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El catolicismo popular en el sur de España. Documento de trabajo para la reflexión práctica pastoral

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INTRODUCCIÓN
LA RENOVADA PREOCUPACIÓN DE LA IGLESIA POR LA RELIGIOSIDAD POPULAR

1. LA EXPRESIÓN «RELIGIOSIDAD POPULAR»
    La situación religiosa del mundo actual ha traído al plano de las prioridades pastorales de la Iglesia un hecho de primera magnitud tan extenso, complejo y heterogéneo como el de las mismas multitudes humanas, que suele designarse con la expresión convencional de «religiosidad popular». Es tema de interés universal. En nuestras diócesis del sur de España tiene importancia singular ,características propias y gran trascendencia pastoral.
    Cuando se quiere precisar de qué y de quienes se habla al usar esta expresión aparecen notables dificultades, porque las realidades religiosas populares presentan en cada continente y nación, o en las distintas regiones de cada país, formas muy diferentes, en las que entran elementos de muy diversa naturaleza, influencia y valor. De esa variedad de contenidos provienen, en gran parte, los distintos modos de concebir y de evaluar la religiosidad popular.
    Otras dificultades provienen de la diversidad de preocupaciones y de presupuestos que dominan la interpretación de estos hechos. Recientemente, en sociología y en pastoral se han formulado diversas teorías, con mayor o menor rigor científico. Valoramos y alentamos con todo encarecimiento cualquier investigación crítica seria, en la medida en que contribuya a aportar luz a la acción evangelizadora y evite que el tema se convierta en motivo o arma de lucha entre grupos y tendencias.
    También es difícil precisar quién es el sujeto de la religiosidad popular. Hay algunos que lo reducen, desde el punto de vista sociológico, a las gentes menos dotadas de ingresos, estudios o poder en la sociedad. Sin embargo, los rasgos de este tipo de religiosidad aparecen también en las vivencias y comportamientos de no pocos que, en otros órdenes de la cultura, del poder o posición social pertenecen a los grupos selectos y no a las masas.
    En un intento de aproximación a la realidad, y solamente a efectos de centrar la reflexión pastoral práctica, nos vamos a referir en este documento, desde el punto de vista religioso, al conjunto de fieles que participan de un modo más irregular y menos instruido en los diferentes aspectos de la vida de la Iglesia.

2. OBJETO DE ESTE DOCUMENTO
    Habida cuenta del fenómeno global de la religiosidad popular y del problema de fondo que crea en todas partes, de sus muchas formas y de las variadas interpretaciones teóricas a que ha dado lugar, aquí, concretamente, nos vamos a referir a las realidades de nuestras regiones del sur de España y en los momentos actuales. La tradición religiosa predominante durante muchos siglos nos invita a designarla con el nombre específico de «catolicismo popular».
    Nuestro objeto es:
–    Promover el estudio acerca de su naturaleza y elementos.
–    Proponer algunas observaciones que puedan ayudar a formar un concepto aproximado de su significación.
–    Aportar, en lo posible, algunas líneas prácticas pastorales para su renovación y desarrollo evangélico.
Nos adentramos en este  trabajo con respeto a nuestro pueblo, con deseo de servirle en nuestra misión evangelizadora y no sin temor, porque somos conscientes de que el tema es delicado, de grave importancia pastoral y gran dificultad por lo complejo de sus implicaciones.
Pero, por otra parte, no podemos limitarnos a la mera transcripción a la letra de los análisis y esquemas, que pueden ser válidos, sin duda, para otros países, incluso de larga tradición católica en Europa o en América. Creemos necesario un análisis específico para nuestro país y región si no queremos correr el riesgo de oscurecer y complicar más aún una cuestión de suyo compleja y de hacer más vulnerable una realidad tan expuesta todo género de falseamientos, manipulaciones o pasividades evasivas.

3. MOTIVOS PARA UNA NUEVA REFLEXIÓN SOBRE EL TEMA
    El Sínodo de los Obispos de 1974 recogió la preocupación que suscita en amplios sectores de la Iglesia este problema de la religiosidad popular respecto de la evangelización de los pueblos. La prioridad pastoral que, entre otras urgencias y en conexión con ellas, dio a esta cuestión no significa un cambio en la orientación fundamental de la acción pastoral o una estrategia de repliegue a zonas aparentemente menos problematizadas. Por el contrario, se inscribe en el esfuerzo general de renovación eclesial, que exige la elevación del nivel de la religiosidad popular.

3.1. El catolicismo popular es parte del ser eclesial
    En primer lugar, el catolicismo popular forma parte de la vida y comunidad de la Iglesia. Sería impropio decir que ésta se sitúa «ante» esas realidades populares, puesto que las lleva en su seno y las siente formando parte de su ser. De ahí que el crecimiento armónico de todo el Pueblo de Dios reclame la promoción evangélica popular. De otro modo quedaría escindido en dos esferas de difícil comunicación entre sí y erizadas de malentendidos mutuos.
    En el ejército del ministerio pastoral o de las responsabilidades apostólicas, en inmediato y cotidiano contacto con las realidades religiosas populares, sienten muchos una honda insatisfacción respecto del grado de preparación de los fieles o de las expresiones religiosas habituales y masivas. Por su parte, también los movimientos cristianos más avanzados han hecho la experiencia de un distanciamiento entre los grupos más comprometidos y la capacidad de las masas para comprenderlos y seguirlos, aunque paradójicamente les reclamen compromisos concretos con su situación en la sociedad.

3.2. Necesidad de equilibrio entre masas y minorías
    En segundo lugar, en la práctica pastoral se siente el problema del equilibrio entre la atención a la generalidad de lo fieles y el cultivo específico de minorías militantes. No podemos admitir la opinión de que el catolicismo ha de ser un minoritario «resto» puro en medio de las masas. La Iglesia jamás ha renunciado a congregar en su seno a las multitudes para vivir con ellas su misterio y su historia. Pero, por otra parte, siempre ha procurado hacerlas fermentar mediante la levadura de comunidades evangélicamente muy vivas, capaces de ayudarles a asumir las transformaciones sociales y a superar las crisis históricas por las que atraviesan al correr de los siglos del pueblo y la Iglesia.

3.3. El catolicismo popular está en constante transformación
    El catolicismo popular es, en fin, una realidad viva y no una categoría tradicional fijada, de una vez para siempre, en cierta etapa histórica. El cambio social afecta también a la religiosidad de los medios populares, ya que no son una masa estática, sino sectores vivos de una sociedad, en transformación, en los que se están produciendo crisis, a veces muy profundas. Muchos de los soportes sociales en que descansaban los valores religiosos populares han desaparecido o han cambiado sustancialmente; han surgido nuevos valores de vida que han de ser asumidos cristianamente; las masas reciben sin cesar el impacto de encontrados factores que provocan en ellas tensiones y problemas. A la exigencia de purificar el hecho religioso popular se une la de encontrar expresiones religiosas adaptadas a las nuevas situaciones del pueblo y la de traducir el Evangelio en el modo concreto de pensar y de vivir popular.
    En los siguientes capítulos de este documento tratamos de contribuir a la reflexión sobre el fenómeno de la religiosidad popular en nuestra región, sin pretensión alguna de establecer nada definitivo ni decisorio. Nos anima el deseo de comprender mejor a nuestro pueblo para poder sacar algunas consecuencias pastorales, en orden a su renovación cristiana, mediante una más adecuada acción evangelizadora.

PRIMERA PARTE
ELEMENTOS PRESENTES EN LAS EXPRESIONES DE NUESTRO CATOLICISMO POPULAR

4. PRESENCIA FUNDAMENTAL DE LA FE CATOLICA
    En nuestro catolicismo popular aparece, ante todo, la presencia básica y decisiva de elementos de verdadera fe cristiana. Es cierto que, con frecuencia, los hallamos deformados, incipientes o sin madurez, y que los modos subjetivos con que los entiende esa fe popular no coinciden perfectamente con los contenidos revelados y requieren una profundización catequética. Pero, no obstante, se trata de fe verdadera en Cristo y no tan sólo de anticipaciones preevangélicas que estuvieran revestidas de manera puramente externa con imágenes cristianas o que hubieran cristalizado con el tiempo en tradiciones populares de apariencia cristiana.
    Hasta tal punto es esto verdad, que la situación religiosa de nuestras regiones puede definirse, de hecho, por el catolicismo popular que es propio y peculiar de sus gentes. Sobre esa realidad global de base descansa cuanto existe, a los demás niveles, en nuestras Iglesias diocesanas. Por eso, en nuestro medios populares, la evangelización puede y debe partir de la fe que existe realmente en el pueblo. Hay que buscarla en cuantos signos, manifestaciones, testimonios y compromisos abiertamente cristianos se exprese, por imperfectamente que sea, y a hay que educarla explícitamente como tal fe católica.
    No nos encontramos, por lo general, ante un medio ambiente en el que haya que limitarse a cultivar semillas previas, valores humanos y religiosos auténticos no cristianos o justas luchas de liberación. Todo esto es parte integrante, sin duda, de la evangelización, pero aquí, en nuestra situación, puede ser exigido en nombre de la fe.

5. PERVIVENCIA DE RASGOS DE RELIGIONES NO CRISTIANAS
    Con esa presencia primordial de elementos genuinos de la religión católica se pueden observar también, en nuestro catolicismo popular, ciertos modos de interpretarla y de vivirla que revelan, a veces muy claramente, rasgos heredados de las distintas religiones que se establecieron aquí y lograron configurar la religiosidad de pasadas generaciones, sus huellas perviven con la tenacidad característica de las formas religiosas populares.
    Andalucía, en especial, ha vivido a lo largo de los siglos muy intensas y diversas experiencias de «religión». Con dramáticas alternativas de pluralismo o de intolerancia, han predominado desde muy antiguo las formas de «religiones de sumisión», caracterizadas por el ejercicio de prácticas externas fuertemente institucionalizadas y por comportamientos sociales y legales sujetos a sanciones jurídicas y políticas no menos rígidas y externas. Impuestas unas veces por el poder social y político de la oligarquía colonizadora o conquistadora, y otras por el fanatismo de la comunidad creyente y combatiente, respondían a unas concepciones religiosas muy vinculadas al orden sociopolítico de «su mundo» y estaban escasamente abiertas a una fe personal, basada en la conversión interior, la decisión libre y la responsabilidad de conciencia.
    La acción evangelizadora actual de la Iglesia católica, al tratar de configurar la religiosidad de la presente y futuras generaciones, no puede ignorar este dato histórico, que también deberían tener muy presente los historiadores críticos de la Iglesia en nuestro país. No se puede minusvalorar su multisecular impacto en el pueblo ni en las sucesivas formas históricas del cristianismo español.

6. LAS RAÍCES PRIMORDIALES DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR
6.1. La experiencia popular de lo sagrado
    Bajo todas las construcciones religiosas, sean primitivas o modernas, hay siempre un substrato de religiosidad primordial y originario, que está en la radical condición de la existencia humana y en los cimientos mismos de la vida colectiva de la humanidad.
    A ese nivel profundo hacen los grupos humanos y los pueblos las experiencias específicamente religiosas. En ese fondo fértil arraigan todas las religiones, que no se proponen otra cosa, al menos inicialmente, sino cultivar y liberar el espíritu de religiosidad del hombre e impulsar el proceso de crecimiento religioso de la humanidad. Igualmente, a ese nivel humano último sobreviene y se inserta, como don absolutamente gratuito, la Revelación cristiana, que orienta y conduce el proceso religioso en su verdadera dirección.
    Hoy día, la reflexión pastoral prefiere dejar a un lado las ideas y las cuestiones sobre la religión «natural», de índole racional y filosófica, y considera más significativo el esfuerzo para comprender el sentido que tienen los fenómenos concretos de la religiosidad popular, tal como es vivida, de hecho, por unos determinados seres humanos en el seno de su comunidad respectiva y en cuanto miembros de ella. Es esta esfera, el protagonista religioso es ciertamente el pueblo, en su totalidad activa, desde sus miembros más destacados hasta los más humildes; el modo de vivir personalmente en el seno de la comunidad exige que cada uno aporte su contribución al concierto multiforme y policromo, típico de las creaciones realmente populares.
    La médula de esa religiosidad popular es puesta por muchos estudiosos del fenómeno en el conjunto de actitudes colectivas que se toman ante unas especialísimas situaciones en las que un grupo humano hace sus experiencias de descubrimiento de lo sagrado y misterioso que se le ha hecho presente en ciertos sucesos, fuerzas y fenómenos de este mundo. Trata entonces de expresar esas experiencias en símbolos evocadores de ellas; como material simbólico toma todo lo que le parece apto a su alcance (cosas, seres vivos, acontecimientos, personas…) y lo carga de sentido, para que le recuerde y represente su contacto o encuentro con lo divino, el acto de presencia en que se le manifestó gratuita e inesperadamente. Más aún: tiene la convicción de que el encuentro volverá a realizarse pasando por la mediación de esas expresiones simbólicas.
    En esta manera de explicar las cosas de la experiencia religiosa popular, el catolicismo aparecería como la definitiva religiosidad del Pueblo de Dios único, vio y verdadero, que se hace presente en la humanidad en Jesús. Ese Pueblo vuelve sin cesar a Cristo, como Mediación y Sacramente fundamental, a través de todos los signos y expresiones (ahora realmente eficaces) del Misterio cristiano, en cualquier orden de realidades del mundo y de la vida en que se manifiesta la presencia de Dios, incluso en formas no institucionales, suscitadas por la espontaneidad del Espíritu del Señor.

6.2. La religiosidad y los valores fundamentales de la vida humana
    Ahora bien: tales experiencias de lo sagrado se viven, siempre y necesariamente, en relación con las realidades y valores, los ritmos y momentos primarios y fundamentales de la vida humana (familia, trabajo, medio físico y cultural, convivencia, luchas, ideales, etc.) y, sin embargo, también en clara ruptura con lo que esa vida tiene de cotidiano y sin más horizonte que el de este mundo y la historia simplemente humana dentro de sus marcos. Ese horizonte se abre cuando lo divino se hace presente y los hombres descubren una realidad superior y absolutamente otra, más allá de todo lo de aquí.
    La religiosidad popular auténtica hunde sus raíces hunde sus raíces en las realidades de fondo de la existencia: la vida, la muerte, el amor, el sufrimiento, la alegría, el poder, el trabajo, el tiempo, etc. Y en su aspecto ético, se nutre siempre de vivencias colectivas de los grandes valores humanos: la libertad, la verdad, la solidaridad, la justicia, la dignidad personal, los derechos y deberes básicos, etc.
    Todo hace pensar, por eso, que los rasgos del más profundo modo de ser de un pueblo pueden reconocerse tanto en las expresiones culturales auténticas como en su religiosidad sincera, en la que se manifiestan los valores y afanes, los dolores y esperanzas colectivas. La religiosidad popular los dolores y esperanzas colectivas. La religiosidad popular constituye uno de los accesos más directos y penetrantes hasta el corazón y el ser de un pueblo. De aquí también que el pueblo se reconozca en aquellas formas y expresiones que le evocan sus experiencias religiosas y que le permiten realizar sus valores humanos. En fin, tal vez por eso se entrelazan de modo tan íntimo las problemáticas de la religiosidad popular y de sentido y destino de la humanidad en la historia, y aparecen tan implicadas, hoy día, la búsqueda de nuevas formas religiosas con los ensayos de una nueva comprensión y realización del hombre y de una calidad de vida que se sitúe a nivel de fines y no sólo a nivel de medios.

6.3. Realización religiosa de los valores de nuestro pueblo
    La religiosidad de fondo de nuestro pueblo, tantas veces y de tantos modos configurada a lo largo de la historia de sus religiones, ha recibido finalmente la forma peculiar actual de su catolicismo popular. En él están llamados a realizarse los más ricos valores de su modo de ser y, recíprocamente, en él se ponen de manifiesto muchas constantes de toda religiosidad popular auténtica. Para la educación y desarrollo evangélicos de la conciencia religiosa de nuestro pueblo, es importante reconocer aquellos valores y estas constantes profundas y saber el modo de superar las tareas que los bloquean.
    Aquí es el momento de señalar los grandes valores humanos base del carácter regional. Caracterizan a nuestro pueblo su honradez y limpieza moral y su inteligente laboriosidad, unidas a la seriedad y dominio de si y de su vivísima emotividad; su mesura y buen sentido, su estimación de la cultura y su gozo ante la belleza; la intensidad con que vive el presente y su profunda filosofía de la vida y de la muerte. Le caracteriza también su cordial capacidad de apertura y acogida, su excepcional facilidad para la comunicación y el diálogo, su generosa y valiente solidaridad, junto con un pronto espíritu de servicio, ayuda y comprensión, su fortísimo y entrañable afecto a la familia. Le caracteriza, en fin, entre otros muchos valores, su fértil ingenio y viveza rápida de comprensión y de expresión y su gran capacidad de síntesis; una natural distinción y dignidad que revisten de finura, señorío y buen gusto aun a las personas de más humilde condición; un alegre sentido de la fiesta y un inagotable buen humor para sobreponerse a las penas, admirablemente armonizado con su seriedad para afrontar serena y juiciosamente las cuestiones serias de la vida, con su entereza para aceptar reveses y desgracias, y con su larga paciencia para soportar las privaciones, las humillaciones y las discriminaciones injustas que lleva consigo la inveterada y dura situación regional, resultante de muchos avatares históricos, opresiones endémicas y estructuras insolidarias.
    No es menos cierto que estos valores están muchas veces bloqueados, como decimos, por lamentables taras colectivas, psicológicas o morales, que es preciso tener el valor de decirle al pueblo, por doloroso que resulte, si de veras se quiere su liberación humana y cristiana y borrar la imagen que otros han formado de él. Tales son: una cierta desidia indolente, la tendencia a un fatalismo conformista, un individualismo fortísimo… Sin embargo, preferimos destacar ahora los valores que dan firme base y que estimulan un esfuerzo de superación dejando abierta la tarea de una reflexión por contraste entre las posibilidades y las deficiencias de la colectividad regional.

6.4. Algunos elementos de religiosidad básica en nuestro catolicismo
6.4.1. Exaltación ritualista de los momentos solemnes de la vida
    La conciencia religiosa de nuestro pueblo busca, y con mucha razón, el modo de exaltar ritualmente los momentos solemnes de su vida y obtener sobre ellos la bendición divina; con certera intuición lo encuentra en los cultos cristianos con la seriedad y hondura deseadas. Tal vez esté ahí la raíz del fenómeno de los llamados «católicos de las cuatro estaciones de la vida» y el sentido positivo con que estarían motivados por deseos rituales dignos de respeto y de valoración pastoral como base de una profundización catequética. Aunque este rasgo no sea diferencial de nuestra región, puesto que, más o menos acentuado, se presenta en todas partes, lo destacamos aquí porque también entre nosotros se debería evitar la tendencia a considerarlo sospechos y negativo.
6.4.2. Tendencia a lo devocional
    Más característica y acusada que ese afán ritual, nuestro catolicismo popular presenta una tendencia a lo devocional, probablemente debida a sentir la necesidad de expresiones más accesibles para él que las fórmulas litúrgica, cuyo lenguaje bíblico y teológico no consigue comprender en directo y cuyo clima resulta demasiado austero para su exuberante sensibilidad imaginativa.
    Es probable también que, por reacciones similares, nuestro pueblo, vivamente sensible al misterio del más allá, sea propenso a rellenar con imaginaciones el huevo que deja la sobriedad de las revelaciones escatológicas del Nuevo Testamento. Da la impresión de cierta insensibilidad hacia los misterios de la Resurrección y la presencia viviente de Cristo y de su Espíritu en la Iglesia y, en cambio, muestra afición, a veces desmedida, hacia las apariciones y sucesos maravillosos, y puebla su atmósfera religiosa de imágenes con el deseo de mantener con los santos un familiar intercambio.
6.4.3. Dimensión festiva
    Especialísima mención y reflexión merece un rasgo de los más destacados de nuestro catolicismo popular. Su dimensión festiva. Nuestro pueblo ha asumido con predilección y ha dado formas peculiares a esta constante de la religiosidad de todos los pueblos, estrechamente relacionada con el anhelo de liberación personal y comunitaria del hombre en el mundo. Ciertamente, este rasgo guarda suma coherencia con el espíritu radicalmente festivo del Reino de Dios, de la Buena Noticia o Evangelio de Jesucristo, de toda la vida eclesial del Pueblo de Dios, que es universal celebración de la alegría. En muchas manifestaciones de nuestro catolicismo popular aparece patente «el pueblo en fiesta», y precisamente por motivaciones sinceramente religiosas, como expansión exultante de su alegría de creer y confiar.
    Tema muy serio de reflexión ofrece la contradicción con que hoy día aparecen, en Andalucía yen todo el Sur, lo que pudiéramos llamar, respectivamente, «la cultura de la fiesta» y «la civilización del ocio», contradicción que crea graves problemas a la evangelización. El hecho es que zonas enteras, progresivamente transformadas en regiones turísticas, presentan el aspecto de comarcas irreales de evasión y, en el orden del trabajo, se organizan como economías de servicios en función de la civilización del ocio, mientras escasea o falta la inversión de recursos en otras actividades productivas. Fuera de esas zonas, el pueblo permanece en su paro más o menos encubierto y en su aburrimiento mejor o peor disimulado.
    Por el contrario, la cultura de la fiesta está en íntima relación real con la vida del trabajo y de la producción; ofrece condiciones óptimas para una vida cristiana integral, en relación directa con la permanente dedicación habitual de las gentes a las tareas realmente comprometidas con el progreso económico y social. La vida comunitaria eclesial ha contribuido vigorosamente al mundo festivo del pueblo y le ha ofrecido, con la más honda humanidad e imaginación creadora, expresiones de la voluntad y la alegría de vivir la vida real, contando con la bendición de Dios sobre sus esfuerzos cotidianos y su desarrollo efectivo.

6.5. Respeto al pueblo al asumir su religiosidad
    Sin duda que las expresiones y manifestaciones actuales de nuestro catolicismo popular necesitan y urgen purificación y una más seria educación en la fe evangélica y eclesial. Ahora bien, les ha de ser propuesta de un modo tan vivo y tan humano esa fe de la Iglesia, que pueda asumir, colmar y transcender los más hondos y sinceros sentimientos de la religiosidad popular, en vez de asfixiarlos bajo formas de expresión de la fe que puedan ser artificiales o inadecuadas. Esta observación tiene particular interés cuando se trata de los anhelos de búsqueda de las jóvenes generaciones, que están tanteando en nuestros días formas nuevas de expresividad religiosa popular.
    La práctica pastoral enseña que los sentimientos religiosos populares propenden hacia expresiones espontáneas «informales» y no institucionalizadas, hacia lo subjetivo, indefinido y no formulado. Si la eclesialidad de la fe del pueblo es demasiado débil, fácilmente declina a expresiones cada vez más paganas y alejadas del Evangelio; si, por el contrario, se ata excesivamente a los aspectos institucionales externos, el catolicismo popular se vuelve rígido y degenera progresivamente en el formulismo y en el ritualismo.
    Lo que en definitiva importa al pueblo y a la Iglesia es que los símbolos de la experiencia cristiana popular no vengan determinados por su exclusiva iniciativa humana, sino que respondan lo más fielmente posible al modo de presencia del Misterio cristiano en sus signos y a la iniciativa del Espíritu de Cristo y de la Iglesia.
    La evangelización debe buscar aquel equilibrio y esta fidelidad. La renovación evangélica y las reformas litúrgicas, catequéticas, pastorales, etc., deben abstenerse de imponer al pueblo formas prefabricadas por círculos minoritarios según sus esquemas teóricos. Han de esforzarse por responder a las exigencias religiosas populares, conectadas a la vez con la realidad del Misterio que se les comunica y con su vida real. Es así como el pueblo tendrá libertad religiosa para hacer brotar nuevas formas de expresión auténticamente evangélicas y eclesiales tanto como populares.
    Cuando la Iglesia se propone evangelizar estas realidades populares, no trata de reducirlas a moldes teóricos y prácticos para recuperar así sobre las masas un control que se hubiera debilitado, sino que trata de potenciar y de liberar su verdad y su creatividad, y ayudarles a recuperar su identidad religiosa y su más auténtico y profundo ser popular. Muchas veces parece que la religiosidad popular está como atemorizada, reprimida y en el vacío ante las actitudes de superioridad del intelectualismo y de las críticas ideológicas, o ante la aparente seguridad que muestra la indiferencia religiosa del ambiente social contemporáneo. Hay que liberar al pueblo de la angustia y complejo de inferioridad religiosa.

7. PRESENCIA DE FACTORES SOCIOLÓGICOS CODICIOANTES EN NUESTRO CATOLICISMO
    Nuestro catolicismo popular está condicionado por múltiples factores de carácter sociológico y psicosocial, cuyo influjo se observa claramente en muchos de sus aspectos. Algunos sociólogos y pastoralistas de nuestra región han estudiado las correlaciones entre las estructuras sociales y económicas y la religiosidad, llegando a conclusiones que tienen gran interés para nuestra cuestión. A modo de ejemplo, citaremos las siguientes:

7.1. Predominio cuantitativo proletario
    El rasgo sociológico principal que caracteriza al sujeto colectivo de nuestro catolicismo popular viene marcado por el predominio cuantitativo del proletariado rural y urbano en la sociedad regional. La masa de fieles de nuestras diócesis se compone, en gran mayoría, por una muchedumbre de trabajadores poco o nada especializados, con aguda inseguridad en su trabajo eventual, sometido a diversas formas de paro, con una bajísima participación en la renta regional y con una enorme movilidad de cientos de miles de emigrantes. El rostro del Pueblo de Dios en el sur de España está marcado por el paro, la emigración y el bajo nivel de vida.

7.2. Contraste entre estructura religiosa popular y cumplimiento dominical clasista
    Cuando se ha estudiado la composición social de los fieles asistentes a la misa de precepto, en los tres aspectos de su escalón o categoría profesional, de su grado de instrucción o estudios y, finalmente, de su nivel de ingresos o rentas familiares, se ha comprobado que la asistencia desciende siempre con esos tres niveles o, también, cuanto más abajo en la escala social se autoclasifica la conciencia subjetiva o, por último, cuanto menos se cree haber mejorado o menos se espera lograrlo en el futuro (es decir, cuanto más aumenta el pesimismo social). Pero como esa práctica institucional externa es una de las más públicas y frecuentes de la comunidad eclesial, el contemplar a una mayoría de asistentes de clases medias arriba, a la que se une lo más representativo de los sectores institucionales, invita a formar una imagen clasista de la Iglesia, que coincide muy poco con la que ofrece la estructura religiosa popular.

7.3. Renovación popular-religiosa y avance social
    Al estudiar la actitud ante la evolución de la sociedad andaluza, aparece ésta escalonada a tres niveles: una pequeña minoría a nivel de mentalidad moderna y de avance social y cultural o, en su caso, religiosa; unas grandes mayorías a diversos niveles de transición, más anchos cuanto menos avanzados; un fuerte lastre a nivel de estancamiento tradicional. Ahora bien: difícilmente podrá vivirse a la vez en actitudes inmovilistas para lo temporal y dinámicas para lo religioso porque la existencia no puede estar sometida a ritmos vitales contradictorios sin engendrar conflictos internos personales y sociales. Por consiguiente, la relación entre la renovación popular religiosa y el avance social tiene decisiva importancia para la construcción de una región y una cultura moderna en ella. Por otra parte, señala la dirección del reencuentro de la Iglesia con las masas populares y las clases trabajadoras, ya que éstas aparecen todavía muy pasivas, pero están trabajadas por hondos motivos e intereses que exigen cambios sociales, por los que se afanan ya sus minorías dirigentes.

7.4. Vida urbana semirrural
    La preferencia por la vida urbana, tendencia constante a través de varias civilizaciones, ha concentrado a nuestro pueblo en núcleos de población creciente, a pesar de las privilegiadas posibilidades agrarias de esta tierra para convertirse en una vasta y populosa zona agrícola–rural moderna y a pesar, también, de la escasa industrialización de la región, que aún mantiene en el estadio de grandes villas semirrurales a las que pudieran ser ya ciudades de intensa ida urbano–industrial. Las actuales estructuras económicas y sociales del campo, tan resistentes al cambio, así como las nuevas estructuras de ciudades de servicios, determinan una especial fisonomía regional, tanto rural como urbana, que marca rasgos muy peculiares en las comunidades y condiciona fuertemente la evangelización.
    Basten estas breves indicaciones para estimular la reflexión pastoral sobre otros muchos factores que presionan sobre la vida de nuestro pueblo y marcan sociológicamente su religiosidad popular en función de la situación social.

8. ELEMENTOS PROCEDENTES DEL MEDIO CULTURAL
8.1. La actual situación cultural exige un esfuerzo pastoral
    Nuestro pueblo, aun en sus estratos menos instruidos por las actuales instituciones de enseñanza, es heredero de muchas y espléndidas tradiciones culturales. Parece evidente el desnivel entre su estado educacional hoy y ese inmenso potencial inactivado de energías culturales. A la vista está el bajo nivel general de las masas populares e incluso de buena parte de las otras, tanto en lo religioso como en la humano.
    En este párrafo hablamos de cultura en el sentido en que lo hace la constitución conciliar Gaudium et spes (n. 53 y siguientes): «Con la palabra cultura, en sentido general, se indican todas aquellas cosas con las que el hombre perfecciona o desarrolla las diversas facultades de su espíritu y de su cuerpo; se esfuerza por someter a su dominio el orbe de la tierra mediante el conocimiento y el trabajo; logra hacer más humana la vida social, tanto en la familia como en todo el consorcio civil, mediante el progreso de las costumbres y de las instituciones; finalmente, consigue expresar, comunicar y conservar en sus obras, a lo largo de los tiempos, sus grandes experiencias y anhelos de espíritu para que puedan servir de provecho a muchos, a toda la humanidad».
    Algunos grupos serios de militantes, educadores e intelectuales han tomado conciencia del grave déficit cultural que tiene nuestra región, que empieza ya por la falta material de puestos escolares en todos los niveles de enseñanza. Sería menester un análisis de los factores de toda índole que bloquean el florecimiento de las energías culturales que están en potencia y elaborar eficaces proyectos de cultura popular. La Iglesia ha de animar un gran esfuerzo de promoción educativa en todas las esferas, desde la instrucción elemental y la catequesis de iniciación hasta las tentativas para crear una nueva cultura regional.
    Los educadores, intelectuales, artistas católicos y, en general, todos los creyentes cultos de nuestra región deben tomar parte en la acción pastoral, en diálogo con los medios religiosos populares y con un bien definido propósito de intentar la síntesis entre catolicismo popular, la cultura popular, la pastoral evangelizadora y la cultura superior profana y teológica, demasiado escindidas entre sí. A causa de esta desconexión, el pueblo está sin orientación que le pueda ser accesible, inteligible y provechosa acerca de muchas cuestiones, hoy en debate crítico, pero que son vitales para las masas, las cuales las encuentran planteadas a cada momento en los medios de comunicación, las costumbres y las mentalidades.
    Falto de criterios claros y sin apoyo serio para un juicio cristiano, el pueblo se ve confrontado con el pluralismo ideológico, ético y religioso, que le produce confusión. Tampoco sabe mejor cómo situarse respecto de los fenómenos de cambio que es´ta experimentando. En muchas ocasiones, nuestro catolicismo popular se limita a resistir tenazmente atrincherado a la defensiva, intentando mantenerse idéntico a sí mismo y huir de la inevitable crisis que le amenaza en un contexto social no tradicional.
    Los medios de información y comunicación social, con su poderoso influjo, son factores muy aptos, de suyo, para la evangelización de las masas. No creemos exagerado afirmar que están modificando en nuestra época la religiosidad popular y son capaces de crear nuevos modelos de ella. Por tanto, también se podrá lograr una renovación evangélica y nuevos modelos de catolicismo popular si acertamos a hallar las formas más adecuadas para la comunicación del mensaje, por cristianos bien preparados, que sepan crear el gran «catecismo audiovisual» de nuestros tiempos, por así llamarlo.

8.2. Evangelización de los pueblos e inculturación del Evangelio
    La reflexión pastoral debe llegar, también en este punto, hasta el fondo de la cuestión. Si bien es verdad que el catolicismo no puede jamás identificarse con ninguna cultura, para poder ser un mensaje abiertamente universal y dar la vida cristiana a todos y cada uno de los pueblos, cualquiera sea su identidad cultural, no es menos cierto que no llega a la madurez de Iglesia arraigada en un determinado pueblo, hasta que no encarna en su cultura y la asume tan plenamente como lo hizo Jesucristo Ens. Pueblo y en la cultura judía de su época. En este sentido parece lícito usar la expresión convencional de «inculturación» del Evangelio. La fe incorpora hombres concretos al Pueblo de dios sin desarraigarlos de su propio pueblo y cultura ni embarcarlos, por así decirlo, en un medio eclesial flotante y sin base firme cultural.
    Cuando se habla de la «evangelización de los pueblos» (como, por ejemplo, el Sínodo de los Obispos de 1974) y no solamente de los individuos, se significa que la incorporación al Pueblo de Dios por la conversión al Evangelio es un hecho comunitario; y que se realiza desde, en y hacia comunidades históricas eclesiales y culturales concretas, sin que sea bastante la conversión de personas aisladas o, a lo sumo, de grupos sociales primarios. Por otra parte, la evangelización de los pueblos lleva también consigo una serie de cambios radicales de la sociedad evangelizada, en muchas de las estructuras de su vida colectiva, y abre a un pueblo el horizonte del futuro prometido por Dios para que oriente la búsqueda en la tierra de su propio futuro histórico.
    La Iglesia acoge en su seno a los nuevos creyentes para acompañarles por el camino que andan en este mundo con toda su comunidad cultural, y para que sean precisamente sus miembros cristianos os que señalen a todo el pueblo el horizonte finad de la historia que hace en común. Parece correcto reconocer en la Historia de la Iglesia una constante reciprocidad entre evangelización de un pueblo e inculturación del Evangelio. Para que esta relación sea fecunda, han de cumplirse las debidas condiciones de reciprocidad: por un lado, hay que hacer capaz a esa cultura de expresar explícitamente los signos de la fe y de aceptar la ruptura con las traiciones y formas que sean incompatibles, del todo o en parte, con la penetración del Evangelio en todos los campos de su vida colectiva; por otro lado, la Iglesia ha de hacerse a sí misma capaz de asimilar los valores de ese pueblo, de comprender cómo ve él desde ellos el Evangelio y capaz también de renunciar alas formas adoptadas en oros medios culturales.
    En esas condiciones será posible comunicar el mensaje evangélico a un pueblo con toda la autenticidad de la Palabra de Dios, pero también con toda la autenticidad de la realidad cultural y del mismo ser de ese pueblo. Cuando se logra establecer con recíproca lealtad aquella relación entre Iglesia y cultura, convergen y crecen a compás la conciencia popular de la propia identidad cultural y la conciencia popular de su identidad eclesial cristiana. En la historia de nuestro pueblo encontramos una espléndida muestra de cuanto venimos diciendo en el Siglo de Oro. Pocas veces se ha encontrado a sí mismo y ha expresado con más autenticidad popular su fe y su ser cultural.
    En este sentido, cabe decir que cada pueblo sigue, en concreto, su propio «camino cristiano en la historia; su camino del Evangelio», como dicen hoy las jóvenes Iglesias. Nos preguntamos si nuestro catolicismo popular no plantea, en el fondo , un problema similar al que ellas abordan, aunque a muy distintos niveles de desarrollo humano y en circunstancias sociales y situaciones religiosas muy diferentes. Quizás podamos aprender mucho de la fina sensibilidad de dichas jóvenes Iglesias, para buscar el «camino de Dios para su pueblo» a través del corazón de su cultura y, así, hacer avanzar, con un solo y mismo impulso, el catolicismo popular y la cultura popular, en un despliegue de la creatividad original de este pueblo nuestro que, como la de todos, procede en última instancia y fuente del impulso del Espíritu Santo y Creador de Dios.
    Queremos evitar aquí, con toda deliberación, cualquier tipo de concesiones que pudieran dar pábulo a los muchos tópicos sobre el tema de Andalucía y el Sur a los que tan expuestos están nuestro catolicismo y nuestra cultura. Pero quien entienda lo que decimos, podrá percibir claramente que, en nuestras palabras, laten la admiración, el amor y la esperanza que nos inspira el espíritu genuino de nuestro pueblo, y cómo deseamos y estamos dispuestos a cooperar con el esfuerzo común por un nuevo esplendor de su cultura, al unísono con el de su vida eclesial, en fecunda síntesis creadora. Andalucía, el Sur y las Islas son el nombre de una gran vocación que llama a la tarea histórica a nuestras Iglesias diocesanas.

9. FORMAS «REDUCIDAS» DE CREENCIAS EN NUESTRO CATOLICISMO POPULAR
    En el intrincado complejo de elementos que contribuyen a la configuración concreta y actual de nuestro catolicismo popular (en reacción incesante unos sobre otros), podemos observar, por último, una serie de elementos procedentes de formas incompletas, de concepciones y vivencias parciales o «reducciones» del catolicismo que lo empobrecen y que transmiten a las masas las imágenes deformadas que de él se hacen. A simples efectos de descripción, puede ser útil resumirlas en cuatro grandes series, que nunca se dan aisladas y en formas conceptuales puras.

9.1. Un cierto primitivismo religioso
Creencias católicas muy poco evolucionadas, que a veces parecen más próximas a las concepciones y símbolos de lo sagrado propias de una religiosidad primitiva que a las del catolicismo de hoy, incluso popular. Suelen responder a imágenes fatalistas sobre el Dios de las cosechas o de la suerte, de la muerte o de las desgracias, del castigo o del prodigio, etc. Producen sentimientos infantiles o serviles sobre la omnipotencia providente, que todo lo da hecho; la pasividad ante los procesos naturales, sociales o históricos; el afán de asegurarse una infalible y automática protección sobrenatural mediante ofrendas y prácticas externas; la afición a las apariciones y las curaciones prodigiosas, etc. Revelan la carencia y la urgente necesidad de una catequesis velan la carencia y la urgente necesidad de una catequesis seria sobre el verdadero providencialismo cristiano, que potencia la responsabilidad del hombre en el desarrollo de la creación y en las decisiones autónomas del porvenir; revela también una de las más vergonzosas explotaciones de la credulidad popular.
Algunos autores se han preguntado hasta qué punto se manifiesta ahí una religiosidad de carácter mágico que ha logrado impacto en la práctica religiosa de algunos sectores y comportamientos católicos. Discrepamos de quienes ven por todas partes una magia residual reprimida y un sucedáneo degradado de la religión evangélica. Pueden darse casos límite en áreas concretas; pero no es ése el talante religioso de nuestro pueblo, menos aún hoy día, para la mentalidad del hombre actual, cada vez más impermeabilizada por las ciencias y las técnicas a todo «encantamiento» mágico del universo.

9.2. Reduccionismo legalista
    A otro nivel hallamos elementos que proceden de creencias católicas de tipo legalista, que responde a una concepción «reducida» del catolicismo como religión de la ley y de las obras, como un código de preceptos rituales y morales cuya observancia a la letra justifica; o también como un orden establecido e inalterable en lo religioso, lo moral y lo temporal, muy apto para garantizar las seguridades del ánimo, o, finalmente, como un modo de vivir que sea modelo de decencia y buenas costumbres en una sociedad cuyas reglas ético–sociales se tienen por intangibles. No es difícil reconocer en estas concepciones los impactos de la ley judaica y de la ley islámica o de la ética ilustrada y burguesa.
    De ahí podrían proceder elementos y rasgos populares como la angustia psicológica ante el pecado, el afán de redimirse por las obras del sufrimiento físico, la admiración sobrecogida hacia los ascetismos, pobrezas o renunciamientos extremados al límite, o hacia los penitentes ensangrentados de Semana Santa; una serie de rigorismos externos ocasionales en flagrante contraste con las conductas habituales; la misma paradoja entre la popularidad de la Pasión del Señor y la indiferencia para el Misterio de la Pascua, o la dificultad para entender la libertad de espíritu de los hijos de Dios, etc.

9.3. Localismo religioso
    Una tercera serie es la de elementos que proceden de las creencias católicas de carácter patriótico–religioso, que responden a diversas concepciones del catolicismo como religión nacional o a ciertos «henoteísmos» de culto a santos protectores locales. De ahí parecen proceder rasgos como la confusión o la identificación entre lo católico y lo patriótico; el deseo de ritualizar con ceremonias religiosas ciertos momentos de la vida política o conmemorativos de gestas heroicas; la incapacidad para comprender la recta separación entre la Iglesia y el Estado; la agresividad e intolerancia que hace cuestión de honor humano la forma peculiar de catolicismo que se profesa; los desajustes en el seno de las comunidades tradicionales por razones de esta índole, o ante la nueva manera de comprender las relaciones de la Iglesia con el mundo actual, etc. A veces disimulan mal ciertos intereses locales, ya sean económicos o turísticos, sociales o políticos, etc., ajenos a los fines religiosos.
    En el sur de España, y con algún retraso respecto de otras regiones y países, estamos asistiendo a una difícil crisis de las concepciones tradicionales, salpicada de rechazos y abandonos. Se venía considerando tradicionalmente como una sola cosa pertenecer a la Iglesia y a la comunidad política, pero la sociedad va tomando conciencia de propia secularidad y autonomía y, por tanto, del principio secular de su unidad política; y la Iglesia, por su parte, de su condición esencial de comunidad de fe, libremente aceptada por las conciencias. Esto modifica el hecho religioso que ha caracterizado largo tiempo nuestro catolicismo popular, a saber: la unidad católica de toda la población, asegurada por la voluntad de unidad política de su Estado. Por desgracia, aún debe ser la nueva forma de vivir la comunidad católica en el seno de una sociedad secular y pluralista ni de la manera de resolver los problemas y conflictos que pueden producirse en esa nueva situación histórica.

9.4. Reduccionismo espiritualista y privatismo
    Encontramos en el catolicismo popular elementos que parecen proceder de un cuarto tipo de creencias «reducidas», el que corresponde a concepciones de la Iglesia como si fuera un mundo a parte y cerrado sobre sí mismo, p. ej.: el espiritualismo que rechaza como ajeno a la vida cristiana todo compromiso del creyente con el esfuerzo histórico; la tendencia al exclusivismo de la práctica sacramental como medio de mantener la pertenencia a la organización eclesial; el devocionismo individual que acentúa la perfección ética privada y olvida la ética social; otras formas de privatismo, incluso apostólico, que se refugian en el ámbito de la familia o de los deberes profesionales estrictamente privados; las tradiciones liberales muy celosas de cuanto pueda parecerles entremetimiento social o político de la Iglesia; las tendencias a totalitarismos de los más opuestos signos, que quieren someter la religión a la soberanía estatal o a la construcción de un determinado proyecto de sociedad, etc.
    También cabe advertir, en este punto, la presión que los modos de comprender y de vivir el catolicismo, propios de grupos sociales confesionales, o de círculos eclesiásticos y conventuales, han ejercido y ejercen en las formas religiosas del catolicismo popular. Hay que evitar los tópicos incomprobados, que suelen atribuir lo que consideran tradiciones «populares» a la creatividad espontánea de la fe del pueblo. Habría que establecer con precisión en qué medida son fruto de esa capacidad del pueblo para crear por sí mismo formas religiosas adecuadas a su vida real y en qué otra medida son el resultado del insistente esfuerzo de grupos religiosos e, incluso, sociopolíticos, para modelar las creencias y las expresiones de los fieles a imagen y semejanza de sus comportamientos y disciplinas institucionales, de sus normas y modelos, su pensamiento teológico o ideológico y hasta de los particulares intereses de grupo.
    En resumen: todos estos tipos de creencias «reducidas» actúan en el sentido de rechazo, al menos parcial, frente a las transformaciones socioculturales en curso en la vida regional, y frente a la inexcusable renovación interna de la vida eclesial y, por tanto, a las alteraciones en las relaciones intraeclesiales que, tanto unas como otras, producen en las comunidades diocesanas.
    Nos preguntamos si existe ya en nuestro catolicismo suficiente base psicológica, sociocultural y religiosa para poder asumir positiva y cristianamente el proceso histórico de nuestra época. Parece ser excesivamente alto el índice de población que resiste al cambio y al avance, tanto social como religioso, precisamente en nombre de un sistema religioso–social heredado y que se tiene por tradición inmutable, más por sentimientos que por razones. Dado que la antigua presión social del medio ha disminuido considerablemente, ensaya nuevas formas de presión sociopolítica que hacen más penoso el proceso de recuperación de la coherencia interna de la comunidad eclesial y frena la evolución renovadora del catolicismo popular.
    Nos preguntamos también, en el caso de que éste fuera, efectivamente, demasiado tradicional y poco evolutivo, cómo podrá enfrentarse, desde esa mentalidad de pasado, con la actual crisis histórica y con el consiguiente reto de búsqueda del futuro, y cómo podrá superar la contradicción que ha de producir en el seno de nuestra sociedad regional, del Pueblo de Dios y de cada uno de sus miembros. La pastoral tiene que contribuir, en cuanto esté de su parte, a evitar nuevas rupturas religiosas y socioculturales como las que ha sufrido nuestro pueblo en los últimos siglos.

SEGUNDA PARTE
ACTITUDES PASTORALES ANTE EL VALOR Y EL FUTURO DEL CATOLICISMO POPULAR

10. PRINCIPALES POSICIONES Y PRÁCTICAS PASTORALES
    Ante las expresiones de la fe popular cabe tomar, y de hecho se han tomado, muy diversas posturas que pueden clasificarse en tres grupos:

10.1. Actitudes abandonistas o destructivas
    Parten todas de la base de considerar aquellas experiencias como simples muestras de subdesarrollo religioso, de progresiva degradación del cristianismo por ignorancia de las masas, de mero residuo de sacralización cargado de mitificaciones, afanes mágicos o supersticiosos o, finalmente, de efectos de una pastoral formalista y cosificadota, etc. Caben aquí también las posturas de quienes identifican al pueblo con el proletariado económico–social, propugnan un «catolicismo de clase» y oriente su misión en la historia en línea con la lucha de clases.
    Muchas de esas posiciones hacen pensar en síntomas de una cierta soberbia o subconsciente desprecio del pueblo. Más respetables son aquellos que desean sinceramente el crecimiento cualitativo del Pueblo de Dios y se consideran obligados a oponerse a las manifestaciones masivas o de índole cívico–religiosa porque estiman que retardan o falsean el proceso de promoción religiosa de las masas.
    Lógicamente, de todas las actitudes anteriores se sigue una práctica pastoral de desestimación y de abandono. Como la masa amorfa evoluciona muy lentamente, se la deja a su suerte, para dedicar las energías y efectivos pastorales a pequeños grupos de avance rápido. Ahora bien: sus experiencias y expresiones se vuelven inaccesibles alas masas y les aíslan de ellas.

10.2. Actitudes conformistas o inmovilistas
    Parten de la base, en el polo opuesto de las anteriores, de que el catolicismo popular, tal y como se expresa, es el depósito más fiel y seguro de las «tradiciones católicas» del país. Le identifican así, de una vez para siempre, con el de la sociedad «tradicional» de unas épocas dadas. Lo que las masas sienten y practican, ésa es la fe de nuestros padres, lo nuestro. Nada se ha de innovar, porque cualquier intento de cambio destruiría los valores que el pueblo entiende y la misma tradición local. Muchas de estas actitudes proceden de las ideas nacionalistas antes descritas. Algunos otros tratan de conservar el espléndido folclore religioso que ha florecido en el pasado, cosa laudable en sus justos límites.
    Antes tales posturas cabe pensar en síntomas de una cierta angustia producida por los cambios inherentes al proceso histórico o en un cierto afán de seguridad religiosa que se quiere garantizar por un sistema ético–social o político de apoyo. Lógicamente, se sigue de ellas una pastoral que rechaza, incluso con violencia, toda evolución del catolicismo popular. Por desgracia, estas posturas, que estaban reservadas antes a las formas más rutinarias de la acción pastoral, están queriendo ser elevadas a tesis por algunos teóricos.

10.3. Actitudes constructivas o renovadoras
    Tras una época de actitudes contestatarias y peyorativas, explicables en parte como reacciones frete a las actitudes que intentan sublimar las ingenuas expresiones populares, o frente a las actitudes interesadas en instrumentalizar la religiosidad popular, la conciencia pastoral de la Iglesia adopta actualmente una actitud más crítica y, a la vez, más constructiva que pueda superar los radicalismos minoritarios tanto como los extremismos masivos.
    No es lícito despreciar y menos destruir, pero tampoco es lícito canonizar ni mantener idénticas, las expresiones imperfectas de la fe popular. Esas formas populares de catolicismo contienen elementos válidos que sirven de base real de partida para una acción evangelizadora, la cual las purifique de todo lo incompatible con la fe evangélica que pueda haber en ellas y les comunique profundidad y espíritu interior para acompañar al pueblo en su desarrollo hacia la madurez cristiana en la mentalidad y en el comportamiento, así como en la conciencia eclesial y para educarle ante las opciones, compromisos y responsabilidades cristianas en la vida social.
    En este sentido se ha pronunciado el Sínodo de los Obispos de 1974, y se extiende de estos últimos años, por los medios apostólicos y pastorales, un juicio más equilibrado sobre las posibilidades y ambigüedades del hecho popular religioso y también una manera práctica de tratarlo más consistente y positiva.
Se pretende con ello secundar la presencia operante del Espíritu en las masas, interpretando con humilde discernimiento los signos cristianos que aparecen allí. Se comprende con mayor claridad que el pueblo no se detiene en los gestos y expresiones mismas, sino que trata de expresar mediante ellos su fe y su mismo ser cultural. En consecuencia, se advierte mejor la relación profunda que hay entre religiosidad y cultura popular. Se reconoce, más en concreto, que la evangelización no puede quedar limitada a lograr una mayor pureza externa de las expresiones tradicionales, sino que debe hacer aflorar nuevas energías religiosas populares, capaces de expresar en signos cristianos todo el dinamismo que encierran hacia la salvación anunciada por el Evangelio. Así se podrán superar las difíciles situaciones que se avecinan para la Iglesia y para el pueblo.

11. EL PAPEL ACTIVO DE LAS MASAS DE FIELES EN LA EVANGELIZACIÓN
    La masa católica popular no es un simple objeto pasivo de la acción evangelizadora. Juega también su propio papel como signo y testimonio religioso y eclesial; y puede y debe ser objeto activo de la renovación de la Iglesia, como porción viva de ella. Con este papel activo está relacionada la aparición de un nuevo catolicismo popular en nuestros días, del que hablamos a continuación.
    El catolicismo popular se sitúa como zona intermedia entre los grupos, movimientos y sectores más cultivados, activos y comprometidos de un lado, y por otro, la vasta zona de las masas alejadas o indiferentes y de los sectores francamente separados y hasta enfrentados con la Iglesia. Por eso importa mucho la calidad de ese testimonio, para que no sea ambiguo, sino que sus manifestaciones constituyan un signo visible de credibilidad, en vez de presentar imágenes deformadas, como a veces ocurre por abandono o desacierto pastoral, como a veces ocurre por abandono o desacierto pastoral, o por concesiones inaceptables para con sus tendencias profanas o paganas.
    Entre los principales testimonios de valor activo que encontramos y queremos citar están:

11.1. Testimonio de trascendencia
    Se dan en el catolicismo popular testimonios de fe en Dios y en su providencia y señorío sobre el universo y la vida humana. Por imperfectos que sean, sirven de signos visibles de la trascendencia religiosa. También da testimonio ese catolicismo de fe en Jesucristo, Hijo de Dios y de la Virgen María, y con ello adquiere valor de signo visible de la presencia de Jesús Dios y Hombre entre las multitudes de nuestro tiempo. Por último, están los testimonios de fe en la mediación e intercesión personal de Jesús, de su Madre María y de sus santos, con valor de signo sensible de la creencia en la relación religiosa personal entre Dios y los hombres.

11.2. Signos de visibilidad eclesial
    Otra serie de testimonios populares de fe en la Iglesia hacen del catolicismo popular un signo visible de carácter eclesial del cristianismo y de la unidad eclesial del Pueblo de Dios, p. ej., cuando los fieles aparecen reunidos masivamente en días de precepto o fiestas solemnes, o en manifestaciones públicas de devoción a Cristo y a María en sus Misterios, o en los períodos de Navidad, de Cuaresma, de Semana Santa y Pascua, que aún conservan cierta significación aun para los no creyentes.

11.3. Afirmación de valores morales básicos
    Hay una tercera serie de testimonios referentes a la moral del Evangelio y a la creencia en la retribución de los actos humanos por la justicia definitiva. Muchos comportamientos habituales del pueblo tienen el carácter de testimonio, dados directamente, y en concr

Los educadores cristianos

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    Los obispos de las diócesis del sur de España nos hemos reunido en Córdoba, durante los días 31 de mayo y 1 y 2 de junio, para reflexionar sobre el urgente problema de educación en la fe, dentro de un mundo en continua mutación.
    Las transformaciones socioculturales de nuestra región son evidentes: los fenómenos de la emigración y del turismo, la elevación del nivel de vida y el aumento de centros docentes tienen repercusión inmediata en nuevos modos de situarse ante la vida, que influyen, a su vez, en la fe del pueblo.
    La misma evolución que está experimentando la Iglesia del posconcilio ha desconcertado a muchos fieles que carecían de una sólida formación religiosa. La fe «tradicional» ha sufrido un fuerte impacto y muchos corren el peligro de caer en el indiferentismo.
    Se impone, pues, una seria reflexión por parte de todo el pueblo de Dios para que, ante esta nueva situación, sepamos transmitir gozosamente nuestra fe a las nuevas generaciones.
Los padres, primeros educadores
    Sin el soporte de una sólida vida cristiana familiar, la fe aceptada por el niño correrá el riesgo de derrumbarse al tener que afrontar en la adolescencia y la juventud un mundo pluralista, en el que predominan valores no cristianos, tales como el materialismo, el hedonismo, la exaltación del sexo, etc.
    Recordemos a los padres de familia, con el Concilio Vaticano II, que son ellos los primeros e insustituibles educadores en la fe (GE n. 3 y 6; GS n.5).
    Frente a la presente situación de cambios, los padres ha de ser los primeros en actualizar y profundizar el contenido de su fe. De no hacerlo así, no sabrán dar respuesta a los interrogantes doctrinales y vitales que sus hijos les planteen.
    Para ello es muy recomendable que los padres se enrolen en movimientos apostólicos familiares, en asociaciones de padres, en escuelas de padres. Habrá que vencer muchas inercias para lanzarse por nuevos caminos; habrá que pensar también que no basta con dar a los hijos más comodidades y más cultura, sino que hay que caminar con ellos hacia Dios (GS n. 48).
Los maestros, educadores en la fe
    Como obispos de la Iglesia, responsables primeros de la educación en la fe, nunca podremos agradecer suficientemente la labor oculta y meritoria que están realizando incontables maestros en la catequización de la infancia en nuestra región, así como en el resto del país.
    Reconocemos la dificultad de la tarea. A la evolución que está experimentando toda la sociedad hay que añadir la profunda transformación que se está operando en el campo de la educación. Estos cambios han afectado por igual a la formación religiosa. Para adaptarse más a los conocimientos que tiene el hombre de hoy sobre la psicología y la pedagogía, se han preparado unos catecismos escolares en los que se hace una presentación progresiva del mensaje cristiano, que exigen para su mejor aplicación una metodología renovada. Los nuevos enfoques de contenido y de método, que traen consigo la reforma educativa y los planteamientos catequísticos posconciliares, han retraído a algunos maestros a colaborar en la educación en la fe. Estamos convencidos de que superadas, en parte, estas dificultades de adaptación, y con oportunidad de actualizarse y captar mejor el contenido incorporados a esta misión serán –como siempre lo han sido– eficaces traductores del mensaje evangélico.
    La respuesta que en el presente curso ha dado el Magisterio, al acudir a los cursos de perfeccionamiento para impartir la formación religiosa en la segunda etapa de la EGB, nos hace concebir la esperanza de que en el futuro los padres cristianos contarán con auténticos especialistas para la formación religiosa de los niños.
    Recomendamos, pues, a los profesores que asistan a los cursos de especialización organizados y realizados por la Jerarquía de la Iglesia, de acuerdo y en colaboración con el Ministerio de Educación y Ciencia.
El sacerdote, animador de las comunidades educativas
    El sacerdote, de cuyo ministerio depende en gran parte la deseada renovación de la Iglesia (OT proemio) tendrá que ser el animador de esos grupos de padres que quieren actualizar su fe para comunicarla a sus hijos; tendrá que colaborar con los maestros en la programación, desarrollo y evaluación de la formación religiosa de los escolares.
    A nivel de bachillerato, el educador religioso tendrá que actualizar sus conocimientos bíblico-teológicos y catequísticos para saber iluminar la vida de sus alumnos con el mensaje cristiano y para dar respuesta a los interrogantes que a ellos se les plantean en el mundo de hoy.
    La formación en catequética es para el sacerdote, como animador y guía de los distintos educadores en la fe, una obligación ineludible.
    Sugerimos la conveniencia de asistir a los cursos de perfeccionamiento que organiza la Comisión Episcopal de Enseñanza y Educación Religiosa durante el verano, y procuraremos institucionalizar esta formación en nuestra región para brindar a todos la oportunidad de actualizarse en materia tan importante.
    También la catequesis extraescolar y la puesta en marcha de los movimientos apostólicos exige una renovación profunda de nuestros métodos de trabajo pastoral. Esperamos del celo apostólico de nuestros sacerdotes, el esfuerzo de renovación necesario para responder a la exigencia del momento.
Los religiosos, catequistas natos
    En los centros educativos dependientes de religiosos y de religiosas tienen una aplicación fecunda todo lo que llevamos dicho sobre los maestros y los sacerdotes. La vocación de religiosos educadores debe ser valorada en la Iglesia como un servicio excelente a la promoción de las personas y a la educación en la fe. Que las dificultades del cambio o las incomprensiones ajenas no mengüen en ellos la seguridad y la confianza en su misión de Iglesia.
Cada día se perfila mejor la imagen del religioso y de la religiosa consagrados a la educación. Todos ellos son catequistas natos, aun cuando las necesidades del servicio educativo les aconsejen o exijan a veces la atención a otras disciplinas.
Sobre estas familias religiosas tenemos depositada los obispos del sur de España una gran confianza para que asuman con nosotros la responsabilidad de educar la fe del pueblo en múltiples frentes: alumnado, padres de alumnos, antiguos alumnos, comunidades educativas propias, centros oficiales, comunidades parroquiales.
Somos conscientes de las dificultades específicas que están viviendo los Colegios de Religiosos en esta fase evolutiva de todo el sistema docente del país. Esperamos de su esfuerzo y de las medidas legislativas del Estado que los Centros de la Iglesia puedan educar al pueblo sin condicionamientos clasistas y sean los adelantados en la educación en la fe.

Córdoba, 2 de junio de 1973.

La conciencia cristiana ante la emigración. Pastoral colectiva de los Obispos del Sur de España

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Un imperativo evangélico
1.    Nos exige el Evangelio a todos los cristianos, y con mayor razón a los pastores de la Iglesia, que estemos activamente presentes en los problemas de nuestros hermanos, pues el juicio del Señor es taxativo: «cuanto hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis… Cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25, 40 y 45). E igualmente concreta es la recomendación del Apóstol: «Ayudaos unos a otros a llevar vuestras cargas y cumplir así la Ley de Cristo» (Gál 6, 2).
En estas enseñanzas del Señor queremos inspirar nuestra reflexión pastoral sobre los problemas que plantea a la conciencia cristiana el fenómeno migratorio de la España del Sur y sobre la respuesta que debemos darle, como pastores y fieles de la comunidad creyente.
Intentaremos primero analizar someramente la realidad, sobre todo en sus repercusiones humanas, invitando a todos a descubrir las causas de la misma para poder arbitrar los remedios más idóneos que cada cual tenga a su alcance. Y nos ocuparemos después de las responsabilidades que incumben a la Iglesia en este campo APRA hacerles frente con sinceridad.
Con ello somos fieles a la línea de acción que nos trazamos, hace tres años, en nuestra primera reunión de Montilla  y compartimos también la preocupación de otros episcopados católicos de países mediterráneos o centroeuropeos , secundando con ellos las directrices conciliares y pontificias .

PRIMERA PARTE
ALCANCE Y SIGNIFICACIÓN DEL HECHO MIGRATORIO
Cuántos y quiénes emigran
2.    Según estadísticas oficiales, mientras la población española ha crecido en un 11,1 por 100 durante la década 1961-1970, el conjunto de las provincias andaluzas sólo lo hizo en un 1,3 por 100. Datos estos aún más llamativos al compararlos, por ejemplo, con el crecimiento poblacional, durante los mismos años, de Cataluña en un 30,05 por100, y del País Vasco en un 32,12 por 100.
En cifras absolutas, Andalucía, que ha tenido en el decenio un crecimiento vegetativo de 920.804 habitantes, ha visto salir por emigración a 842.923; y en lo que va de siglo, al doble de esa cantidad. Esta pérdida global de población equivale al censo de dos provincias como Sevilla y Almería. Badajoz a su vez, en 1970, tenía 147.861 habitantes menos que en 1960 .
Tales desplazamientos de personas se dirigen fundamentalmente hacia los países industrializados de Europa y hacía las regiones más desarrolladas de nuestro territorio nacional. Y aún muchos de los que se quedan se ven obligados a la llamada emigración temporera, endémica en nuestra región. Emigra, sobre todo, la población activa, hombres jóvenes, la mitad peones agrícolas y casados en su mayoría. No podemos extendernos en el análisis cuantitativo y cualitativo de la población.
Motivos del emigrante y causas de la emigración
3.    Aunque cada sector de esta población desplazada presenta sus rasgos propios, se da un común denominador de todos ellos: salen casi siempre en busca de un puesto de trabajo que no encuentran en su tierra de origen. Se trata, pues, de una emigración forzada por razones que no dependen del propio emigrante.
La emigración obrera extranjera, que se presentó hacia 1955 como provisional, se ha ido institucionalizando hasta constituir en nuestros días una de las estructuras fundamentales para el desarrollo económico de la nueva Europa. Entre nosotros, el III Plan de Desarrollo, que se propone el pleno empleo como objetivo fundamental, prevé en este cuatrienio un incremento de la población activa muy superior al de la creación de puestos de trabajo .
De todo lo dicho cabe deducir que, por ahora, no lleva visos de cerrarse el flujo migratorio que venimos padeciendo. Y aunque sabemos que el crecimiento industrial ha llevado históricamente aparejado un «cambio de trabajo», con el desplazamiento, inevitable muchas veces, del campo a la ciudad, tampoco se nos ocultan las amenazas del urbanismo desmesurado, del hacinamiento industrial, del deterioro del medio ambiente, de la despersonalización colectiva, que acarrea un desarrollo sin premisas morales profundas, no siempre atento al precio humano del bienestar.
Emigración sin alternativa
4.    La Iglesia reconoce y predica el derecho humano a emigrar en busca de horizontes más amplios para el desarrollo personal y familiar. Negar ese derecho o impedir su realización sin motivos superiores es, a todas luces, recusable e injusto. Pero hacer o permitir –cuando caben otras soluciones– que ese derecho se convierta para muchos en una necesidad, equivale a violar un derecho anterior: el de vivir donde se ha nacido. Cuando para sobrevivir no queda otra alternativa que emigrar, la tan aireada libertad de emigración, afirman los obispos italianos, se convierte en tapadera de la injusticia .
Entre las situaciones recusables que originan la emigración pueden señalarse una desigual distribución de las riquezas materiales dentro de la comunidad social, una inadecuada explotación de los recursos existentes, un difícil acceso a los bienes de la cultura . Y, con carácter general, un desequilibrio entre el crecimiento de la población y el de los recursos de una región, a la que la Administración Central del Estado y otras fuerzas concurrentes no dieron, a tiempo y con ímpetu, el impulso del desarrollo.
Por lo general, las emigraciones no obedecen hoy a causas cósmicas, inevitables, que los hombres no puedan conjurar con su voluntad y con su esfuerzo. Nada menos cristiano que un fatalismo resignado o resentido. Las migraciones son no pocas veces resultado, por acción u omisión, de determinados planteamientos de una política económica. Se impone, por tanto, un juicio humano y cristiano de cada situación para evitar que los intereses de unas personas, empresas, grupos, e incluso comunidades naciones, puedan medrar indebidamente a costa de otros.
5.    En lo que atañe a nuestra región, nos cuesta aceptar que la emigración haya de ser solución forzosa de nuestros problemas en una zona que, si por algo sobresale, desde la primeras culturas mediterráneas hasta la presente invasión turística, es por ser foco de atracción y de asentamiento de sucesivas oleadas migratorias. Por sus terrenos, su subsuelo, sus condiciones climáticas, su emplazamiento, su litoral marítimo, su patrimonio histórico, sus recursos humanos, el sur de España parece ofrecer base para soluciones, verdaderamente humanas, de su postración laboral y social.
Quienes tienen la responsabilidad de tomar las últimas decisiones de la política económica, que prevé como cierta y convierte para muchos en necesaria la migración de grandes masas de trabajadores, no deben dejarse llevar por la llamada «mentalidad economista», que establece como meta primordial los resultados globales de un programa o de un plan aun a costa de alguna de las partes. Ni fijar, sin sopesarlo mucho en conciencia, unos ritmos de transformación que acarreen graves distorsiones, evitables quizás con otros enfoques .
Crear puestos de trabajo
6.    Sin asumir competencias técnicas, y ateniéndose al sentir más común sobre el particular, consideramos obligada y urgente la creación de puestos de trabajo en la España meridional. Para lograrlos en medida suficiente deben concurrir, creemos, estos factores:
a)    Ante todo, las inversiones masivas de la Administración Pública que transformen efectivamente la infraestructura económica de la región y la doten de medios de comunicación, de instituciones educativas y de industrias básicas, aunque no sean inicialmente rentables, que aseguren el despegue económico y la transformación de estructuras de la sociedad.
b)    Los recursos de las instituciones bancarias y de ahorro ubicadas en nuestra región, aplicados a la creación de riqueza y trabajo entre nosotros, superando los incentivos de mayor seguridad o rentabilidad que ofrezcan otras zonas más industrializadas y, por lo mismo, no tan necesitadas. Esta orientación tendría que ser facilitada y potenciada por el propio Estado.
c)    El capital privado de la misma región, para el que constituye un deber inexcusable de su posición privilegiada poner en plena explotación sus recursos patrimoniales y financieros con verdadero sentido social en las inversiones. Es lo que enseña el Concilio en estas palabras: «En los países regiones menos desarrolladas, donde se impone el empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas improductivamente o los que privan a su comunidad de los medios materiales y espirituales que ésta necesita» .
d)    Sobre todo, no puede ni debe faltar una participación popular bien organizada en la que los propios trabajadores, con los ahorros de su trabajo aquí o conseguidos en la emigración, se constituyan en artífices de la propia promoción, creando solidariamente fuentes de riqueza o puestos de trabajo. Todas las otras ayudas deben tender a potenciar esta última, con gran respeto a la dignidad de nuestros hombres y con confianza en su capacidad de resurgimiento.
No cabe duda que, dentro de los planes de desarrollo y de otros programas oficiales, se han hecho valiosos intentos y conseguido notables logros parciales en la línea que propugnamos. También hay que consignar, dentro de la escasez de hombres de empresa que acusa esta región, la existencia de empeños beneméritos en el campo de la iniciativa privada. Sin embargo, las estadísticas migratoria siguen ahí, y mientras nuestras gentes continúen su éxodo forzoso hacia otras regiones o países, no pueden quedar satisfechas nuestras aspiraciones ni tranquilas nuestras conciencias.
Ambivalencia del hecho migratorio
7.    En nuestras circunstancias de hoy, la emigración produce evidentemente ventajas económicas y secuelas de bienestar. Gracias a ella, centenares de miles de familias han podido subsistir o se han desarrollado en cierta medida. Es innegable el servicio que los emigrantes han prestado a toda la nación, contribuyendo a nivelar y robustecer la balanza de pagos y el valor de nuestra moneda, a reducir el paro y a ampliar las oportunidades de otros.
La Iglesia no aboga por una sociedad estática no añora ruralismo patriarcales. Considera, sobre todo a partir de Juan XXIII, que una civilización de movilidad es positivamente apta para engendrar una sociedad comunitaria. Vista así l emigración, como un proceso libre hacia una socialización verdaderamente humana, se nos muestra en el Concilio como una condición del bien común . Pero ya advirtió también Juan XXIII en la Mater et Magistra los desequilibrios e injusticias con que se estaban poniendo en marcha los procesos de desarrollo . Las condiciones en que, en nuestro tiempo, se produce muchas veces la emigración de trabajadores evidencian que estos mecanismos son más desde la movilidad quedan bastante en entredicho.
Debemos aplicar la reflexión a nuestra realidad concreta: disminuye progresivamente, o al menos relativamente, la capacidad productiva de nuestra región y aumenta el desnivel con respecto a las otras; las remesas de salarios, evidente ayuda para la subsistencia familiar, favorecen el consumo, pero pocas veces las producción en nuestra zona; la emigración masiva de los pueblos a las ciudades acumula una masa proletaria en los suburbios y se hipertrofia, a veces, el sector de servicios en zonas turísticas de lujo.
Sus repercusiones humanas
8.    Y todo esto es menos doloroso que contemplar el desarraigo humano y el oleaje despiadado de los flujos y reflujos migratorios, con todos los problemas psicológicos, culturales y religiosos, sociales y políticos que esto acarrea.
Sólo quien ha vivido en su persona o en sus familiares más directos el drama profundo de la emigración puede calibrar las penalidades que lleva consigo. Notemos, en primer término, que los protagonistas del hecho migratorio son normalmente los pobres y necesitados, carentes, las más de las veces, de un mínimo bagaje de cultura y de soltura para desenvolverse en un ambiente extraño.
A la dificultad, en muchos casos insalvable, del idioma se añade el choque con unos modos de relaciones harto diferentes de nuestra psicología meridional. Los emigrantes se sienten marcados, por sus escasas posibilidades de consumo, en ambientes que hacen ostentación de ellas, y viven con frecuencia en una terrible incomunicación, cuando no efectiva segregación, del medio social nativo. Siéntense en inferioridad de derechos civiles, políticos y sociales y advierten la falta de prestigio y consideración social de su trabajo, su situación y su mentalidad. La vivienda, por lo común, es provisional y angosta, en los casos en que los barracones y literas no constituyen alojamiento único.
La emigración equivale, las más de las veces, cuando se dirige al extranjero, a una separación familiar forzosa, con sus secuelas de soledad de los cónyuges y de dificultades de la joven madre para educar a unos hijos que apenas conocen a su padre. Recordemos también las dificultades de las jóvenes solteras, que han de afrontar por su cuenta la experiencia migratoria.
Es de imaginar el efecto de todo esto sobre la vida religiosa de los emigrantes. Esta crisis existencial incide muchas veces sobre una fe poco catequizada, unas prácticas religiosas escasas y una religiosidad muy diferente de los esquemas que rigen en los países de destino. Los influjos ideológicos y políticos a que se presta la nueva situación tampoco están inspirados, por lo común, en una orientación cristiana.
Un serio aldabonazo para nuestra conciencia de creyentes y de hombres de Iglesia, que nos lleva, junto con todo lo anterior, a tratar detenidamente, en lo que resta de este documento, sobre las responsabilidades específicas de la Iglesia para con estos hermanos nuestros.

SEGUNDA PARTE
LA RESPUESTA DE LA IGLESIA
Dar doctrino y crear conciencia
9.    Ya supone un notable servicio a la causa del emigrante formular y definir una correcta doctrina moral sobre este ingente fenómeno humano. Así lo han venido haciendo los Papas y el Concilio a lo largo de todo el proceso migratorio, posterior a la II Guerra Mundial.
Para los católicos es hoy incontrovertible la libertad de emigrar y de buscar trabajo en cualquier punto del planeta, así como también el derecho a vivir en la propia patria o región, sin ser forzado artificialmente a abandonarla. Poseemos asimismo una lograda doctrina sobre el desarrollo, el cual, en expresión ya consagrada, debe llegar a todo hombre y a todos los hombres.
Esta última afirmación, que constituye la médula de la encíclica Populorum progressio tendría que llegar a ser norte y guía de toda política migratoria digna de tal nombre. Del concepto que se tenga de desarrollo derivan, como es lógico, tanto la política económica en general como el tratamiento que dentro de ella se otorgue al fenómeno migratorio.
Todos debemos contribuir, con los medios a nuestro alcance, a una adecuada toma de conciencia sobre estas responsabilidades por parte de los Estados que envían o reciben emigrantes, pues sólo a nivel internacional e intergubernamental pueden arbitrarse soluciones de raíz. Mientras éstas no lleguen a lograrse, es obligado proteger legalmente la salida, la estancia y la vuelta del emigrante, de modo que sus derechos laborales, sociales y familiares se vean satisfechos con equidad. En todo caso, es éste de la migración un grave capítulo de la moral de las esferas dirigentes, tanto en la Europa como en la España de hoy.
La misma acción pastoral de la Iglesia, sobre la que nos extendemos a continuación, se ve de ordinario muy afectada por los resultados, satisfactorios o no, de las políticas migratorias en los países implicados.
Calibrar el problema
10.    Las cifras aducidas al comienzo dan la medida estadística de los afectados por la condición emigrante. Cerca de un millón de salidas en un decenio, que reclaman de la Iglesia una atención cristiana y pastoral hacia los emigrados y hacia sus familias.
Para hacer frente a esta responsabilidad, conviene advertir de antemano que la pastoral de la migración está estrechamente ligada al conjunto pastoral de las Iglesias de origen y de recepción de los emigrantes. Sin un fuerte sentido misionero y una lúcida toma de conciencia sobre la magnitud espiritual del problema migratorio, difícilmente podrá dársele una suficiente respuesta apostólica.
Confesamos que hasta ahora, a nivel del sur de España, los esfuerzos de la Iglesia en esta materia han sido débiles y desconectados entre sí. Existen y funcionan, con escaso vigor por lo común, nuestras delegaciones diocesanas de migración, cuyo cometido principal viene siendo el orientar y ayudar a los que buscan trabajo fuera, facilitándoles el acceso a los organismos oficiales o empresariales que pueden resolver su caso. Estas delegaciones fomentan de ordinario un contacto humano y cristiano, epistolar o directo, con los emigrantes y sus familias.
En el plano parroquial, son bastantes los sacerdotes y seglares que mantienen lazos de afecto con los emigrantes de sus comunidades. Las colonias de emigrantes en otras regiones españolas reciben en muchos casos las visitas periódicas de los sacerdotes de sus parroquias nativas, y no es infrecuente que el párroco de origen presente a sus emigrantes ala párroco de destino.
Por parte de la Iglesia de España –aunque en débil proporción por parte de las diócesis del Sur– se viene procurando atender pastoralmente a los emigrantes con sacerdotes misioneros que les asisten en sus propios ambientes. Y se da el caso también de algunos sacerdotes que acompañan en su trabajo a los emigrantes temporeros.
Reconocemos, pues, que esta ayuda religiosa y moral no es proporcionada a la magnitud del fenómeno y nos proponemos, por un imperativo de conciencia pastoral, incrementar y concretar mejor los esfuerzos de nuestras diócesis.
Potenciar los instrumentos
11.    Somos los obispos y los sacerdotes los más llamados, naturalmente, a otorgar a este problema la atención pastoral que merece. La plataforma mejor para tratarlo y estudiarlo pueden ser nuestros Consejos del Presbiterio. Allí llevaremos datos sobre los miembros de la comunidad diocesana que «han causado baja» por ausencia laboral, y reflexionaremos juntos, a la luz del Evangelio, sobre lo que semejante situación reclama de los pastores de la Iglesia.
En el marco de las zonas pastorales y de los arciprestazgos, podrá hacerse este análisis con elementos de primera mano y con experiencias muy vivas sobre la repercusión del hecho migratorio en las comunidades rurales. Y cuando efectuemos los obispos la visita pastoral a estas parroquias, dedicaremos particular atención a esa realidad.
Todo ello contribuirá, esperamos, a aclarar nuestra visión y a espolear nuestra conciencia para dar un serio impulso a la pastoral migratoria. La cual exigirá, sin duda, una potenciación urgente y bien orientada de los servicios diocesanos que atienden este campo. También es de esperar que aumente el número de sacerdotes sensibilizados en esta necesidad pastoral y disponibles para servirla donde la Iglesia los requiera.
Pero, al tiempo que nos planteamos el posible traslado de los sacerdotes a las zonas de inmigración, conviene descubrir la labor que les toca en sus parroquias actuales, de donde arranca, con mayor o menor intensidad, el flujo migratorio.
La preparación del emigrante
12.    Lo primero que aquí nos sale al paso es la preparación del emigrante. Hay que dar por sentado que una de las razones que le fuerzan a emigrar es, no pocas veces, su impreparación cultural y profesional. Aunque no resulte fácil remediar por completo esta carencia, debemos paliarla hasta el máximo, iniciando en el idioma y costumbres del extranjero, promoviendo cursos de formación acelerada o animando a participar en los que programan los organismos estatales. Todo lo que sea pasar del simple peonaje a una mano de obra más calificada acarreará respeto y ventajas al interesado y será una buena obra por nuestra parte.
Uno de los aspectos de la preparación del emigrante ha de ser ayudarle a tomar conciencia del problema y de sus causas y dimensiones y a adoptar posiciones lúcidas ante las diversas situaciones que plantea el hecho de la emigración.
En esa preparación deben entrar también elementos morales, religiosos y psicológicos que faciliten a nuestros hombres y mujeres la mejor superación del trauma migratorio. La Iglesia, sobre todo, debe llevar al espíritu de los emigrantes una iluminación evangélica sobre el sentido espiritual de su experiencia. La emigración está cargada a la vez de riesgos y oportunidades personales. Va unida a una profunda crisis, que debe ser cauce de salvación y promoción.
No es infrecuente que, entre los que emigran, figuren personas de serio compromiso cristiano, para los que la nueva situación puede significar una oportunidad de vivir seriamente su fe y dar testimonio de Cristo en nuevos ambientes. El cristianismo primitivo fue difundido en gran medida por cristianos pobres, arrancados forzosamente de sus medios de origen por razones políticas, bélicas o económicas e incluso por esclavos comprados en un país y vendidos en otro. Ellos escuchaban como dicha para ellos la Palabra de Dios: «Te he dispersado entre las naciones para que lleves allí mi nombre» (Ex. 9, 16)
Una espiritualidad evangélica de la emigración tenderá a suscitar o potenciar en los emigrantes su voluntad de vivir y de vencer, su deseo de apropiarse nuevos valores y desarrollar su personalidad y de adquirir madurez y temple en el sacrificio. Deberá ayudar a profundizar en el significado de la familia, del pueblo y de la comunidad nacional lejos de ellos; a comprender mejor su país desde fuera y, recíprocamente, al nuevo país desde las tradiciones de su origen; a luchar eficazmente por la justicia; a comprobar el valor del esfuerzo asociado en la creación de centros, instituciones y movimientos. En una palabra: deberá ayudarles a replantear su vida espiritual precisamente cuando sienten amenazados todos los valores hasta entonces inconmovibles (familiares, sociales, culturales, éticos y religiosos).
Acompañar al emigrante
13.    Una labor formativa que lleva a asimilar, como adquisición propia, todo lo que antecede exige continuidad en la labor que la Iglesia ha iniciado antes de despedir al emigrante.
Con los emigrantes que se asientan en otras regiones de nuestro país es aconsejable que encuentren acogida fraternal e incorporación plena en las comunidades cristianas allí existentes. Pero puede ser necesario, en la etapa de transición, un contacto eclesial estrecho entre la parroquia de origen y la de destino, incluso con traslados periódicos o permanencias largas de los sacerdotes andaluces. El término normal de ese proceso deberá ser la inserción definitiva en la Iglesia local.
Entre los que van al extranjero, es normal el propósito de volver, y de hecho así ocurre en la mayoría de los casos. No es frecuente que nuestros emigrantes, sobre todo la generación de los pobres, arraiguen socialmente en el país de recepción.
La Iglesia, sin embargo, no tiene fronteras y fomenta el máximo de apertura de todos a todos, en virtud de una fraternidad humana y de una comunicación de fe. Obispos y sacerdotes del país de origen y de destino debemos concertar la atención pastoral a los emigrantes, supliendo cada cual lo que no esté al alcance del otro. Y de hecho así viene ocurriendo en no pocos casos.
Siendo tan notables las dificultades que el idioma, la situación humana, la diferente idiosincrasia religiosa crean inevitablemente a la inserción del emigrante en las comunidades eclesiales del país elegido, se hace prácticamente necesaria, desde el punto de vista pastoral, la presencia entre ellos de capellanes compatriotas. Así viene haciéndose en los tres últimos lustros, si bien con notoria insuficiencia, ya que el número de emigrantes por sacerdote, repartidos en extensas demarcaciones, oscila entre ocho y catorce mil.
Teniendo en cuenta, además, que de los sacerdotes se reclama muchas veces toda clase de servicios humanos y asistenciales, es patente la necesidad de que aumenten las vocaciones generosas para tan difícil ministerio, Pero, sobre todo, se acentúa la conveniencia de fomentar allí y alentar desde aquí grupos apostólicos de movimientos seglares, comprometidos en una acción de Iglesia. Lo mismo se diga de una presencia activa, donde proceda, de religiosas y de otras fuerzas eclesiales.
Es capital en eso que nuestros sacerdotes y mutantes apostólicos, además de emigrados, no se sientan exiliados o desconectados de sus comunidades diocesanas de origen. La Comisión Episcopal de Migración, y sus delegados por países, trabajan en este sentido pero somos nosotros –obispos, sacerdotes y fieles– los que hemos de cuidar muy seriamente de que esto no ocurra, y corregirnos si está ocurriendo. La pastoral migratoria debe ser un capítulo de la pastoral diocesana, y entre nosotros, al menos en adelante, queremos que lo sea también de la pastoral regional de los obispos del sur de España.
Los emigrantes que vuelven
14.    Hacemos notar finalmente otro dato, el último del proceso, cual es el regreso del trabajador o de la familia emigrante. Con los ahorros acumulados compran un campo, o una casa, o bien instalan un taller o un modesto negocio. Puede ser éste un capítulo final, relativamente feliz, de la dura experiencia vivida.
Pero cabe también –y esto es más frecuente de lo que quisiéramos– que las circunstancias personales y familiares, o la propia manera de ser, no le permitieran ahorrar. En todos los casos, su readaptación al regreso es un nuevo problema. Si su ambiente de origen sigue sin desarrollarse, difícilmente flotará por mucho tiempo la familia que realizó el esfuerzo de emigrar. Porque, al no encontrar fácilmente un empleo fijo y dignamente retribuido, la misma necesidad que le obligó a emigrar por primera vez le fuerza a volver a marchar,  esta segunda salida es mucho más triste.
Constituyen estos casos una seria llamada a la reflexión y un nuevo argumento sobre la insuficiencia de la de la emigración como respuesta típica a los problemas profundos de una región.
También en esta etapa final, feliz o difícil, el emigrante tiene que encontrar en su camino a la Madre Iglesia en ademán de servicio. Su psicología debe ser comprendida y sus problemas ideológicos y existenciales habrán de encontrar luz y afecto en su comunidad de fe. Sólo así culmina debidamente una pastoral de la emigración.
Saludo final
    Cerramos esta reflexión pastoral dirigiendo un saludo evangélico de paz a todos los emigrantes de nuestras diócesis del sur de España y a sus familiares, que les acompañan  o les esperan. Hemos escrito lo que antecede con ánimo de serviros como hermanos y queremos obrar en consecuencia.
    Como tiempo de conversión y purificación, la Cuaresma debe ayudarnos a todos a descubrir el plan de dios en esta situación concreta y ajustar a él nuestras conductas. Como tiempo de esperanza en la muerte salvadora y en la resurrección de Cristo, debemos afrontar este problema con seguridad confiada y con dinamismo emprendedor. Sólo así mereceremos todos el juicio absolutorio de Jesús: «Fui peregrino y me acogisteis» (Mt. 25, 35)

    1 de marzo de 1973.

    JOSÉ MARÍA, Cardenal Arzobispo de Sevilla, EMILIO BENAVENT, Arzobispo A.A. de Granada, DOROTEO, Obispo de Badajoz. RAFAEL G. MORALEJA, Obispo de Huelva. JOSÉ MARÍA, Obispo de Córdoba. LUÍS, Obispo de Tenerife. JOSÉ ANTONIO, Obispo de Canarias. MIGUEL, Obispo de Cartagena – Murcia. ÁNGEL, Obispo de Málaga. ANTONIO, Obispo de Guadix – Baza. MANUEL, Obispo de Almería. MIGUEL, Obispo de Jaén. ANTONIO, Obispo Auxiliar de Sevilla. JAVIER, Obispo Auxiliar de Cartagena – Murcia, PABLO ÁLVAREZ, Vicario Capitular de Cádiz. VICENTE GAONA, Vicario Capitular de Ceuta.

Situación de los trabajadores en la región

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Los obispos y vicarios capitulares de las diócesis de Andalucía y de Murcia, reunidos en Montilla, hemos dedicado el día 1º de mayo, festividad de San José Obrero, a considerar los aspectos humanos y pastorales que presenta la situación de los trabajadores en esta dilatada región del país.
En día tan señalado, en que la Iglesia celebra la fiesta cristiana del trabajo, la preocupación común no podía menos de centrarse sobre este sector de nuestro pueblo.
He aquí los capítulos más importantes y generalizados que han atraído nuestra atención:
1.    La ardua y compleja situación en que se encuentra la población trabajadora, en su mayor parte agrícola, que no puede experimentar los beneficios de una adecuada renovación de la estructura agraria, que no cuenta todavía con suficiente número de puestos de trabajo ni de industrias complementarias o derivadas, que no tiene a su alcance los medios de mejorar su situación por falta de las indispensables infraestructuras económico-sociales. Problemas tales como el paro y la emigración, el trabajo eventual, los salarios insuficientes y el bajo nivel de renta global y per capita de la población trabajadora, notoriamente más agudizados en nuestras diócesis que otras del país, arrastran consecuencias de tal índole que no afectan profundamente.
2.    El endémico problema de la escasez de viviendas al alcance de las economías modestas y las deplorables condiciones de habitabilidad de buen número de las existentes, con todas las secuelas de orden moral y religiosos que ello supone para la vida de las personas y las familias.
3.    Los indudables progresos que observamos en la promoción de la cultura básica, profesional y superior, presentan un ritmo todavía insuficiente y no bastan a eliminar la persistencia de altos porcentajes de analfabetismo o de alfabetización precaria, que dificultan notablemente el desarrollo humano, económico y social de la región, así como su promoción religiosa.
4.    El escaso espíritu de cooperación, la subsistencia de relaciones de tipo señorial con los trabajadores, la débil iniciativa empresarial, el deficiente sentido del bien común y el hecho de que no pocos sectores sociales se muestren excesivamente vulnerables a los incentivos del consumo, con graves perjuicios para sí mismos, para sus familias y aun para toda la sociedad, denotan globalmente una manifiesta atonía social y cívica, agravada por su deficiente formación en este aspecto y por la insuficiencia de los cauces de participación que faciliten el dinámico ejercicio de sus responsabilidades sociales y políticas.
Recae sobre nosotros los obispos una responsabilidad insoslayable, por nuestra condición de guías espirituales del pueblo cristiano. Pero la responsabilidad se extiende también a los educadores, muy especialmente a los de la Iglesia, y en particular a cuentos han sido llamados por Dios a formar las conciencias más que a tranquilizarlas.
Sentimos la necesidad de profundizar más en el estudio de la realidad social de nuestras diócesis, y estamos decididos a arbitrar los medios a ello conducentes con el fin de asumir nuestras responsabilidades como pastores.
    Por eso, al tiempo que hemos acordado constituir un Secretariado Pastoral conjunto, al servicio de nuestro ministerio y de todo el pueblo de Dios, que asegure la continuidad y la eficiente coordinación de nuestra tarea colectiva, hemos creído conveniente incorporar a él un grupo de expertos en material social capaz de proporcionar información adecuada y preparara los estudios técnicos necesarios para conocer mejor la realidad que humanamente condiciona la acción pastoral.
A quienes por su cultura, por su cargo o por su posición social y económica pueden contribuir a solucionar los problemas que hemos esbozados, queremos alentarles muy de corazón a que pongan en esta empresa humana y cristiana coraje, amor y espíritu de sacrificio. Nadie olvide, por otra parte, que, en lo que afecta a los trabajadores, éstos deben ser los protagonistas principales de su propia elevación.
Pedimos la colaboración de cuantos sienten como nosotros el deber de llevar adelante, en esta parte de nuestro país, la misión que Cristo inició en la tierra y encomendó a su Iglesia. Y confiamos plenamente en el auxilio de l Señor, esperando que no nos faltará la oración, el estímulo y la adhesión de sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares.
Con esta esperanza os hemos hecho participar de nuestras preocupaciones, y al impetrar sobre vosotros la protección de Dios y de su Madre Santísima, os bendecimos cordialmente.

Montilla, 1 de mayo de 1970.

JOSÉ MARÍA, Cardenal Arzobispo de Sevilla, EMILIO BENAVENT, Arzobispo A.A. de Granada, ANTONIO AÑOVEROS, Obispo de Cádiz-Ceuta. FÉLIX ROMERO, Obispo de Jaén. RAFAEL G. MORALEJA, Obispo de Huelva. ÁNGEL SUQUÍA, Obispo de Málaga. MIGUEL ROCA, Obispo de Cartagena. JUAN A. DEL VAL, Obispo Auxiliar de Sevilla. ANTONIO DORADO, Obispo Electo de Guadix. MANUEL CASARES, Obispo Electo de Almería. JUAN JURADO, Vicario Capitular de Córdoba. ANDRÉS PÉREZ MOLINA, Vicario Capitular de Almería.

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