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El catolicismo popular. Nuevas consideraciones pastorales

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PRESENTACIÓN
    En la Navidad de 1975, los obispos del sur de España ofrecían, a pastores y fieles, un instrumento de estudio, de diálogo y de acción apostólica titulado El catolicismo popular en el sur de España. En aquel documento se abordaba, en profundidad y extensión, la realidad de las expresiones de nuestro catolicismo popular. En él se describen algunas actitudes pastorales y se proponen objetivos para llevar a cabo en la región una “educación popular en la fe”. Sus apreciaciones y sugerencias constituyen un patrimonio básico para quienes deseen acercarse, comprender y servir, con respeto y objetividad, al pueblo cristiano en esta tierra.
    Dado que la adaptación es la ley fundamental de la evangelización, se deduce con facilidad que la acción pastoral exige aquí conocer, tomar conciencia y contar con las peculiaridades características del pueblo. El documento de 1975 sigue siendo válido y necesario para la formación y la actualización pastoral y para la acción apostólica de los educadores y dirigentes seglares. Esta realidad de nuestro pueblo pide ser integrada en todo proyecto de misión y de evangelización.
    Transcurridos más de nueve años, los obispos de las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla, atentos a la situación particular de la vida de fe de sus diocesanos, tras analizar la evolución de las expresiones de la piedad popular en el contexto general de la sociedad actual, ofrecen estas nuevas orientaciones pastorales, en línea de continuidad con las anteriores. Se pone así de manifiesto la importancia de la educación en la fe del pueblo cristiano y la necesidad de responder, a tiempo y de manera adecuada, a las situaciones peculiares de las expresiones religiosas, desde la caridad pastoral, el discernimiento y la efectiva evangelización.
    Este servicio de nuestros obispos se inserta en el empeño colegial asumido por el episcopado español, respondiendo a las orientaciones y sugerencias recibidas del papa Juan Pablo II en su visita apostólica a España. Consiste en “el propósito firme de potenciar la vida cristiana de nuestro pueblo”. Comprende un aprendizaje para “vivir como comunidad concreta y bien definida, dentro de un ámbito social y cultural que no siempre comparte nuestra fe ni nuestros criterios morales”; la promoción de “una clara conciencia de lo que somos como cristianos y como miembros de la familia católica”. A tal fin se establece, entre otros objetivos, la prioridad de la catequesis integral, en sus diversas modalidades, para fundamentar una fe verdaderamente personal, clarificada y arraigada.
    Nuestros obispos asumen colegialmente con el resto del episcopado español los grandes temas de la Iglesia y de la sociedad española, al par que afrontan los aspectos particulares que vienen exigidos por las circunstancias de sus diocesanos.
    Las nuevas consideraciones pastorales sobre el catolicismo popular quieren señalar algunos datos concretos que reclaman la atención especial de los agentes de la evangelización. Se recuerdan los análisis que hoy se hacen sobre religiosidad popular y se indican criterios y orientaciones concretas para la actuación de cuantos se relacionan con la piedad popular: sacerdotes, organizaciones, dirigentes seglares, educadores y catequistas.
    El documento quiere ser un instrumento de estudio y un punto de partida para el discernimiento, la tutela y promoción de la identidad cristiana, la educación popular en la fe y la organización de actos religiosos, romerías, procesiones, etc. Prestará, sin duda, un servicio a quienes deseaban criterios autorizados para actuar con la prudencia y la coherencia que merece el respeto al pueblo y exige la evangelización. Y es, sobre todo, un nuevo impulso para acometer con realismo y adecuada pedagogía la educación en la fe del pueblo cristiano.
    El respeto al servicio a los fieles que, de una u otra manera, participan de la piedad popular, comprende:
–    Cuidar el carácter religioso y eclesial de las manifestaciones y celebraciones religioso-populares.
–    Garantizar la identidad cristiana en el actual contexto cultural y social.
–    Tutelar la libertad de los creyentes, ante posibles manipulaciones, para que sean y se expresen como tales.
–    Valorar la dimensión cultural de tales expresiones desde la autenticidad religiosa, sin reduccionismos.
–    Promover vías de discernimiento eclesial al servicio de nuestro pueblo y de su evangelización.
    Los obispos salen al paso de una necesidad pastoral, tan ligada a la vida de fe de nuestro pueblo, poniendo en manos de sacerdotes y fieles un documento breve y sencillo, al par que claro, oportuno y sugerente, de cuyo estudio y acogida cabe esperar nuevas iniciativas en el interior de las comunidades parroquiales, de las asociaciones y hermandades para cooperar conjuntamente al objetivo común de la educación popular en la fe.
ANTONIO HIRALDO VELASCO
Secretario General del Episcopado del Sur de España

I. PUNTO DE PARTIDA
El documento de trabajo de 1975
    Hace ya diez años que los obispos del sur de España presentamos un documento de trabajo sobre el Catolicismo popular. Fue publicado como “instrumento de estudio, de diálogo y de acción apostólica”. Sin el “carácter de una carta pastoral colectiva”, pero sin quedarse en un “estudio privado de los muchos y valiosos que se publican continuamente”
    Un repaso detenido a este documento nos descubre la permanente actualidad y validez de sus puntos de vista, de sus análisis, de las sugerencias pastorales que contiene, de su visión sobre la evolución de los hechos. Es muy interesante saber qué incidencia ha tenido en los planteamientos generales de la pastoral de nuestras diócesis, en nuestros sacerdotes, religiosas y seglares relacionados con el tema.
    Cuando concluye dicho documento manifestando que “no quiere ser otra cosa que una modesta aportación y una encarecida exhortación al trabajo de todos, para clarificar un hecho religioso tan complejo, para encontrar la actitud y el tratamiento pastorales más adecuados al esfuerzo de su promoción evangélica”, un camino a recorrer queda abierto. Es fácil responder que ese camino no se ha recorrido, si nos lo preguntamos. Pero es más difícil saber hasta qué punto se está recorriendo.
    La evolución posterior de los acontecimientos parece exigir que hoy se entre con decisión por este camino. Mientras las manifestaciones del catolicismo popular se presentan cada vez más como signo de maduración cultural y de identificación de nuestro pueblo, una pastoral incompleta puede desaprovechar cauces favorables de auténtica religiosidad, empleando energías en luchar contra corrientes en sí legítimas o coadyuvando el vaciamiento religioso de las manifestaciones populares.
    Urge, pues, volver a la reflexión pastoral sobre el catolicismo popular. Porque es necesaria la permanente reflexión de la Iglesia sobre sí misma, y el catolicismo popular es parte del ser eclesial. Porque sigue sintiendo la necesidad de equilibrar la atención pastoral a la masa y el cultivo de minorías activas que late en el fondo del catolicismo popular. Porque, finalmente, éste sufre constante transformación, influido por los más diversos factores de nuestro entorno.
Documentos del Magisterio, estudios e informes posteriores
    No ha faltado, por otra parte, en estos diez años, una evidente continuidad en la preocupación de la Iglesia sobre este tema. Buena prueba son las diversas enseñanzas de Pablo VI y Juan Pablo II, la serie de nuevos documentos episcopales, de estudios y de informes que han visto la luz desde entonces. Todos ellos dan material y orientaciones muy útiles par la necesaria reflexión pastoral .
Criterio pastoral que guía esta reflexión
    El criterio que nos guía al reemprender hoy nuestra reflexión está contenido en estas palabras de Juan Pablo II a todos los obispos de ambas provincias eclesiásticas en la visita ad limina: “La religiosidad de vuestro pueblo merece vuestra atención continuada, vuestro respeto y cuidado, a la vez que vuestra incesante vigilancia, a fin de que los elementos menos perfectos se vayan progresivamente purificando y los fieles pueden llegan a una fe auténtica y una plenitud de vida en Cristo” .
    Está también esta reflexión dentro de los objetivos que la Conferencia Espiscopal Española ha señalado en su actual Programa Pastoral. Se refiere en su conjunto al criterio quinto de las directrices pastorales aprobadas por la XXXVIII Asamblea Plenaria el día 24 de junio de 1983: “Clarificar los contenidos de la fe para asegurar la identidad del mensaje cristiano y su adaptación al hombre de hoy”. Este criterio es desarrollado con las siguientes ideas: “En época de cambios rápidos y profundos, como dice el Vaticano II, el mensaje cristiano tiene una doble exigencia: la de conservar fielmente su identidad y la de ser un mensaje vivo para el hombre histórico, es decir, capaz de orientar su vida en cualquier circunstancia. Juan Pablo II subraya la necesidad de llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la altura y de las culturas” .
    Vamos, pues, en las páginas siguientes, a describir cómo ha evolucionado la situación del catolicismo popular en nuestro pueblo, cuáles son las claves a través de las que suele ser interpretado y valorado, para, en fin, intentar dar una visión pastoral y trazar unas orientaciones prácticas sobre el tratamiento pastoral con que creemos conviene enfocarlo.
    Lo hacemos como pastores de las catorce diócesis encuadradas en las provincias eclesiásticas de Granada y Sevilla, que comprenden toda la región andaluza, Murcia y el sur de Extremadura, más el archipiélago canario  .

II. SITUACIÓN ACTUAL
Auge de las expresiones del catolicismo popular
    Todos conocemos el gran número de expresiones del catolicismo popular existentes desde antiguo en la España meridional y en las Islas Canarias. Lo nuevo en nuestra región quizás sea la revitalización y el auge que se está dando en todas ellas, pero de una manera especial en las celebraciones de Semana Santa, en las romerías y fiestas patronales.
    El pueblo sencillo ve este crecimiento con gozo y alegría, participando religiosa y activamente en su expansión y en las celebraciones a que da lugar. Pero unas veces por falta de capacidad crítica y otras por exceso de fervor religioso, el hecho es que los fieles católicos no llegan a descubrir las manipulaciones a que algunas tendencias, determinados grupos y ciertos partidos políticos tratan de someter a muchas celebraciones religiosas.
    Buena parte de esa novedad se hace visible en el gran número de asociaciones religiosas y culturales que vienen surgiendo en torno a determinadas manifestaciones concretas del catolicismo popular. Pero más llamativo todavía resulta el interés de los jóvenes por crear, integrarse y participar en las asociaciones que las protagonizan y, sobre todo, en las celebraciones que promuevan.
    Se observa igualmente un progresivo trasplante de elementos de la religiosidad popular a las celebraciones sacramentales, rodeándolas del aire colorista y festivo propio de aquéllas.
Fomento por parte de las autoridades civiles
    Otro dato nuevo en la España actual es el interés que nuestras autoridades políticas vienen manifestando por la religiosidad popular. Procuran participar en los actos, los promocionan y hasta en ocasiones los subvencionan.
    Es difícil hacer un discernimiento general de las motivaciones últimas de este hecho. Siempre, en épocas pasadas, antiguas y recientes, la religiosidad popular ha vivido el riesgo de ser usada con objetivos no religiosos, y hoy, como ayer, las motivaciones últimas de los participantes son tan variadas como las actitudes íntimas ante la fe, desde el rechazo combativo hasta la identificación total, pasando por otras más complejas que ponen en relación los valores religiosos con los demás aspectos que tan variadas conexiones tienen con la religiosidad popular.
    Con todo, no parece que este comportamiento sea siempre consecuencia de una fervorosa fe cristiana. Porque no pocos de los que así actúan se manifiestan abiertamente no creyentes y algunos públicamente hostiles y en desacuerdo con la actuación y enseñanzas de la Iglesia católica.
    Si esta observación es real, se seguiría que muchos políticos se interesan por las expresiones del catolicismo popular más bien en cuanto son manifestaciones culturales. Celebraciones periódicas pertenecientes a la tradición del grupo social que, a lo largo del año, las organiza. Pero sin que perciban las experiencia espiritual, las creencias religiosas, las exigencias morales y la comunión eclesial que tales celebraciones comportan en la vida del pueblo cristiano.
    Es evidente, por otra parte, que la religiosidad popular católica ofrece a los políticos una excelente plataforma para conectar con los sentimientos profundos de los pueblos y ciudades que ellos representan. Y esto explicaría, al menos muchas veces, el interés, no precisamente religioso, con que presiden las procesiones, asisten a las misas patronales, etc., así como el deseo de organizarlas y la frecuente disposición para subvencionarlas.
    Otras veces la promoción de esta religiosidad popular aparece muy relacionada con los intereses económicos y comerciales que sus celebraciones y festejos movilizan en los núcleos urbanos y rurales en que se celebran.
    Preciso es decir que estas actitudes contribuyen eficazmente a producir un efecto secularizador, tendente a eliminar, en muchos actos religiosos de nuestro pueblo, su contenido espiritual y de fe. Ciertamente, la religión entre nosotros no queda oculta, invisible, no ha desaparecido de la vida social. Al contrario, se está haciendo más presente en la vida pública. Pero, mientras en otras ciudades la secularización se ha producido a través de un progresivo vaciamiento de lo sagrado en la sociedad, en la cultura y en las conciencias, en nuestro ambiente social este vaciamiento está manifestándose, paradójicamente, en la misma religiosidad. Al menos en las celebraciones religiosas populares. Se fomentan, se subvencionan y se cuidan, pero como si se tratase solamente de manifestaciones culturales del pueblo, de actos folclóricos, de días de grandes beneficios económicos, como si careciesen de sustancia espiritual, moral y eclesial, que son el auténtico origen y soporte de todo rito sagrado y, consiguientemente, de toda vivencia religiosa cristiana, personal o colectiva.
El interés científico por la religiosidad popular
    Nuevo es también el interés de muchos estudiosos por el análisis científico de los hechos reales a través de los cuales se presentan la religiosidad popular.
    Es éste un hecho que pensamos se puede relacionar con la autonomía política alcanzada por nuestro pueblo. La cual, como es sabido, ha suscitado un movimiento de búsqueda y promoción  de cuantos elementos caracterizan nuestra cultura y nuestra historia.
    Historiadores, filósofos, antropólogos, sociólogos, psicólogos, literatos, teólogos y políticos se han puesto desde hace poco a estudiar las raíces culturales sobre las que se asientan la identidad del pueblo. Bastantes de estas investigaciones, según se extienden, terminan estudiando determinados aspectos del catolicismo popular.
    Como en casi toda España, en el sur de la Península y en el archipiélago canario las manifestaciones religiosas populares son tal vez las que mejor expresan y diferencias lo que es la cultura auténtica en cada zona o comarca geográfica. Sus celebraciones siguen ofreciendo, a creyentes y no creyentes, el marco dentro del cual viven y crecen tanto realidades profundamente religiosas como otras realidades sociales de la población.
    Los obispos apreciamos y valoramos positivamente muchos de estos estudios, que pueden iluminar en estas diócesis nuestro trabajo pastoral. Pero hemos de decir también que no pocos de ellos adolecen de parcialidad y parecen brotar de unas motivaciones puramente arqueológicas, a saber: el afán por descubrir y revitalizar tradiciones perdidas y el mero deseo de conservar las existentes.
    La preocupación pastoral de la Iglesia va más allá de los objetivos que estos estudios sobre el catolicismo popular se proponen. Lo importante para la Iglesia es que el simbolismo religioso contenido en sus celebraciones sea comprendido y vivido por los fieles católicos. Por eso hemos de dudar en introducir en ellas cuantas modificaciones y adaptaciones sean necesarias para que promuevan, en cada época, la comprensión y la vivencia religiosa profunda que debe ser su origen y su futuro.
    Esta ha sido y es la práctica pastoral de la Iglesia cuando la fe cristiana entra en contacto con las diferentes culturales. Procura expresar y celebrar su fe con el lenguaje y los símbolos del pueblo que se acerca a ella. Así, la cristianización de antiguas fiestas paganas es una muestra de este esfuerzo de inculturación. Esto, por sí solo, no le quita valor cristiano a su celebración actual. En nuestra tierra, estas fiestas se han vivido y viven como fiestas cristianas que ofrecen una respuesta válida a la necesidad de manifestar la fe cristiana. Tienen el mérito de saber expresar lo genuino de la fe con los moldes propios de la tierra, de la manera propia de ser. Forman parte de nuestro patrimonio cultural y cristiano.

III. ALGUNOS ANÁLISIS ACTUALES: SU VALIDEZ Y SUS LÍMITES
    Estos modos de ver los hechos religiosos que estamos señalando son para muchos pautas de interpretación que están interfiriendo notablemente en el modo de tratar la vida religiosa de nuestro pueblo y que, por ello mismo, invitan a una consideración más atenta y profunda.
    Todo el mundo sabe que existen pautas propiamente religiosas para la interpretación de estos hechos. Nos las proporciona la llamada “fenomenología de la religión”, y a ella acudíamos en nuestro anterior documento del año 1975. El sentido de los sagrado, lo simbólico, lo festivo, lo místico …; los rasgos experenciales, los elementos rituales y devocionales, etc. Pero ahora se nos invita a atender a nuevos factores interpretativos, provenientes de otros campos: de algunas ciencias humana, de ciertas ideologías y de las aportaciones de una “teología crítica”, muy atenta a los postulados que de las anteriores se derivan. Se hace preciso, por tanto, un discernimiento riguroso entre componentes “religiosos” meramente naturales, muchas veces deformados y mezclados con elementos extraños y, por otra parte, el componente inconfundible de la fe cristiana, con sus exigencias claras y no adulterables.
Interpretaciones culturalistas
    La antropología cultural estudia el lado folclórico, lo que hay de peculiar en el genio de cada pueblo. Las ciencias sociales, las ciencias del lenguaje, las ciencias psicológicas, consideran cada una su propia perspectiva en los hechos religiosos. No hay, en principio, nada censurable en esta reducción metodológica desde el campo científico; sí hay que rechazar toda manipulación deformadora del hecho religioso, por muy científico que sea el instrumento que se use.
    Los hechos y costumbres de la vida religiosa de los pueblos están ciertamente sujetos a posibles procesos de deterioro. Van pediendo su intencionalidad religiosa y pueden quedar reducidos a costumbre o rito social: fiestas populares que tuvieran evidente sentido religioso; usos del santoral o del lenguaje relativo a la escatología como mero recurso ornamental; conmemoraciones de los difuntos como mero recuerdo familiar, etc., etc.
    Es evidente que si los fenómenos y las costumbres religiosas se estudian sólo con interés esteticista y se los fomenta sólo en esa perspectiva, o quienes los fomentan y toman parte en ellos se van imbuyendo de este enfoque reduccionista y parcial, irán perdiendo su mordiente religioso. Caerá en el vacío y en un rechazo progresivo todo intento de subrayar los contenidos religiosos que provengan de los pastores y aun de los mismos cristianos que todavía participan en ellos con verdadera fe. Las propuestas para potenciar con una catequesis adecuada las celebraciones de Semana Santa, por ejemplo, o de prolongarlas en una dinámica de compromiso cristiano, ¿no encuentran con frecuencia demasiadas dificultades y rémoras por parte de los grupos que las protagonizan, con el pretexto de que su finalidad en organizar “el culto externo”? ¿Es que acaso es legítimo en la Iglesia potenciar un “culto externo” si no va acompañado a un tiempo de las disposiciones internas que lo animan?.
    Contribuyen también, y a veces no poco, a esta desacralización creciente los medios de comunicación social. Acompañan en ocasiones a la retransmisión de procesiones u otras celebraciones católicas comentarios que, o bien las despojan de sus contenidos cristianos, o incluso las equiparan con las celebraciones paganas. Todo ello produce un impacto relativizador y aun de franca depreciación en la presentación de las ceremonias religiosas; bastan ciertos afectos hábiles de montaje, en la sucesión o contaste de las imágenes, para llegar a resultados muy negativos en el tratamiento de los temas religiosos.
    Se da también el fenómeno contrario: a ciertos períodos de concreta desacralización siguen períodos de recuperación religiosa. Y es claro que muchos elementos de nuestro folclore son susceptibles de ser asumidos en las catequesis, y aun en la liturgia, para nutrir la fe del pueblo; hay expresiones del lenguaje corriente popular en las que cabe subrayar su fuerza religiosa o por el contrario denunciar su deformación; ejemplos del santoral y de la Biblia que subsisten como meros motivos ornamentales; símbolos tan válidos teológicamente como el de las Cruces de Mayo o la celebración pascual y festiva de la Cruz, como “exaltación”, valdría la pena representarlos y explicarlos en el interior de las iglesias, ya que como fiesta externa popular es meramente secular.
Posiciones ideológicas
    Hay sistemas que llegan a configurar una concepción deformada del mundo y de la religión, afectando fuertemente a la conciencia religiosa. Son las ideologías. Particularmente cabe referirse aquí a las materialistas. Tanto el materialismo de signo capitalista, centrado en el interés económico, como el llamado materialismo histórico repercuten con sus planteamientos en la manera de ver y tratar la religiosidad popular.
    Las interpretaciones que el materialismo histórico hace del hecho religioso, ampliamente difundidos hoy, sirven de plataforma operativa a algunos militantes imbuidos de esa ideología. Para lo cual encuentran pábulo en ciertas deformaciones reales de las manifestaciones religiosas. Tales críticas, por tanto, pueden y debe ayudarnos a descubrirlas.
    En la medida en que los hechos religiosos reflejan de algún modo conflictos de clases –v.gr., en algunos lugares, cofradías enfrentadas en un mismo pueblo, que a veces se corresponden con distancia y oposición entre sectores sociales-, se prestan, sin duda, a ser interpretados y utilizados en la dinámica de la lucha de clases. Pueden darse también enfrentamientos de cofradías y grupos religiosos populares con la Jerarquía de la Iglesia, que sirven de pretexto para contraponer la Iglesia popular a Iglesia jerárquica, de donde se salta a la dialéctica entre opresores y oprimidos. Si las expresiones religiosas y quienes las realizan dejan de lado el compromiso en la caridad y la acción social, dan pie a ser interpretadas como falsa confraternización o tapadera que oculta y mantiene la división o como evasión carente de fuerza humanizadora y liberadora.
    Por otra parte, es preciso admitir y denunciar las deformaciones que pueden provenir del materialismo económico y sus manifestaciones de poder. Son los casos en que intereses no religiosos aparecen mezclados en la misma promoción o difusión de manifestaciones religiosas, que pueden ir desde el afán de protagonismo y exhibición, ya sea por parte de personas concretas, ya de determinadas instituciones o cuerpos sociales, hasta el afán interesado de propaganda y atracción para el turismo y otras formas de sometimiento a los intereses comerciales. Así se alteran arbitrariamente los horarios normales en ciertas conmemoraciones religiosas o su superponen procesiones de gran concurrencia son actos litúrgicos tan importantes como la Vigilia Pascual del Sábado Santo, por ejemplo, sólo en razón de meras conveniencias extrarreligiosas.
    Si los intereses que se mezclan con las motivaciones religiosas son sociales o políticos, se hace precisa una labor de discernimiento, de denuncia y de purificación, por mucho que pueda en ocasiones ser doloroso hacerlo. Si el ser católico se intenta justificar sólo, como título de tradición y orgullo, por el hecho de ser español, por pertenecer a la esencia de lo hispánico –como se ha dicho algunas veces-, se corre el peligro de excluir y hasta ahogar las auténticas motivaciones de fe, quedándose en un catolicismo sociológico meramente externo.
Discernimiento entre religiosidad y fe cristiana
    Esta tercera línea de interpretación surge ya desde dentro de la fe cristiana, como oferta liberadora, salvadora, frene a elementos de mera religiosidad natural, deformados en no pocas ocasiones. Y la crítica puede llegar al exceso, si de hecho se rechaza como vacía de fe toda religiosidad que no responda al esquema o si sólo se descubren en la religiosidad popular ciertos residuos de paganismo o superados, meras expresiones de subconsciente colectivo o simples manifestaciones folclóricas desprovistas de contenido cristiano.
    Conviene, no obstante, considerar atentamente muchas de estas críticas para poder llegar a un discernimiento equilibrado. No puede negarse que ciertos componentes característicos de la religiosidad popular la impurifican e incluso la contradicen, y que se hace necesaria una auténtica evangelización y catequesis cristiana para superar el peligro de adulteración que encierran. Así, por ejemplo:
–    La referencia aun cierto “terror sagrado”, o de miedo supersticioso a la Divinidad, que desvirtúa y olvida el mensaje evangélico de la Paternidad, del Amor de Dios.
–    La obsesión ritualista, que puede deformar el uso necesario del rito hasta llevarlo a extremos mágicos y que hay que contrapesar con la explicación del verdadero contenido de vida en los ritos de la Iglesia.
–    La frecuente tentación del egoísmo, de la “piedad interesada”, que instrumentaliza la religión al servicio de necesidades inmediatas de la vida y que es necesario prevenir con una seria formación evangélica acerca de la oración de petición, y especialmente con la oración de Jesús durante su agonía en el huerto y en la cruz, siempre subordinada a que “no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
–    La supervaloración del culto a los muertos y del culto a los santos y la tendencia a la multiplicación de mediadores, que aconsejan destacar siempre, por parte de la Iglesia, el papel propio del único Mediador y Salvador, Jesucristo, que, por otra parte, no excluye el honor, la imitación y aun la intercesión de los santos.
–    Otros componentes, como el legalismo, el celo excesivo o fanatismo, los falsos sentimientos de culpabilidad y de purificación ritual, sin verdadera conversión del corazón, etc.
    Todo lo dicho muestra cuán necesaria es, por parte de los educadores y pastores y por parte de todo cristiano despierto y responsable de su fe, el cuidado constante para dar, en todos estos aspectos, el enfoque justo en que debe situarse el cristiano desde la fe, en un esfuerzo constante de maduración.

IV. VISIÓN PASTORAL
Considerando todo lo dicho hasta aquí, podría decirse, simplificando, que, en el catolicismo popular aparecen riesgos e intentos de desplazar la esencia religiosa del mismo hacia parcelar que disputan a la Iglesia el papel que sólo a ella le corresponde. Particularmente importantes son aquellos que intentan resaltar de tal modo sus valores sociales, historicistas o políticos, que ignoran o niegan los religiosos. En ambas premisas encuentra base propicia el pensamiento teológico crítico para despreciar este tipo de comportamiento religioso. Todo lo cual produce en muchos una gran sensación de ambigüedad a la hora de plantear y orientar pastoralmente el catolicismo popular, en un momento en que se produce un evidente crecimiento del mismo.
Algunos criterios
    En esta situación, los responsables de la acción pastoral debemos movernos con suma discreción y guiados por criterios certeros. Son claros, ante todo, los siguientes.
    Procede, en primer lugar, reafirmar y proclamar el carácter religioso de las manifestaciones de religiosidad popular entre nosotros. Esta afirmación básica no es incompatible con el reconocimiento de que, en ellas, hay elementos menos maduros y deficientes. Pero lo cierto es que en el catolicismo popular está presente la verdadera fe cristiana y precisamente ha estado siempre presente la Iglesia. Una Iglesia que, durante siglos, se ha expresado así y ha hablado de esta forma a un pueblo concreto.
    Las manifestaciones del catolicismo popular tienen, además de carácter religioso, carácter eclesial; y la Iglesia, su magisterio y sus pastores tienen en ello mucho que discernir y que decir. Por eso nosotros no renunciamos a esta responsabilidad que hoy, más que nunca, nos acucia.
    Como pastores de la Iglesia no debemos consentir que nuestra religiosidad popular se convierta en foco de secularización de nuestro pueblo. Si hay en ella presencia y participación de autoridades y pueblo, debe ser como consecuencia de la fe en Dios, en el Dios cristiano, en el Dios trinitario que unos y otros profesan. La ficción y la idea de que no hace falta ser creyente, ni estar en comunión con la Iglesia, para poder participar en estas celebraciones religiosas no puede generalizarse ni convertirse en norma habitual de nuestras prácticas religiosas.
    Seguidamente, nos parece necesario denunciar con claridad las distorsiones con que actualmente presentan algunos aspectos de nuestro catolicismo popular. Todas ellas, de variadas motivaciones y de diversa gravedad, como hemos visto, suponen un atentado al patrimonio espiritual de los fieles. De modo especial, rechazamos las posiciones críticas que nacen dentro de la misma Iglesia y en nombre de la fe, cuando son totalmente excluyentes. Con palabras del documento de 1975, pensamos que no llevan a parte alguna lo mismo las actitudes “abandonistas o destructivas” que las “conformistas e inmovilistas”. Hemos de buscar y fomentar entre todos actitudes “constructivas y renovadoras”.
    Lo cual pone de relieve la urgencia con que hemos de adoptar posturas que lleven a un mejor tratamiento pastoral del catolicismo popular. Para ello, nos parece necesaria una seria reflexión, por parte de todos los responsables pastorales interesados, sacerdotes y seglares, orientada a purificarlo de elementos extraños, a desarrollar y mejorar los insuficiente aplicados y a aprovechar bien los más válido. Entre éstos no deben olvidarse la devoción a la Eucaristía, a la Pasión de Cristo y a la Virgen María, la fuerza de asociacionismo, el encauzamiento del interés juvenil, el valor religioso de lo festivo, etc.
    La preocupación predominante y meta de todo trabajo debe ser la urgente evangelización de nuestro pueblo. Ya el papa Juan Pablo II nos recordaba esto a los obispos del Sur el día 30 de enero de 1982, y los actuales programas pastorales de la Conferencia Episcopal Española apuntan a esta meta como prioritaria.
    En este aspecto recordamos justamente un valioso texto del papa Pablo VI en la Evangelio nuntiandi. La descripción de los valores y límites de la religiosidad popular y su entronque con la evangelización están admirablemente descritos. Lo que él dice refiriéndose a los más variados países del mundo es aplicable a nuestro ambiente. Para Pablo VI, esta realidad es “un aspecto de la evangelización que no puede dejarnos insensibles”. Porque “bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores”, por los cuales el Papa la llama “gustosamente piedad popular, es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad” (Evangelio nuntiandi, 48).

V. ALGUNAS ORIENTACIONES PASTORALES
    Queremos brindar finalmente, como resumen de las reflexiones anteriores, un elenco de orientaciones e iniciativas prácticas de tipo pastoral. Nos dirigimos con ellas a la comunidad eclesial y, en ella, a los católicos más conscientes, a los dirigentes seglares de instituciones relacionadas con el catolicismo popular, a los expertos en teología pastoral, a los responsables pastorales, entre los cuales nos encontramos. Esperamos que todos acojan su propia responsabilidad y unan su esfuerzo en esta labor común de promoción de los valores cristianos de nuestra Iglesia.
Frente a la posible ideologización y las manipulaciones del catolicismo popular
    1. Es necesario poner bien de relieve el carácter religioso y eclesial de las manifestaciones del catolicismo popular, lo cual implica: afirmar el papel del ministerio jerárquico en ellas; no estar ausentes como Iglesia en su promoción, manteniendo una presencia de Iglesia que señale y evite los desvíos y apoye y mantenga su sentido original; recordar en la predicación las exigencias de coherencia entre la fe, la moral y el compromiso cristiano que comporta la participación en estos actos, y más especialmente entre sus dirigentes.
    2. Hay que evitar las apropiación política de las manifestaciones del catolicismo popular, que puede manifestarse a veces en situaciones de inadecuado protagonismo de los representantes oficiales, más allá de la justa distinción con que la Iglesia siempre ha acogido su presencia como representación de las legítimas instituciones de la sociedad y del Estado; en la acción de grupos políticos y en el prurito de rendir ciertos honores políticos más o menos relevantes. Se deben evitar los propósitos de manipulación política y de instrumentalización comercial.
Frente a las interpretaciones culturales y su peligro reduccionista
    3. No es posible, ni tampoco conveniente, separar lo cultural y lo religioso en las manifestaciones del catolicismo popular: lo primero quedaría vacío y lo segundo desencarnado. Pero, admitido esto, es necesario evitar la reducción de las mismas a mera manifestación cultural. A este propósito es oportuno brindar información adecuada sobre tales manifestaciones a los medios de comunicación social, a fin de que resalten su dimensión religiosa, y promover estudios sobre la presencia del catolicismo en la historia y en la cultura de nuestro pueblo, como contribución a una historia de la Iglesia en esta área geográfica.
    4. Con el fin de evitar la secularización o vaciamiento religioso de las demostraciones religiosas populares, recomendamos:
–    Un esfuerzo por recuperar el valor religioso de ciertos signos ya secularizados, fiestas, ritos y costumbres.
–    El aprovechamiento de elementos tales como símbolos, lenguaje popular y fiestas populares para una adecuada catequesis.
–    Hacer un elenco detallado de los recursos pastorales que ofrece la tradición popular, con sugerencias para su aprovechamiento pastoral.
–    La incorporación de acciones pastorales a la dinámica de celebraciones populares, aprovechando celebraciones litúrgicas cercanas o creándolas, como preparación catequética.
–    La supresión de excesos y aditamentos impropios, a fin de que lo religioso hable por sí mismo.
–    El desarrollo del sentido cristiano de fiesta y fraternidad.
Discernimiento eclesial: religiosidad y fe cristiana
    5. Invitamos a los pastoralistas a un estudio que aporte más luz sobre cuestiones relacionadas con el catolicismo popular; lo cual supone, entre otras cosas menos importantes:
–    Buscar las posibles conclusiones pastorales nuevas que la evolución de la situación plantea, en especial la evaluación de los elementos teológicos y devocionales, de las expresiones culturales y artísticas y de las adherencias profanas inconvenientes.
–    Aclarar las cuestiones referidas a los valores pastorales del catolicismo popular, entre otras:
•    Posibles carencias en la cosmovisión cristiana que transmite el catolicismo popular.
•    Posibilidad y métodos de incorporación de los medios propios de transmisión de la fe cristiana a nuestros esquemas de evangelización y catequesis.
•    Posibilidad, oportunidad y medios de incorporación de su lenguaje y simbología a la liturgia.
•    Medios para que el sentido de grupo e identidad que crea normalmente el catolicismo popular tenga las notas de lo cristiano.
•    La defensa y promoción de las raíces e identidad de nuestra región como parte del compromiso cristiano con el hombre aquí y ahora; lugar de este compromiso concreto ante las formas de reivindicación política.
    6. En orden a crear en la Iglesia conciencia colectiva de la importancia del catolicismo popular, recomendamos:
–    – El estudio entre responsables pastorales de este tema, conociendo la documentación existente sobre el mismo, profundizando en sus valores para tutelarlos y promoverlos y en sus limitaciones y peligros de manipulación. Pertenece esto a los programas de formación permanente del clero y a la reflexión     entre responsables pastorales de los diversos niveles, así como a la formación de los dirigentes seglares de Hermandades y Cofradías.
–    Que los sacerdotes, en el tratamiento pastoral de los actos de catolicismo popular, sean conscientes de la posible manipulación de variadas tendencias a que pueden estar sometidos, y tengan en cuenta siempre las diferentes motivaciones que mueven en su participación a los diversos grupos: las personas sencillas, a las que hay que respetar y educar; los dirigentes seglares, acercándose por motivos menos religiosos, pueden encontrar una ocasión de ser evangelizados.
–    Los responsables de organizaciones de apostolado seglar presten atención a las posibilidades que ofrecen las manifestaciones del catolicismo popular como lugar de acción y compromiso de los seglares cristianos: normalmente se aprecia un alejamiento entre ambos sectores.
    7. Hay que impedir los intentos, aislados pero significativos por su notoriedad, de traspasar caprichosamente  a la celebración de algunos sacramentos elementos folclóricos en un montaje artificial: pueden ser elementos que frivolizan la acción litúrgica y la distorsionan, subjetivizando la celebración. Todo ello se agudiza si se añade la ostentación y la riqueza.
    8. Es necesario que los agentes de la acción pastoral, conscientes de los valores y deficiencias de la herencia de la Iglesia que hemos recibido, y que debe ser profundizada y corregida, busquemos una visión pastoral amplia que una la atención a estas formas de catolicismo popular y el esfuerzo por las formas más comunitarias y comprometidas de vida cristiana tradicionales y nuevas.
    9. Una consideración especial conviene dedicar a las fiestas patronales, las procesiones y las romerías populares. En todas ellas, junt oa la masiva participación o asistencia de numerosos fieles, se echa de ver fácilmente la activa diligencia con que un reducido grupo organiza, financia y da sentido a los actos. Tres palabras son precisas a este propósito.
    Ante todo hay que llamar la atención, con sincera simplicidad evangélica, sobre las posibles manipulaciones de la fe cristiana de que pueden ser objeto estos actos, como hemos dicho y anteriormente. La reflexión y la predicación deben crear conciencia de estos peligros en todos los fieles. No es tiempo de infantilismos e ingenuidades de unos ni de fácil distorsión o aprovechamientos ilegítimos de otros.
    Habrá que denunciar más seriamente aún la ostentación y la riqueza a que con excesiva frecuencia dan lugar estas manifestaciones .Ni los protagonismos y triunfalismos personales o familiares ni el despilfarro económico pueden tener cabida aquí. Sobre todo cuando entre nosotros tantos pobres y necesitados esperan una respuesta urgente y generosa de nuestra caridad y solidaridad. En este punto, la tradición cristiana de todos los siglos nos ofrece testimonios elocuentes. Hoy más todavía somos sensibles a ello. Es necesario que la sobriedad en lo ritual se convierta en ayuda efectiva a los que sufren.
    Es necesario igualmente invitar y cooperar a la mayor profundidad religiosa de estos actos. En este aspecto se puede y se debe avanzar mucho. La superficialidad, la inconsciencia, la falta de autenticidad deben ser superadas. Se hace por ello necesaria, como hemos indicado, la programación de catequesis preparatorias, la oración y la celebración litúrgica que preparen adecuadamente a los participantes. Otro medio puede ser la más amplia distribución de responsabilidades organizativas, de modo que sea más visible el clima comunitario y eclesial con que los actos se preparan y se desenvuelven. En todo caso, es necesario que los asistentes a la fiesta participen en las celebraciones propiamente religiosas y litúrgicas, de modo especial en la Eucaristía, y escuchen la Palabra de Dios.
    10. Mención especial merecen también, en algunas de nuestra regiones, La Hermandades y Cofradías, que canalizan asociadamente parte de la realidad que estamos considerando. Todo el Pueblo de Dios debe reconocer los valores que las adornan. Son una importante realidad de asociacionismo católico en nuestra iglesias. Tanto más cuanto que, en la sociedad, las diversas iniciativas de de asociacionismo encuentran muchas dificultades para prosperar por falta de participación ciudadana. También se nota esta dificultad en diversos ámbitos de nuestra vida eclesial. Aquí, por el contrario, se da una notable pujanza asociativa y, además, como hemos señalado, suscita la participación de los jóvenes con un entusiasmo, un desinterés y un espíritu de sacrificio notorios. Sus capellanes y dirigentes deben esforzarse más y más por mejorar su espíritu de piedad y oración, por incorporarlo a las tareas apostólicas, por desarrollar las iniciativas de caridad cristiana y por brindarles vías de de formación religiosa .Son caminos para superar sus carencias, ya que con frecuencia participan de las limitaciones y riesgos comunes a las diversas manifestaciones del catolicismo popular.
    Por este camino hay que continuar. Condición necesaria es la renovación y actualización de los estatuotas que las regulan conforme a las normas vigentes en nuestras diócesis. Ellos definan y señalen los medios para que las Cofradías y Hermandades sean realmente lugares de educación en la fe, de celebración de la misma, de caridad y comunicación de bienes, de testimonio de Jesucristo en el mundo. Además de sus misiones más tradicionales y específicas que ya cumplen, deben adquirir y mantener estas otras, que son esenciales en toda comunidad cristiana. También deben sentirse llamados a integrarse en los esquemas pastorales de sus Iglesias locales, integrando su acción en los planes de pastoral de conjunto y participando en los correspondientes consejos pastorales.

VI. CONCLUSIÓN
    Estas son las nuevas consideraciones pastorales sobre el catolicismo popular. Vista la evolución que se ha apreciado en estos años, quieren ser una nueva aportación a la profundización en tema tan complejo y variado: dentro de ciertas líneas comunes presenta también características propias en las diversas zonas, ciudades y pueblos. Esta constatación impone una última llamada a la sabia ponderación pastoral en el enjuiciamiento de situaciones y en la consecuente acción pastoral. Llevamos todos en el corazón la rica y cercana experiencia de la fe sincera y sencilla de tantos hombres y mujeres de nuestro pueblo que nos exige un gran respeto, amor y sensibilidad pastoral en el ejercicio de nuestra misión. Mejor que nuestras palabras, lo expresan las del papa Pablo VI en el citado texto de Evangelii nuntiandi, al hablar de los valores de la religiosidad popular y de su tratamiento pastoral:
    «Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción… La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes de las comunidades eclesiales, las normas de conducta con respecto a esta realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo hay que ser sensible a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuesto a ayudarla a superar sus riesgos de desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo» (EN 48).
    Pedimos a todos su colaboración en la promoción cristiana de nuestro pueblo y encomendamos este empeño a nuestro Señor y Salvador, cuyo Misterio Pascual nos preparamos a celebrar, con maría su Madre, que permaneció junto a la Cruz.

Miércoles de Ceniza, 20 de febrero de 1985.

JOSÉ MÉNDEZ ASENSIO, Arzobispo de Granada. CARLOS AMIGO VALLEJO, Arzobispo de Sevilla. RAFAEL GONZÁLEZ MORALEJO, Obispo de Huelva. JOSÉ ANTONIO INFANTES FLORIDO, Obispos de Córdoba. ANTONIO MONTERO MORENO, Obispo de Badajoz. RAMÓN ECHARREN YSTURIS, Obispos de Las Palmas. ANTONIO DORADO SOTO, Obispo de Cádiz–Ceuta. MANUEL CASARES HERVÁS, Obispo de Almería. DAMIÁN IGUACÉN BORAU, Obispo de Tenerife. JAVIER AZAGRA LABIANO, Obispo de Cartagena–Murcia. MIGUEL PEINADO PEINADO, Obispo de Jaén. RAMÓN BUXARRÁIS VENTURA, Obispo de Málaga. RAFAEL BELLIDO CARO, Obispo de Jerez. IGANCIO NOGUER CARMONA, Obispo de Guadix–Baza.

Normas por las que se regula la creación de nuevas hermandades del Rocío en las diócesis de las provincias eclesiásticas de Granada y Sevilla

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    Los obispos de las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla establecen para sus respectivas diócesis las presentes normas, por las que se ordena el procedimiento para erigir canónicamente nuevas Hermandades del Rocío
Naturaleza
    1. Las Hermandades de Nuestra Señora del Rocío son asociaciones públicas de fieles, conforme a lo prescrito por el nuevo Código de Derecho Canónico en sus cáns. 298-320.
Requisitos previos a la erección de una nueva Hermandad
    2. Antes de proceder a aceptar la formación de una nueva Hermandad del Rocío se ha de verificar su conveniencia pastoral, analizando si los motivos que se exhiben al solicitar su creación responden a necesidades concretas y a los fines que el Código de Derecho Canónico reconoce a las asociaciones públicas de fieles.
    3. Corresponde al párroco en cuya demarcación parroquial se pretende crear la nueva Hermandad recabar el parecer de la Comunidad parroquial, bien a través del Consejo Parroquial de Pastoral u otro organismo similar, bien por procedimiento distinto, aprobado por el Ordinario diocesano.
    4. La iniciación de actividades de una nueva Hermandad del Rocío, en orden a su creación, comprende los siguientes requisitos:
    a) Autorización previa del Ordinario diocesano, oído el parecer del párroco (n.3).
    b) Inscripción de los fieles, mayores de edad, que se proponen este objetivo, en número no inferior a 100.
    c) A partir de la autorización previa por el Ordinario, desarrollo de un programa de formación cristiana, que comprenda los contenidos básicos de la catequesis de adultos, con especial referencia a los fundamentos del apostolado seglar, la celebración de la liturgia y del culto mariano. Este programa durará el tiempo conveniente para completar la formación de los hermanos.
    5. Las actividades correspondientes al período de iniciación serán orientadas, o al menos supervisadas, por el párroco.
Erección canónica
    6. Superado el período de iniciación, se podrá proceder a la redacción y presentación de los estatutos ante el Ordinario diocesano, solicitando su aprobación y la erección canónica de la nueva Hermandad.
    7. En tanto no se obtenga dicha erección canónica, los iniciadores de la Hermandad carecen de atribuciones para organizar actos públicos y recabar la ayuda económica de los fieles.
    8. En el texto de dichos estatutos deberán constar los fines específicos que la configuran y cuanto se refiere al régimen interior de la Hermandad, así como su inserción en la parroquia, a tenor del Derecho Canónico y las disposiciones sobre Hermandades y Cofradías vigentes en la diócesis respectiva.
    9. Una vez erigida canónicamente la nueva Hermandad, el Ordinario diocesano lo comunicará al Ordinario de Huelva, el cual dará cuenta, a su vez, a la Hermandad Matriz de Almonte, que sólo mantendrá relaciones con aquellas Hermandades que hayan sido notificadas en la forma antes dicha.
    Las presentes normas entran en vigor el día de la fecha.

Córdoba, 14 de octubre de 1983

ANTONIO HIRALDO VELASCO

Secretario General

Ante las elecciones para el parlamento andaluz

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    1. El pueblo andaluz se dispone a darse a sí mismo el primer Parlamento y el primer Gobierno autónomo, en unidad solidaria con los otros pueblos de España.
    Como obispos de la Iglesia en esta tierra, venimos siguiendo con interés y esperanza las etapas del proceso autonómico y nos hemos pronunciado sobre el mismo el febrero de 1980 y en octubre de 1981. Hoy volvemos a hacerlo, ante el momento, decididamente histórico, de nuestras primeras elecciones legislativas.
    2. claro que, como Pastores de la Iglesia, estamos al margen de posiciones de partido, respetamos todas las opciones democráticas y reconocemos la libertad de nuestros fieles para votar como les dicte su conciencia. Sólo nos corresponde recordar los criterios morales y los métodos evangélicos que deben guiar esa decisión personal.
    3. Consideramos, ante todo, un deber de los partidos aclarar abiertamente ante los electores el contenido de sus programas políticos, para que los votantes actúen con conocimiento de causa. En cuanto a los representantes que salgan elegido, habrán de sentirse obligados a legislar y gobernar en estricta fidelidad a los compromisos contraídos con sus electores. Toda la clase política ha de sentirse llamada a despertar la confianza del pueblo en los poderes públicos, anteponiendo el bien común a los intereses de partido.
    4. Con todo, el pueblo sigue siendo el verdadero protagonista de su propio destino y cada ciudadano comparte proporcionalmente esta responsabilidad. Que ni el desencanto ni la desconfianza, por muy justificados que puedan parecer, conduzcan a nadie a una abstención irresponsable. La Andalucía que queremos será la resultante de un empeño generoso y abnegado de todos sus hombres y mujeres.
    5. Se plantea a veces a la conciencia cristiana una cierta perplejidad. ¿A quién elegir o por quién votar, si ningún programa político responde plenamente al proyecto cristiano sobre el hombre y sobre la sociedad?¿Qué hacer cuando, incluso, se tienen graves reservas sobre los contenidos o tendencias del programa o de la línea de cada partido? Aquí deberá decidir un juicio prudente en dónde esté la solución más aceptable o la menos rechazable.
    6. Esto supone ciertamente reconocer lo que se vota, por qué se vota y en qué circunstancias se vota. Este obliga, sobre todo, a que nuestro voto sea consecuente con la madurez ciudadana y con la formación cristiana. Resultaría absurdo que la opción de un católico en las urnas fuera contradictoria con nuestra idea del hombre y de la sociedad, de los derechos humanos y de las reglas de convivencia, de los valores morales y de las creencias religiosas.
    7. Por lo que toca a la Iglesia, ella quiere estar presente, de una manera abierta, respetuosa y llena de esperanza en esta hora de Andalucía. Procuraremos poner a contribución todo lo que la Iglesia es y significa en esta tierra, para que nuestro pueblo se realice cada vez más por sí mismo y se desarrolle en todas sus dimensiones.

Córdoba, 17 de abril de 1982

Declaración colectiva de los Obispos de Andalucía ante el referéndum sobre el estatuto autonómico

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    Los obispos de las diócesis andaluzas venimos siguiendo, con interés pastoral, los pasos sucesivos que va dando nuestro pueblo hacia una creciente responsabilidad autonómica, dentro del marco unitario del Estado español.
    Cierto que, como ya dijimos en febrero de 1980, “la organización político-administrativa del Estado es materia opinable entre los ciudadanos y que nadie puede ser forzado ni impedido en una opción concreta por razón de su fe cristiana”. Pero el hecho de que el pueblo andaluz haya de adoptar medidas comprometen su futuro pone en juego el sentido moral de los ciudadanos y les obliga a elaborar un juicio de conciencia.
    Es en esta plano ético y espiritual –donde opera la responsabilidad íntima de cada persona y de cada cristiano- en el que encuentra su justificación la palabra evangélica de los Pastores de la Iglesia. La dijimos cuando se sometieron al electorado dos alternativas autonómicas sobre Andalucía. Y volvemos a decirla ahora, ante el referéndum del 20 de octubre, que somete a veredicto popular la aprobación o no del texto de Estatuto de Autonomía, elaborado por las fuerzas políticas andaluzas y hecho suyo por el Gobierno y el Parlamento español.
    Sea cual fuere la decisión personal a la que llegue en conciencia cada miembro del censo electoral, consideramos que a todos nos afectan las siguientes observaciones:
1.    No es moralmente correcto despreocuparse o inhibirse de los asuntos que conciernen al porvenir de nuestro pueblo ni de las fórmulas que se nos consultan para decidir en una u otra dirección.
2.    Carecen, por lo mismo, de justificación las actitudes ante el referéndum fundadas en la indiferencia, la comodidad, el apasionamiento, la insolidaridad o el menosprecio de los asuntos públicos.
3.    El referéndum sobre el Estatuto de Autonomía nos encara a todos los andaluces con nuestra responsabilidad ciudadana, nos exige un conocimiento básico de los que votamos o dejamos de votar y nos obliga a ponderar con seriedad las consecuencias de nuestra decisión.
4.    En cualquier caso, sobre el interés del propio partido o de la filiación ideológica, debe imponerse en un monumento como éste el bien general del pueblo andaluz, en apertura solidaria y cordial a todos los pueblos de España.
5.    A la luz de la doctrina social de la Iglesia, cada cristiano está llamado a participar en las tareas colectivas de la comunidad humana a la que pertenece, aportando a la vida pública el mensaje y el testimonio del Evangelio. En este sentido, Andalucía, por su postración social, por sus valores culturales y religiosos que la distinguen, constituye una llamada a nuestra conciencia creyente y a nuestra responsabilidad pastoral.
    Como pastores de la Iglesia en Andalucía, queremos permanecer fieles a estas exigencias y apoyamos sin reservas a cuantos realicen algo positivo a favor de nuestro pueblo.

Córdoba, 17 de octubre de 1981.

Líneas de acción para la pastoral educativa aprobadas por los Obispos del Sur de España

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1. EDUCACIÓN CRISTIANA
    1.1. Facilitar el progreso y el desarrollo de los "proyectos educativos" que se definen por su referencia explícita al Evangelio de Jesucristo, como un servicio leal a las familias y a nuestra sociedad y como un derecho de cuantos libremente lo eligen.
    1.2. Favorecer las iniciativas en curso para que la "escuela de la Comunidad Cristiana", como lugar de evangelización e institución eclesial, sea signo del Evangelio al servicio de todos, cauce del progreso humano en justicia, verdad y libertad y medio para la edificación de la Iglesia.

2. ENSEÑANZA RELIGIOSA ESCOLAR
    2.1. Desarrollar las líneas pastorales asumidas en el documento colectivo Las Iglesias diocesanas en Andalucía, relativas a los "dos grandes campos de atención y dedicación para los educadores de la fe. El primero, por prelación y amplitud, las comunidades de Iglesia: las parroquias principalmente y centros docentes con proyecto educativo explícitamente cristiano. El segundo, el mundo de la escuela en general, donde se imparte la formación religiosa, dentro del marco, constitucional y concordado, de la libertad religiosa" (n.55).
    2.2. Proseguir el diálogo y el estudio entre los sacerdotes, religiosos, padres y educadores, para lograr una verdadera comprensión y estima del significado y de la importancia de la enseñanza religiosa escolar a la luz de la doctrina de la Iglesia y de las orientaciones del episcopado. Entre otras cosas, hay que destacar la dimensión educativa y no meramente informativa de dicha enseñanza, de acuerdo con los fines de la escuela.
    2.3. Adoptar las medidas necesarias para garantizar a cuantos solicitan la enseñanza religiosa escolar el servicio de calidad al que tienen derecho. Urge prevenir el posible desencanto de los padres y alumnos que solicitan responsablemente esta enseñanza y, fundamentalmente, ser fieles a la seria responsabilidad que entraña la oferta del mensaje cristiano en el marco escolar.
    2.4. Para mejorar la calidad de la enseñanza religiosa se propone:
– conocimiento directo del desarrollo real de la enseñanza religiosa;
– formación permanente del profesorado:
● Desarrollo de cursillos en sus diversas modalidades.
● Promoción de equipos diocesanos o interdiocesanos de monitores;
– una atención preferente al trabajo académico y pastoral en las escuelas universitarias del profesorado de EGB;
– la organización de los departamentos y seminarios de enseñanza religiosa en los centros;
– la información y orientación sobre los catecismos y libros de texto existentes. Valoración y utilización de estos instrumentos.
3. SERVICIO PASTORAL A LA ESCUELA
    3.1. Promover acciones pastorales en el ámbito escolar (actividades complementarias de carácter formativo y de asistencia religiosa) con ocasión de la pastoral de la iniciación cristiana, los principales tiempos litúrgicos, las jornadas nacionales de Iglesia y otras posibilidades de pastoral juvenil.

4. RESPONSABILIDAD DE LA COMUNIDAD CRISTIANA
    4.1. Orientar las conciencias y las acciones pastorales de manera que los sacerdotes, religiosos y seglares asumen un papel activo y responsable para el desarrollo y cumplimiento de los objetivos de la enseñanza religiosa escolar:
– Es urgente lograr una nueva actitud positiva y corresponsable ante la formación religiosa escolar, como dimensión integrante de la acción pastoral  y de la misión de la Iglesia.
– Es necesaria una mayor sensibilidad y aprecio hacia cuanto significa la educación y la cultura en la vida de los hombres y de la sociedad, educación y cultura no son realidades ajenas a la misión de la Iglesia.
– El efectivo ejercicio de la enseñanza religiosa escolar interpela la conciencia de los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, padres de alumnos y educadores cristianos.
– La enseñanza religiosa y la catequesis son dos acciones complementarias que no se excluyen ni se suplen. Establecer una alternativa en esta materia es un falso dilema.
– La formación pastoral y apostólica de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos y seglares supone necesariamente una adecuada preparación en materia pastoral educativa, a la luz de la doctrina de la Iglesia.

5. PADRES DE ALUMNOS
    5.1. Orientar a los padres en los momentos en que deben decidir su opción a favor de la enseñanza religiosa, al inscribir a sus hijos en los centros. Las diócesis prestarán especial atención a este tema el próximo día 1 de junio.
    5.2. La petición de la enseñanza religiosa escolar para los hijos exige una positiva colaboración con el profesorado de religión y la dotación a los alumnos de los instrumentos necesarios para el estudio y formación. Los padres han de ser conscientes de la necesidad de seguir de cerca el proceso educativo de sus hijos y de dotarlos del imprescindible libro de texto de religión.
    5.3. Los padres cristianos han de participar en la vida de la escuela, desde su propia condición, con su presencia en las Asociaciones de Padres de Alumnos y órganos colegiados del centro, aportando los valores del Evangelio. Cumplirán mejor su deber de “primeros y obligados educadores” si se integran en grupos de matrimonios cristianos. Urge la promoción de una pastoral matrimonial y familiar en las parroquias.

6. PROFESORADO DE RELIGIÓN
    6.1. Los profesores de religión de los diversos niveles educativos son una porción cualificada del Pueblo de Dios en el desempeño de su función educadora, ya en virtud del sacerdocio común de los fieles o de su especial consagración y dedicación  a la oferta del mensaje cristiano a los alumnos.
    Hay que promover entre sacerdotes, religiosos y seglares el reconocimiento y apoyo efectivo a este profesorado y a su labor. Los obispos y los párrocos visitarán y tratarán personalmente a estos profesores.
    6.2. Las parroquias, los responsables de zona y delegados diocesanos han de disponer en el mes de septiembre de una lista de personas que puedan asumir, en caso necesario, la enseñanza diocesana religiosa escolar.

7. LOS EDUCADORES CRISTIANOS
    7.1. Hay que promover ámbitos de encuentro, estudio y diálogo para los educadores cristianos, profesores de diversas materias y niveles, a fin de ponen en común su fe, actualizar su formación y compartir sus experiencias. Urge la elaboración de material adecuado.
    7.2. Las parroquias, las asociaciones seglares y los organismos pastorales de la diócesis prestarán una atención singular a los alumnos de la Escuela Universitaria del Profesorado.

8. PASTORAL UNIVERSITARIA
    8.1. Dedicar una sesión de trabajo de los obispos del Sur al estudio de la pastoral universitaria.

9. COORDINACIÓN PASTORAL
9.1. El servicio de la Iglesia a la educación forma parte de la acción pastoral de las parroquias y arciprestazgos. El bien de los alumnos reclama una conjunción de esfuerzos para que cuantos integran la comunidad educativa (padres, alumnos y educadores) reciban una atención coherente y eficaz.
    9.2. Es necesario promover iniciativas que desarrollen, en la práctica, el principio de la complementariedad entre la enseñanza religiosa y la catequesis.
    9.3. Dotar a cada arciprestazgo o zona de un responsable de la pastoral educativa, para orientar, animar y coordinar a cuantos se ocupan de la educación cristiana.
    9.4. Intensificar las relaciones de los delegados diocesanos y responsables de zona con los Servicios de Inspección Técnica del Ministerio de educación y con los directores de los centros.
    9.5. Procurar una progresiva distribución de responsabilidades y funciones en la pastoral educativa a nivel diocesano o zonal. Hacer que el organigrama de la Delegación diocesana, estudiado en las reuniones del presente curso, cobre vida dedicando las personas necesarias.
    9.6. Mantener un sistema de colaboración y coordinación entre las Delegaciones diocesanas de enseñanza del sur de España, con la ayuda permanente de un obispo.

Córdoba, 12-13 de mayo de 1980.

Las iglesias diocesanas en Andalucía

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I. POR QUÉ TRATAMOS EL TEMA
Queridos sacerdotes, religiosos y fieles:
1. Pronto se cumplirá un decenio del primer encuentro fraternal entre los obispos del sur de España, cuando festejamos juntos en Montilla la canonización de San Juan de Ávila y tomamos el acuerdo de celebrar reuniones periódicas para poner en común nuestras vivencias pastorales y ayudarnos mutuamente en el servicio a nuestras comunidades.
    Son ya treinta los contactos de esta índole que nos han enriquecido y estimulado. A esa experiencia colegial debemos en buena parte una mayor sintonía con los problemas de la región y un conocimiento más hondo del catolicismo andaluz, al par que han crecido también nuestra amistad personal y nuestra comunión como hombres de Iglesia.
2. Del trabajo colegial entre las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla ha emanado igualmente una serie de documentos colectivos sobre la problemática social y pastoral de nuestro pueblo: la emigración, el paro, los temas educacionales, las responsabilidades políticas, la idiosincrasia religiosa, la situación del clero y de los aspirantes al sacerdocio .
    Desde hace años venimos reflexionando sobre un punto-eje de la fe y de la vida cristiana, por la importancia que encierra en sí mismo y por la atención y el esclarecimiento que parece reclamar en las circunstancias actuales. Es el de la Iglesia diocesana, como realización en cada diócesis del misterio de la Iglesia universal, como Pueblo de Dios que nos une a pastores fieles, como signo de salvación y de liberación en esta tierra y en esta hora, como casa de familia bien avenida y con muchas moradas, como comunidad profética que evangeliza y catequiza. Os presentamos en esta páginas el fruto de nuestras reflexiones, con la invitación a que las compartáis y a que las completéis con las vuestras .
Nueva conciencia comunitaria
3. Nuestro siglo es el siglo de la Iglesia. Pío XI, con su impulso a las misiones y a la Acción Católica; Pío XII, con su encíclica Mystici corporis, y sobre todo el Concilio Vaticano II, en el que la Iglesia católica respondió, como San Juan Bautista (Jn 1,22), a la pregunta “¿qué dices de ti misma?”, han situado el misterio eclesial en lo más hondo de la experiencia cristiana. En este proceso se sitúan la encíclica Ecclesiám suma de Pablo VI y el discurso a la Asamblea de Puebla de Juan Pablo II.
    Los teólogos han centrado en la eclesiología su reflexión sobre la fe; los laicos y los religiosos sienten que son Iglesia y hacen Iglesia, superando un subconsciente secular que reservado el nombre – y a veces el contenido de Iglesia – al clero y a la jerarquía. La misma espiritualidad está hoy penetrada de eclesialidad.
4. Sin embargo, no todo son luces en el horizonte. La conciencia del Pueblo de Dios, a partir del Vaticano II, ha ido descubriendo dos asechanzas para la vida eclesial del creyente: vivir el misterio de la Iglesia universal, sin compromiso con la propia comunidad diocesana, puede conducir a la evasión y a la abstracción; desarrollar la vida cristiana en una comunidad menor, sin referencia doctrinal, solidaria y vital a una Iglesia con mayúscula, nos empobrece en el parroquialismo, cuando no en el sectarismo.
    Parece claro que los católicos de hoy, al menos en nuestro pueblo, nos seguimos sintiendo con mayor intensidad fieles de la Iglesia universal y feligreses de nuestra parroquia que miembros de una Iglesia diocesana. La conciencia diocesana, que, como veremos, es importante, queda oscurecida entre la parroquial y la universal, necesaria ambas, pero insuficientes.
5. Registramos, por una parte, un descubrimiento de la dimensión comunitaria de la fe, que se traduce en la multiplicación de grupos, de equipos, de comunidades, de asociaciones, de hermandades, donde se comparte la fe, se ejercita la comunión, ser promueve el testimonio evangélico, se estimula el compromiso temporal.
    Con todo, la gran tarea pendiente recae sobre las grandes mayorías de cristianos, no sólo seglares, que aún no han superado los esquemas del individualismo religioso o que, quizá, vegetan en un parroquialismo rutinario, sin compromiso apenas dentro de su feligresía, y menos con la Iglesia diocesana. La diócesis debe ser la Iglesia, la Iglesia debe ser comunidad. ¡Y cuánto nos falta para llegar a esas metas!
    Mientras no superamos los clérigos, los religiosos y los laicos el concepto puramente territorial, demográfico, administrativo, funcional, de una institución de la Iglesia (diócesis, parroquia, casa o provincia religiosa) para descubrir, en ese cuerpo necesario, un alma de comunión y de participación interpersonal, no nos será fácil vivir como miembros activos de la Iglesia local.
Mentalizarnos y convertirnos
6. Para avanzar en esa dirección, los obispos queremos ofreceros, en este mensaje colegial, algo más que una lección de eclesiología proyectada sobre la realidad diocesana. Daremos, como es obvio, la importancia que merece a la doctrina, puesto que aún no hemos confrontado suficientemente con los datos de la fe y con las enseñanzas de la Iglesia el panorama real de nuestras Iglesias andaluzas. Pero, junto al esclarecimiento teológico, nos preocupa la transformación evangélica de nuestras mentalidades y de nuestras líneas de actuación, a nivel episcopal, presbiteral, religioso, laical. No soñamos en reformas espectaculares ni nos creemos capaces de volver del revés una realidad en la que se acumulan inercias seculares y sedimentos valiosos. Pero sí queremos iniciar una reflexión operativa que abra nuevos cauces a la comunión eclesial y al testimonio solidario de nuestras diócesis.
7. ¿Lograremos con ello ayudar a aquellos hermanos que sientan alergia instintiva ante la Iglesia institución, Iglesia oficial o ante lo que, en términos vulgares, denominan “tinglado”? Lo deseamos, al menos, con sincera voluntad y sin reticencia alguna.
    ¿Acertaremos a iluminar a aquellos otros que limitan la dimensión comunitaria de su fe al grupo cerrado, cuando no hostil, ante el resto del Pueblo de Dios?¡Qué gran servicio nos prestarían si, en el seno de la comunidad diocesana o parroquial, se convirtieran en fermento de comunión, con espíritu abierto y comprensivo!
    ¿Lograremos, al menos, sacudir la inercia mental y espiritual de tantos creyentes “instalados” que no viven apenas las exigencias de su bautismo, ni construyen activamente el Reino de Dios, ni se sienten acuciados por los problemas de los hombres?
    Una Iglesia diocesana renovada debe ofrecer espacios de encuentro, calor de comunión, apertura de espíritu para acogerlos a todos, al tiempo que descubre caminos atractivos para que marche unida, con sus quiebras y ritmos diferentes, la gran familia de los hijos de Dios.
8. Este mensaje se extiende también a otras personas y problemas, tangentes y conectados con la misión de una Iglesia que ha vivido durante siglos en esta tierra y con este pueblo y quiere seguir encarnada en su historia. Nuestras diócesis está enclavadas en el marco histórico de una Andalucía que intenta ahora definir su identidad, conseguir cotas legítimas de autogobierno y superar su endémica postración social y cultural, en igualdad y solidaridad con los otros pueblos de España.
    La Iglesia no es indiferente a este proceso, antes bien lo encuentra coherente con los valores cristianos y desea aportar una respuesta peculiar (religiosa y evangélica) a la problemática de Andalucía.
    Toda nuestra nación ha iniciado una etapa espiritual de nuevo cuño al sancionar en la Constitución la libertad religiosa y al canalizarla en los nuevos acuerdos con la Santa Sede. La enseñanza, el matrimonio, la economía de la Iglesia y otros capítulos importantes de nuestra vida religiosa se ven afectados por la nueva situación y reclaman de nosotros respuestas creativas y sentido de futuro. ¿Sabrán asumir ese talante nuestras comunidades diocesanas?
    Ancho horizonte el que se abre ante nosotros, ya contemplemos hacia adentro, ya hacia fuera, la realidad de la diócesis andaluzas en 1980. Quisiéramos empujarlas con esperanza hacia el tercer milenio en el espíritu que irradia la encíclica Redemptor hominis, de nuestro Santo Padre Juan Pablo II. Ojalá acertemos siquiera a iniciar ese camino.

II. REDESCUBRIR LA IGLESIA DIOCESANA
9. “Las Iglesias, por entonces, gozaban de gran paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo” (Hech 9,31). En este y otros pasajes de los Hechos de los Apóstoles, lo mismo que en otros textos de las cartas paulinas, se expresaba en los tiempos apostólicos la manifestación plural de la única Iglesia. Los creyentes en Jesús vivían, sin dualismo alguno, su pertenencia a una comunidad de fe (familiar, grupal, urbana, regional) denominada Iglesia en todos los casos, y la común inserción en la única Iglesia de Cristo: “llamados y consagrados con todos los que, en cualquier lugar, invocan el nombre de nuestro Señor Jesús, Mesías, Señor de ellos y nuestro” (1 Cor 1,2).
    En toda la historia cristiana los creyentes han experimentado, y superado con mayor o menor equilibrio, esa tensión bipolar dentro del misterio de la única Iglesia. El catolicismo anterior al Concilio Vaticano II marcaba el acento sobre la vertebración de cada fiel con la cristiandad universal más que sobre los compromisos del mismo con su diócesis propia. Tal vez se trataba de una reacción subconsciente, arrastrada durante siglos, ante las escisiones padecidas por la Iglesia, en Oriente y en Occidente.
La eclesialidad de la diócesis
10. El Vaticano II ha sabido darnos, sin acentos polémicos ni vaivenes pendulares, la doctrina de la Iglesia sobre el misterio de la Iglesia. Ante todo, mostrándola como católica y universal, Cuerpo único del Señor, Pueblo santo de Dios, sacramento de salvación para todos los hombres. Ni siquiera las divisiones de los cristianos pueden romper la unidad de la Iglesia. Ese dato de fe, que recogen todos los símbolos, se nos muestra en la constitución conciliar Lumen gentium con un vigor teológico y cristológico impresionante.
    La catolicidad de la Iglesia no sólo hace referencia a su implantación en todos los pueblos – cosa que al principio no ocurría -, sino, sobre todo, a su presencia en todas las Iglesias y con la totalidad de sus elementos en cada una: sacerdocio, profetismo y realeza. Iglesias particulares, “formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única” (LG 23).
11. El término diócesis, sacado, como el de provincia y el de metrópoli, de la organización administrativa del Imperio romano, hace referencia al territorio donde se asienta una determinada colectividad de fieles bajo el cayado pastoral de un obispo. En el lenguaje usual se habla más de diócesis que de Iglesia particular, quizá por la facilidad del primer nombre y la claridad de su significado. Pero nos ronda el peligro de subrayar los elementos topográficos, sociológicos, organizativos, jurídicos, tanto de los jerarcas como del pueblo creyente que rigen.
    Por eso consideramos positivo que el Concilio Vaticano II, aunque siga utilizando profusamente y en recto sentido el vocablo histórico de diócesis, haya recuperado el idioma neotestamentario al denominar Iglesias a unas comunidades más restringidas que la catolicidad universal. Queda así definitivamente superado el recelo instintivo de llamar Iglesia a la diócesis.
    Si bien, más que el nombre, lo que hace al caso es su contenido religioso, el dato de fe que se encierra en la denominación. El propio Concilio nos ayuda a desentrañarlo.
12. La definición más rica y actualizada de lo que es una diócesis o Iglesia local nos la ofrece el decreto conciliar sobre el ministerio pastoral de los obispos: “La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía al obispo para ser apacentada con la colaboración de los sacerdotes, de suerte que, adherida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo, por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en la que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una , santa, católica y apostólica” (CD 11).
13. En ninguna otra institución, comunidad o grupo se hace presente, con tal plenitud y seguridad, el ministerio de la Iglesia de Dios.
    En la diócesis se encuentran los siguientes elementos:
    El Espíritu Santo.    La apostolicidad.
    El Evangelio.    El obispo pastor.
    La Eucaristía.    Los sacerdotes.
    La unidad.    Los fieles, religiosos y laicos.
    La santidad.    La comunión recíproca.
    La catolicidad.
    Por ser Iglesia de pleno derecho, aunque circunscrita geográfica y demográficamente a una “porción del Pueblo de Dios”, a la diócesis le son aplicables todas las riquezas de la eclesiología. Y quizá el paso de mentalización, de auténtica conversión, más importante que tenemos pendiente al respecto sea el de aplicar, con todas las consecuencias, a nuestra Iglesia diocesana cuanto venimos llamando y viviendo, con referencia universal, conciencia de Iglesia, sentido de Iglesia, espíritu de Iglesia.
Como en la Encarnación y en la Eucaristía
14. “La Iglesia, difundida por todo el orbe, se convertiría en una abstracción si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias particulares” (EN 62). Podemos decir que “somos” Iglesia en dimensión universal; pero “vivimos” la Iglesia en la realidad concreta y tangible de nuestra vinculación diocesana.
    Ayuda a captar esta realidad teología la referencia, imperfecta como todas las comparaciones, a dos grandes misterios de nuestra fe: el de la Encarnación y el de la Eucaristía. La Iglesia de Cristo toma cuerpo, como su Señor, y se hace carne en la historia humana al concretarse en un pueblo, una historia y un estilo, que la hacen Iglesia de Corinto, de Tokio, de Kampala, de Huelva o de Cartagena. E imita también el misterio eucarístico del Cristo completo en cualquier fracción del pan, al estar presente, como Cuerpo de Cristo también ella, en todas y cada una de las comunidades diocesanas.
15. “La apertura a las riquezas de la Iglesia particular – dice Pablo VI en la Evangelii nuntiandi – responde a una sensibilidad especial del hombre contemporáneo” (n.62). Sin duda, forma parte del designio de Cristo sobre su Iglesia que el Evangelio se traduzca en una variada gama de expresiones culturales, de acentos propios, de respuestas autóctonas, donde se manifiesta la catolicidad del Pueblo de Dios, cristianismo africano, europeo y japonés; Iglesias de Iberoamérica, de Polonia o de Andalucía.
    En tanto una diócesis es y se llama Iglesia en cuanto hace presente a la que es única y católica. Pecaría por exceso y caminaría a su autodestrucción una Iglesia particular que subrayara tanto sus elementos locales, sus datos diferenciadores, todo lo peculiar y autóctono, hasta oscurecer su pertenencia a un pueblo de Dios universal. En caso semejante, esta institución “perdería su referencia al designio de Dios y se empobrecería en su dimensión eclesial” (Ibíd.).
    “Sólo una atención permanente a los dos polos de la Iglesia –concluye Pablo VI – nos permitirá percibir la riqueza de esta relación entre Iglesia universal e Iglesia particular” (Ibíd.).
No reducir la eclesiología
16. Bajando al terreno de las actividades y de las actuaciones personales, resulta incuestionable que, ante el hecho eclesial diocesano, debemos situarnos en la misma posición de fe con la que, como creyentes católicos, nos situamos ante el misterio de la Iglesia de Cristo. La profesamos en el Credo, junto a los grandes misterios de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como una, santa, católica y apostólica.
    Sabemos bien que, hasta en sus momentos más altos, la Iglesia peregrina no ha dejado de ser una comunidad de pecadores, lo mismo a escala universal que en su realidad diocesana. Pero el creyente asume este dato ya anticipado por Jesús en sus parábolas (trigo y cizaña, red con diferentes peces) sin descalificar a la Iglesia como sacramento de salvación. Sabe que, sobre la humanidad de la Iglesia, muchos se preguntan, con mayor razón que Natanael sobre Cristo: “¿De Nazaret (de esta intitución, de estos hombres) puede salir algo bueno?” (Jn 1,46). Pero quienes saber liberarse de un racionalismo que no salva, quines se dejan iluminar por el Espíritu, reconocen sin esfuerzo en esta institución visible – universal y local – la Iglesia única del Señor, en cuyo seno han sido llamados a la salvación.
    No es preciso acumular demasiados argumentos para respaldar esa afirmación. Los mejores cristianos la viven con serenidad y alegría, sin que esto les dispense de hacer cuanto esté a su alcance, sin orgullo y sin angustia, por purificar el rostro humano de la Iglesia.
17. Debilitan esta posición de fe aquellos cristianos que subrayan obsesivamente los aspectos organizativos, institucionales, sociológicos de la Iglesia como institución visible y añoran demasiado otras épocas en las que se acentuó su carácter de “sociedad perfecta”, paralela a la organización estatal, aunque con fines espirituales. Un excesivo culto a la eficacia temporal de la Iglesia y una homologación poco discriminada con otras instituciones terrenas termina por empañar su testimonio y restarle credibilidad ante los hombres.
    La cercanía y la familiaridad deben impregnar, sobre todo, el estilo de la Iglesia diocesana, por ser ella el ambiente normal donde el clero, los religiosos y el laicado experimentan su condición eclesial. Fuerte responsabilidad para nosotros los obispos, para nuestras curias diocesanas, para toda la indispensable organización comunitaria, que, con su lastre de siglos, presenta no pocas veces una imagen anquilosada, como si prevaleciera en ella la letra sobre el espíritu. Somos conscientes del fenómeno y de los imponderables que obstruyen su superación; pero quede patente aquí nuestra voluntad de mejora.
18. También se da una eclesiología reduccionista, muy repetida en la historia del cristianismo, en aquellos otros que convierten la tensión dialéctica entre carisma e institución, pueblo y jerarquía, evangelio y norma, Cristo y la Iglesia (bipolaridades constitutivas del ser cristiano, que le enriquecen y dinamizan, y que no pueden anularse jamás), en dualismo maniqueo, más o menos confesado. Se descalifica de antemano a la Institución, la Jerarquía y la Ley, para presentar una Iglesia del Espíritu y del Evangelio, como si aquellos elementos no estuvieran dentro de la Iglesia del Señor. Nace esta actitud, como en seguida veremos, de una reducción subjetiva del concepto y el hecho del Pueblo de Dios, tal como nos lo define el Concilio.

III. EL PUEBLO DE DIOS, AQUÍ
19. La parcialidad de los diferentes enfoques, recién descritos, nos remite a la plenitud doctrinal de las enseñanzas conciliares, que tienen su raíz y su tronco en la constitución Lumen gentium, y dentro de ella en el capítulo II, sobre el Pueblo de Dios. Lo damos por conocido y meditado, limitándonos aquí a subrayas, en perspectiva de Iglesia diocesana, algunas afirmaciones luminosas.
    Y, ante todo, el hecho mismo de que los padres conciliares privilegiaran, entre todas las definiciones e imágenes de la Iglesia, esta de Pueblo de Dios. Enraizada con fuerza singular en el Antiguo Testamento, ensancha la dimensión restringida de Israel para descubrirnos un pueblo universal, santo, peregrino, cuyos miembros participan de la dignidad, de la igualdad, de la libertad de los hijos de Dios, que tienen como ley la caridad y como meta el Reino del Padre.
    Pueblo de profetas, sacerdotes y reyes, con carismas diferentes y equilibrada armonía entre pastores y fieles, presididos en la caridad por el sucesor de Pedro. Caben en él los catecúmenos, los iniciados, los cristianos maduros.
    Poseen notables elementos de este Reino y de este Pueblo nuestros hermanos de las Iglesias cristianas separadas, y en diferente medida, todos los hombres de buena voluntad que buscan a Dios con sincero corazón (UR n.3).
20. Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que en la Iglesia no hay ni masa ni elite. La Iglesia no es ni un pueblo masificado ni un pueblo de selectos. No somos un pueblo masificado, porque cada uno es llamado por su propio nombre a la fe (cf. Is 43,1; 45,4; 48,8; Rom 8,30; 1 Cor 7,17; Gál 1,15; 1 Tim 2,12; 5,24; 2 Tim 1,9; 1 Pe 1,15; 2,9). Ni somos un pueblo de seleccionados, porque para Dios no hay acepción de personas ni acostumbra llamar atendiendo a los posibles méritos previos de los llamados (cf. 2 Crón 19,7; Rom 2,11; Ef 6,9; Col 3,25; Sant 2,1; 1 Pe 1,17).
    Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que cada uno de nosotros tiene que trabajar constantemente por desarrollar en su persona la “conciencia de miembro”, superando a toda costa el pronunciado individualismo con que hemos vivido tantas veces nuestra vocación cristiana en todas sus dimensiones: culturales, sociales, económicas, morales, etc.
    Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que en la Iglesia persona y comunidad son realidades insuprimibles, que están en una continua tensión, por la que la persona no puede crecer a costa de la comunidad ni la comunidad puede servirse de las personas anulándolas e instrumentalizándolas. La Iglesia es el lugar donde la persona tiene que crecer gracias a su pertenencia a la comunidad y donde la comunidad crece gracias a la aportación de cada persona.
Nuestras raíces cristianas
21. El Pueblo de Dios encarna en los pueblos de los hombres y se reviste de sus peculiaridades. Es lo que se llama hoy inculturación o aculturación del cristianismo, elemento muy importante de toda evangelización.
    Hablemos, pues, del Pueblo de Dios aquí, en esta Andalucía de historia milenaria y de un presente enormemente vivo. Nuestras Iglesias diocesanas se remiten por tradición a la época apostólica y acreditan históricamente su presencia pastoral y sus gestas de martirio a partir del siglo III. A comienzos del IV, el Concilio de Ilíberis (Granada) sitúa en el primer plano de las Iglesias de España y de la cristiandad a un buen número de diócesis asentadas en la Bética romana.
    Desde entonces nuestras comunidades de fe escriben páginas brillantes en la época patrística: Osio de Córdoba, Gregorio de Elvira, Isidoro de Sevilla; completan la gesta misionera con la catolización de los visigodos, resisten durante siglos la presencia musulmana, con capítulos tan gloriosos como las comunidades mozárabes y su insigne martirologio cordobés; y pasan también por los períodos oscuros, hasta la práctica desaparición de toda presencia visible de la Iglesia en la época inmediatamente anterior a la Reconquista. Nuestra región es reengelizada por impulso de San Fernando en el siglo XIII (Andalucía central y occidental) y de los Reyes Católicos en el siglo XV (Andalucía oriental).
    En el Siglo de Oro nuestras cristiandades renovadas pueden ya aportar a la Iglesia de España y a la universal figuras tan preclaras como San Juan de Dios y San Juan de Ávila, el arzobispo Guerrero, el teólogo Francisco Suárez y el escritor fray Luis de Granada. Posteriormente nuestra historia eclesiástica discurre paralela a la de las demás diócesis españolas.
22. Desde la Reconquista hasta bien entrado el siglo XX, nuestra conformación religiosa, la presencia de la Iglesia en la sociedad y la idiosincrasia espiritual del pueblo se han definido por lo que hoy se llama un régimen de cristiandad. Su último capítulo ha sido el recién expirado Concordado de 1953. Por cristiandad entendemos un modelo de sociedad donde la fe cristiana o católica se da por supuesta en la generalidad de la población; donde la Iglesia es reconocida como institución inspiradora de valores, costumbres y normas de convivencia, y donde la acción pastoral propende más a conservar mediante el culto y la catequesis que a renovar y evangelizar con talante misionero.
    En España y en Andalucía han hecho acto de presencia, desde la Ilustración hasta hoy, los grandes movimientos ideológicos, sociales y políticos de la Europa moderna, produciendo un impacto profundo de secularización y, por ende, un pluralismo real, también en el orden religioso. Ni es objetivo afirmar que “España ha dejado de ser católica”, ni responde a verdad dar por supuesto el compromiso de fe de todos nuestros conciudadanos, aunque esté bautizados en su casi totalidad. Nuestra realidad religiosa es hoy a la par, en proporciones diferentes en cada sitio y difíciles de cuantificar, Iglesia de cristiandad e Iglesia de misión.
    El dato es aplicable a Andalucía, quizá con mayor intensidad en su exigencia misionera. Porque nuestras diócesis están estructuradas casi todas en provincias con capitales grandes y núcleos de población importantes, en contraste con el centro y el norte de la Península, que se caracterizan por su atomización en pequeñas parroquias rurales. Al ser más urbana, Andalucía refleja con mayor fuerza el proceso de secularización. A esto se añade el fenómeno del turismo y el dato de que seis de sus ocho provincias tienen acceso al mar; y es sabido que, por lo común, el litoral, que ayudó en su momento a la evangelización, contribuye ahora al pluralismo y al estado de misión. Finalmente,  la depresión cultural de Andalucía es también carencia de catequización y de prácticas sacramentales, aunque no siempre de fe profunda.
Nuestra fisonomía como pueblo
23. En otras ocasiones los obispos de la región hemos reflexionado sobre la tipología profunda de nuestro pueblo, singularmente en sus rasgos religiosos. Consideramos válido el diagnóstico que publicamos en 1975 en nuestro documento sobre el Catolicismo popular en el sur de España. Copiamos algunos párrafos:
    “Caracterizan a nuestro pueblo su honradez y limpieza moral y su inteligente laboriosidad, unidas a la serenidad y dominio de sí y de su vivísima emotividad; su mesura y buen sentido, su estimación de la cultura y su gozo ante la belleza; la intensidad con que vive el presente y su profunda filosofía de la vida y de la muerte. Le caracteriza también su cordial capacidad de apertura y acogida, su excepcional facilidad para la comunicación y el diálogo, su generosa y valiente solidaridad, junto con un pronto espíritu de servicio, ayuda y comprensión, su fortísimo y entrañable afecto a la familia. Le caracterizan, en fin, entre otros muchos valores, su fértil ingenio y viveza rápida de comprensión y de expresión y su gran capacidad de síntesis; una natural distinción y dignidad que revisten de finura, señorío y buen gusto aun a las personas de más humilde condición; un alegre sentido de la fiesta y un inagotable buen humor para sobreponerse a las penas, admirablemente armonizado con su seriedad para afrontar serena y juiciosamente las cuestiones serias de la vida, con entereza para aceptar reveses y desgracias , y con larga paciencia para soportar las privaciones, las humillaciones y las discriminaciones injustas que lleva consigo la inveterada y dura situación regional, resultado de muchos avatares históricos, opresiones endémicas y estructuras insolidarias.
    No es menos cierto que estos valores están muchas veces bloqueados, como decimos, por lamentables taras colectiva, psicológicas o morales, que es preciso tener el valor de decirle al pueblo, por doloroso que resulte, si de veras se quiere su liberación humana y cristiana y borrar la imagen que otros han formado de él. Tales son: una cierta desidia indolente, la tendencia a un fatalismo conformista, un individualismo fortísimo…” (n.6.3).
El catolicismo popular
24. En el aspecto religioso, el documento citado intenta un análisis amplio y profundo del hecho cristiano en Andalucía, con sus luces y sus limitaciones, con su pobreza y su grandeza. Sin optar, lógicamente, por una “pastoral de cristiandad”, que no respondería ya, aplicada en exclusiva, al estado real de nuestras diócesis, hacemos allí una constatación efectiva y un juicio de valor matizadamente favorable de lo que llamamos “catolicismo popular”. El diagnóstico se condensa en estas líneas:
    “En nuestro catolicismo popular aparece, ante todo, la presencia básica y decisiva de elementos de verdadera fe cristiana, Es cierto que, con frecuencia, los hallamos deformados, incipientes o sin madurez, y que los modos subjetivos con que los entiende esa fe popular no coinciden perfectamente con los contenidos revelados y requieren una profundización catequética. Pero, no obstante, se trata de fe verdadera en Cristo y no tan sólo de anticipaciones pre-evangélicas que estuvieran revestidas de manera  puramente externa como imágenes cristianas, o que hubieran cristalizado con el tiempo en tradiciones populares de apariencia cristiana …
    Hasta tal punto es esto verdad, que la situación religiosa de nuestras regiones puede definirse, de hecho, por el catolicismo popular, que es propio y peculiar de sus gentes. Sobre esa realidad global de base descansa cuanto existe, a los demás niveles, en nuestras Iglesias diocesanas” (n.4).
¿Pueblo de Dios o clase social?
25. De una tal encarnación de las esencias cristianas en el marco geográfico e histórico de Andalucía no deben sacarse consecuencias desmesuradas. ¿Son dos mapas superpuestos, con idénticas medidas, el del Pueblo de Dios en Andalucía y el del pueblo andaluz, sin más? Dicho queda más arriba que, aunque sobreviven entre nosotros abundantes realidades de una Iglesia “de cristiandad”, pesa mucho también el fenómeno de la secularización, incluso entendido como oscurecimiento de la fe y pérdida del sentido religioso. Son muy numerosas las personas y los grupos humanos que constituyen para la Iglesia un campo preocupante de la “pastoral de misión”.
    Y observamos ante este fenómeno dos falacias contrapuestas que enmascaran la realidad: la de aquellos que se resisten ante la historia y siguen esclavos de modelos del pasado sin aprestarse a evangelizar a millares de supuestos creyentes; confunden Pueblo de Dios con pueblo a secas. Y lo mismo les pasa, en la acera contraria, a los que, sin compromiso alguno personal con la fe ni con la Iglesia, consideran patrimonio de todos (celebraciones religiosas, tesoros de arte sacro) lo que corresponde a la comunidad cristiana. Con generosidad y buen sentido, sin juzgar conciencias ni violentar la sensibilidad colectiva, habremos de ir avanzando hacia una clarificación de esferas y competencias. Como bien han afirmado otros obispos españoles, no se puede confundir, sin más, Pueblo de Dios con municipio.
26. Pide asimismo un esclarecimiento el fenómeno de las “comunidades cristianas populares” o, en expresión más corta, de la “Iglesia popular”. Se trata aquí de un movimiento con implantación en Andalucía y en otras regiones españolas. Militan en sus filas sacerdotes, religiosos y religiosas, con seglares de uno y otro sexo. Se inscriben estas comunidades dentro del denominador más amplio de las conocidas como “de base”, aunque con fisonomía propia.
    Estos hermanos nuestros parten de lo que ellos llaman una “teología popular” elaborada en el seno de las propias comunidades con planteamientos cercanos a los de la teología de la liberación. A juzgar por sus escritos – boletines y folletos -, consideran que la Iglesia nace y crece en el pueblo y del pueblo, entendiendo por pueblo la clase social más deprimida y asumiendo la lucha de clases como método válido para la transformación de la sociedad y reforma de la Iglesia, divididas en opresores y oprimidos. La Iglesia popular hace una “opción de clase” por los segundos. No todos los escritos ni todas las actitudes expresan esta radicalidad de planteamientos. Y, en lo que toca a las personas, se dan profusamente en estos grupos hombres y mujeres con sincera voluntad cristiana e incluso con espíritu de Iglesia, quienes aseguran que en modo alguno quieren constituir una Iglesia paralela. Pero algunas actitudes y algunas afirmaciones doctrinales, repetidamente manifestadas, difícilmente salvan a determinados miembros de esas comunidades de tan grave peligro.
    Cuando hablan, con lenguaje equívoco, de reformular la fe por su cuenta y riesgo; cuando critican sistemática y despiadadamente al Papa y a los obispos; cuando se muestran insolidarios con la generalidad de la Iglesia, tal como existe; cuando conculcan en sus celebraciones las más serias normas litúrgicas e incluso atentan contra la doctrina católica sobre el sacerdocio; cuando avalan posiciones equívocas o rechazables sobre el aborto y divorcio .., difícilmente salvarán el peligro de confundir la fe de los sencillos y de resquebrajar la comunión de la Iglesia.
27. No procedemos aquí una condena formal de errores, y menos de personas; pero sí advertimos, como pastores de las Iglesias de Andalucía, sobre unos peligros ciertos y graves que pueden deteriorar las mejores intenciones. Os prevenimos contra el desprecio hacia otras personas y comunidades de Iglesia y hacia el ministerio jerárquico como tal. No puede aprobar esto el Señor. Demostraos a vosotros mismos, con gestos eficaces, que sois fieles a la fe de la Iglesia, que respetáis su magisterio, que ni de palabra ni de obra ensayáis comunidades paralelas.
    Pablo VI supo analizar en la Evangelio nuntiandi (n.58), con su lucidez y finura características, las luces y las sombras del fenómeno mundial de las comunidades de base. Revisad vuestra experiencia a la luz de sus palabras. Sed fermento y levadura dentro de la única Comunidad cristiana, con mayúscula, y no reduzcáis, ni siquiera en vuestras expresiones, el Pueblo de Dios universal a una clase social, por muy digna y sufrida que sea. Todos arrastramos mucha pobreza delante de Dios y a todos nos ha salvado su Hijo Jesucristo.

IV. UNA COMUNIDAD DE COMUNIDADES
28. No nos convertiremos a una vivencia profunda de la Iglesia diocesana, ni ésta, como institución visible, responderá al designio del Señor, mientras no penetremos en el meollo religioso, en el misterio salvador, que anida dentro de ella y da sentido a sus estructuras y a sus funciones. Una vez dicho que en la Iglesia local se hace presente, con toda su riqueza, el misterio de la Iglesia única, todo lo demás es una derivación obvia.
    Dentro del universo de la fe, la Iglesia es un “misterio de comunión”, estrechamente ligado al de la Santísima Trinidad. Un pueblo, como dice San Cipriano, “reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (De oratione dominicali, 23). Doctrina ratificada por el Concilio con estas luminosas palabras: “El supremo modelo y supremo principio de este misterio (el de la Iglesia) es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo” (UR 2). Unidad en la pluralidad, comunidad sin mengua de lo más personal de cada uno. Esta es la ley suprema del misterio trinitario y del ser profundo de la Iglesia.
    Una sola Iglesia diocesana acoge dentro de sí los diversos ministerios y funciones, los más variados carismas, la plural condición sociológica, económica, cultural e incluso ideológica de sus miembros. Unidad y catolicidad son términos inseparables, dialécticos, complementarios. Sólo con categorías de fe y de docilidad al Espíritu podemos vivir como una síntesis, sin tensiones angustiosas ni polarizaciones excluyentes, nuestra pertenencia activa a una Iglesia local.
    Una inspirada expresión de este misterio nos la da San Pablo con su imagen de la Iglesia-Cuerpo de Cristo, en la que cada miembro, sano o enfermo, afecta a la totalidad del organismo, de suerte que un crecimiento o una debilitación parcial justifica sin más la afirmación de que es la persona la que crece o se debilita. Cada miembro sirva a la unidad del cuerpo y de la persona y recibe, en contrapartida, un servicio semejante (1 Cor 12).
29. Toda comunión supone elementos comunes en quienes la comparten. Etimológicamente, esta palabra, communio, en latín, nos remite al término munus, con su doble significado de don o regalo y de tarea o deber. La comunión, en este caso, equivale a recibir o disfrutar juntos unos dones y asumir solidariamente unas responsabilidades.
    En su entraña teológica, la comunidad cristiana –digamos aquí diocesana- es una comunidad de creyentes, de hermanos y de testigos, a un tiempo santos y pecadores. “Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituye Iglesia, a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera” (LG 9).
    La importancia y la peculiaridad de una Iglesia particular y de las comunidades que la integran se debe precisamente a que en esos niveles más reducidos se experimentan en directo los dones y los valores de la comunión: se intercomunica la fe de los miembros, se celebra en común la Eucaristía, se practica el amor fraterno a través del conocimiento mutuo y la acción comunitaria, se hace más visible plásticamente el misterio de la Iglesia una y heterogénea.
El obispo, un signo de comunión
30. No se trata de una comunidad acéfala ni amorfa. Es jerárquica y está estructurada en diversos ministerios y estamentos. Empecemos por el más señalado, el ministerio episcopal. El obispo es elemento constitutivo e indispensable de la Iglesia local: “Una porción del Pueblo de Dios, confiada al obispo, para ser apacentada con la colaboración de los sacerdotes” (véase n.12). “En la persona de los obispos, quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles” (LG 21). Ellos “rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es el mayor ha de hacerse con el menor, y el que ocupa el primer puesto como el servidor”. “Los obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de la unidad en las Iglesias particulares” (LG 23).
    En la Iglesia, los pastores son “pueblos” en cuanto miembros vivos del Cuerpo místico, del que sólo Cristo es la cabeza; pero no son “pueblo” en cuanto asumidos por Jesucristo como ministros suyos: están puestos al frente del mismo en función de la Cabeza. Este misterio eclesial ha sido puesto en plena luz por el Concilio.
31. Según la famosa expresión de San Agustín, “con vosotros somos cristianos y para vosotros somos obispos”. En las circunstancias actuales, que no son precisamente fáciles para el servicio jerárquico, quisiéramos cada uno de nosotros encarnar fielmente la figura episcopal diseñada por nuestros hermanos los obispos participantes en la III Conferencia Latinoamericana, celebrada, hace ahora un año, en Pueblo (México):
    “El obispo es signo y constructor de la unidad. Hace de su autoridad, evangélicamente ejercida, un servicio a la unidad; promueve la misión de toda la comunidad diocesana; fomenta la participación y la corresponsabilidad a diferentes niveles; infunde confianza en sus colaboradores, especialmente presbíteros, para quienes debe ser padre, hermano y amigo (LG 28); crea en la diócesis un clima tal de comunión eclesial, orgánica y espiritual, que permite a todos los religiosos y religiosas vivir su pertenencia peculiar a la comunidad diocesana, discierne y valora la multiplicidad y variedad de los carismas derramados en los  miembros de su Iglesia, de modo que concurran, eficazmente integrados, al crecimiento y a la vitalidad de la misma; está presente en las principales circunstancias de la vida de su Iglesia particular” (Puebla 79, n. 533).
La parroquia y otras comunidades
32. Crear comunión en el seno de la Iglesia diocesana exige hacer de ella una verdadera comunidad de comunidades. Porque los fieles cristianos están articulados en unidades menores, algunas con gran solidez institucional. La más universal y típica en la parroquia, llamada con acierto célula de la Iglesia, porque también ella reproduce a su modo la unidad y pluralidad del Pueblo de Dios. Cuenta con un territorio, una porción de fieles, un presbiterio que los pastorea en nombre del obispo. En su templo se confiere el bautismo, se proclama la Palabra, se celebra la Eucaristía y los sacramentos, se cultiva la vida cristiana. Institucionalmente, la parroquia es una comunidad, porque posee los elementos humanos y teológicos para serlo.
    Pero se dan diversos grados e intensidades en la vivencia de la comunión entre el párroco y los feligreses, de éstos entre sí y con otras parroquias. A veces la magnitud de la demarcación, el excesivo número de fieles, la pasividad religiosa de éstos o el escaso dinamismo pastoral del clero, reducen a la parroquia casi a una oficina de servicios religiosos. En cambio, observamos también, y con estimulante frecuencia, comunidades parroquiales vivas, donde la evangelización, la catequesis, la acción caritativa, el culto participativo y vivo, constituyen un signo poderoso de la Iglesia del Señor, en los más variados ambientes. No es justo dar por liquidada la institución parroquial, como si fuera incapaz de crear e incrementar la comunión cristiana en un mundo secularizado. Muy por el contrario, la parroquia, aunque está expuesta a limitaciones y peligros, y no es la fórmula exclusiva de comunidad, seguirá engendrando hijos de Dios y construyendo el Cuerpo de Cristo.
    Normalmente, las parroquias más vivas son, a su vez, las más relacionadas con otras comunidades de fe y con la Iglesia diocesana como tal. De suyo, una diócesis, en su articulación comunitaria y canónica, es ,ante todo, un conjunto de parroquias unidas al obispo. También se vertebran en arciprestazgos y en zonas, logrando con ello, sobre todo a nivel presbiteral, nuevas cotas de comunión.
33. Expresión de Iglesia y cauce de comunión son también, dentro del pueblo cristiano, las asociaciones, movimientos y hermandades, con fuerte tradición y viva actualidad en nuestras diócesis de Andalucía. Florecen asimismo en la Iglesia de hoy muchas y muy variadas experiencias comunitarias, generalmente en unidades restringidas.
    Al hablar del Pueblo de dios hicimos referencia a las “comunidades de base” y a la “Iglesia popular” (n.26 y 27). Nos referimos ahora a sendos movimientos comunitarios de importancia creciente en nuestras diócesis: las comunidades neocatecumenales y las carismáticas. Las primeras tienen fuerte implantación en numerosas parroquias de Andalucía y han hecho tomar conciencia de su ser cristiano y de su dimensión comunitaria a hombres y mujeres de todas las edades, practicantes o alejados, mediante un contacto vivo con la Palabra de Dios y un lento proceso de conversión. La fuerza mundial de este fenómeno espiritual ha interesado en él a los dos últimos Papas, cuyos estímulos y orientaciones hacemos nuestros.
    En cuanto a la renovación carismática, su origen es exterior a nuestras fronteras e incluso más amplio que los propios límites de la Iglesia católica, como exigencia de transformación en el Espíritu y como escuela gozosa de oración personal y comunitaria. En este campo tan delicado, la experiencia secular de la Iglesia nos alecciona de que no apaguemos el Espíritu por miedo al subjetivismo ni ignoremos ese escollo en nuestro entusiasmo religioso.
34. Comunidades de especial calificación en la Iglesia han sido siempre las de religiosos y religiosas. No vamos a ponderar aquí el valor de su carisma ni la significación fundamental de la vida consagrada dentro del Pueblo de Dios. El Concilio ha ratificado la intensa eclesialidad de estas familias religiosas, su vinculación con el obispo (LG 45) y su inserción en la comunidad diocesana (CD 33-35). ¿A qué nivel de empobrecimiento llegarían nuestras Iglesias de Andalucía si de pronto desaparecieran los monasterios contemplativos, los centros asistenciales, los colegios de todos los niveles de enseñanza, los templos servidos por religiosos, las actividades teológicas, pastorales, catequéticas, litúrgicas y espirituales, que vosotros y vosotras promovéis y atendéis? Y más que vuestras obras, vuestras personas y comunidades. ¡Qué intensa presencia la de las religiosas en Andalucía! ¡Qué valiosa, aunque no tan numerosa, la de los religiosos!
    Por eso hay que considerar como un don del Espíritu la conciencia actual de pertenencia a la Iglesia diocesana y el compromiso con ella que viven tantos religiosos, individualmente y como comunidades, y también la mayor valoración de vuestras personas y de vuestras obras, la creciente incorporación a las responsabilidades parroquiales y diocesanas y el cariño más profundo hacia vosotros y vosotras, a que nos sentimos llamados los obispos. Estos son los caminos de la comunión eclesial a los que exhorta, con gran riqueza de espíritu, de doctrina y de fórmulas operativas, el documento Mutuae relationes, publicado hace dos años, con la aprobación del Papa, por las Sagradas Congregaciones para los Religiosos y para los Obispos.
En comunión con las demás  Iglesias
35. No es raro que en muchas agrupaciones humanas, no excluidas las de índole religioso, la compenetración entre sus miembros de puertas adentro se trueque en cerrazón, cuando no en hostilidad, hacia personas o grupos del exterior. Una comunión así desmentiría su carácter de cristiana. La que se vive en la Iglesia diocesana carece de fronteras, aunque la diócesis las tenga. Sabemos que la unidad de la fe, de la Palabra de Dios, de la Eucaristía, del Espíritu Santo, del amor cristiano, del ministerio de Pedro, vincula estrechamente a todos los hijos de la Iglesia católica. Aunque por nacimiento, domicilio, vivencias afectivas y compromiso directo estén enraizados en una Iglesia local, su comunión se extiende a todas las demás, unidas a la de Roma, madre y maestra.
    “Dentro de la comunión eclesiástica –dice el Concilio- existen legítimamente Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el Primado de la Cátedra de Pedro, que preside la Asamblea universal de la caridad, protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad, en lugar de dañarla” (LG 13). La comunión de cada Iglesia particular con la Iglesia de Roma es para todas ellas garantía de su fidelidad a Cristo y de su comunión recíproca.
    La sensibilidad católica, de la que no está ausente el Espíritu Santo, traduce esta comunión de fe y de disciplina con la sede romana en veneración y amor hacia el sucesor de Pedro, haciéndose eco, a su manera, de la predilección de Jesús por el primero de sus apóstoles. Sentir y fomentar el amor al Papa constituye un signo vigoroso de comunión eclesial, al  alcance de los sabios y de los sencillos. Y  no tiene nada que ver con mitologías o vedetismos humanos ni con cultos totalitarios a la personalidad. Nos movemos aquí en categorías de fe y en espíritu de Iglesia, cuando traducimos en cariño a la persona toda nuestra veneración por su ministerio.
    Esto no impide una valoración serena de los méritos, del estilo, de la personalidad de cada Papa, de excluye, en lo accidental, preferencias personales. Pero sí debería cerrar el paso al despego y a la críticas desconsideradas y hasta ofensivas, tanto más cuanto que, de ordinario, tienen su origen en perjuicios ideológicos, en informaciones parciales o falsas y en los mimetismo gregarios de la mota. Esto tampoco debe dar pie a otros para hacer del Papa un arma arrojadiza y considerar enemigos suyos a los que él trata como hermanos.
    Vaya desde aquí nuestra comunión gozosa y plena con el Pontífice actual, Su Santidad Juan Pablo II, con cuya persona y magisterio queremos caminar unidos en el pastoreo de nuestras Iglesias de Andalucía.
36. Al Concilio Vaticano II le debemos también la toma de conciencia sobre la colegialidad de los obispos y la fraternidad entre las Iglesias. En sus documentos hemos aprendido que “el cuidado de anunciar el Evangelio en el mundo pertenece al cuerpo de los Pastores” (LG 23), “cada uno de los cuales, con su propia comunidad, ha de mostrarse, como San Pablo, solícito por todas las Iglesias. Cada diócesis viene obligada, por un imperativo de fraternidad, a suministrar personas y medios a las que están constituyéndose –misiones- y a las necesitadas de clero o de recursos materiales” (cf. CD 6).
    La primera y más apremiante traducción de tal espíritu es la acción evangelizadora en tierras de infieles para implantar en ellas nuevas Iglesias particulares. Las de Andalucía están allí representadas por admirables misioneros y misioneras; pero se impone incrementar esa presencia con nuevos obreros del Evangelio. ¿Cuántos jóvenes nuestros escucharán esa llamada? La conexión entre las Iglesias no brota ocasionalmente de la necesidad de unas y de la caridad de otras, sino que, por su raíz teológica, ha de regir siempre y manifestarse en expresiones institucionales, , cuales son la provincia eclesiástica entre las diócesis limítrofes, presidida por un Metropolitana, y las Conferencias Episcopales de ámbito regional, nacional o incluso internacional.
    Entre nosotros, la constitución, a raíz del Concilio, de la Conferencia Episcopal Española ha dado a la Iglesia en nuestro país una cohesión y un impulso sin precedentes. Los obstáculos obvios que encuentra en su rodaje una institución colegial de tanto alcance no han impedido que la presencia y la voz del Episcopado español se manifestaran , con su orientación y con su estímulo, en los grandes momentos y problemas del pueblo cristiano.
    Los obispos del sur de España, integrados canónicamente en las provincias eclesiásticas de Granada y de Sevilla,, podemos ofrecer, como sabéis, una experiencia peculiar, cual es la de nuestros encuentros periódicos desde hace diez años, que hacen posible, por ejemplo, una reflexión pastoral como la que realizamos en esta carta colectiva. Ya hablamos al comienzo (n.1) de las ventajas que se han seguido para nosotros y para nuestras Iglesias de esta comunión episcopal activamente ejercitada. Nos proponemos mantenerla e incrementarla en el futuro, y extenderla, como ya viene ocurriendo, a otros sectores del Pueblo de Dios en Andalucía: organismos pastorales, institutos religiosos, movimientos de apostolado laical.

V. LA CONSTRUCCIÓN DE LA IGLESIA DIOCESANA
37. La Iglesia es siempre un don y una tarea. Dios Padre, por su Hijo en el Espíritu, nos ha regalado y mantiene indefectibles los elementos permanentes de la comunidad cristiana: palabra, sacramentos, ministerios. Pero el Pueblo de Dios, en su carrera histórica, está siempre en camino hacia la construcción del Reino de Dios, del que la Iglesia visible es germen y principio (LG 5); hemos de avanzar tenazmente cada día en su realización, hasta que logremos su plenitud en la gloria del Padre. Es lo que se ha llamado tensión escatológica de la Iglesia, entre el “ya” y el “todavía no”.
    Esta referencia esencial de la Iglesia al Reino la mantiene siempre en exigencia renovadora. De aquí nace la esperanza como actitud cristiana de base; de aquí la disconformidad del cristiano frente a este mundo que insinúa con sus logros los valores del Reino, pero no alcanza a realizarlos, o incluso los corrompe; de aquí la extraña mezcla de aprecio y de relativización que siente el creyente maduro ante todo lo creado; de aquí, finalmente, esa desazón en la que tiene que debatirse la comunidad cristiana cuando siente que “no tenemos aquí la ciudad permanente” (Heb 3,1.4), pero que, al mismo tiempo, es “en esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia, que puede anticipar de alguna manera un vislumbre del siglo futuro” (GS 39).
    En términos neotestamentarios y conciliares, al referirnos a nuestras diócesis, hablamos de las Iglesias que peregrinan en Córdoba, en Jaén o en Cádiz. Lo de peregrinante no es un adjetivo poético, sino una condición sustantiva del Pueblo de Dios en este mundo. Nuestra Iglesia diocesana no puede afincarse ni instalarse cómodamente, consolidando inercias o rutinas que frenen su dinamismo; se siente pecadora y, por ello, necesitada de continua conversión (cf. LG 8). De ahí que lo que llevamos escrito sobre la teología y la espiritualidad de la Iglesia diocesana deba concretarse ahora en compromisos peculiares de todo el Pueblo de Dios. Entendemos que cualquier reforma o renovación, para ser eficaz, debe afectar a las personas y a las estructuras, a los aspectos carismáticos y a los institucionales de la Iglesia.
Cómo ejercer el ministerio episcopal
38. Se nos plantea, pues, de arranque la responsabilidad personal del obispo en el pastoreo de la diócesis, para que ésta se conduzca de veras como Iglesia particular y como comunidad de Cristo Resucitado. Antes reprodujimos (n.31) el diseño ideal del obispo, trazado por la Asamblea de Puebla. No ignoramos, por comprometedor que resulte para nuestras personas, que, al actuar, como dice el Concilio “in persona Christi”, personificando a Cristo, quedamos obligados a ser testigos privilegiados de su amor a la comunidad cristiana y a todos los hombres (cf. CD 11).
    El triple ministerio de maestro, sacerdote y pastor habremos de ejercerlo sin anular ninguna otra función ni carisma, potenciando a los demás ministros, a las comunidades consagradas y al laicado; pero sin eludir tampoco la carga y el compromiso anejos al carácter episcopal. La historia nos dice que, en los grandes momentos de renovación eclesial, el Señor suscitó en su Pueblo una generación de Pastores a la altura de los tiempos. La etimología de la palabra “autoridad” (del latín augere auctum, en castellano aumentar) nos insinúa que estamos puestos en la Iglesia para hacer que nuestros hermanos crezcan, “tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10).
39. Los movimientos pendulares de la Historia vuelven a reclamar ahora el servicio del obispo como maestro y garante de la fe. Por llevar consigo una apertura y una respuesta total a Dios, la fe cristiana es más rica que la simple ortodoxia doctrinal; pero no puede subsistir sin ella, porque está en juego la fidelidad al depósito de la revelación de Dios, que custodian y transmiten los sucesores de los apóstoles.
    Los estudios teológicos, la reflexión y la praxis cristiana ayudan a penetrar en la Escritura Santa y en las fórmulas doctrinales del Magisterio; abren caminos a los hombres para que acojan la Palabra salvadora; iluminan la cultura y la ciencia, desde la sabiduría de Dios. Pero, si la reflexión teológica se emancipa de la humildad de la fe, se hace caso omiso del carisma del Magisterio, puede precipitarse en el vacío de un racionalismo que no salva.
    Es un gran don del Espíritu a la Iglesia el interés por los estudios teológicos que brota hoy entre las religiosas y los laicos. No debe ser la teología un feudo clerical. No han de retraernos del estudio los peligros del confusionismo doctrinal o de las desviaciones. Se vencen mejor con la cultura teológica que con la fe del carbonero. Pero no os apartéis un ápice de la fe de la Iglesia ni os incomodéis con los obispos cuando la defendemos con celo. “El que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23).
40. Es obispo es también el liturgo principal de la Comunidad de la fe, que celebra la Eucaristía congregando en ella la Iglesia y es moderador nato de las celebraciones cúlticas de todas sus comunidades. El Vaticano II llega a definir la Iglesia particular como “una comunidad de altar bajo el sagrado ministerio del obispo” (LG 26). Por eso en la Iglesia “toda legítima celebración de la Eucaristía ha de estar dirigida por el obispo” (Ibíd.), aun cuando la presida un pesbítero, que ha recibido la consagración de Dios por el ministerio del obispo. Permitidnos una cita final del decreto conciliar sobre el ministerio pastoral de los obispos: “La principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la Eucaristía, una misma oración, junto al único altar, donde preside el obispo, rodeado de su presbiterio y ministros” (CD 11).
    Los obispos hemos de corregir, en la medida en que nos afecte, la realidad y la imagen de un jerarca que no sea, antes y sobre todo, “servidor de los sagrados ministerios”, licurgo y sacerdote que preside las celebraciones de la comunidad orante. Por la celebración con vosotros iremos a la comunión y

Comunicado de los Obispos de Andalucía sobre el proceso autonómico

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    1. Los obispos de Andalucía nos sentimos solidarios con la toma de conciencia y con la esperanza colectiva que está viviendo nuestro pueblo.
Creemos que la fe cristiana, tan presente en la configuración histórica de Andalucía, tiene una palabra que decir sobre su futuro.
2. El paso hacia una unidad de convivencia más amplia que la de cada una de las ocho provincias puede contribuir, sin duda, al redescubrimiento de nuestra identidad y de nuestros valores como pueblo, ya a superar la inercia, el aislamiento y la desesperanza que, junto a otros factores externos, han hecho de nuestra tierra una zona subdesarrollada.
3. El referéndum de iniciativa autonómica, convocado para el 28 de febrero, nos sitúa a todos los andaluces ante una reflexión y una decisión altamente responsable. Cierto que la organización político-administrativa del Estado es materia opinable entre los ciudadanos y que nadie puede ser forzado ni impedido en una opción concreta por razón de su fe cristiana. Pero el proceso autonómico pone en juego importantes opciones de futuro sobre nuestros problemas endémicos – paro, emigración, subdesarrollo – e incluso, en cierta medida, nuestro modelo de sociedad.
4. Nos preocupa sinceramente que se haya descuidado entre nosotros una formación cívica suficiente sobre el tema autonómico. Ellos nos expone al peligro de ligereza o de irresponsabilidad. Es también de lamentar que un objetivo comunitario como el de la Autonomía esté siendo objeto de polarizaciones ideológicas y demasiado partidista. Lo que puede dar grandeza moral a esta paso histórico es la construcción solidaria de una Andalucía de todos.
5. Se impone, pues, una formación de la conciencia de cara al 28 de febrero; esto exige una información suficiente sobre el hecho autonómico en sí; sobre sus horizontes de futuro; sobre su problemática y sobre las versiones del mismo que ofrece cada partido político.
La Iglesia respeta las opciones de conciencia que adopten los ciudadanos y los fieles, siempre que no sean fruto de la apatía, de la insolidaridad o del apasionamiento.

Córdoba, 2 de febrero de 1980

Carta de los Obispos del Sur de España a los sacerdotes de sus diócesis

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I. NUESTRO PREBISTERIO
Queridos sacerdotes:
    Nos dirigimos a vosotros, desde el espíritu de la celebración de la misa crismal y de la renovación de las promesas sacerdotales, para manifestaros nuestro modo de pensar y de sentir sobre el presente y el futuro de la vida sacerdotal. Esta carta, firmada ahora por todos los obispos del sur de España, es fruto de una larga reflexión común, madurada a lo largo de dos años en nuestras reuniones regionales. ¿Puede extrañarse alguien de que los obispos, cuando nos juntamos para orar y dialogar, centremos nuestro interés en los hermanos de ministerio, con los que compartimos las vocación, la consagración y la misión?
    De otra parte, los ocho años de nuestros encuentros episcopales han estado marcados por hondas transformaciones y agudos problemas, lo mismo en la sociedad española que en la vida de la Iglesia. Todo ello con tan fuerte repercusión sobre la persona y la acción pastoral de los sacerdotes, que nos mueve a escribiros esta carta, en tono familiar y directo, sin acopio de citas ni disquisiciones doctrinales, pero en humilde fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia.
    Para muchos de vosotros, las sacudidas del cambio han supuesto una profundización en lo esencial del ministerio, un nuevo dinamismo de la fe personal y de la apertura pastoral; una mayor comunión con otros sacerdotes, con seglares y con religiosos, con el obispo, en el dolor y la esperanza de esta Iglesia, que busca ser más fiel a su Señor y a los hermanos.
    A otros, en cambio, las sacudidas de la Iglesia y del ambiente social les han provocado un shock desconcertante, cuyos efectos van desde las secularizaciones – no pocas y muy dolorosas para ellos y para nosotros – hasta las crisis de identidad, que confunden y desaniman, empujando a bastantes hacia estudios y trabajos no pastorales y frenando a otro sector en una rutina ministerial sin gozo y sin horizontes.
    Los obispos no vivimos fuera de estas corrientes y estas sacudidas. No pasa un día sin que nos encontremos con sacerdotes que dan una respuesta evangélica a las nuevas situaciones y se realizan como hombres, como creyentes y como pastores, demostrando con sencillez que el sacerdocio de siempre puede ser vivido en moldes de hoy, sin traumas angustiosos, sin confusión teológica, sin crisis de identidad. Sabed, queridos hermanos, que vuestro testimonio constituye un valor inestimable de la Iglesia conciliar y supone también una ayuda fraternal para nosotros, los obispos, que, como los demás cristianos y sacerdotes, experimentamos los embates de la crisis y necesitamos también ser confortados en nuestra debilidad.
    A nosotros llegan – y con qué fuerza – todas las sacudidas del momento histórico. La más dura, sin duda, la de los sacerdotes que solicitan la secularización después de un difícil proceso de crisis pastoral, eclesial o afectiva. Somos conscientes del respeto y de la compresión que merecen, y procuramos acompañarlos, iluminarlos y, cuando es posible, sostenerlos en el servicio ministerial. Tocamos de cerca, muchas veces, los traumas del cambio de estado, en su situación eclesial, laboral y psicológica. Los exhortamos a vivir con plenitud las posibilidades de su ser cristiano. Y no siempre nos queda la satisfacción de haber sabido actuar con pleno acierto en todas las incidencias de un proceso tan delicado. Es nuestro tributo a la dificultad de los tiempos.
    Hay luego otro grupo de hermanos (¿quién puede definirlos con exactitud, en su heterogeneidad?) que se ven más o menos afectados por distintos elementos de la crisis: despego de la institución eclesial y del ministerio jerárquico; necesidad de “realizarse” en tareas distintas de la labor pastoral; implicación en compromisos ideológicos y políticos; búsqueda de otro rol, de otra figura del sacerdote, difícilmente encajable en los moldes establecidos. Estos tienen derecho a no ser juzgados con precipitación, a que se reconozcan los márgenes de un pluralismo legítimo, a que se respeten y asuman los valores, siquiera sean parciales, que encarna cada postura.
    Pero se dan simultáneamente, a veces en conjunción con estos valores, casos de evidente confusionismo teológico, de insolidaridad con el presbiterio y con el obispo, de desestima de los quehaceres religiosos y de una automarginación, tan peligrosa para ellos como desorientadora para muchos cristianos. Se nos acusa a los obispos, desde otros sectores, y no sabemos con qué dosis de razón, de permitir cierta anarquía en el cuerpo sacerdotal y dimitir nuestro deber de orientar y corregir.
    Dejemos a Dios del juicio cabal y aceptemos las críticas de diferente signo; creemos sinceramente, con la humildad que engendra el sufrimiento y las propias limitaciones, que nuestro deber está fijado en la parábola de la cizaña (Mt 13,29-30) y que el servicio episcopal debe ejercitarse “con mucha paciencia y doctrina” (2 Tim 4,2).
    Os invitamos a un análisis sereno de la situación sacerdotal que esté exento a la vez del egocentrismo enfermizo y de la obsesión problematizadora. Ha de descubrir y valorar, por un lado, las muchas realizaciones válidas del sacerdocio hoy que tenemos a la vista; debe detectar, por otra parte, con lucidez y sin angustia, las diferentes versiones de la crisis sacerdotal en quienes se ven tocados por ella. De modo muy sumario, que puede ser completado, corregido o enriquecido por vuestras propias observaciones, resumimos aquí ese panorama.

II. DATOS DE ESPERANZA
    Empecemos por las realizaciones positivas y alentadoras. Queremos pensar primero en ese sector de sacerdotes maduros, algunos ya ancianos, que han servido al Señor con alegría (Sal 100), soportando el peso del día y del calor (Mt 20,12), como siervos buenos y fieles (Ibíd.., 25,21), antes y después del Concilio. Sois los que recibisteis una teología segura de sí misma, una Iglesia sin traumas internos y sin confrontaciones exteriores, una espiritualidad bien estructurada y un estatuto pastoral definido. Sobre las bases del Concilio de Trento y del Código de Derecho Canónico, vuestra formación y vuestro ministerio discurrieron sin colapsos hasta el Concilio Vaticano II.
    Luego las nuevas luces del Espíritu nos descubrieron a cuantos, a mayor o menor medida, somos hijos de esa época, que tan parecidos valores no estaban exentos de notables carencias: pobreza en la formación, en la espiritualidad y en la pastoral bíblica; excesiva orientación clerical de todo el edificio formativo y menor valoración de otros carismas del Pueblo de Dios; cierta distancia entre los planteamientos teológicos y los problemas de la cultura y de la vida; aislamiento notable en nuestro mundo religioso español, de cara a la Iglesia universal y, aún más, de los hermanos separados.
    A todo esto se han sumado en un, para vosotros, vertiginoso (para otros, lento) posconcilio, la irrupción de otros estilos de vida sacerdotal, significados hasta por su atuendo exterior, lo mismo que del pluralismo y la contestación eclesial, por no hablar de la crisis vocacional y de las secularizaciones. Humanamente hablando, se ha pedido demasiado al clero de vuestra generación, y es por ello más digna de encomio vuestra fidelidad y vuestra esperanza. Estadísticas recientes nos dicen que el mayor peso, en número y responsabilidades de la Iglesia, corresponde, al menos en España, a los sacerdotes entre cuarenta y cincuenta años.
    Consideramos muy digna de encomio vuestra apertura sincera a la Iglesia conciliar, sólo explicable en categorías de fe. Vuestra inserción en la pastoral bíblica, en la participación comunitaria, en el acercamiento a los alejados, en los nuevos valores de la libertad y del compromiso – sin mengua o, mejor, como expresión de vuestras fidelidades básicas – constituye un servicio impagable al Pueblo de Dios. Lo mismo digamos de vuestra apertura a los sacerdotes jóvenes, que os prefieren hermanos o padres, y que presentan a veces un cuadro de fuertes discrepancias frente a vuestras posiciones. Mantened vuestra fe en que el amor fraterno, el testimonio personal, el diálogo respetuoso, pueden conduciros a unos y a otros hacia nuevas cotas de comunión.
    No es menos evidente que, en nuestros hoy pluriformes presbiterios, estáis también, y con notable peso, vosotros, los sacerdotes que, por juventud o por proceso evolutivo personal, encarnáis una nueva imagen de clero, aplaudida por muchos y criticadas por no pocos. Es claro que vuestro talante más secular, vuestra soltura de lenguaje y estilo de vida, vuestro sentido crítico y, a veces, vuestro despego institucional, se prestan, de por sí, al comentario o al desconcierto.
    Pero nuestro oficio episcopal nos ha dado continuas oportunidades de trataros de cerca, antes y después de vuestra ordenación sacerdotal. Somos testigos directos de vuestras inquietudes, de la entrega evangelizadora, del espíritu de pobreza, del amor a los hermanos que desplegáis, con la mayor naturalidad, muchos sacerdotes jóvenes. Y de la evolución profunda y positiva, que os habéis impuesto a vosotros mismos, vosotros de más edad, para dar respuestas pastorales válidas a las situaciones del mundo actual.
    Al mundo de las preferencias lícitas de cada cual y del juicio de valor al que tienen derecho todos los fieles cristianos, consideramos desatinado establecer una línea divisoria, por edades o por estilos, para encasillar a un lado o a otro a los mejores sacerdotes. Podemos asegurar ante el Pueblo de Dios que los hay admirables en todas las promociones y que los obispos no queremos imponer a nadie otras exigencias que las que brotan claramente del Evangelio, de la teología y del sacerdocio o de las normas universales de la Iglesia. Ni debemos apagar la esperanza de los que buscan en el desierto nuevos caminos al Señor (Is 40,3; Mc 1,3), ni tampoco desoír las advertencias de quienes temen, no sin fundamento, que las adaptaciones precipitadas desvirtúen la luz y la sal del sacerdocio (Mt 5,13-14).
    Observamos, por lo general en sacerdotes de distintas generaciones, una búsqueda sincera de modos renovados de vivir la existencia sacerdotal y ejercer el ministerio sagrado. Florecen asociaciones propiamente dichas o movimientos de espiritualidad sacerdotal; se advierte la formación de equipos para la acción pastoral que engloban la propia vida espiritual de los sacerdotes y les ofrecen un apoyo fraternal en su vida consagrada y en su acción apostólica. De hecho nos encontramos los obispos con casos muy positivos de sacerdotes que habéis hallado, mediante tales experiencias, un instrumento válido para vuestra renovación personal y pastoral.
    Dentro de este programa positivo, registramos con alegría la presencia de presbíteros religiosos que, en fidelidad a su instituto, ejercen, dentro de la pastoral diocesana, tareas ministeriales encomendadas por el obispo. Ellos son un verdadero enriquecimiento para el presbiterio diocesano.
    Aunque los religiosos pueden ser también sujetos pasivos y activos de la crisis, no cabe duda de que la vida en común y los medios espirituales de su congregación constituyen buena garantía para su perseverancia animosa en el ministerio.
    Otras corrientes espirituales y pastorales tienden más bien a implicar al sacerdote en el procesos de conversión y de maduración cristiana que vive su propia comunidad de fieles. Son caminos de gran riqueza, homologados por diferentes cauces: catecumenados de jóvenes y adultos, comunidades de reflexión bíblica y celebración eucarística, grupos de oración, consejos pastorales, equipos de revisión de vida, en los que el sacerdote, sin dimitir su función pastoral, actúa como hermano entre hermanos, dejándose evangelizar y cultivando su propia fe, lejos de la imagen clásica, un tanto distantes, del “señor cura”.
    Vemos ahí una preciosa cantera de renovación de los sacerdotes, como creyentes y como ministros de la comunidad. Estas experiencias profundas maduran la persona y la fe de quienes las viven, y conducen, por vía normal, a serios compromisos con los hombres, sin dilemas con su fidelidad a la Iglesia.

III. LAS FUENTES DEL GOZO
    Los sacerdotes más contentos y esperanzados de nuestras diócesis suelen coincidir con los que encuentran sentido y sabor en el triple ministerio que define el sacerdocio del Nuevo Testamento: evangelización, celebración, pastoreo. Sin una atracción profunda, sin un gesto existencia por estas dedicaciones, ¿puede hablarse en rigor de vocación sacerdotal? Cierto que la vida de los mejores registra altibajos y oscuridades, pero la conciencia de estar enviados por y con Jesucristo, para redundar su propia obra, es un recurso constante para mantenerse firmes.
    Sin pretender entrar a fondo en esta materia, y sólo a modo de ejemplo, observamos que la pastoral de sacramentos se va enriqueciendo de día en día. Así, la celebración del bautismo, comúnmente precedido por un contacto catequético con padres y padrinos, cada vez más responsables de su compromiso en la educación del neófito en la fe y de su gradual inserción en la comunidad cristiana. Se incrementa también la atención a niños y padres durante los meses – o años – que preceden a las primeras penitencia, eucaristía y confirmación. Aunque este último sacramento no llegue a todos o se administre aún, en ciertos casos, con celebraciones masivas, va ofreciendo cada día más una oportunidad excelente para un catecumenado de adolescentes, tendente a un compromiso de fe personal y de militancia cristiana. A esto hay que añadir los progresos en la preparación de los novios para el matrimonio como base de su valoración sacramental y plataforma de un cultivo pastoral de las parejas jóvenes.
    Esta catequesis viva, antecedente a la administración de dichos sacramentos, culmina en la celebración activa y comunitaria de los mismos, demostrando así, con atinado equilibrio pastoral, que es falsa y artificial la supuesta antinomia entre culto y evangelización. Los que “sacramentalizan” así, evangelizan a fondo, y viceversa.
    Sabemos, por otra parte, que el eje de la vida cristiana es la celebración eucarística. ¡Cuántos sacerdotes hacéis de vuestras misas dominicales, o de otras celebraciones eucarísticas más íntimas, el momento grande de vuestra fe personal y del encuentro religioso con vuestra comunidad! Allí se celebran y viven las creencias, allí se proclama la Palabra y se evangeliza a los participantes. De nuevo, culto y misión.
    Normalmente, el despliegue de una catequesis a todos los niveles, sobre todo en parroquias y comunidades más amplias, agota las posibilidades de tiempo y de energías del clero y requiere la incorporación, harto justificada por sí misma, de religiosos, ellos y ellas, y de seglares de toda condición, a la acción evangelizadora. Surgen así pequeñas o no tan pequeñas comunidades de catequistas en las que el pastor se autorrealiza con honda satisfacción humana, no sin dificultades y cruces.
    Están luego los contactos pastorales más externos al templo y su entorno. Muchos desempeñáis hoy tareas de formación religiosa en centros académicos o en el segundo ciclo de enseñanza básica. Facilitáis a los maestros una orientación religiosa para su labor educadora. Sabemos de las tensiones internas que hoy viven los centros docentes y de las dificultades específicas con que tropieza en muchos sitios la enseñanza religiosa. No es momento de analizarlas ni de buscarles solución aquí (cosa que nos ocupa seriamente a los obispos), pero sí de reconocer la admirable entereza, la perseverancia pastoral con que muchos de vosotros estáis haciendo frente a situaciones ingratas.
    Por último, en esta reseña apresurada de existencias sacerdotales que nos estimulan, no podemos pasar por alto la aproximación evangélica de muchos sacerdotes a los pobres y a los marginados. Muchos habéis logrado compartir las angustias y las esperanzas de los obreros y de los campesinos. Y sensibilizar a la comunidad cristiana y a la sociedad en general sobre las situaciones deprimidas de ancianos, minusválidos, parados, emigrantes. Os vemos más insertos en el pueblo y más queridos por los pobres. Así vais encarnando en vuestra vida la imagen atractiva del Buen Pastor.

IV. EL DESPEGUE ECLESIAL
Entrando en las sombras del cuadro, procuraremos ser breves. Empezamos por lo más común, el despego de la institución eclesial. En términos clásicos lo llamaríamos anticlericalismo o, con mayor precisión, antijerarquismo; fenómeno, al menos, extraño en sacerdotes que son clero y comparten el ministerio jerárquico. Pero así es. Muchos aceptan, sin más, la contraposición fácil entre Iglesia oficial e Iglesia evangélica o popular. Aunque sin negar doctrinalmente la sucesión apostólica o la organización visible de la Iglesia, hacen caso omiso, al menos en buena parte, de ambas cosas. En los ejemplos más agudos, “se da por perdida” a la Iglesia de jerarcas y de cristianos corrientes, para ensayar, por cuenta propia, otros modelos de la comunidad creyente.
Por lo que habláis y escribís quienes, en mayor o menor grado, compartís estas posturas, apreciamos en vosotros una dolorosa decepción ante muchas realizaciones y omisiones eclesiales que os lleva a una incomunicación peligrosa para vosotros y desorientadora para muchos cristianos. ¿Es que no comprendemos vuestras razones, aunque no os demos la razón? ¿Es que nos sentimos inocentes de todas las inculpaciones que nos hacéis? ¿Es que descalificamos de un plumazo los valores que os animan y todas vuestras acciones pastorales o compromisos con el pueblo? Muchos sabéis que no es así.
Pero la lealtad con Cristo y con vosotros nos obliga a recordaros, sin timidez alguna, que no hay otra Iglesia que la de los apóstoles y sus sucesores, y que toda separación de la comunidad cristiana – la Iglesia universal y la local – empobrece a los que la viven o fomentan, conduce a muchos a “quemarse” y siembra la confusión en el mismo pueblo cristiano al que se pretende reformar. De verdad, queridos sacerdotes, no juguéis a edificar otra Iglesia, con distinto fundamento del que el Señor ha establecido, y ayudadnos con vuestras dotes personales, con vuestro sentido crítico fundado en la caridad, con vuestra experiencia de contacto con el pueblo, ayudadnos a pastorear y a renovar a la Iglesia en esta época apasionante. No dificultéis nuestro ministerio con vuestra insolidaridad. No frenéis con vuestros excesos la renovación de otros. No os creáis depositarios de recetas únicas de salvación. Sólo el amor mutuo, la humildad y la fe en la Iglesia única del Señor, a la que El no abandona nunca, nos salvará a nosotros y a vosotros.
Con frecuencia, estas posiciones van acompañadas de una fuerte ideologización, cuando no de una militancia o un liderazgo político o sindical. No podemos analizarlos aquí, peri sí aseguraros con toda llaneza y claridad que una ideología, no contrastada responsable y fielmente con la fe y la doctrina de la Iglesia, termina por minarla seriamente; que toda militancia, y más todo liderato sacerdotal de partido, cualquiera que sea su signo, escandaliza y divide a la comunidad cristiana, aunque puede agradar por motivos extrarreligiosos a algunos de sus miembros. Comprended, por ello, nuestra decisión de no aceptar la compatibilidad de un cargo pastoral con dichas opciones políticas.

V. EL MALESTAR CELIBATARIO
En las raíces del despego eclesial y de la desazón de determinados sacerdotes están con frecuencia sus posiciones, anímicas o doctrinales, ante la ley del celibato eclesiástico.
Ciertamente, esta renuncia, que compromete zonas profundas de la persona, ha sido siempre difícil y, por ende, meritoria, pero hoy resulta más empinada por el erotismo del ambiente, por la pérdida de las trabas en la sociedad, por las menores defensas teológicas y ascéticas. Requieren tratamiento aparte los sacerdotes afectados por ideologías desviadas o por crisis morales y religiosas. Nos referimos ahora a vosotros, los sacerdotes con voluntad de serlo, que experimentáis las dificultades del momento y esperáis, con todo derecho, una palabra pastoral de vuestros obispos.
Tema este vasto y profundo, que requiere, como pocos, doctrina sólida, experiencia humana y planteamiento de fe. De cara al fututo, no debemos dogmatizar lo que no sea absoluto ni alentar pronósticos que puedan conducir al desengaño o a la frustración. Sí, en cambio, considerar que, sin entrenamiento en la oración, sin despego de los bienes terrenos, sin maduración correcta de la afectividad, sin guarda de los sentidos, sin apertura alegre a los hermanos, sin un trabajo pastoral gratificante, no sólo crece la dificultar de observarlo, sino que pierde su sentido el celibato sacerdotal.
Con respetuosa delicadeza, y sin talante dogmático, os exhortamos a todos a la plena fidelidad de vuestra consagración. Vosotros y nosotros hemos experimentado la alegría profunda que lleva consigo el amor indiviso al Señor; los valores de libertad pastoral, de desarrollo religioso, de signo escatológico, que van anexos a la virginidad evangélica, vivida fielmente por el Reino de los Cielos.
No es camino para alcanzar el equilibrio en nuestra consagración ignorar los horizontes de la antropología actual, menospreciar el amor humano o el matrimonio cristiano, infravalorar el sexo o elevar a derecho divino la ley del celibato. Pero tampoco conduce a la verdad ni a la paz de la conciencia reducir el tema celibatario a su obligatoriedad canónica, oscureciendo sus valores religiosos y pastorales.
Respiramos, es cierto, una rebeldía difusa, en la que asoman incluso acusaciones de indiferencia, cuando no de dureza, contra la Santa Sede y el Colegio Episcopal, como si se ignoraran o despreciaran, en esos niveles de la Iglesia, las tensiones y oscuridades que, en relación con el celibato, apuntan hoy en determinados sectores del clero y del laicado. Ellos y todos deberíamos recordar, a este propósito, el paso histórico dado por Pablo VI al autorizar la dispensa de las obligaciones anejas al presbiterado y permitir el paso de sacerdotes al estado secular. A la vista está lo que de audacia, de fe y de cruz ha supuesto este paso para la Iglesia. Añádase a ello la reinstauración del diaconado permanente (con perspectivas mucho más ricas que las del problema celibatario) y la eventualidad abierta en el III Sínodo de los Obispos para la ordenación sacerdotal de hombres casados.
Pero al sucesor de Pedro y a los demás obispos de la Iglesia nos preocupa, antes que nada, sostener la fidelidad de todos los sacerdotes que continuáis encontrando sentido a vuestro don total. Desde ese afán está escrita, por ejemplo, la encíclica Sacerditalis coelibatus y muchas de las exhortaciones de Pablo VI a los sacerdotes de hoy. Estas orientaciones, sumadas a todas las riquezas bíblicas y patrísticas sobre la virginidad cristiana, son las que han de iluminar nuestro camino en esta materia. Dejemos el futuro en manos de Dios y de su Espíritu que asista a la Iglesia.

VI EL DESPLAZAMIENTO A PROFESIONES CIVILES
Otro fenómeno típico de nuestro mundo sacerdotal en los años del posconcilio va siendo la dedicación, más o menos intensa, de un buen número de clérigos a estudios y trabajos ajenos a su ministerio. No hablemos ahora de los que han asumido un trabajo civil por motivos estrictamente pastorales, de testimonio y de evangelización, como una de las misiones confiadas o aprobadas por el obispo. Tal es el caso, por ejemplo, de algunos equipos pastorales en el mundo obrero o campesino y el de los sacerdotes-maestros, sobre todo en ambientes rurales, que armonizan la educación escolar con los otros trabajos de su pastoreo.
Pensamos más bien en aquellos otros que se van organizando la existencia por cuenta y riesgo, sin dejar los cargos pastorales que tienen confiados, pero ocupando gran parte de su tiempo en el estudio de una carrera o en un trabajo civil. Pocas veces esta decisión ha sido consultada con el obispo, con los sacerdotes del contorno pastoral o con la comunidad a la que se sirve. Es muy variada la casuística al respecto y sería injusta una descalificación global o medir todos los casos con el mismo rasero.
Nuestra preocupación no nace de considerar inconveniente para el clérigo, o incompatible con sus funciones sacras, un trabajo manual o burocrático. Y menos aún del rechazo del estudio, que, en todos los casos, supone un enriquecimiento para la persona. Nos situamos en una perspectiva vocacional, la única que debe orientar nuestros juicios como pastores del clero y del laicado.
Mirando a la situación personal de estos hermanos, comprobamos a veces que ha hecho presa en ellos el decaimiento ante la desestima social por su labor, ante la ineficacia aparente de la misma o ante la dificultad de comprobar sus frutos con pesos y medidas. Se explica la atracción humana de otras profesiones, más reconocidas, mejor retribuidas y, a veces, más sedantes que la tensión pastoral del ministerio. Pero ¿nos justifica eso como hombres de fe, como apóstoles del Señor, para abandonar o reducir, sin contar con nadie, el cuidado del rebaño a nosotros confiados? ¿No puede encubrir esto una inconsciente deserción, una renuncia a la identidad, un cierto menosprecio de los que somos y tenemos?
Os invitamos a reflexionar sobre esto último. Os invitamos a dialogar con nosotros. Quizá no hemos acertado a daros una misión pastoral atractiva, una remuneración económica suficiente o una afectuosa cercanía episcopal. Pero cabe también que estéis respirando, sin sentido crítico, ciertas corrientes secularizantes que no responden a la concepción de la Iglesia sobre el sacerdocio. ¿O se trata, tal vez, de una desconfianza de que la Iglesia vaya a resolver vuestros problemas y una decisión de asumir el futuro por vosotros mismos? En todas sus versiones, el fenómeno interpela la responsabilidad de obispos y sacerdotes y pone en juego las motivaciones más profundas de nuestra vocación.
Porque es indudable – aunque sólo sea por los admirables y abundantes testimonios que tenemos a la vista – que la misión sacerdotal puede llenar con plenitud la existencia de un hombre y constituye un modelo elevado y hermoso de autorrealización. El servicio al culto, a la evangelización, a la comunidad creyente, al pueblo en general, acapara hasta el agotamiento a nuestros sacerdotes más animosos, jóvenes y mayores. ¿Dónde hallar la brújula para orientarnos de nuevo?

VII. LOS HOMBRES DE LA FE
El sacerdocio cristiano no puede entenderse sin categoría de fe. Por eso los hombres que lo asumen han de ser, ante todo, personas marcadamente religiosas, para las que el trato con Dios, la amistad con Jesucristo y la esperanza del Reino es algo tan connatural como la atmósfera que inunda sus pulmones y sostiene el vivir de cada día. Todo lo que hacemos de la mañana a la noche sólo tiene significación, para nosotros mismos y para los demás, si son carne de nuestra carne los misterios relevados por la Palabra de Dios. Si esa Palabra nos alimenta, nos consuela, nos empuja, nos ilumina. ¡Qué raras son las crisis sacerdotales para los hombres de oración!
Sí; estamos al tanto de que han hecho crisis también ciertas “prácticas” religiosas de la vida sacerdotal y de que el Vaticano II ha puesto el acento en la caridad pastoral como fuente de santificación para la persona del ministro. Ahora bien, en toda la tradición bíblica y eclesial y en el propio Concilio es una recomendación constante esta del Ritual de Ordenes: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”.
Sin mediación personal de la Palabra de Dios, sin vivir nosotros mismos las acciones sacramentales, sin hacer de la Eucaristía el eje de nuestra existencia, demos por descartado que pueda haber equilibrio espiritual y humano de un sacerdote de nuestro tiempo. Ya no nos cobija y sostiene, en la mayoría de los casos, el contorno social de las épocas de cristiandad. Es la experiencia religiosa personal, cultivada asiduamente y vivida en común con otros, la que garantiza, a la corta y a la larga, nuestras fidelidades básicas.
Puede hacernos daño el menosprecio de las prácticas religiosas personales. Algunas, como la Liturgia de las Horas, sobre ser un alimento de la fe y de la oración personal, son un serio deber, que podemos llamar profesional, como hombres del culto y de la comunidad. Ver en ellas no más que una carga canónica es desvirtuarlas y falsearlas, privándonos de su riqueza religiosa, toda ella nacida de la Palabra de Dios, en salmos y lecturas. Pensemos también en el sacramento de la penitencia, recibido, y no sólo administrado, con espíritu de conversión y con la debida frecuencia. Recordemos, por último, la comunicación de nuestra fe con otros hermanos sacerdotes, religiosos o laicos, bien sea en los términos de una auténtica dirección espiritual o como puesta en común y revisión fraterna de nuestra experiencia cristiana.
¡Ay de nosotros si no evangelizamos!, debemos decir, como Pablo. La predicación, la catequesis a todos los niveles, la formación de militantes, la presencia en la vida como testigos de Cristo resucitado y portadores de su buena nueva, son los auténticos cauces para la autorrealización sacerdotal. La cual se incrementa y se ennoblece cuando nos abrimos al contacto pastoral con toda clase de hombres, creyente o no creyentes, alejados o practicantes, y nos sumergimos de veras en el pueblo, superando todo clericalismo. Y aún más, si compartimos con los pobres su género de vida y trabajamos a su lado con solidaridad evangélica.
¿Cuál es la imagen del sacerdote que se impondrá en el futuro? Difícil y aventurado diseñarla en sus rasgos sociológicos. Pero incluirá, sin duda, estos elementos en moldes quizá variados. Para hacerla posible tenemos nosotros mismos que mantenernos como hombres que confían en el Señor y comunican esperanza.
Ojalá los obispos que firmamos esta carta hayamos acertado a transmitiros la nuestra, iluminada por la luz pascual de Cristo resucitado. Que la celebración de sus ministerios salvadores, en estos días santos, sea, una vez más, para vosotros y para nosotros, la fuente de nuestra alegría personal y de nuestro servicio animoso al Pueblo de Dios.

21 de marzo de 1978

    Os abrazan y bendicen, vuestros hermanos,

    JOSÉ MARÍA BUENO MONREAL, Cardenal-Arzobispo de Sevilla; JOSÉ MÉNDEZ, Arzobispo de Granada; JOSÉ MARÍA GIRARDA, Administrados Apostólico de Córdoba; DOROTEO FERNÁNDEZ, Obispo de Badajoz; LUIS FRANCO, Obispo de Tenerife; MIGUEL ROCA, Obispo de Cartagena-Murcia; RAFAEL GONZÁLEZ, Obispo de Huelva; JOSÉ ANTONIO INFANTES, Obispo de Canarias; MANUEL CASARES, Obispo de Almería; ANTONIO DORADO, Obispo de Cádiz-Ceuta; RAMÓN BUXARRAIS, Obispo de Málaga; MIGUEL PEINADO, Obispo de Jaén; IGNACIO NOGUER, Obispo de Guadix-Baza; ANTONIO MONTERO, Obispo Auxiliar de Sevilla; JAVIER AZAGRA, Obispo Auxiliar de Cartagena-Murcia; RAFAEL BELLIDO, Obispo Auxiliar de Sevilla.

El cristiano y la política

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I. INTRODUCCIÓN
    Ante la multiplicidad de opciones políticas que solicitan la adhesión de los ciudadanos, son muchos los fieles que nos piden una orientación moral. Creemos que es nuestro deber pastoral iluminar la conciencia de los católicos desde el Evangelio para que adopten una decisión libre y responsable.
No es, no puede ser, nuestro propósito hacer un análisis crítico ni un juicio valorativo de los programas de los partidos y menos aún de las personas, ni tampoco indicar a quién se ha de votar, ni en qué organizaciones concretas se puede o se debe militar. Esta decisión corresponde, en último término, a la conciencia de cada ciudadano, a sabiendas de que ningún programa realiza plena y satisfactoriamente los valores esenciales de la concepción cristiana de la vida, y que, desde la fe, caben diferentes opciones políticas “con tal de que no sean opuestas ni en programas ni en métodos a los contenidos evangélicos” ( Comunicado de la Plenaria del Episcopado Español, diciembre de 1975).
    Nuestro propósito, como corresponde al servicio apostólico de obispos y sacerdote, es, por fuerza, muy limitado: recordar, primero, algunas actitudes que deben inspirar la conducta cristiana en este ámbito; analizar brevemente, después, aquellos valores ineludibles que tiene que salvar cualquier programa político.

II. ACTITUDES FUNDAMENTALES
a)    Responsabilidad política
    Ante todo hemos de recordar que no es lícito desentenderse de la actividad política (GS 43; PT 146; OA 48). Todo miembro del cuerpo social es corresponsable del destino de la comunidad y ha de asumir sus deberes para con los demás ciudadanos sin permitir que el Estado los suplante o los grupos de presión los manipulen. Son muy graves, además, los problemas actualmente en juego, y nadie puede inhibirse ante la permanencia intolerable de la injusticia, la opresión o la marginación, ni regir esfuerzos para la construcción del progreso y de la paz social.
b)    Realismo y sentido crítico
    Tomar en serio la participación, incluso militando en un partido o dándole el voto en los comicios, no equivales ni debe conducir a la absolutización de lo político, ya sea reduciendo la salvación del hombre a su liberación social o política, ya sea identificando una fórmula política concreta con la interpretación única de los valores evangélicos o del Reino de Dios.
    Desde esta perspectiva, todas las agrupaciones y sus programas tienen un carácter instrumental y variable. Las más de las veces resultan ambivalentes y son siempre imperfectas. El cristiano, incluso después de optar por una de su propia opción y corregir, en cuanto pueda, sus aspectos negativos. Debe asimismo perseverar en el esfuerzo, de suerte que aquellos valores que pudieron quedar relegados de momento, o no se realizaron en medida suficiente, sigan siendo meta de su ulterior acción política.
c)    Respeto a los discrepantes
    El respeto al discrepante sería la tercera actitud, derivada en parte de la precedente. Cada persona ejercita libremente sus derechos cívicos cuando se inclina por un programa o partido y se esfuerza, con medios lícitos, por incorporar al mismo a otros ciudadanos. Pero ese derecho no excusa del respeto debido a las opciones políticas de otras personas o grupos, incluso cuando se inspiran en concepciones del hombre o en supuestos éticos distintos de los nuestros. En estos casos es coherente y puede ser obligado simultanear la convivencia respetuosa y leal con el rechazo de aquellos programas y actuaciones que llevan consigo una violación de derechos humanos, tal y como los entiende el Evangelio.
    En nuestro país siempre será poco cuanto insistamos en la aceptación mutua y en la tolerancia respetuosa, anteponiendo lo que une a lo que divide. “Quizá la originalidad más interesante de la etapa que comienza habría de cifrarse, tanto como en los proyectos políticos y sociales, en un nuevo talante de convivencia y generosidad, asumido por todos los españoles” (CEASO, La participación política y social, 1976).

III. VALORES QUE HAY QUE SALVAR
    Los analizamos brevemente desde una doble perspectiva: la de los partidos que formulan su programa o tratan de aplicarlo desde el poder y la de los ciudadanos que analizan las opciones concurrentes para inclinarse por una de ellas. En ambos casos hay que tener presente que la justificación moral de un proyecto de sociedad o de un programa de gobierno se mide por los valores humanos que tutela o desarrolla o amenaza. Creemos que en ninguna fórmula política aceptable para un cristiano pueden faltar los siguientes valores:
a)    El valor libertad
    En primer lugar, el valor libertad.
    Todos los partidos políticos se presentan como defensores de la libertad. Pero el cristiano ha de preguntarse cuál es el fundamento y el ámbito de la libertad que invocan y qué garantías concretas ofrecen para conseguirla.
    La libertad tiene como fundamento la dignidad de la persona humana. El Señor nos ha relevado que todo hombre ha sido creado por Dios a imagen suya y llamado a la vida para ser hijo de Dios y hermano y coheredero de Cristo.
    Por otra parte, el recto orden social está al servicio del hombre. “El hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales” (MM 219).
    Aplastar su libre iniciativa o sacrificar la persona a la máxima producción o consumo de bienes materiales o a la implantación de una ideología es subvertir violentamente el orden de las cosas, cayendo en inadmisibles totalitarismos.
    Frecuentemente  se ahoga la libertad del hombre invocando el bien común, con el propósito de mantener un status quo en beneficio de unos pocos o para sustituirlo por un nuevo sistema dominado por un grupo que detente todos los poderes. Cuando realmente el bien común consiste en el “conjunto de condiciones objetivas que faciliten a todos los miembros de la comunidad humana desarrollar libremente todas sus posibilidades personales” (MM 65).
    El reconocimiento del valor de la libertad es inseparable del respeto efectivo de los derechos fundamentales de la vida de la persona. El cristiano, por consiguiente, en su opción política, ha de buscar el máximo reconocimiento efectivo, no puramente verbal, de estos derechos.
    Efectivo quiere decir que la sociedad ha de organizarse de forma que se ofrezcan a todos sus miembros los recursos o los cauces necesarios para que sus derechos y libertades puedan realizarse y no se limite su reconocimiento a bellas palabras o a textos meramente jurídicos.
    Efectivo quiere decir, asimismo, que los derechos y libertades sean protegidos por eficientes garantías jurídicas (Pío XII, Radiomensaje de Navidad, 1942).
    Los derechos naturales del hombre que garantizan su libertad han sido enunciados en la Declaración Universal de las Naciones Unidas y en la encíclica Pacem in terris, de Juan XXIII. El cristiano, pues, no puede, en conciencia, contribuir al establecimiento de ningún tipo de totalitarismo, de cualquier signo que sea.
b)    El valor justicia
    Con el mismo afán por alcanzar la libertad se ha de trabajar por la realización de la justicia. Porque sin la justicia faltarían las condiciones objetivas y las garantías jurídicas, que hacen posible la verdadera libertad.
    Con la justicia ocurre lo mismo que con la libertad. Todos los grupos políticos la proponen como una de las metas que pretenden conseguir.
    Pero el cristiano ha de tener el sentido crítico necesario para discernir si realmente el programa, los medios y el grupo humano de un determinado partido se proponen de verdad conseguir una sociedad más justa.
    Fundamento de la justicia e la esencia igualdad de todo ser humano, que no es compatible con discriminación alguna, en relación con los derechos fundamentales de la persona, por motivos de raza, religión, sexo o condición social.
    Sin embargo, vivimos en una sociedad con graves injusticias, que generan tensiones peligrosas y recortan la libertad de muchedumbres que no pueden hacer valer sus derechos. Esta situación es particularmente dolorosa y frecuente en nuestras diócesis.
    La opción cristiana por la justicia entraña la liberación de los oprimidos y exige que desaparezcan las desigualdades injustas y que quienes las padecen tengan cauces para organizarse y ser protagonistas de su propia liberación
    La justicia no es un regalo que haya que esperar de la concesión generosa y paternalista de otros. Es un derecho que Dios otorga a todo hombre y es uno de los frutos de la redención de Cristo (Is 42,1-4).
    En consecuencia, el ciudadano ha de examinar si los programas políticos que tratan de ganar su asentamiento o piden su colaboración propugnan la superación de estructuras y situaciones objetivamente injustas, como la concentración en muy pocas manos de las riquezas y de los medios de producción, el monopolio del poder por las oligarquías, la falta de equidad en el reparto de las cargas fiscales y la imposibilidad para el pueblo de acceder a los más altos niveles de la cultura.
    Asimismo ha de comprobar si los partidos concretos ofrecen garantías para impedir o sancionar la apropiación por parte del capital de ganancias que no corresponden a la creatividad y a los riesgos asumidos, las retribuciones desmesuradas de ciertos profesionales, el fraude fiscal que multiplica el peso de las cargas comunes sobre los hombros de los más débiles y la gravísima insolidaridad y delito de lesa patria de la evasión de capitales.
    Cuestiona, también, gravemente la justicia de un sistema la dificultad insuperable para gran número de trabajadores de encontrar empleo, problema especialmente grave en nuestra región.
    Queremos destacar que la justicia y la libertad reclaman que sea equitativa la distribución del poder. Todos los miembros de una comunidad política tienen derecho a participar directamente o por medio de representantes libremente elegidos en la elaboración de las decisiones que configuran la vida pública, en el señalamiento de prioridades en el desarrollo económico-social y en la fijación de objetivos y medios a la actividad política.
    Es lamentable que en nuestra región subsistan todavía formas de caciquismo, desaparecidas en otras regiones, que permiten a grupos reducidos de privilegiados acaparar el poder político y utilizarlo en beneficio propio, sin que el pueblo tenga la posibilidad de organizarse y hacer oír su voz en las decisiones que le afectan.
    Una satisfactoria realización de la justicia sólo es posible, además, cuando todos los que integran una determinada comunidad humana tiene oportunidades efectivas de acceder a los mayores niveles de educación y de cultura, de acuerdo con sus cualidades y con su esfuerzo, sin que sea tolerable que la falta de recursos o la discriminación ideológica impidan a muchos poder llegar a ser lo que Dios quiso que fueran cuando le dio la vida y las dotes personales que configuran su vocación humana.
    Y es de destacar que vulneraría gravemente la justicia un sistema que desconociera los derechos de la familia, “la cual se funda en el matrimonio libremente contraído, uno e indisoluble, a la que hay que considerar como la semilla primera y natural de la sociedad, de lo cual nace el deber de atenderla, tanto en el aspecto económico y social como en la esfera cultural y ética, para que pueda cumplir su misión” (PT 16).
    Por supuesto, jamás se podrá considerar justa una sociedad en la que se cohiba el derecho natural “de poder venerar a Dios según la recta norma de su conciencia y profesar la religión en privado y en público” (PT 14).
c)    El valor moralidad
    De poco servirá la proclamación en programas políticos y en textos legislativos de la justicia y la libertad como columnas de la convivencia ciudadana si luego la corrupción, en formas manifiestas o encubiertas, corroe las relaciones sociales. Entendemos aquí moralidad en todas sus acepciones, pero muy principalmente en la subordinación de los intereses privados al bien común y no al revés, en la coherencia entre promesas y realizaciones, en la claridad transparente sobre la recaudación y el empleo de los fondos públicos …
    Nadie está exento de las tentaciones de la corrupción y, por tanto, los intereses comunitarios deber estar defendidos por un eficaz sistema de controles: tribunales, parlamento, opinión pública. Deben desaparecer todos los hábitos de encubrimiento que obstruyan el derecho a la información, que ha de ser reconocido hoy a los ciudadanos en las materias que les afectan y comprometen.
    Se debe exigir energía y equidad a las autoridades que tienen la obligación de impedir abusos de poder o manipulaciones económicas, ante todo con un ejemplo de transparencia administrativa en los fondos o puestos que manejan. Nada contribuye tanto a la confianza del pueblo en sus gobernantes como la valentía de éstos para corregir abusos y limpiar de corrupción todos los entresijos del edificio social. 
    Una moral de gobierno y de gestión económica exige el complemento de una sanidad de costumbres en el seno de la comunidad civil. Si el alcohol, la droga, la pornografía se adueñan del ambiente colectivo y corrompe la vida familiar o la educación juvenil, pocas esperanzas de humanización elevada puede tener el país donde esto ocurra.
    Es verdad que el Estado no es responsable directo de la moralidad de las conductas privadas y que no toda lacra moral puede ni se debe corregir por ley. Pero de ahí a la llamada “sociedad permisiva” media mucha distancia. No cabe duda de que una legislación o unas medidas de gobierno que establezcan condiciones favorables para la vida moral en todas sus dimensiones constituyen un servicio valioso y una garantía de progreso para la comunidad ciudadana.
    Al llegar a este punto reiteramos que el cristiano no puede conformarse con declaraciones solemnes sobre los valores de la libertad, la justicia y la moralidad. Porque lo que importa no es lo que se dice, sino lo que se hace. Si los que dicen defender la libertad establecen una mayor injusticia, si los que se comprometen a implantar la justicia atropellan la libertad y si los que se presentan como paladines de la moralidad permiten o fomentan de hecho la corrupción en todas sus formas – como tantas veces ha ocurrido o puede ocurrir en el futuro -, habrá que atenerse, para escoger una opción política determinada, más que a las palabras o a los ideales que se invocan,  a los resultados conseguidos o previsibles.

IV. RECOMENDACIÓN FINAL
    Enseña el Concilio Vaticano II que “los seglares han de coordinar sus esfuerzos para sanear las estructura y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes” (GS 39).
    Esta tarea es permanente, y al realizarla habrá que:
– mantener viva la conciencia de la propia responsabilidad política;
– evitar actitudes utópicas que fácilmente sucumben ante las dificultades;
– actuar con realismo para conseguir en cada momento lo que es posible;
– tener conciencia de que nadie posee la verdad y de que las opciones ajenas contienen elementos positivos;
– estar siempre dispuestos, por tanto, al diálogo y al mutuo respeto y a la comprensión;
– rechazar la violencia como incompatible con el sentido de humanidad y con el espíritu del Evangelio;
– y mantener siempre una firme esperanza.
    El cristianismo, aunque de momento conozca el amargor del fracaso, imputable a sus propias limitaciones o a las tremendas resistencias que se oponen a la realización de la justicia, sabe por la fe que “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, todos frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el Reino eterno y universal” (GS 39).

    Adviento, 30 de noviembre de 1976.

El paro obrero en la región

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    El Señor sintió compasión de las muchedumbres hambrientas, decaídas y vejadas y procuró remediar sus necesidades (Mt 9,36 y Mc 8,2).
    El mismo Señor vive ahora en su Iglesia, y cuantos están unidos a El por la fe y el amor han de tener sus mismos sentimientos (Flp 2,5).
    Especialmente quienes, como nosotros los obispos, tenemos el deber de hacer “presente al Señor Jesucristo en medio de los fieles” (LG 21).
    Por fidelidad a nuestra misión hemos de sentir, como Cristo Jesús, las necesidades y las angustias de los hombres.

Magnitud del problema del paro
    Entre ellas sobresale por su dramatismo el problema del paro, permanente y endémico en las diócesis del Sur, inherente a una secular estructura de la sociedad, cuya reforma radical se difiere una y otra vez; problema agravado en los últimos tiempos hasta límites intolerables.
    Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en el último trimestre de 1975 eran 363.800 los obreros parados en el Sur: 284.200 en Andalucía, 36.500 en las Canarias, 24.500 en la región de Murcia y 18.600 en Badajoz.
    Alcanzaban el 12,4 por 100 de la población activa de la región. Más del doble del 5,42 por 100 calculado para el conjunto nacional.
    Este fenómeno del desempleo es, sin duda, el que más cuestiona la racionalidad de nuestro sistema económico. Hace un año, los obispos del Sur afirmábamos en un comunicado conjunto que la situación del paro en la región “pone al descubierto los defectos de unas estructuras socioeconómicas que redundan en perjuicio de los más débiles, así como también en la desigual participación de las regiones en los beneficios del desarrollo. Contentarse con salir de la crisis, sin arbitrar reformas en sus raíces permanentes, sería desperdiciar una ocasión para afrontar en profundidad los problemas de la España del Sur” (XIV Reunión, 10 de enero de 1975).

Dolorosas consecuencias
    Con todo, la gravedad de la situación actual del paro nos lleva a centrar, de momento, nuestra atención en la tragedia que implican las sobrecogedoras cifras antes referidas.
    Tragedia personal, porque el trabajador en paro siente tal frustración y tan amarga desesperanza que afectan negativamente a su talante y corroen de un modo profundo su personalidad.
    Tragedia familiar, porque en muchos casos se hace imposible o muy difícil satisfacer las necesidades más perentorias de la familia y mantener la concordia en el hogar. Muy difícil cuando se percibe el seguro de desempleo. E imposible cuando no se cuenta con esta ayuda o se agota el plazo de asistencia y se causa baja en la Seguridad Social.
    Tragedia social, porque, aparte de la inquietud y el malestar general del paro, que agudiza las tensiones latentes, se desaprovecha el potencial más valioso – el trabajo humano – para que el sur de España pueda multiplicar sus extraordinarios recursos naturales y salir, al fin, de su secular subdesarrollo.
    Tragedia, en fin, de carácter espiritual y moral, porque la amargura y la desesperanza del obrero sin trabajo y de sus familias inciden negativamente sobre la vida cristiana.

El derecho al trabajo
    La Iglesia ha repetido con insistencia que el derecho al trabajo es uno de los derechos fundamentales del hombre. Derecho que brota, como ya dijo León XIII, de “la necesidad que el hombre tiene del fruto de su trabajo para atender a la defensa de su vida, defensa obligada por la naturaleza misma de las cosas, a la que hay que plegarse por encima de todo” (RN 32).
    Pío XII afirmó que “es evidente que el hombre tiene el derecho natural a que se le facilite la posibilidad de trabajar” (La solennità: AAS 33 [1941] 415).
    Juan XXIII reiteró “el derecho y la obligación que a cada individuo corresponde de ser el primer responsable de su manutención y de la de su familia, lo cual implica que los sistemas económicos permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las actividades de producción” (Mater et Magistra, 55: AAS 53 [1961] 415).
    En relación con tal derecho, el Concilio enseña que “es deber de la sociedad ayudar, según sus circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente” (GS 67).

¿A quién corresponde el deber?
    La doctrina es clara, pero suscita una cuestión fundamental: ¿a quién o a quiénes corresponde el gravísimo deber de que el derecho a trabajar sea efectivamente reconocido?
    Decir que a la sociedad no es suficiente. La sociedad está constituida por personas privadas, familias, grupos sociales, instituciones privadas y públicas y la Administración del Estado.
    De no concretar la parte y la gravedad del deber de dar trabajo que corresponde a todos y cada uno de los elementos que integran la sociedad, se corre el riesgo de que se traslade la obligación propia a los hombres ajenos y que, unos por otros, se deja sin efectiva solución el problema del paro.
    En primer lugar, tienen el deber de crear puestos de trabajo aquellas personas, grupos sociales e instituciones que disponen de recursos para invertir. “Quienes pueden invertir capital y consideren, en vista del bien común, si pueden conciliar con su conciencia en no hacer, en los límites de sus posibilidades, tales inversiones y echarse a un lado con vana cautela” (Pío XII, Levae capita, 26: AAS 45 [1953] 39-40).
    En segundo lugar, proceden contra conciencia aquellos que, multiplicando egoístamente sus empleos, restan a sus compañeros puestos de trabajo (Pío XII, Ibíd..).
    Pero la mayor responsabilidad corresponde, a quienes deciden la política económica tanto en el plano nacional como internacional. Porque “donde la iniciativa privada permanece inactiva o es insuficiente, los poderes públicos tienen la obligación de procurar, en la medida mayor posible, puestos de trabajo, emprendiendo obras de utilidad general y facilitar con consejos y otras ayudas el fomento del trabajo para quienes lo buscan” (Pío XII, Ibíd.).
    Para cumplir con esta obligación cualquier Estado necesita ingentes medios económicos que, por fuerza, ha de recabar de la sociedad.
    En este sentido, es necesario reconocer que nuestro sistema fiscal es injusto y debe ser profundamente modificado para que logre una más equitativa distribución de la renta.
    Hemos de recordar, por otra parte, a los contribuyentes la gravísima responsabilidad moral que contraen cuando defraudan los impuestos o cuando utilizan su presión social para boicotear los propósitos de la Administración en sus intentos por reformar, hasta hacerlo equitativo, el sistema fiscal.

Justicia y pleno empleo
    El “pleno empleo” no puede ser considerado como una mera opción de carácter técnico, sino como una grave y absoluta obligación de justicia que recae proporcionalmente sobre las personas, los grupos sociales y las instituciones que puedan facilitar puestos de trabajo.
    Por tanto, cualquiera que sea el sistema económico vigente, en la mente de los que deciden la política económica, el criterio de la rentabilidad inmediata – la cual suele conseguirse con inversiones en regiones más industrializadas – ha de tener un vigoroso correctivo en el deber primordial de que todos los obreros encuentren el trabajo que necesitan y de que las regiones deprimidas alcancen el nivel de vida, de cultura y de esperanza que en justicia les corresponde.
    Para conseguirlo hay que movilizar adecuadamente los recursos materiales existentes o potenciales, aplicar los mejores procedimientos técnicos y facilitar formación profesional de los trabajadores.

Conciencia de solidaridad humana
    Grave es, a su vez, el deber de los que influyen en la formación de las conciencias y de la opinión pública.
    En sus manos está la posibilidad de despertar vivos sentimientos de solidaridad humana y cristiana de tal forma que cada cual, según sus posibilidades y responsabilidad, contribuya a procurar que el derecho al trabajo y a vivir una vida conforme con la dignidad personal, sea efectivamente reconocido a todo ser humano y en cualquier circunstancia.
    A los cristianos que actúan en este campo han de servirle de estímulo las recientes palabras de Pablo VI: “Nos alegramos de que la Iglesia tome conciencia, cada vez más viva, de la propia forma esencialmente evangélica, de colaborar a la liberación de los hombres. Y ¿qué hacer?. Tratar de suscitar cada vez más numerosos cristianos que se dediquen a la liberación de los demás … Todo ello, sin que se confunda con actitudes tácticas ni con el servicio a ningún sistema político, debe caracterizar la acción del cristianismo comprometido” (Evangelio nuntiandi, 8 diciembre 1975, n.38).

Propuestas de acción
    Al acabar esta nota pastoral consideramos de plena actualidad lo que dijimos hace ya tres años en nuestro documento colectivo “La conciencia cristiana ante la emigración”:
    “Sin asumir competencias técnicas, y ateniéndonos al sentir más común sobre el particular, consideramos obligada y urgente la creación de puestos de trabajo en la España meridional. Para lograrlos en medida suficiente deben concurrir, creemos, estos factores:
a)    Ante todo, las inversiones masivas de la Administración Pública que transformen efectivamente la infraestructura económica de la región y la doten de medios de comunicación, de instituciones educativas y de industrias básicas, aunque no sean inicialmente rentables, que aseguren el despegue económico y la transformación de las estructuras de la sociedad.
b)    Los recursos de las instituciones bancarias y de ahorro, ubicadas en nuestra región, aplicados a la creación de riqueza y de trabajo entre nosotros, superando los incentivos de mayor seguridad o rentabilidad que ofrezcan otras zonas más industrializadas y, por tanto, no tan necesitadas. Esta orientación tendría que ser facilitada y potenciadas por el propio Estado.
c)    El capital privado de la propia región para el que constituye un deber inexcusable de su posición privilegiada poner en plena explotación sus recursos patrimoniales y financieros con verdadero sentido social en las inversiones.
d)    Sobre todo, no puede ni debe faltar una participación popular bien organizada en la que los trabajadores se constituyan en artífices de su propia promoción”.

Recomendación final
    Exhortamos a todos los fieles e instituciones a solidarizarse con cuantos sufren los efectos del paro, haciéndoles sentir, con el mayor respeto a su dignidad personal, la verdad de su apoyo fraterno.
    Sobre todo, hemos de fomentar en nosotros mismos y en los ambientes en que actuamos las virtudes cristianas de la austeridad, la laboriosidad y la solidaridad que son fundamentales para que todos los esfuerzos personales y colectivos y las medidas que se hayan adoptado o se adopten por los poderes públicos puedan producir el efecto vehementemente anhelado por todos de que no exista en nuestras tierras ningún obrero sin trabajo y de que el bienestar, la justicia social y la paz de Dios sean gozosamente compartidas.

Córdoba, Pascua de 1976

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