios, de la Buena Noticia o Evangelio de Jesucristo, de toda la vida eclesial del Pueblo de Dios, que es universal celebración de la alegría. En muchas manifestaciones de nuestro catolicismo popular aparece patente «el pueblo en fiesta», y precisamente por motivaciones sinceramente religiosas, como expansión exultante de su alegría de creer y confiar.
    Tema muy serio de reflexión ofrece la contradicción con que hoy día aparecen, en Andalucía yen todo el Sur, lo que pudiéramos llamar, respectivamente, «la cultura de la fiesta» y «la civilización del ocio», contradicción que crea graves problemas a la evangelización. El hecho es que zonas enteras, progresivamente transformadas en regiones turísticas, presentan el aspecto de comarcas irreales de evasión y, en el orden del trabajo, se organizan como economías de servicios en función de la civilización del ocio, mientras escasea o falta la inversión de recursos en otras actividades productivas. Fuera de esas zonas, el pueblo permanece en su paro más o menos encubierto y en su aburrimiento mejor o peor disimulado.
    Por el contrario, la cultura de la fiesta está en íntima relación real con la vida del trabajo y de la producción; ofrece condiciones óptimas para una vida cristiana integral, en relación directa con la permanente dedicación habitual de las gentes a las tareas realmente comprometidas con el progreso económico y social. La vida comunitaria eclesial ha contribuido vigorosamente al mundo festivo del pueblo y le ha ofrecido, con la más honda humanidad e imaginación creadora, expresiones de la voluntad y la alegría de vivir la vida real, contando con la bendición de Dios sobre sus esfuerzos cotidianos y su desarrollo efectivo.

6.5. Respeto al pueblo al asumir su religiosidad
    Sin duda que las expresiones y manifestaciones actuales de nuestro catolicismo popular necesitan y urgen purificación y una más seria educación en la fe evangélica y eclesial. Ahora bien, les ha de ser propuesta de un modo tan vivo y tan humano esa fe de la Iglesia, que pueda asumir, colmar y transcender los más hondos y sinceros sentimientos de la religiosidad popular, en vez de asfixiarlos bajo formas de expresión de la fe que puedan ser artificiales o inadecuadas. Esta observación tiene particular interés cuando se trata de los anhelos de búsqueda de las jóvenes generaciones, que están tanteando en nuestros días formas nuevas de expresividad religiosa popular.
    La práctica pastoral enseña que los sentimientos religiosos populares propenden hacia expresiones espontáneas «informales» y no institucionalizadas, hacia lo subjetivo, indefinido y no formulado. Si la eclesialidad de la fe del pueblo es demasiado débil, fácilmente declina a expresiones cada vez más paganas y alejadas del Evangelio; si, por el contrario, se ata excesivamente a los aspectos institucionales externos, el catolicismo popular se vuelve rígido y degenera progresivamente en el formulismo y en el ritualismo.
    Lo que en definitiva importa al pueblo y a la Iglesia es que los símbolos de la experiencia cristiana popular no vengan determinados por su exclusiva iniciativa humana, sino que respondan lo más fielmente posible al modo de presencia del Misterio cristiano en sus signos y a la iniciativa del Espíritu de Cristo y de la Iglesia.
    La evangelización debe buscar aquel equilibrio y esta fidelidad. La renovación evangélica y las reformas litúrgicas, catequéticas, pastorales, etc., deben abstenerse de imponer al pueblo formas prefabricadas por círculos minoritarios según sus esquemas teóricos. Han de esforzarse por responder a las exigencias religiosas populares, conectadas a la vez con la realidad del Misterio que se les comunica y con su vida real. Es así como el pueblo tendrá libertad religiosa para hacer brotar nuevas formas de expresión auténticamente evangélicas y eclesiales tanto como populares.
    Cuando la Iglesia se propone evangelizar estas realidades populares, no trata de reducirlas a moldes teóricos y prácticos para recuperar así sobre las masas un control que se hubiera debilitado, sino que trata de potenciar y de liberar su verdad y su creatividad, y ayudarles a recuperar su identidad religiosa y su más auténtico y profundo ser popular. Muchas veces parece que la religiosidad popular está como atemorizada, reprimida y en el vacío ante las actitudes de superioridad del intelectualismo y de las críticas ideológicas, o ante la aparente seguridad que muestra la indiferencia religiosa del ambiente social contemporáneo. Hay que liberar al pueblo de la angustia y complejo de inferioridad religiosa.

7. PRESENCIA DE FACTORES SOCIOLÓGICOS CODICIOANTES EN NUESTRO CATOLICISMO
    Nuestro catolicismo popular está condicionado por múltiples factores de carácter sociológico y psicosocial, cuyo influjo se observa claramente en muchos de sus aspectos. Algunos sociólogos y pastoralistas de nuestra región han estudiado las correlaciones entre las estructuras sociales y económicas y la religiosidad, llegando a conclusiones que tienen gran interés para nuestra cuestión. A modo de ejemplo, citaremos las siguientes:

7.1. Predominio cuantitativo proletario
    El rasgo sociológico principal que caracteriza al sujeto colectivo de nuestro catolicismo popular viene marcado por el predominio cuantitativo del proletariado rural y urbano en la sociedad regional. La masa de fieles de nuestras diócesis se compone, en gran mayoría, por una muchedumbre de trabajadores poco o nada especializados, con aguda inseguridad en su trabajo eventual, sometido a diversas formas de paro, con una bajísima participación en la renta regional y con una enorme movilidad de cientos de miles de emigrantes. El rostro del Pueblo de Dios en el sur de España está marcado por el paro, la emigración y el bajo nivel de vida.

7.2. Contraste entre estructura religiosa popular y cumplimiento dominical clasista
    Cuando se ha estudiado la composición social de los fieles asistentes a la misa de precepto, en los tres aspectos de su escalón o categoría profesional, de su grado de instrucción o estudios y, finalmente, de su nivel de ingresos o rentas familiares, se ha comprobado que la asistencia desciende siempre con esos tres niveles o, también, cuanto más abajo en la escala social se autoclasifica la conciencia subjetiva o, por último, cuanto menos se cree haber mejorado o menos se espera lograrlo en el futuro (es decir, cuanto más aumenta el pesimismo social). Pero como esa práctica institucional externa es una de las más públicas y frecuentes de la comunidad eclesial, el contemplar a una mayoría de asistentes de clases medias arriba, a la que se une lo más representativo de los sectores institucionales, invita a formar una imagen clasista de la Iglesia, que coincide muy poco con la que ofrece la estructura religiosa popular.

7.3. Renovación popular-religiosa y avance social
    Al estudiar la actitud ante la evolución de la sociedad andaluza, aparece ésta escalonada a tres niveles: una pequeña minoría a nivel de mentalidad moderna y de avance social y cultural o, en su caso, religiosa; unas grandes mayorías a diversos niveles de transición, más anchos cuanto menos avanzados; un fuerte lastre a nivel de estancamiento tradicional. Ahora bien: difícilmente podrá vivirse a la vez en actitudes inmovilistas para lo temporal y dinámicas para lo religioso porque la existencia no puede estar sometida a ritmos vitales contradictorios sin engendrar conflictos internos personales y sociales. Por consiguiente, la relación entre la renovación popular religiosa y el avance social tiene decisiva importancia para la construcción de una región y una cultura moderna en ella. Por otra parte, señala la dirección del reencuentro de la Iglesia con las masas populares y las clases trabajadoras, ya que éstas aparecen todavía muy pasivas, pero están trabajadas por hondos motivos e intereses que exigen cambios sociales, por los que se afanan ya sus minorías dirigentes.

7.4. Vida urbana semirrural
    La preferencia por la vida urbana, tendencia constante a través de varias civilizaciones, ha concentrado a nuestro pueblo en núcleos de población creciente, a pesar de las privilegiadas posibilidades agrarias de esta tierra para convertirse en una vasta y populosa zona agrícola–rural moderna y a pesar, también, de la escasa industrialización de la región, que aún mantiene en el estadio de grandes villas semirrurales a las que pudieran ser ya ciudades de intensa ida urbano–industrial. Las actuales estructuras económicas y sociales del campo, tan resistentes al cambio, así como las nuevas estructuras de ciudades de servicios, determinan una especial fisonomía regional, tanto rural como urbana, que marca rasgos muy peculiares en las comunidades y condiciona fuertemente la evangelización.
    Basten estas breves indicaciones para estimular la reflexión pastoral sobre otros muchos factores que presionan sobre la vida de nuestro pueblo y marcan sociológicamente su religiosidad popular en función de la situación social.

8. ELEMENTOS PROCEDENTES DEL MEDIO CULTURAL
8.1. La actual situación cultural exige un esfuerzo pastoral
    Nuestro pueblo, aun en sus estratos menos instruidos por las actuales instituciones de enseñanza, es heredero de muchas y espléndidas tradiciones culturales. Parece evidente el desnivel entre su estado educacional hoy y ese inmenso potencial inactivado de energías culturales. A la vista está el bajo nivel general de las masas populares e incluso de buena parte de las otras, tanto en lo religioso como en la humano.
    En este párrafo hablamos de cultura en el sentido en que lo hace la constitución conciliar Gaudium et spes (n. 53 y siguientes): «Con la palabra cultura, en sentido general, se indican todas aquellas cosas con las que el hombre perfecciona o desarrolla las diversas facultades de su espíritu y de su cuerpo; se esfuerza por someter a su dominio el orbe de la tierra mediante el conocimiento y el trabajo; logra hacer más humana la vida social, tanto en la familia como en todo el consorcio civil, mediante el progreso de las costumbres y de las instituciones; finalmente, consigue expresar, comunicar y conservar en sus obras, a lo largo de los tiempos, sus grandes experiencias y anhelos de espíritu para que puedan servir de provecho a muchos, a toda la humanidad».
    Algunos grupos serios de militantes, educadores e intelectuales han tomado conciencia del grave déficit cultural que tiene nuestra región, que empieza ya por la falta material de puestos escolares en todos los niveles de enseñanza. Sería menester un análisis de los factores de toda índole que bloquean el florecimiento de las energías culturales que están en potencia y elaborar eficaces proyectos de cultura popular. La Iglesia ha de animar un gran esfuerzo de promoción educativa en todas las esferas, desde la instrucción elemental y la catequesis de iniciación hasta las tentativas para crear una nueva cultura regional.
    Los educadores, intelectuales, artistas católicos y, en general, todos los creyentes cultos de nuestra región deben tomar parte en la acción pastoral, en diálogo con los medios religiosos populares y con un bien definido propósito de intentar la síntesis entre catolicismo popular, la cultura popular, la pastoral evangelizadora y la cultura superior profana y teológica, demasiado escindidas entre sí. A causa de esta desconexión, el pueblo está sin orientación que le pueda ser accesible, inteligible y provechosa acerca de muchas cuestiones, hoy en debate crítico, pero que son vitales para las masas, las cuales las encuentran planteadas a cada momento en los medios de comunicación, las costumbres y las mentalidades.
    Falto de criterios claros y sin apoyo serio para un juicio cristiano, el pueblo se ve confrontado con el pluralismo ideológico, ético y religioso, que le produce confusión. Tampoco sabe mejor cómo situarse respecto de los fenómenos de cambio que es´ta experimentando. En muchas ocasiones, nuestro catolicismo popular se limita a resistir tenazmente atrincherado a la defensiva, intentando mantenerse idéntico a sí mismo y huir de la inevitable crisis que le amenaza en un contexto social no tradicional.
    Los medios de información y comunicación social, con su poderoso influjo, son factores muy aptos, de suyo, para la evangelización de las masas. No creemos exagerado afirmar que están modificando en nuestra época la religiosidad popular y son capaces de crear nuevos modelos de ella. Por tanto, también se podrá lograr una renovación evangélica y nuevos modelos de catolicismo popular si acertamos a hallar las formas más adecuadas para la comunicación del mensaje, por cristianos bien preparados, que sepan crear el gran «catecismo audiovisual» de nuestros tiempos, por así llamarlo.

8.2. Evangelización de los pueblos e inculturación del Evangelio
    La reflexión pastoral debe llegar, también en este punto, hasta el fondo de la cuestión. Si bien es verdad que el catolicismo no puede jamás identificarse con ninguna cultura, para poder ser un mensaje abiertamente universal y dar la vida cristiana a todos y cada uno de los pueblos, cualquiera sea su identidad cultural, no es menos cierto que no llega a la madurez de Iglesia arraigada en un determinado pueblo, hasta que no encarna en su cultura y la asume tan plenamente como lo hizo Jesucristo Ens. Pueblo y en la cultura judía de su época. En este sentido parece lícito usar la expresión convencional de «inculturación» del Evangelio. La fe incorpora hombres concretos al Pueblo de dios sin desarraigarlos de su propio pueblo y cultura ni embarcarlos, por así decirlo, en un medio eclesial flotante y sin base firme cultural.
    Cuando se habla de la «evangelización de los pueblos» (como, por ejemplo, el Sínodo de los Obispos de 1974) y no solamente de los individuos, se significa que la incorporación al Pueblo de Dios por la conversión al Evangelio es un hecho comunitario; y que se realiza desde, en y hacia comunidades históricas eclesiales y culturales concretas, sin que sea bastante la conversión de personas aisladas o, a lo sumo, de grupos sociales primarios. Por otra parte, la evangelización de los pueblos lleva también consigo una serie de cambios radicales de la sociedad evangelizada, en muchas de las estructuras de su vida colectiva, y abre a un pueblo el horizonte del futuro prometido por Dios para que oriente la búsqueda en la tierra de su propio futuro histórico.
    La Iglesia acoge en su seno a los nuevos creyentes para acompañarles por el camino que andan en este mundo con toda su comunidad cultural, y para que sean precisamente sus miembros cristianos os que señalen a todo el pueblo el horizonte finad de la historia que hace en común. Parece correcto reconocer en la Historia de la Iglesia una constante reciprocidad entre evangelización de un pueblo e inculturación del Evangelio. Para que esta relación sea fecunda, han de cumplirse las debidas condiciones de reciprocidad: por un lado, hay que hacer capaz a esa cultura de expresar explícitamente los signos de la fe y de aceptar la ruptura con las traiciones y formas que sean incompatibles, del todo o en parte, con la penetración del Evangelio en todos los campos de su vida colectiva; por otro lado, la Iglesia ha de hacerse a sí misma capaz de asimilar los valores de ese pueblo, de comprender cómo ve él desde ellos el Evangelio y capaz también de renunciar alas formas adoptadas en oros medios culturales.
    En esas condiciones será posible comunicar el mensaje evangélico a un pueblo con toda la autenticidad de la Palabra de Dios, pero también con toda la autenticidad de la realidad cultural y del mismo ser de ese pueblo. Cuando se logra establecer con recíproca lealtad aquella relación entre Iglesia y cultura, convergen y crecen a compás la conciencia popular de la propia identidad cultural y la conciencia popular de su identidad eclesial cristiana. En la historia de nuestro pueblo encontramos una espléndida muestra de cuanto venimos diciendo en el Siglo de Oro. Pocas veces se ha encontrado a sí mismo y ha expresado con más autenticidad popular su fe y su ser cultural.
    En este sentido, cabe decir que cada pueblo sigue, en concreto, su propio «camino cristiano en la historia; su camino del Evangelio», como dicen hoy las jóvenes Iglesias. Nos preguntamos si nuestro catolicismo popular no plantea, en el fondo , un problema similar al que ellas abordan, aunque a muy distintos niveles de desarrollo humano y en circunstancias sociales y situaciones religiosas muy diferentes. Quizás podamos aprender mucho de la fina sensibilidad de dichas jóvenes Iglesias, para buscar el «camino de Dios para su pueblo» a través del corazón de su cultura y, así, hacer avanzar, con un solo y mismo impulso, el catolicismo popular y la cultura popular, en un despliegue de la creatividad original de este pueblo nuestro que, como la de todos, procede en última instancia y fuente del impulso del Espíritu Santo y Creador de Dios.
    Queremos evitar aquí, con toda deliberación, cualquier tipo de concesiones que pudieran dar pábulo a los muchos tópicos sobre el tema de Andalucía y el Sur a los que tan expuestos están nuestro catolicismo y nuestra cultura. Pero quien entienda lo que decimos, podrá percibir claramente que, en nuestras palabras, laten la admiración, el amor y la esperanza que nos inspira el espíritu genuino de nuestro pueblo, y cómo deseamos y estamos dispuestos a cooperar con el esfuerzo común por un nuevo esplendor de su cultura, al unísono con el de su vida eclesial, en fecunda síntesis creadora. Andalucía, el Sur y las Islas son el nombre de una gran vocación que llama a la tarea histórica a nuestras Iglesias diocesanas.

9. FORMAS «REDUCIDAS» DE CREENCIAS EN NUESTRO CATOLICISMO POPULAR
    En el intrincado complejo de elementos que contribuyen a la configuración concreta y actual de nuestro catolicismo popular (en reacción incesante unos sobre otros), podemos observar, por último, una serie de elementos procedentes de formas incompletas, de concepciones y vivencias parciales o «reducciones» del catolicismo que lo empobrecen y que transmiten a las masas las imágenes deformadas que de él se hacen. A simples efectos de descripción, puede ser útil resumirlas en cuatro grandes series, que nunca se dan aisladas y en formas conceptuales puras.

9.1. Un cierto primitivismo religioso
Creencias católicas muy poco evolucionadas, que a veces parecen más próximas a las concepciones y símbolos de lo sagrado propias de una religiosidad primitiva que a las del catolicismo de hoy, incluso popular. Suelen responder a imágenes fatalistas sobre el Dios de las cosechas o de la suerte, de la muerte o de las desgracias, del castigo o del prodigio, etc. Producen sentimientos infantiles o serviles sobre la omnipotencia providente, que todo lo da hecho; la pasividad ante los procesos naturales, sociales o históricos; el afán de asegurarse una infalible y automática protección sobrenatural mediante ofrendas y prácticas externas; la afición a las apariciones y las curaciones prodigiosas, etc. Revelan la carencia y la urgente necesidad de una catequesis velan la carencia y la urgente necesidad de una catequesis seria sobre el verdadero providencialismo cristiano, que potencia la responsabilidad del hombre en el desarrollo de la creación y en las decisiones autónomas del porvenir; revela también una de las más vergonzosas explotaciones de la credulidad popular.
Algunos autores se han preguntado hasta qué punto se manifiesta ahí una religiosidad de carácter mágico que ha logrado impacto en la práctica religiosa de algunos sectores y comportamientos católicos. Discrepamos de quienes ven por todas partes una magia residual reprimida y un sucedáneo degradado de la religión evangélica. Pueden darse casos límite en áreas concretas; pero no es ése el talante religioso de nuestro pueblo, menos aún hoy día, para la mentalidad del hombre actual, cada vez más impermeabilizada por las ciencias y las técnicas a todo «encantamiento» mágico del universo.

9.2. Reduccionismo legalista
    A otro nivel hallamos elementos que proceden de creencias católicas de tipo legalista, que responde a una concepción «reducida» del catolicismo como religión de la ley y de las obras, como un código de preceptos rituales y morales cuya observancia a la letra justifica; o también como un orden establecido e inalterable en lo religioso, lo moral y lo temporal, muy apto para garantizar las seguridades del ánimo, o, finalmente, como un modo de vivir que sea modelo de decencia y buenas costumbres en una sociedad cuyas reglas ético–sociales se tienen por intangibles. No es difícil reconocer en estas concepciones los impactos de la ley judaica y de la ley islámica o de la ética ilustrada y burguesa.
    De ahí podrían proceder elementos y rasgos populares como la angustia psicológica ante el pecado, el afán de redimirse por las obras del sufrimiento físico, la admiración sobrecogida hacia los ascetismos, pobrezas o renunciamientos extremados al límite, o hacia los penitentes ensangrentados de Semana Santa; una serie de rigorismos externos ocasionales en flagrante contraste con las conductas habituales; la misma paradoja entre la popularidad de la Pasión del Señor y la indiferencia para el Misterio de la Pascua, o la dificultad para entender la libertad de espíritu de los hijos de Dios, etc.

9.3. Localismo religioso
    Una tercera serie es la de elementos que proceden de las creencias católicas de carácter patriótico–religioso, que responden a diversas concepciones del catolicismo como religión nacional o a ciertos «henoteísmos» de culto a santos protectores locales. De ahí parecen proceder rasgos como la confusión o la identificación entre lo católico y lo patriótico; el deseo de ritualizar con ceremonias religiosas ciertos momentos de la vida política o conmemorativos de gestas heroicas; la incapacidad para comprender la recta separación entre la Iglesia y el Estado; la agresividad e intolerancia que hace cuestión de honor humano la forma peculiar de catolicismo que se profesa; los desajustes en el seno de las comunidades tradicionales por razones de esta índole, o ante la nueva manera de comprender las relaciones de la Iglesia con el mundo actual, etc. A veces disimulan mal ciertos intereses locales, ya sean económicos o turísticos, sociales o políticos, etc., ajenos a los fines religiosos.
    En el sur de España, y con algún retraso respecto de otras regiones y países, estamos asistiendo a una difícil crisis de las concepciones tradicionales, salpicada de rechazos y abandonos. Se venía considerando tradicionalmente como una sola cosa pertenecer a la Iglesia y a la comunidad política, pero la sociedad va tomando conciencia de propia secularidad y autonomía y, por tanto, del principio secular de su unidad política; y la Iglesia, por su parte, de su condición esencial de comunidad de fe, libremente aceptada por las conciencias. Esto modifica el hecho religioso que ha caracterizado largo tiempo nuestro catolicismo popular, a saber: la unidad católica de toda la población, asegurada por la voluntad de unidad política de su Estado. Por desgracia, aún debe ser la nueva forma de vivir la comunidad católica en el seno de una sociedad secular y pluralista ni de la manera de resolver los problemas y conflictos que pueden producirse en esa nueva situación histórica.

9.4. Reduccionismo espiritualista y privatismo
    Encontramos en el catolicismo popular elementos que parecen proceder de un cuarto tipo de creencias «reducidas», el que corresponde a concepciones de la Iglesia como si fuera un mundo a parte y cerrado sobre sí mismo, p. ej.: el espiritualismo que rechaza como ajeno a la vida cristiana todo compromiso del creyente con el esfuerzo histórico; la tendencia al exclusivismo de la práctica sacramental como medio de mantener la pertenencia a la organización eclesial; el devocionismo individual que acentúa la perfección ética privada y olvida la ética social; otras formas de privatismo, incluso apostólico, que se refugian en el ámbito de la familia o de los deberes profesionales estrictamente privados; las tradiciones liberales muy celosas de cuanto pueda parecerles entremetimiento social o político de la Iglesia; las tendencias a totalitarismos de los más opuestos signos, que quieren someter la religión a la soberanía estatal o a la construcción de un determinado proyecto de sociedad, etc.
    También cabe advertir, en este punto, la presión que los modos de comprender y de vivir el catolicismo, propios de grupos sociales confesionales, o de círculos eclesiásticos y conventuales, han ejercido y ejercen en las formas religiosas del catolicismo popular. Hay que evitar los tópicos incomprobados, que suelen atribuir lo que consideran tradiciones «populares» a la creatividad espontánea de la fe del pueblo. Habría que establecer con precisión en qué medida son fruto de esa capacidad del pueblo para crear por sí mismo formas religiosas adecuadas a su vida real y en qué otra medida son el resultado del insistente esfuerzo de grupos religiosos e, incluso, sociopolíticos, para modelar las creencias y las expresiones de los fieles a imagen y semejanza de sus comportamientos y disciplinas institucionales, de sus normas y modelos, su pensamiento teológico o ideológico y hasta de los particulares intereses de grupo.
    En resumen: todos estos tipos de creencias «reducidas» actúan en el sentido de rechazo, al menos parcial, frente a las transformaciones socioculturales en curso en la vida regional, y frente a la inexcusable renovación interna de la vida eclesial y, por tanto, a las alteraciones en las relaciones intraeclesiales que, tanto unas como otras, producen en las comunidades diocesanas.
    Nos preguntamos si existe ya en nuestro catolicismo suficiente base psicológica, sociocultural y religiosa para poder asumir positiva y cristianamente el proceso histórico de nuestra época. Parece ser excesivamente alto el índice de población que resiste al cambio y al avance, tanto social como religioso, precisamente en nombre de un sistema religioso–social heredado y que se tiene por tradición inmutable, más por sentimientos que por razones. Dado que la antigua presión social del medio ha disminuido considerablemente, ensaya nuevas formas de presión sociopolítica que hacen más penoso el proceso de recuperación de la coherencia interna de la comunidad eclesial y frena la evolución renovadora del catolicismo popular.
    Nos preguntamos también, en el caso de que éste fuera, efectivamente, demasiado tradicional y poco evolutivo, cómo podrá enfrentarse, desde esa mentalidad de pasado, con la actual crisis histórica y con el consiguiente reto de búsqueda del futuro, y cómo podrá superar la contradicción que ha de producir en el seno de nuestra sociedad regional, del Pueblo de Dios y de cada uno de sus miembros. La pastoral tiene que contribuir, en cuanto esté de su parte, a evitar nuevas rupturas religiosas y socioculturales como las que ha sufrido nuestro pueblo en los últimos siglos.

SEGUNDA PARTE
ACTITUDES PASTORALES ANTE EL VALOR Y EL FUTURO DEL CATOLICISMO POPULAR

10. PRINCIPALES POSICIONES Y PRÁCTICAS PASTORALES
    Ante las expresiones de la fe popular cabe tomar, y de hecho se han tomado, muy diversas posturas que pueden clasificarse en tres grupos:

10.1. Actitudes abandonistas o destructivas
    Parten todas de la base de considerar aquellas experiencias como simples muestras de subdesarrollo religioso, de progresiva degradación del cristianismo por ignorancia de las masas, de mero residuo de sacralización cargado de mitificaciones, afanes mágicos o supersticiosos o, finalmente, de efectos de una pastoral formalista y cosificadota, etc. Caben aquí también las posturas de quienes identifican al pueblo con el proletariado económico–social, propugnan un «catolicismo de clase» y oriente su misión en la historia en línea con la lucha de clases.
    Muchas de esas posiciones hacen pensar en síntomas de una cierta soberbia o subconsciente desprecio del pueblo. Más respetables son aquellos que desean sinceramente el crecimiento cualitativo del Pueblo de Dios y se consideran obligados a oponerse a las manifestaciones masivas o de índole cívico–religiosa porque estiman que retardan o falsean el proceso de promoción religiosa de las masas.
    Lógicamente, de todas las actitudes anteriores se sigue una práctica pastoral de desestimación y de abandono. Como la masa amorfa evoluciona muy lentamente, se la deja a su suerte, para dedicar las energías y efectivos pastorales a pequeños grupos de avance rápido. Ahora bien: sus experiencias y expresiones se vuelven inaccesibles alas masas y les aíslan de ellas.

10.2. Actitudes conformistas o inmovilistas
    Parten de la base, en el polo opuesto de las anteriores, de que el catolicismo popular, tal y como se expresa, es el depósito más fiel y seguro de las «tradiciones católicas» del país. Le identifican así, de una vez para siempre, con el de la sociedad «tradicional» de unas épocas dadas. Lo que las masas sienten y practican, ésa es la fe de nuestros padres, lo nuestro. Nada se ha de innovar, porque cualquier intento de cambio destruiría los valores que el pueblo entiende y la misma tradición local. Muchas de estas actitudes proceden de las ideas nacionalistas antes descritas. Algunos otros tratan de conservar el espléndido folclore religioso que ha florecido en el pasado, cosa laudable en sus justos límites.
    Antes tales posturas cabe pensar en síntomas de una cierta angustia producida por los cambios inherentes al proceso histórico o en un cierto afán de seguridad religiosa que se quiere garantizar por un sistema ético–social o político de apoyo. Lógicamente, se sigue de ellas una pastoral que rechaza, incluso con violencia, toda evolución del catolicismo popular. Por desgracia, estas posturas, que estaban reservadas antes a las formas más rutinarias de la acción pastoral, están queriendo ser elevadas a tesis por algunos teóricos.

10.3. Actitudes constructivas o renovadoras
    Tras una época de actitudes contestatarias y peyorativas, explicables en parte como reacciones frete a las actitudes que intentan sublimar las ingenuas expresiones populares, o frente a las actitudes interesadas en instrumentalizar la religiosidad popular, la conciencia pastoral de la Iglesia adopta actualmente una actitud más crítica y, a la vez, más constructiva que pueda superar los radicalismos minoritarios tanto como los extremismos masivos.
    No es lícito despreciar y menos destruir, pero tampoco es lícito canonizar ni mantener idénticas, las expresiones imperfectas de la fe popular. Esas formas populares de catolicismo contienen elementos válidos que sirven de base real de partida para una acción evangelizadora, la cual las purifique de todo lo incompatible con la fe evangélica que pueda haber en ellas y les comunique profundidad y espíritu interior para acompañar al pueblo en su desarrollo hacia la madurez cristiana en la mentalidad y en el comportamiento, así como en la conciencia eclesial y para educarle ante las opciones, compromisos y responsabilidades cristianas en la vida social.
    En este sentido se ha pronunciado el Sínodo de los Obispos de 1974, y se extiende de estos últimos años, por los medios apostólicos y pastorales, un juicio más equilibrado sobre las posibilidades y ambigüedades del hecho popular religioso y también una manera práctica de tratarlo más consistente y positiva.
Se pretende con ello secundar la presencia operante del Espíritu en las masas, interpretando con humilde discernimiento los signos cristianos que aparecen allí. Se comprende con mayor claridad que el pueblo no se detiene en los gestos y expresiones mismas, sino que trata de expresar mediante ellos su fe y su mismo ser cultural. En consecuencia, se advierte mejor la relación profunda que hay entre religiosidad y cultura popular. Se reconoce, más en concreto, que la evangelización no puede quedar limitada a lograr una mayor pureza externa de las expresiones tradicionales, sino que debe hacer aflorar nuevas energías religiosas populares, capaces de expresar en signos cristianos todo el dinamismo que encierran hacia la salvación anunciada por el Evangelio. Así se podrán superar las difíciles situaciones que se avecinan para la Iglesia y para el pueblo.

11. EL PAPEL ACTIVO DE LAS MASAS DE FIELES EN LA EVANGELIZACIÓN
    La masa católica popular no es un simple objeto pasivo de la acción evangelizadora. Juega también su propio papel como signo y testimonio religioso y eclesial; y puede y debe ser objeto activo de la renovación de la Iglesia, como porción viva de ella. Con este papel activo está relacionada la aparición de un nuevo catolicismo popular en nuestros días, del que hablamos a continuación.
    El catolicismo popular se sitúa como zona intermedia entre los grupos, movimientos y sectores más cultivados, activos y comprometidos de un lado, y por otro, la vasta zona de las masas alejadas o indiferentes y de los sectores francamente separados y hasta enfrentados con la Iglesia. Por eso importa mucho la calidad de ese testimonio, para que no sea ambiguo, sino que sus manifestaciones constituyan un signo visible de credibilidad, en vez de presentar imágenes deformadas, como a veces ocurre por abandono o desacierto pastoral, como a veces ocurre por abandono o desacierto pastoral, o por concesiones inaceptables para con sus tendencias profanas o paganas.
    Entre los principales testimonios de valor activo que encontramos y queremos citar están:

11.1. Testimonio de trascendencia
    Se dan en el catolicismo popular testimonios de fe en Dios y en su providencia y señorío sobre el universo y la vida humana. Por imperfectos que sean, sirven de signos visibles de la trascendencia religiosa. También da testimonio ese catolicismo de fe en Jesucristo, Hijo de Dios y de la Virgen María, y con ello adquiere valor de signo visible de la presencia de Jesús Dios y Hombre entre las multitudes de nuestro tiempo. Por último, están los testimonios de fe en la mediación e intercesión personal de Jesús, de su Madre María y de sus santos, con valor de signo sensible de la creencia en la relación religiosa personal entre Dios y los hombres.

11.2. Signos de visibilidad eclesial
    Otra serie de testimonios populares de fe en la Iglesia hacen del catolicismo popular un signo visible de carácter eclesial del cristianismo y de la unidad eclesial del Pueblo de Dios, p. ej., cuando los fieles aparecen reunidos masivamente en días de precepto o fiestas solemnes, o en manifestaciones públicas de devoción a Cristo y a María en sus Misterios, o en los períodos de Navidad, de Cuaresma, de Semana Santa y Pascua, que aún conservan cierta significación aun para los no creyentes.

11.3. Afirmación de valores morales básicos
    Hay una tercera serie de testimonios referentes a la moral del Evangelio y a la creencia en la retribución de los actos humanos por la justicia definitiva. Muchos comportamientos habituales del pueblo tienen el carácter de testimonio, dados directamente, y en concr

Los educadores cristianos

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    Los obispos de las diócesis del sur de España nos hemos reunido en Córdoba, durante los días 31 de mayo y 1 y 2 de junio, para reflexionar sobre el urgente problema de educación en la fe, dentro de un mundo en continua mutación.
    Las transformaciones socioculturales de nuestra región son evidentes: los fenómenos de la emigración y del turismo, la elevación del nivel de vida y el aumento de centros docentes tienen repercusión inmediata en nuevos modos de situarse ante la vida, que influyen, a su vez, en la fe del pueblo.
    La misma evolución que está experimentando la Iglesia del posconcilio ha desconcertado a muchos fieles que carecían de una sólida formación religiosa. La fe «tradicional» ha sufrido un fuerte impacto y muchos corren el peligro de caer en el indiferentismo.
    Se impone, pues, una seria reflexión por parte de todo el pueblo de Dios para que, ante esta nueva situación, sepamos transmitir gozosamente nuestra fe a las nuevas generaciones.
Los padres, primeros educadores
    Sin el soporte de una sólida vida cristiana familiar, la fe aceptada por el niño correrá el riesgo de derrumbarse al tener que afrontar en la adolescencia y la juventud un mundo pluralista, en el que predominan valores no cristianos, tales como el materialismo, el hedonismo, la exaltación del sexo, etc.
    Recordemos a los padres de familia, con el Concilio Vaticano II, que son ellos los primeros e insustituibles educadores en la fe (GE n. 3 y 6; GS n.5).
    Frente a la presente situación de cambios, los padres ha de ser los primeros en actualizar y profundizar el contenido de su fe. De no hacerlo así, no sabrán dar respuesta a los interrogantes doctrinales y vitales que sus hijos les planteen.
    Para ello es muy recomendable que los padres se enrolen en movimientos apostólicos familiares, en asociaciones de padres, en escuelas de padres. Habrá que vencer muchas inercias para lanzarse por nuevos caminos; habrá que pensar también que no basta con dar a los hijos más comodidades y más cultura, sino que hay que caminar con ellos hacia Dios (GS n. 48).
Los maestros, educadores en la fe
    Como obispos de la Iglesia, responsables primeros de la educación en la fe, nunca podremos agradecer suficientemente la labor oculta y meritoria que están realizando incontables maestros en la catequización de la infancia en nuestra región, así como en el resto del país.
    Reconocemos la dificultad de la tarea. A la evolución que está experimentando toda la sociedad hay que añadir la profunda transformación que se está operando en el campo de la educación. Estos cambios han afectado por igual a la formación religiosa. Para adaptarse más a los conocimientos que tiene el hombre de hoy sobre la psicología y la pedagogía, se han preparado unos catecismos escolares en los que se hace una presentación progresiva del mensaje cristiano, que exigen para su mejor aplicación una metodología renovada. Los nuevos enfoques de contenido y de método, que traen consigo la reforma educativa y los planteamientos catequísticos posconciliares, han retraído a algunos maestros a colaborar en la educación en la fe. Estamos convencidos de que superadas, en parte, estas dificultades de adaptación, y con oportunidad de actualizarse y captar mejor el contenido incorporados a esta misión serán –como siempre lo han sido– eficaces traductores del mensaje evangélico.
    La respuesta que en el presente curso ha dado el Magisterio, al acudir a los cursos de perfeccionamiento para impartir la formación religiosa en la segunda etapa de la EGB, nos hace concebir la esperanza de que en el futuro los padres cristianos contarán con auténticos especialistas para la formación religiosa de los niños.
    Recomendamos, pues, a los profesores que asistan a los cursos de especialización organizados y realizados por la Jerarquía de la Iglesia, de acuerdo y en colaboración con el Ministerio de Educación y Ciencia.
El sacerdote, animador de las comunidades educativas
    El sacerdote, de cuyo ministerio depende en gran parte la deseada renovación de la Iglesia (OT proemio) tendrá que ser el animador de esos grupos de padres que quieren actualizar su fe para comunicarla a sus hijos; tendrá que colaborar con los maestros en la programación, desarrollo y evaluación de la formación religiosa de los escolares.
    A nivel de bachillerato, el educador religioso tendrá que actualizar sus conocimientos bíblico-teológicos y catequísticos para saber iluminar la vida de sus alumnos con el mensaje cristiano y para dar respuesta a los interrogantes que a ellos se les plantean en el mundo de hoy.
    La formación en catequética es para el sacerdote, como animador y guía de los distintos educadores en la fe, una obligación ineludible.
    Sugerimos la conveniencia de asistir a los cursos de perfeccionamiento que organiza la Comisión Episcopal de Enseñanza y Educación Religiosa durante el verano, y procuraremos institucionalizar esta formación en nuestra región para brindar a todos la oportunidad de actualizarse en materia tan importante.
    También la catequesis extraescolar y la puesta en marcha de los movimientos apostólicos exige una renovación profunda de nuestros métodos de trabajo pastoral. Esperamos del celo apostólico de nuestros sacerdotes, el esfuerzo de renovación necesario para responder a la exigencia del momento.
Los religiosos, catequistas natos
    En los centros educativos dependientes de religiosos y de religiosas tienen una aplicación fecunda todo lo que llevamos dicho sobre los maestros y los sacerdotes. La vocación de religiosos educadores debe ser valorada en la Iglesia como un servicio excelente a la promoción de las personas y a la educación en la fe. Que las dificultades del cambio o las incomprensiones ajenas no mengüen en ellos la seguridad y la confianza en su misión de Iglesia.
Cada día se perfila mejor la imagen del religioso y de la religiosa consagrados a la educación. Todos ellos son catequistas natos, aun cuando las necesidades del servicio educativo les aconsejen o exijan a veces la atención a otras disciplinas.
Sobre estas familias religiosas tenemos depositada los obispos del sur de España una gran confianza para que asuman con nosotros la responsabilidad de educar la fe del pueblo en múltiples frentes: alumnado, padres de alumnos, antiguos alumnos, comunidades educativas propias, centros oficiales, comunidades parroquiales.
Somos conscientes de las dificultades específicas que están viviendo los Colegios de Religiosos en esta fase evolutiva de todo el sistema docente del país. Esperamos de su esfuerzo y de las medidas legislativas del Estado que los Centros de la Iglesia puedan educar al pueblo sin condicionamientos clasistas y sean los adelantados en la educación en la fe.

Córdoba, 2 de junio de 1973.

La conciencia cristiana ante la emigración. Pastoral colectiva de los Obispos del Sur de España

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Un imperativo evangélico
1.    Nos exige el Evangelio a todos los cristianos, y con mayor razón a los pastores de la Iglesia, que estemos activamente presentes en los problemas de nuestros hermanos, pues el juicio del Señor es taxativo: «cuanto hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis… Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25, 40 y 45). E igualmente concreta es la recomendación del Apóstol: «Ayudaos unos a otros a llevar vuestras cargas y cumplir así la Ley de Cristo» (Gál 6, 2).
En estas enseñanzas del Señor queremos inspirar nuestra reflexión pastoral sobre los problemas que plantea a la conciencia cristiana el fenómeno migratorio de la España del Sur y sobre la respuesta que debemos darle, como pastores y fieles de la comunidad creyente.
Intentaremos primero analizar someramente la realidad, sobre todo en sus repercusiones humanas, invitando a todos a descubrir las causas de la misma para poder arbitrar los remedios más idóneos que cada cual tenga a su alcance. Y nos ocuparemos después de las responsabilidades que incumben a la Iglesia en este campo APRA hacerles frente con sinceridad.
Con ello somos fieles a la línea de acción que nos trazamos, hace tres años, en nuestra primera reunión de Montilla  y compartimos también la preocupación de otros episcopados católicos de países mediterráneos o centroeuropeos , secundando con ellos las directrices conciliares y pontificias .

PRIMERA PARTE
ALCANCE Y SIGNIFICACIÓN DEL HECHO MIGRATORIO
Cuántos y quiénes emigran
2.    Según estadísticas oficiales, mientras la población española ha crecido en un 11,1 por 100 durante la década 1961-1970, el conjunto de las provincias andaluzas sólo lo hizo en un 1,3 por 100. Datos estos aún más llamativos al compararlos, por ejemplo, con el crecimiento poblacional, durante los mismos años, de Cataluña en un 30,05 por100, y del País Vasco en un 32,12 por 100.
En cifras absolutas, Andalucía, que ha tenido en el decenio un crecimiento vegetativo de 920.804 habitantes, ha visto salir por emigración a 842.923; y en lo que va de siglo, al doble de esa cantidad. Esta pérdida global de población equivale al censo de dos provincias como Sevilla y Almería. Badajoz a su vez, en 1970, tenía 147.861 habitantes menos que en 1960 .
Tales desplazamientos de personas se dirigen fundamentalmente hacia los países industrializados de Europa y hacía las regiones más desarrolladas de nuestro territorio nacional. Y aún muchos de los que se quedan se ven obligados a la llamada emigración temporera, endémica en nuestra región. Emigra, sobre todo, la población activa, hombres jóvenes, la mitad peones agrícolas y casados en su mayoría. No podemos extendernos en el análisis cuantitativo y cualitativo de la población.
Motivos del emigrante y causas de la emigración
3.    Aunque cada sector de esta población desplazada presenta sus rasgos propios, se da un común denominador de todos ellos: salen casi siempre en busca de un puesto de trabajo que no encuentran en su tierra de origen. Se trata, pues, de una emigración forzada por razones que no dependen del propio emigrante.
La emigración obrera extranjera, que se presentó hacia 1955 como provisional, se ha ido institucionalizando hasta constituir en nuestros días una de las estructuras fundamentales para el desarrollo económico de la nueva Europa. Entre nosotros, el III Plan de Desarrollo, que se propone el pleno empleo como objetivo fundamental, prevé en este cuatrienio un incremento de la población activa muy superior al de la creación de puestos de trabajo .
De todo lo dicho cabe deducir que, por ahora, no lleva visos de cerrarse el flujo migratorio que venimos padeciendo. Y aunque sabemos que el crecimiento industrial ha llevado históricamente aparejado un «cambio de trabajo», con el desplazamiento, inevitable muchas veces, del campo a la ciudad, tampoco se nos ocultan las amenazas del urbanismo desmesurado, del hacinamiento industrial, del deterioro del medio ambiente, de la despersonalización colectiva, que acarrea un desarrollo sin premisas morales profundas, no siempre atento al precio humano del bienestar.
Emigración sin alternativa
4.    La Iglesia reconoce y predica el derecho humano a emigrar en busca de horizontes más amplios para el desarrollo personal y familiar. Negar ese derecho o impedir su realización sin motivos superiores es, a todas luces, recusable e injusto. Pero hacer o permitir –cuando caben otras soluciones– que ese derecho se convierta para muchos en una necesidad, equivale a violar un derecho anterior: el de vivir donde se ha nacido. Cuando para sobrevivir no queda otra alternativa que emigrar, la tan aireada libertad de emigración, afirman los obispos italianos, se convierte en tapadera de la injusticia .
Entre las situaciones recusables que originan la emigración pueden señalarse una desigual distribución de las riquezas materiales dentro de la comunidad social, una inadecuada explotación de los recursos existentes, un difícil acceso a los bienes de la cultura . Y, con carácter general, un desequilibrio entre el crecimiento de la población y el de los recursos de una región, a la que la Administración Central del Estado y otras fuerzas concurrentes no dieron, a tiempo y con ímpetu, el impulso del desarrollo.
Por lo general, las emigraciones no obedecen hoy a causas cósmicas, inevitables, que los hombres no puedan conjurar con su voluntad y con su esfuerzo. Nada menos cristiano que un fatalismo resignado o resentido. Las migraciones son no pocas veces resultado, por acción u omisión, de determinados planteamientos de una política económica. Se impone, por tanto, un juicio humano y cristiano de cada situación para evitar que los intereses de unas personas, empresas, grupos, e incluso comunidades naciones, puedan medrar indebidamente a costa de otros.
5.    En lo que atañe a nuestra región, nos cuesta aceptar que la emigración haya de ser solución forzosa de nuestros problemas en una zona que, si por algo sobresale, desde la primeras culturas mediterráneas hasta la presente invasión turística, es por ser foco de atracción y de asentamiento de sucesivas oleadas migratorias. Por sus terrenos, su subsuelo, sus condiciones climáticas, su emplazamiento, su litoral marítimo, su patrimonio histórico, sus recursos humanos, el sur de España parece ofrecer base para soluciones, verdaderamente humanas, de su postración laboral y social.
Quienes tienen la responsabilidad de tomar las últimas decisiones de la política económica, que prevé como cierta y convierte para muchos en necesaria la migración de grandes masas de trabajadores, no deben dejarse llevar por la llamada «mentalidad economista», que establece como meta primordial los resultados globales de un programa o de un plan aun a costa de alguna de las partes. Ni fijar, sin sopesarlo mucho en conciencia, unos ritmos de transformación que acarreen graves distorsiones, evitables quizás con otros enfoques .
Crear puestos de trabajo
6.    Sin asumir competencias técnicas, y ateniéndose al sentir más común sobre el particular, consideramos obligada y urgente la creación de puestos de trabajo en la España meridional. Para lograrlos en medida suficiente deben concurrir, creemos, estos factores:
a)    Ante todo, las inversiones masivas de la Administración Pública que transformen efectivamente la infraestructura económica de la región y la doten de medios de comunicación, de instituciones educativas y de industrias básicas, aunque no sean inicialmente rentables, que aseguren el despegue económico y la transformación de estructuras de la sociedad.
b)    Los recursos de las instituciones bancarias y de ahorro ubicadas en nuestra región, aplicados a la creación de riqueza y trabajo entre nosotros, superando los incentivos de mayor seguridad o rentabilidad que ofrezcan otras zonas más industrializadas y, por lo mismo, no tan necesitadas. Esta orientación tendría que ser facilitada y potenciada por el propio Estado.
c)    El capital privado de la misma región, para el que constituye un deber inexcusable de su posición privilegiada poner en plena explotación sus recursos patrimoniales y financieros con verdadero sentido social en las inversiones. Es lo que enseña el Concilio en estas palabras: «En los países regiones menos desarrolladas, donde se impone el empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas improductivamente o los que privan a su comunidad de los medios materiales y espirituales que ésta necesita» .
d)    Sobre todo, no puede ni debe faltar una participación popular bien organizada en la que los propios trabajadores, con los ahorros de su trabajo aquí o conseguidos en la emigración, se constituyan en artífices de la propia promoción, creando solidariamente fuentes de riqueza o puestos de trabajo. Todas las otras ayudas deben tender a potenciar esta última, con gran respeto a la dignidad de nuestros hombres y con confianza en su capacidad de resurgimiento.
No cabe duda que, dentro de los planes de desarrollo y de otros programas oficiales, se han hecho valiosos intentos y conseguido notables logros parciales en la línea que propugnamos. También hay que consignar, dentro de la escasez de hombres de empresa que acusa esta región, la existencia de empeños beneméritos en el campo de la iniciativa privada. Sin embargo, las estadísticas migratoria siguen ahí, y mientras nuestras gentes continúen su éxodo forzoso hacia otras regiones o países, no pueden quedar satisfechas nuestras aspiraciones ni tranquilas nuestras conciencias.
Ambivalencia del hecho migratorio
7.    En nuestras circunstancias de hoy, la emigración produce evidentemente ventajas económicas y secuelas de bienestar. Gracias a ella, centenares de miles de familias han podido subsistir o se han desarrollado en cierta medida. Es innegable el servicio que los emigrantes han prestado a toda la nación, contribuyendo a nivelar y robustecer la balanza de pagos y el valor de nuestra moneda, a reducir el paro y a ampliar las oportunidades de otros.
La Iglesia no aboga por una sociedad estática no añora ruralismo patriarcales. Considera, sobre todo a partir de Juan XXIII, que una civilización de movilidad es positivamente apta para engendrar una sociedad comunitaria. Vista así l emigración, como un proceso libre hacia una socialización verdaderamente humana, se nos muestra en el Concilio como una condición del bien común . Pero ya advirtió también Juan XXIII en la Mater et Magistra los desequilibrios e injusticias con que se estaban poniendo en marcha los procesos de desarrollo . Las condiciones en que, en nuestro tiempo, se produce muchas veces la emigración de trabajadores evidencian que estos mecanismos son más desde la movilidad quedan bastante en entredicho.
Debemos aplicar la reflexión a nuestra realidad concreta: disminuye progresivamente, o al menos relativamente, la capacidad productiva de nuestra región y aumenta el desnivel con respecto a las otras; las remesas de salarios, evidente ayuda para la subsistencia familiar, favorecen el consumo, pero pocas veces las producción en nuestra zona; la emigración masiva de los pueblos a las ciudades acumula una masa proletaria en los suburbios y se hipertrofia, a veces, el sector de servicios en zonas turísticas de lujo.
Sus repercusiones humanas
8.    Y todo esto es menos doloroso que contemplar el desarraigo humano y el oleaje despiadado de los flujos y reflujos migratorios, con todos los problemas psicológicos, culturales y religiosos, sociales y políticos que esto acarrea.
Sólo quien ha vivido en su persona o en sus familiares más directos el drama profundo de la emigración puede calibrar las penalidades que lleva consigo. Notemos, en primer término, que los protagonistas del hecho migratorio son normalmente los pobres y necesitados, carentes, las más de las veces, de un mínimo bagaje de cultura y de soltura para desenvolverse en un ambiente extraño.
A la dificultad, en muchos casos insalvable, del idioma se añade el choque con unos modos de relaciones harto diferentes de nuestra psicología meridional. Los emigrantes se sienten marcados, por sus escasas posibilidades de consumo, en ambientes que hacen ostentación de ellas, y viven con frecuencia en una terrible incomunicación, cuando no efectiva segregación, del medio social nativo. Siéntense en inferioridad de derechos civiles, políticos y sociales y advierten la falta de prestigio y consideración social de su trabajo, su situación y su mentalidad. La vivienda, por lo común, es provisional y angosta, en los casos en que los barracones y literas no constituyen alojamiento único.
La emigración equivale, las más de las veces, cuando se dirige al extranjero, a una separación familiar forzosa, con sus secuelas de soledad de los cónyuges y de dificultades de la joven madre para educar a unos hijos que apenas conocen a su padre. Recordemos también las dificultades de las jóvenes solteras, que han de afrontar por su cuenta la experiencia migratoria.
Es de imaginar el efecto de todo esto sobre la vida religiosa de los emigrantes. Esta crisis existencial incide muchas veces sobre una fe poco catequizada, unas prácticas religiosas escasas y una religiosidad muy diferente de los esquemas que rigen en los países de destino. Los influjos ideológicos y políticos a que se presta la nueva situación tampoco están inspirados, por lo común, en una orientación cristiana.
Un serio aldabonazo para nuestra conciencia de creyentes y de hombres de Iglesia, que nos lleva, junto con todo lo anterior, a tratar detenidamente, en lo que resta de este documento, sobre las responsabilidades específicas de la Iglesia para con estos hermanos nuestros.

SEGUNDA PARTE
LA RESPUESTA DE LA IGLESIA
Dar doctrino y crear conciencia
9.    Ya supone un notable servicio a la causa del emigrante formular y definir una correcta doctrina moral sobre este ingente fenómeno humano. Así lo han venido haciendo los Papas y el Concilio a lo largo de todo el proceso migratorio, posterior a la II Guerra Mundial.
Para los católicos es hoy incontrovertible la libertad de emigrar y de buscar trabajo en cualquier punto del planeta, así como también el derecho a vivir en la propia patria o región, sin ser forzado artificialmente a abandonarla. Poseemos asimismo una lograda doctrina sobre el desarrollo, el cual, en expresión ya consagrada, debe llegar a todo hombre y a todos los hombres.
Esta última afirmación, que constituye la médula de la encíclica Populorum progressio tendría que llegar a ser norte y guía de toda política migratoria digna de tal nombre. Del concepto que se tenga de desarrollo derivan, como es lógico, tanto la política económica en general como el tratamiento que dentro de ella se otorgue al fenómeno migratorio.
Todos debemos contribuir, con los medios a nuestro alcance, a una adecuada toma de conciencia sobre estas responsabilidades por parte de los Estados que envían o reciben emigrantes, pues sólo a nivel internacional e intergubernamental pueden arbitrarse soluciones de raíz. Mientras éstas no lleguen a lograrse, es obligado proteger legalmente la salida, la estancia y la vuelta del emigrante, de modo que sus derechos laborales, sociales y familiares se vean satisfechos con equidad. En todo caso, es éste de la migración un grave capítulo de la moral de las esferas dirigentes, tanto en la Europa como en la España de hoy.
La misma acción pastoral de la Iglesia, sobre la que nos extendemos a continuación, se ve de ordinario muy afectada por los resultados, satisfactorios o no, de las políticas migratorias en los países implicados.
Calibrar el problema
10.    Las cifras aducidas al comienzo dan la medida estadística de los afectados por la condición emigrante. Cerca de un millón de salidas en un decenio, que reclaman de la Iglesia una atención cristiana y pastoral hacia los emigrados y hacia sus familias.
Para hacer frente a esta responsabilidad, conviene advertir de antemano que la pastoral de la migración está estrechamente ligada al conjunto pastoral de las Iglesias de origen y de recepción de los emigrantes. Sin un fuerte sentido misionero y una lúcida toma de conciencia sobre la magnitud espiritual del problema migratorio, difícilmente podrá dársele una suficiente respuesta apostólica.
Confesamos que hasta ahora, a nivel del sur de España, los esfuerzos de la Iglesia en esta materia han sido débiles y desconectados entre sí. Existen y funcionan, con escaso vigor por lo común, nuestras delegaciones diocesanas de migración, cuyo cometido principal viene siendo el orientar y ayudar a los que buscan trabajo fuera, facilitándoles el acceso a los organismos oficiales o empresariales que pueden resolver su caso. Estas delegaciones fomentan de ordinario un contacto humano y cristiano, epistolar o directo, con los emigrantes y sus familias.
En el plano parroquial, son bastantes los sacerdotes y seglares que mantienen lazos de afecto con los emigrantes de sus comunidades. Las colonias de emigrantes en otras regiones españolas reciben en muchos casos las visitas periódicas de los sacerdotes de sus parroquias nativas, y no es infrecuente que el párroco de origen presente a sus emigrantes ala párroco de destino.
Por parte de la Iglesia de España –aunque en débil proporción por parte de las diócesis del Sur– se viene procurando atender pastoralmente a los emigrantes con sacerdotes misioneros que les asisten en sus propios ambientes. Y se da el caso también de algunos sacerdotes que acompañan en su trabajo a los emigrantes temporeros.
Reconocemos, pues, que esta ayuda religiosa y moral no es proporcionada a la magnitud del fenómeno y nos proponemos, por un imperativo de conciencia pastoral, incrementar y concretar mejor los esfuerzos de nuestras diócesis.
Potenciar los instrumentos
11.    Somos los obispos y los sacerdotes los más llamados, naturalmente, a otorgar a este problema la atención pastoral que merece. La plataforma mejor para tratarlo y estudiarlo pueden ser nuestros Consejos del Presbiterio. Allí llevaremos datos sobre los miembros de la comunidad diocesana que «han causado baja» por ausencia laboral, y reflexionaremos juntos, a la luz del Evangelio, sobre lo que semejante situación reclama de los pastores de la Iglesia.
En el marco de las zonas pastorales y de los arciprestazgos, podrá hacerse este análisis con elementos de primera mano y con experiencias muy vivas sobre la repercusión del hecho migratorio en las comunidades rurales. Y cuando efectuemos los obispos la visita pastoral a estas parroquias, dedicaremos particular atención a esa realidad.
Todo ello contribuirá, esperamos, a aclarar nuestra visión y a espolear nuestra conciencia para dar un serio impulso a la pastoral migratoria. La cual exigirá, sin duda, una potenciación urgente y bien orientada de los servicios diocesanos que atienden este campo. También es de esperar que aumente el número de sacerdotes sensibilizados en esta necesidad pastoral y disponibles para servirla donde la Iglesia los requiera.
Pero, al tiempo que nos planteamos el posible traslado de los sacerdotes a las zonas de inmigración, conviene descubrir la labor que les toca en sus parroquias actuales, de donde arranca, con mayor o menor intensidad, el flujo migratorio.
La preparación del emigrante
12.    Lo primero que aquí nos sale al paso es la preparación del emigrante. Hay que dar por sentado que una de las razones que le fuerzan a emigrar es, no pocas veces, su impreparación cultural y profesional. Aunque no resulte fácil remediar por completo esta carencia, debemos paliarla hasta el máximo, iniciando en el idioma y costumbres del extranjero, promoviendo cursos de formación acelerada o animando a participar en los que programan los organismos estatales. Todo lo que sea pasar del simple peonaje a una mano de obra más calificada acarreará respeto y ventajas al interesado y será una buena obra por nuestra parte.
Uno de los aspectos de la preparación del emigrante ha de ser ayudarle a tomar conciencia del problema y de sus causas y dimensiones y a adoptar posiciones lúcidas ante las diversas situaciones que plantea el hecho de la emigración.
En esa preparación deben entrar también elementos morales, religiosos y psicológicos que faciliten a nuestros hombres y mujeres la mejor superación del trauma migratorio. La Iglesia, sobre todo, debe llevar al espíritu de los emigrantes una iluminación evangélica sobre el sentido espiritual de su experiencia. La emigración está cargada a la vez de riesgos y oportunidades personales. Va unida a una profunda crisis, que debe ser cauce de salvación y promoción.
No es infrecuente que, entre los que emigran, figuren personas de serio compromiso cristiano, para los que la nueva situación puede significar una oportunidad de vivir seriamente su fe y dar testimonio de Cristo en nuevos ambientes. El cristianismo primitivo fue difundido en gran medida por cristianos pobres, arrancados forzosamente de sus medios de origen por razones políticas, bélicas o económicas e incluso por esclavos comprados en un país y vendidos en otro. Ellos escuchaban como dicha para ellos la Palabra de Dios: «Te he dispersado entre las naciones para que lleves allí mi nombre» (Ex. 9, 16)
Una espiritualidad evangélica de la emigración tenderá a suscitar o potenciar en los emigrantes su voluntad de vivir y de vencer, su deseo de apropiarse nuevos valores y desarrollar su personalidad y de adquirir madurez y temple en el sacrificio. Deberá ayudar a profundizar en el significado de la familia, del pueblo y de la comunidad nacional lejos de ellos; a comprender mejor su país desde fuera y, recíprocamente, al nuevo país desde las tradiciones de su origen; a luchar eficazmente por la justicia; a comprobar el valor del esfuerzo asociado en la creación de centros, instituciones y movimientos. En una palabra: deberá ayudarles a replantear su vida espiritual precisamente cuando sienten amenazados todos los valores hasta entonces inconmovibles (familiares, sociales, culturales, éticos y religiosos).
Acompañar al emigrante
13.    Una labor formativa que lleva a asimilar, como adquisición propia, todo lo que antecede exige continuidad en la labor que la Iglesia ha iniciado antes de despedir al emigrante.
Con los emigrantes que se asientan en otras regiones de nuestro país es aconsejable que encuentren acogida fraternal e incorporación plena en las comunidades cristianas allí existentes. Pero puede ser necesario, en la etapa de transición, un contacto eclesial estrecho entre la parroquia de origen y la de destino, incluso con traslados periódicos o permanencias largas de los sacerdotes andaluces. El término normal de ese proceso deberá ser la inserción definitiva en la Iglesia local.
Entre los que van al extranjero, es normal el propósito de volver, y de hecho así ocurre en la mayoría de los casos. No es frecuente que nuestros emigrantes, sobre todo la generación de los pobres, arraiguen socialmente en el país de recepción.
La Iglesia, sin embargo, no tiene fronteras y fomenta el máximo de apertura de todos a todos, en virtud de una fraternidad humana y de una comunicación de fe. Obispos y sacerdotes del país de origen y de destino debemos concertar la atención pastoral a los emigrantes, supliendo cada cual lo que no esté al alcance del otro. Y de hecho así viene ocurriendo en no pocos casos.
Siendo tan notables las dificultades que el idioma, la situación humana, la diferente idiosincrasia religiosa crean inevitablemente a la inserción del emigrante en las comunidades eclesiales del país elegido, se hace prácticamente necesaria, desde el punto de vista pastoral, la presencia entre ellos de capellanes compatriotas. Así viene haciéndose en los tres últimos lustros, si bien con notoria insuficiencia, ya que el número de emigrantes por sacerdote, repartidos en extensas demarcaciones, oscila entre ocho y catorce mil.
Teniendo en cuenta, además, que de los sacerdotes se reclama muchas veces toda clase de servicios humanos y asistenciales, es patente la necesidad de que aumenten las vocaciones generosas para tan difícil ministerio, Pero, sobre todo, se acentúa la conveniencia de fomentar allí y alentar desde aquí grupos apostólicos de movimientos seglares, comprometidos en una acción de Iglesia. Lo mismo se diga de una presencia activa, donde proceda, de religiosas y de otras fuerzas eclesiales.
Es capital en eso que nuestros sacerdotes y mutantes apostólicos, además de emigrados, no se sientan exiliados o desconectados de sus comunidades diocesanas de origen. La Comisión Episcopal de Migración, y sus delegados por países, trabajan en este sentido pero somos nosotros –obispos, sacerdotes y fieles– los que hemos de cuidar muy seriamente de que esto no ocurra, y corregirnos si está ocurriendo. La pastoral migratoria debe ser un capítulo de la pastoral diocesana, y entre nosotros, al menos en adelante, queremos que lo sea también de la pastoral regional de los obispos del sur de España.
Los emigrantes que vuelven
14.    Hacemos notar finalmente otro dato, el último del proceso, cual es el regreso del trabajador o de la familia emigrante. Con los ahorros acumulados compran un campo, o una casa, o bien instalan un taller o un modesto negocio. Puede ser éste un capítulo final, relativamente feliz, de la dura experiencia vivida.
Pero cabe también –y esto es más frecuente de lo que quisiéramos– que las circunstancias personales y familiares, o la propia manera de ser, no le permitieran ahorrar. En todos los casos, su readaptación al regreso es un nuevo problema. Si su ambiente de origen sigue sin desarrollarse, difícilmente flotará por mucho tiempo la familia que realizó el esfuerzo de emigrar. Porque, al no encontrar fácilmente un empleo fijo y dignamente retribuido, la misma necesidad que le obligó a emigrar por primera vez le fuerza a volver a marchar,  esta segunda salida es mucho más triste.
Constituyen estos casos una seria llamada a la reflexión y un nuevo argumento sobre la insuficiencia de la de la emigración como respuesta típica a los problemas profundos de una región.
También en esta etapa final, feliz o difícil, el emigrante tiene que encontrar en su camino a la Madre Iglesia en ademán de servicio. Su psicología debe ser comprendida y sus problemas ideológicos y existenciales habrán de encontrar luz y afecto en su comunidad de fe. Sólo así culmina debidamente una pastoral de la emigración.
Saludo final
    Cerramos esta reflexión pastoral dirigiendo un saludo evangélico de paz a todos los emigrantes de nuestras diócesis del sur de España y a sus familiares, que les acompañan  o les esperan. Hemos escrito lo que antecede con ánimo de serviros como hermanos y queremos obrar en consecuencia.
    Como tiempo de conversión y purificación, la Cuaresma debe ayudarnos a todos a descubrir el plan de dios en esta situación concreta y ajustar a él nuestras conductas. Como tiempo de esperanza en la muerte salvadora y en la resurrección de Cristo, debemos afrontar este problema con seguridad confiada y con dinamismo emprendedor. Sólo así mereceremos todos el juicio absolutorio de Jesús: «Fui peregrino y me acogisteis» (Mt. 25, 35)

    1 de marzo de 1973.

    JOSÉ MARÍA, Cardenal Arzobispo de Sevilla, EMILIO BENAVENT, Arzobispo A.A. de Granada, DOROTEO, Obispo de Badajoz. RAFAEL G. MORALEJA, Obispo de Huelva. JOSÉ MARÍA, Obispo de Córdoba. LUÍS, Obispo de Tenerife. JOSÉ ANTONIO, Obispo de Canarias. MIGUEL, Obispo de Cartagena – Murcia. ÁNGEL, Obispo de Málaga. ANTONIO, Obispo de Guadix – Baza. MANUEL, Obispo de Almería. MIGUEL, Obispo de Jaén. ANTONIO, Obispo Auxiliar de Sevilla. JAVIER, Obispo Auxiliar de Cartagena – Murcia, PABLO ÁLVAREZ, Vicario Capitular de Cádiz. VICENTE GAONA, Vicario Capitular de Ceuta.

Situación de los trabajadores en la región

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Los obispos y vicarios capitulares de las diócesis de Andalucía y de Murcia, reunidos en Montilla, hemos dedicado el día 1º de mayo, festividad de San José Obrero, a considerar los aspectos humanos y pastorales que presenta la situación de los trabajadores en esta dilatada región del país.
En día tan señalado, en que la Iglesia celebra la fiesta cristiana del trabajo, la preocupación común no podía menos de centrarse sobre este sector de nuestro pueblo.
He aquí los capítulos más importantes y generalizados que han atraído nuestra atención:
1.    La ardua y compleja situación en que se encuentra la población trabajadora, en su mayor parte agrícola, que no puede experimentar los beneficios de una adecuada renovación de la estructura agraria, que no cuenta todavía con suficiente número de puestos de trabajo ni de industrias complementarias o derivadas, que no tiene a su alcance los medios de mejorar su situación por falta de las indispensables infraestructuras económico-sociales. Problemas tales como el paro y la emigración, el trabajo eventual, los salarios insuficientes y el bajo nivel de renta global y per capita de la población trabajadora, notoriamente más agudizados en nuestras diócesis que otras del país, arrastran consecuencias de tal índole que no afectan profundamente.
2.    El endémico problema de la escasez de viviendas al alcance de las economías modestas y las deplorables condiciones de habitabilidad de buen número de las existentes, con todas las secuelas de orden moral y religiosos que ello supone para la vida de las personas y las familias.
3.    Los indudables progresos que observamos en la promoción de la cultura básica, profesional y superior, presentan un ritmo todavía insuficiente y no bastan a eliminar la persistencia de altos porcentajes de analfabetismo o de alfabetización precaria, que dificultan notablemente el desarrollo humano, económico y social de la región, así como su promoción religiosa.
4.    El escaso espíritu de cooperación, la subsistencia de relaciones de tipo señorial con los trabajadores, la débil iniciativa empresarial, el deficiente sentido del bien común y el hecho de que no pocos sectores sociales se muestren excesivamente vulnerables a los incentivos del consumo, con graves perjuicios para sí mismos, para sus familias y aun para toda la sociedad, denotan globalmente una manifiesta atonía social y cívica, agravada por su deficiente formación en este aspecto y por la insuficiencia de los cauces de participación que faciliten el dinámico ejercicio de sus responsabilidades sociales y políticas.
Recae sobre nosotros los obispos una responsabilidad insoslayable, por nuestra condición de guías espirituales del pueblo cristiano. Pero la responsabilidad se extiende también a los educadores, muy especialmente a los de la Iglesia, y en particular a cuentos han sido llamados por Dios a formar las conciencias más que a tranquilizarlas.
Sentimos la necesidad de profundizar más en el estudio de la realidad social de nuestras diócesis, y estamos decididos a arbitrar los medios a ello conducentes con el fin de asumir nuestras responsabilidades como pastores.
    Por eso, al tiempo que hemos acordado constituir un Secretariado Pastoral conjunto, al servicio de nuestro ministerio y de todo el pueblo de Dios, que asegure la continuidad y la eficiente coordinación de nuestra tarea colectiva, hemos creído conveniente incorporar a él un grupo de expertos en material social capaz de proporcionar información adecuada y preparara los estudios técnicos necesarios para conocer mejor la realidad que humanamente condiciona la acción pastoral.
A quienes por su cultura, por su cargo o por su posición social y económica pueden contribuir a solucionar los problemas que hemos esbozados, queremos alentarles muy de corazón a que pongan en esta empresa humana y cristiana coraje, amor y espíritu de sacrificio. Nadie olvide, por otra parte, que, en lo que afecta a los trabajadores, éstos deben ser los protagonistas principales de su propia elevación.
Pedimos la colaboración de cuantos sienten como nosotros el deber de llevar adelante, en esta parte de nuestro país, la misión que Cristo inició en la tierra y encomendó a su Iglesia. Y confiamos plenamente en el auxilio de l Señor, esperando que no nos faltará la oración, el estímulo y la adhesión de sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares.
Con esta esperanza os hemos hecho participar de nuestras preocupaciones, y al impetrar sobre vosotros la protección de Dios y de su Madre Santísima, os bendecimos cordialmente.

Montilla, 1 de mayo de 1970.

JOSÉ MARÍA, Cardenal Arzobispo de Sevilla, EMILIO BENAVENT, Arzobispo A.A. de Granada, ANTONIO AÑOVEROS, Obispo de Cádiz-Ceuta. FÉLIX ROMERO, Obispo de Jaén. RAFAEL G. MORALEJA, Obispo de Huelva. ÁNGEL SUQUÍA, Obispo de Málaga. MIGUEL ROCA, Obispo de Cartagena. JUAN A. DEL VAL, Obispo Auxiliar de Sevilla. ANTONIO DORADO, Obispo Electo de Guadix. MANUEL CASARES, Obispo Electo de Almería. JUAN JURADO, Vicario Capitular de Córdoba. ANDRÉS PÉREZ MOLINA, Vicario Capitular de Almería.

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