HOMILÍA EN EL FUNERAL POR JUAN PABLO II
D. Rafael Higueras Álamo
Catedral de Jaén, 8 de Abril de 2005
Dios Uno y Trino, a Ti nos dirigimos. Míranos. Escúchanos.
Padre y Dios Nuestro: Te agradecemos (con lágrimas en los ojos y con el corazón lleno de dolor) te agradecemos la vida, el ministerio apostólico, y hasta la agonía y muerte de Nuestro Santo Padre Juan Pablo, que ahora has llevado junto a Ti.
Gracias, Señor Nuestro, por el ejemplo de su vida, por su amor a todos los hombres, por su servicio sin límites al Evangelio, por su entrega hasta el último momento a la tarea de ser el “siervo de los siervos de Dios”, por su dedicación infatigable al servicio de todas las Iglesias, mientras ha presidido la Iglesia Católica, que se extiende de Oriente a Occidente, recorriendo todos los caminos del mundo y enseñando a todos los hombres que la felicidad plena está en “No tener miedo”, abriendo las puertas a Cristo.
Gracias, Señor Jesús, a Ti que eres también el Hijo de la Virgen María de la que tomaste tu carne en el momento de la Anunciación en sus purísimas entrañas; porque nos has regalado en Juan Pablo II, el GRANDE, un enamorado de María.
Este hombre gigante que supo de la dureza del trabajo en el fondo de la mina, nos ha enseñado la ternura del amor a la Virgen, que es Madre de Dios y madre nuestra.
A Ti, Señor Jesús, presente entre nosotros en los sacramentos de la Iglesia, te damos gracias, porque este hombre (con sus palabras y sus gestos) nos ha mostrado el canal de las gracias divinas que es tu Iglesia. Tu Iglesia, Señor, que tiene que ser signo vivo de tu presencia en medio del mundo.
Tú curaste a los enfermos, perdonaste a los pecadores, te acercaste a los pequeños…; nos explicaste que el camino del Evangelio es camino de compasión (de amor que padece con el hermano, con todo hermano), gozando con el que goza y sufriendo con el que sufre.
Nuestro Santo Padre ha sabido seguir tus huellas: él nos ha dicho con sus escritos que “Dios, rico en misericordia” –DIVES IN MISERICORDIA- (Ef 2, 4) es el Dios que Tú, Señor Jesús, nos has revelado como Padre. Por eso este hombre grande (al que hoy lloramos por el dolor de la separación a causa de la muerte, pero del que nos enorgullecemos por la lección de su vida entera) supo ofrecer el perdón a quien atentó contra él queriendo matarlo y consiguiendo que su blanca ropa se tiñera con el rojo de su propia sangre; lo visitó y lo abrazó con corazón lleno de amor y de perdón en la misma cárcel. Él supo acercarse de modo permanente y particular a todos los que sentían necesidad de la Divina Misericordia: a los enfermos de sida o a las personas abandonadas, y a los niños y a cualquier persona que sufre. Él también supo sentarse cada Viernes Santo, como un gesto aleccionador para todos, para acoger a los pecadores, dispensándoles el Sacramento de la Reconciliación. Por eso también, como siervo de los siervos de Dios, y porque así nos lo dijiste Tú, Señor nuestro, él era el primero en lavar los pies, como Tú nos dijiste: “Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo”.
Te damos gracias, Señor, por tu Iglesia fundada sobre la “piedra” que es Pedro, a quien tu siervo Juan Pablo sucedió al frente de la Iglesia. Una Iglesia que es COMUNIÓN y MISIÓN. Una Iglesia que celebra la escucha de tu Palabra y la presencia de tu Cuerpo en la Eucaristía, para salir luego, enviada y misionera, a todos los caminos del mundo a invitar a todos, sanos y enfermos, ricos y pobres, a que se sienten en la mesa del banquete de los hijos: el banquete que nos ofrece el Padre universal.
Señor Nuestro Jesucristo: tu siervo Juan Pablo nos ha hablado de Ti, vivo y presente en la Eucaristía. La Eucaristía que da vida y sentido a la Iglesia. La Eucaristía que es presencia tuya entre nosotros. ¡Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor! A nosotros nos gustaría decirle también al Papa Juan Pablo: “Quédate con nosotros”. Y seguro que él nos respondería: “Yo me voy, pero con vosotros se queda Cristo en la Eucaristía; ¡ése es el mejor regalo! La Eucaristía que es anticipo del cielo ya en la tierra”.
Señor Jesús, te has llevado junto a ti a nuestro Santo Padre Juan Pablo en el año en que él mismo ha deseado que toda la Iglesia Católica pusiera intensamente sus ojos en el inmenso regalo tuyo que es la Eucaristía.
Señor Jesús: Concédenos entender a la Iglesia no como un poder de este mundo; porque tu Iglesia –la Iglesia que Tú nos diste- no es un poder político ni económico; no es un poder temporal. Pero sí es (necesita ser así por tu voluntad) voz de los que no tienen voz, fuerza y defensa de los débiles.
Señor Jesús, concédenos amar a la Iglesia y servirla como tu siervo Juan Pablo la amó y la sirvió. Sin cobardía, porque “las puertas del infierno no podrán contra ella”; y a la vez con el gozo de que, sirviendo a la Iglesia, se ayuda a todo hombre a descubrir que “Cristo es el rostro divino del hombre y, al mismo tiempo, ese Cristo es el rostro humano de Dios”, como el Santo Padre Juan Pablo II nos decía. Concédenos que la Iglesia sea siempre (como este Papa nos enseñaba) “signo de la caricia de Dios a los hombres”.
Cristo Señor, Sacerdote para siempre y Pontífice único entre Dios y los hombres. Déjame que te hable poniendo en mi boca las palabras que hace muy pocos días el Santo Padre Juan Pablo II nos escribía, desde el hospital, en su carta para el Jueves Santo a todos los sacerdotes. Déjame, Señor, que esas palabras del Papa sean expresión del deseo orante de todos los sacerdotes de esta Diócesis de Jaén: “Un sacerdote «conquistado» por Cristo (Fil 3, 12), «conquista» más fácilmente a otros para que se decidan a compartir la misma aventura.”
Mira, Señor Jesús: Necesitamos sacerdotes. Necesitamos muchas vocaciones al sacerdocio. Pero, ya ves. El camino para “conquistar” a otros para esta aventura de servirte en el sacerdocio es que nosotros, los sacerdotes, nos dejemos “conquistar” por Ti. Así nos lo ha dicho a todos y cada uno de los sacerdotes, como en un testamento de fuego y de amor, tu siervo Juan Pablo.
¡“Conquístanos” para Ti, Jesús! ¡A nosotros, los sacerdotes, “conquístanos” Tú, Señor!
Espíritu Santo, Consolador, que con tu soplo y aliento conduces y guías a la Iglesia, santa, católica y apostólica. Tú regalaste en abundancia tus dones y carismas al Papa Juan Pablo.
Te damos gracias, Espíritu Divino, porque diste al Papa Juan Pablo el carisma de entender y ser entendido por los jóvenes. La Iglesia, “llena de juventud y de eterna hermosura”, es respuesta desbordante para las ansias de vida de los jóvenes del mundo entero. Te pedimos, Señor Jesús, que des a los jóvenes la valentía de ser testigos para este mundo. A estos jóvenes Juan Pablo les dice: “Tomad mi relevo sin miedo; ahora empieza vuestro tiempo. Amad a la Iglesia y trasformarla con vuestras vidas”.
La Iglesia, renovándose continuamente desde sus raíces, mientras pasan años y siglos, ha sido una respuesta de esperanza que el Papa ha presentado a la juventud de todas las naciones. La Iglesia que, a pesar de los pecados de quienes la formamos, (como el mismo Santo Padre Juan Pablo reconoció con humildad pidiendo ante el mundo entero perdón por esas faltas a lo largo de toda la historia, y así lo repite en su testamento que ahora hemos conocido). La Iglesia es, sin embargo, fuente de gozo y de alegría para quien -con mirada limpia y corazón abierto y sencillo- se acerque a ella; porque ella, LA IGLESIA, aun a pesar de sus sombras, es signo vivo de Cristo en la tierra.
Cuando a veces nos atenaza el miedo por las crisis y las convulsiones ante un futuro incierto o lleno de brumas y de dudas, Juan Pablo ha sabido sembrar esperanza y alegría entre las oleadas de jóvenes que se acercaban a él rodeándolo con su cariño, sus gritos alegres, sus cánticos y su oración.
Él, el Papa -porque vivía siempre de cara a Dios-, nos pudo gritar a todos hasta en los momentos finales de su vida, que él era (como nos decía en Cuatro Vientos) “un joven de 84 años”.
¡La Iglesia guiada por Ti, Espíritu Santo! ¡Siempre llena de juventud y de eterna hermosura! Que permanezca y crezca entre los jóvenes la llamada y el grito del Papa: “Merece la pena servir a Cristo, servir al Evangelio”.
Querido Santo Padre Juan Pablo (Padre, Hermano, Amigo): Tú has sido “testigo de esperanza”.
Tenemos las lágrimas en los ojos por el dolor de tu ausencia; pero tenemos alegría en el corazón porque tú (¡testigo de esperanza!) has vestido nuestras vidas con “color esperanza”.
Nosotros creemos que tú ya gozas del encuentro definitivo con Dios en el cielo. Piadosamente pensamos que cuando tú has llegado allí -con tu caminar cansado y sin embargo incansable-, se te han abierto de par en par las puertas del cielo: que han salido a recibirte los ángeles y los santos (tántos santos como tú has canonizado y beatificado, proponiéndolos como modelo de vida a los que todavía andamos en la tierra). Ellos te habrán llevado a que María, la Madre de la Iglesia, te tome de la mano porque eres “todo suyo” (¡Totus tuus!) y Ella te lleve a recibir la corona de victoria que Cristo -el Señor que ha resucitado y que ha vencido a la muerte- ponga sobre tu cabeza. A la Virgen, Nuestra Señora, acudimos –como tú nos has enseñado a hacerlo- rogando que interceda por ti: “Dios te salve, María, llena de gracia… Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”.
Querido Padre, Hermano y Amigo Juan Pablo:
Nos has dejado un testamento entrañable con tu vida entera.
El amor a la verdad que no contradice “ni a la fe ni a la razón”, porque una y otra son dones de Dios al hombre (Fides et ratio). La defensa de la paz contra toda violencia y contra todas las guerras. El llamamiento a la “civilización del amor”, como expresión del rostro del Padre, que es Dios de amor y de misericordia…
Gracias, Santo Padre Juan Pablo, por todo el legado que nos has dejado. Seguir tu doctrina, la doctrina de la Iglesia, es signo de unión con Cristo que es “CAMINO, VERDAD Y VIDA”.
Nos has dicho: “No tengáis miedo” y tú has ido por delante con el ejemplo de tu valentía, semejante a la de los primeros Apóstoles al comienzo de la Historia de la Iglesia, en medio de la persecución. Has sido valiente al servir el Evangelio aunque te costara tu propia sangre.
Nos has dicho: “Sí, a la vida”. Así lo gritaste infinidad de veces, como lo hiciste en tu primer viaje a España: “Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente”. Y tú supiste, en una procesión del Corpus, llevar en brazos a un niño recién nacido, caminando con tu paso firme tras la Custodia del Stmo. Sacramento, como gesto de tu defensa de la vida desde el primer momento de su concepción.
Nos has dicho: “Sí, a la vida”. Y tu ancianidad y tu agonía, mostrada a todas las naciones, sin ningún reparo de tu parte, era el ejemplo vivo del amor a la vida, a toda vida humana –hasta la vida del ser humano que parece inútil o que sufre enfermedad incurable. En verdad que tú nos has dicho, como lo dijo Jesús a sus Apóstoles: “Duc in altum”, para que nos adentremos MAR ADENTRO en el infinito amor del corazón del Dios de la vida.
Nos has dicho en tu último viaje a Madrid, en mayo del 2003, mirando a nuestro pueblo de España: “La fe católica constituye la identidad del pueblo español… Conocer y profundizar el pasado de un pueblo es afianzar y enriquecer su propia identidad. ¡No rompáis con vuestras raíces cristianas! Sólo así seréis capaces de aportar al mundo y a Europa la riqueza cultural de vuestra historia”.
Y ya ves, querido Padre Juan Pablo: el pueblo español en estos días, multitudinariamente, saliéndole espontáneamente desde dentro, con lágrimas en los ojos, te está demostrando con infinito cariño, cómo es de profunda su identificación contigo y con tu pensamiento y con tu palabra. ¡¡¡Una realidad ante la que no pueden cerrarse los ojos!!!
Por eso tus palabras finales de despedida en la Pl. de Colón, en Madrid: “Nos encontramos en el corazón de Madrid, cerca de grandes museos, bibliotecas y otros centros de cultura fundada en la fe cristiana, que España ha sabido luego ofrecer a América con su evangelización…
¡España evangelizada!¡España evangelizadora!”
Gracias, Juan Pablo (Padre, Hermano, Amigo) por tu testamento de vida, por tu ejemplo de entrega al Señor y a su Evangelio. Venías de la “Iglesia del silencio” y con tu voz potente has sido, en todas las naciones del mundo, voz y eco del Evangelio del Señor. Ahora, cuando se acababa tu vida y llegaba a tu garganta el silencio, nos has seguido hablando y gritando a todo el Orbe con tu imagen dolorida y sin poder pronunciar palabras. Tu silencio en los días finales de tu vida se hacía voz elocuente de aceptación del dolor. ¡Nos has enseñado a vivir y nos has enseñado a morir!
Tú, mientras has estado al frente de la Iglesia Universal, recibiste de Dios el encargo de la “solicitud por todas las Iglesias”. Mira ahora ya desde el seno de Dios, (como confiada y piadosamente todos pensamos), a esta Iglesia, todavía peregrina en la tierra.
Mira a la Iglesia Universal que ahora está huérfana porque tú, Pastor universal y Obispo de Roma, te has ido de esta tierra. Y mira también a esta Iglesia particular de Jaén: ahora también sin Obispo, pastor de nuestras almas.
Santo Padre Juan Pablo: Pon en manos de María esta Iglesia de Jesucristo: La Iglesia Universal y también esta Iglesia de Jaén. Con tu oración poderosa ante Dios, RUEGA POR NOSOTROS. Con tu intercesión amorosa presenta al Dios, Padre de todos, la orfandad de la Iglesia Católica universal en estos días; y presenta también ante Dios la orfandad de esta Diócesis que es la Iglesia de Jaén. Haz que pronto, al frente de la Iglesia universal y también al frente de esta Iglesia particular, que es la Diócesis de Jaén, tengamos un Pastor según el corazón de Dios.
Que tus peticiones orantes consigan de Dios que la Iglesia no carezca de los pastores sencillos, fieles y entregados a la causa del Evangelio, que nos guíen en nuestro caminar.
Querido Santo Padre, Juan Pablo:
¡Que Dios premie tu vida! ¡Y que, por tu intercesión, Dios nos bendiga a nosotros! Amén.
Rafael Higueras Álamo
Administrador Diocesano