ORDENACIÓN DE SIETE NUEVOS SACERDOTES
Catedral de Córdoba, 25 de junio de 2005
1. El Señor nos concede el privilegio de participar en una ceremonia singular, la ordenación sacerdotal de siete hermanos nuestros, a quienes nos unen los vínculos de la sangre, de la amistad, del afecto y de la estima y, en todo caso, los vínculos bien profundos de la misma fe en el Señor Jesús. En un clima de plegaria sincera y ferviente, vamos a vivir con ellos uno de los acontecimientos más transcendentales de su vida.
En realidad, cada uno de ellos, desde el bautismo, poseen ya el carácter sacerdotal, el sacerdocio común. En el bautismo todos quedamos incorporados a Jesucristo, sumo y eterno sacerdote, y fuimos hechos partícipes de su sacerdocio, de su condición de profeta, de su dignidad real y de su misión de pastor. En virtud del sacerdocio común, todos estamos llamados a ser santos y a sanar y santificar a nuestros hermanos; con el encargo de los profetas que hablan en nombre de Dios y proclaman y testimonian el Evangelio; con la misión de los reyes o pastores del pueblo, para vivir la diversidad de carismas en la unidad, el amor, la comunión y la preocupación por nuestros hermanos.
2. Pero de entre los miembros de este pueblo de reyes, profetas y sacerdotes, Dios llama a algunos, a los que entrega una especial participación en su función de sacerdote, profeta y pastor, distinta no sólo en grado sino sustancialmente del sacerdocio común de todos los bautizados. Por el sacramento del orden, por la imposición de manos del Obispo y la efusión de su Espíritu, el Señor les encomienda que actúen «en la persona de Cristo» ejerciendo el sacerdocio ministerial al servicio de todo el Pueblo de Dios.
Queridos hermanos José, Tomás, José Francisco, Juan José, Patricio, David y Juan Vicente: el sacerdocio que dentro de unos momentos vais a recibir como don y que, a partir de ahora vais a ejercer como ministerio, os va a vincular con un nuevo vigor con Jesucristo, el sumo y eterno sacerdote, y os va a exigir la mayor fidelidad desde la especial amistad e intimidad con Él. Al elegiros y llamaros, al regalaros el don de la vocación y al haceros ahora partícipes de su sacerdocio, el Señor os ha distinguido con una amistad especial por una iniciativa libre y gratuita. Porque el Señor os ha amado primero, espera de vosotros una respuesta de amor, una respuesta de amistad. Los sacerdotes debemos ser los primeros amigos de Jesús, los grandes amigos de Jesús. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando», nos dice el Señor en su discurso de despedida. Esto quiere decir que la amistad y comunión profunda de los sacerdotes con el Señor, debe tener después como consecuencia el seguimiento fiel y la transparencia cabal de aquel en cuyo nombre actuamos, hasta convertirnos en modelos de nuestras comunidades.
3. En el ejercicio de vuestro ministerio, queridos hermanos y amigos, vais a representar a Jesucristo, maestro, sacerdote y pastor. Vais a desempeñar la función de enseñar en su nombre. Antes de predicar la Palabra de Dios, acogedla en vuestro corazón, creyendo lo que escucháis y viviendo lo que enseñáis. En el anuncio de la Palabra de Dios, no olvidéis nunca la comunión con la Iglesia, pues ella es su depositaria e intérprete. No olvidéis tampoco el testimonio de vida, pues los discursos más brillantes, sólo aprovechan y estimulan si van acompañados de las obras y el buen ejemplo.
Vais a desempeñar también la función de santificar en nombre de Cristo, el sumo y eterno sacerdote. En la administración de los sacramentos y, especialmente, en la celebración de la Eucaristía, Él os va a permitir actuar en su nombre, «representando a la persona de Cristo Cabeza de la Iglesia». Ello os exigirá una permanente conversión a Él y una identificación profunda con aquel a quien vais representar, algo que los fieles tienen derecho a esperar de vosotros.
4. En la administración de los sacramentos, vais a entrar en la esfera de la santidad de Dios. Ello pide de vosotros una vida santa, inspirada en el radicalismo evangélico, una vida, como la de Jesús, pobre, casta, humilde y obediente, edificada y recreada cada día en la oración. Que Él lo sea todo para vosotros. En el encuentro con Él en la oración y en la celebración de la Eucaristía, descubriréis el gozo y el valor de vuestra propia vida. Ese es el lugar de la Iglesia y su quehacer principalísimo por todo el orbe de la tierra y ese es el lugar y el quehacer fundamental de todo sacerdote. A la vera del Señor encontraréis la alegría, la fortaleza y la seguridad necesarias para la exigente tarea que os espera.
5. En el ejercicio de vuestro sacerdocio, por fin, vais a desempeñar, en nombre de Cristo cabeza y pastor de la Iglesia, la función rectora de la comunidad. Que Jesucristo, el Buen Pastor, os conceda crecer cada día en caridad pastoral y en amor a los fieles; que les améis con entrañas de padre. Que les dirijáis con auténtico espíritu de servicio. Que descubráis cada día su presencia en los más pobres y sencillos, en los enfermos, los ancianos, los niños y los jóvenes, amando y sirviendo a todos, buscando la oveja perdida, consolando a los afligidos, sanando los corazones destrozados, liberando a quienes son víctimas de tantas cadenas (Is 63,1-3) y perdonando los pecados en nombre de aquel que no vino a ser servido, sino a servir a dar su vida en rescate por todos.
6. Recibís el don del sacerdocio en la víspera de la fiesta de San Pelagio, patrono de nuestro Seminario, adolescente de trece años de origen gallego, martirizado por Abderramán III en esta ciudad el 26 de junio del año 925, por no renegar de su fe. Su victoria sobre los alhagos del emir es la victoria del poder de Dios, que robustece con la fuerza de su gracia la fragilidad humana. Este es el caso también de los mártires cordobeses, cuyo XVII Centenario estamos celebrando. Es la experiencia también del autor del libro del Eclesiástico, liberado de sus enemigos con la fuerza de Dios hasta poder exclamar: «Contaré tu fama, refugio de mi vida, … porque libraste mis pies de la garra del abismo… estuviste conmigo frente a mis rivales, me auxiliaste con tu gran misericordia» (Eclo 51,1-4). Es también la experiencia de San Pablo, sabedor de que lleva en una frágil vasija de barro, su cuerpo herido por la enfermedad, la misión recibida del Señor, que robustece con el poder de su gracia las débiles fuerzas del apóstol (2 Cor 4,7-10).
7. Cuando el pasado lunes os recibía individualmente para deciros una palabra de aliento ante vuestro inminente sacerdocio, más de uno me confesabais vuestro miedo a no estar a la altura de lo que el Señor y la Iglesia esperan de vosotros. San Pelagio y, sobre todo, el Señor, en esta mañana en que estrenáis vuestro sacerdocio, os invitan a la generosidad y a la confianza y os invitan a alejar todo temor: no tengáis miedo. Si vivís en las cercanías del Señor, no tenéis que temer ni al mundo, ni al demonio, ni a vosotros mismos porque el Señor es más grande que los poderes de este mundo. Él cuida de nosotros con amor de madre. Poned hoy vuestra vida en sus manos. Dejaos conducir por Él. Os aseguro que sólo hay una manera de hacerlo de verdad: poniendo la vida al servicio de la Iglesia, en manos de quienes gobiernan la Iglesia en nombre del Señor. Vivid de verdad la obediencia eclesial y sacerdotal como el modo más verdadero de liberaros de vosotros mismos y de vivir para Dios y para su Iglesia. No defendáis nunca un proyecto personal contra los mandatos legítimos de vuestros superiores.
8. El testimonio martirial de San Pelagio es una invitación bien elocuente a la expropiación. No pongáis límites a la misión que hoy recibís. Al aceptarla, prometed al Señor y a la Iglesia una entrega total, sin restricciones. No os conforméis con ser sacerdotes de jornada laboral o de fines semana. Sed sacerdotes siempre, en todo y para todos, sacerdotes de corazón, de pies a cabeza, con la inteligencia y con toda la fuerza de vuestros sentimientos. Nuestro sacerdocio es el sacerdocio de Jesús. Somos sus ministros, sus servidores, signos vivientes y eficaces de la presencia sacerdotal de Jesús. No podemos responder al Señor con algunas horas al día o con las migajas de nuestra vida. Toda ella, el trabajo y el descanso, la contemplación y la acción, la vida interior y la variedad de actividades y relaciones que llenan nuestra jornada, todo tiene que estar dirigido, unificado y santificado por la impronta sacerdotal que penetra hasta las entretelas de nuestra alma gracias al carácter que deriva del sacerdocio universal y permanente de Jesús. Hoy el Señor toma posesión de vosotros para seguir anunciando el Reino de Dios a vuestros hermanos, para manifestar la bondad y la misericordia de Dios, para llevar el perdón a los hijos descarriados y ayudarles a creer en su Padre celestial y a vivir de acuerdo con su condición de hijos de Dios y ciudadanos del cielo. Vivid enteramente a su servicio, sin reservaros nada, sin añorar nada, sin mirar para atrás, poniendo al Señor y su Reino en el primer término de vuestros anhelos y proyectos.
9. Sed humildes, sed pacientes, sed perseverantes. No os creáis más que nadie, pero no dudéis nunca del valor de la Palabra que anunciáis. No os avergoncéis de Jesús ni de su Iglesia. No pongáis nunca la sabiduría de Dios al servicio de la pobre sabiduría de los hombres. No sometáis el poder del Evangelio a vuestras conveniencias, ni a los deseos de los poderosos de este mundo. Conservad siempre la confianza en el Señor, vivid de verdad como siervos suyos. Él os hará libres, libres para cumplir su voluntad y para servir a vuestros hermanos en la verdad y en el bien.
10. Entrad de lleno en la paradoja del Evangelio, que nos dice que en este mundo, quien pierde la vida por el Señor, la gana; y quien pretende ganarla al margen de Dios, la pierde. La sencillez y la simplicidad del Evangelio es más sabia que la sabiduría del mundo. Él nos asegura que la humildad y la debilidad de Dios es la fuerza profunda que mueve la vida de la Iglesia. Al haceros hoy partícipes del sacerdocio de Jesús, asumís su debilidad, pero también su fortaleza invencible. A partir de ahora llevaréis en vuestro cuerpo, en vuestro ministerio, la debilidad y el dolor de su muerte, pero llevaréis también el esplendor y la victoria de su resurrección, que es la mejor garantía de un sacerdocio fecundo y fiel.
11. En la hermosa aventura que hoy comenzáis sentíos siempre acompañados por la Virgen María, la Madre de Jesús, la Madre fuerte de la Iglesia naciente, la Madre amorosa y tierna de cuantos queremos vivir en comunión familiar con Jesús. Las palabras y el ejemplo de María constituyen una sublime escuela de vida en la que se han formado los apóstoles de ayer, de hoy y de siempre. Teniendo a María en el corazón, ella os ayudará a responder filialmente al Padre, a vivir el amor y la adhesión a su Hijo, y a acoger las inspiraciones del Espíritu Santo.
12. Todos los que os acompañamos en esta mañana, vuestra familia de sangre, vuestros amigos y paisanos, los seminaristas, los sacerdotes y el Obispo que os ordena damos gracias a Dios por vuestra vocación, por vuestra fidelidad, por el ministerio de salvación que se os encomienda, que todos os deseamos largo y lleno de frutos. Todos pedimos al Señor que os acompañe con su gracia y seáis en verdad imagen del Buen Pastor, compartiendo su vida, su soledad, su oración, su entrega absoluta, su sacrificio hasta la muerte por la salvación de los hombres. Así sea.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Obispo de Córdoba