Dios tiene corazón. El Dios que Jesucristo nos ha revelado no es un Dios lejano e insensible a nuestras necesidades. Por el contrario, es un Dios cercano, que ha enviado a su Hijo único, para que comparta nuestra existencia y nos haga partícipes de su gloria. Este Dios cristiano no ha tenido otro motivo para actuar así que su inmenso amor por nosotros, que somos criaturas suyas y que quiere hacernos hijos suyos.
La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús (viernes de la semana siguiente al Corpus) quiere recordarnos esto. Celebrar al Corazón de Jesús es celebrar un amor más grande, que quiere introducirnos en su órbita de amor, para ser amados y enseñarnos a amar. La máxima expresión visible de ese amor es la Cruz y su prolongación en la Eucaristía.
Ante los males del mundo nos interrogamos por qué. El Hijo de Dios, enviado por el Padre en la plenitud de los tiempos, nos lo ha explicado. Los males del mundo no tienen su origen en Dios, porque Dios sólo es autor del bien. Los males del mundo han sido introducidos en la historia por la incitación del demonio, padre de la mentira, y por el pecado del hombre, que ha mal usado su libertad. El mal más radical del hombre es querer «ser como Dios» (Gn 3,5; Flp 2,6) y romper con él para hacerse independiente de Dios, haciéndose a sí mismo norma de sus actos, sin referencia a Dios.
Jesucristo, por el contrario, ha entrado en este mundo como hijo, en actitud de amorosa obediencia filial, colgado del Padre, para revelar al mundo que Dios es amor. No hay otro camino para disfrutar de Dios que la actitud de vivir como hijo en relación de obediencia filial al Padre. Nuestras soberbias y rebeldías han llevado a Jesús a la Cruz, que él ha vivido con amor, y en la Cruz ha reciclado todos nuestros pecados. «Sus heridas nos han curado» (1Pe 2,24).
El culto y la devoción al sagrado Corazón de Jesús ponen ante nuestros ojos el resumen de toda la vida cristiana: el amor. Dios es amor y se mueve por amor. El hombre está llamado al amor y hasta que no lo encuentra, hasta que no lo vive, está inquieto y desasosegado. El Espíritu Santo es amor de Dios derramado en nuestros corazones. Jesús es el Hijo hecho hombre, con un corazón humano como el nuestro, que ama al Padre y a los hombres hasta el extremo y que sufre al ver a los hombres alejados de la casa del Padre. Jesús se ha tomado en serio nuestra felicidad y ha ofrecido su vida en rescate por la multitud, para atraer a una multitud de hijos dispersos, haciéndolos sus hermanos.
«Este Corazón que tanto ha amado a los hombres y de los cuales recibe tantas ingratitudes», le dice Jesús a santa Margarita. Jesús se acerca hasta nosotros y nos ofrece su amor, tantas veces olvidado o rechazado por nuestros pecados. El culto al Sagrado Corazón incluye esa actitud de reparación por los propios pecados y por los del mundo entero. No partimos de cero, hay toda una historia detrás. Por una parte, un amor que nos espera desde toda la eternidad en el corazón de Dios, donde cada uno tenemos un lugar, y además, el Corazón humano de Cristo, reflejo del corazón de Dios y muy sensible a las necesidades de los hombres. Por otra parte, nuestro alejamiento de Dios: hemos nacido en pecado y, una vez rescatados por la sangre redentora de Cristo, con frecuencia nos apartamos de sus caminos.
Celebrar la fiesta del sagrado Corazón de Jesús significa dejarse envolver por ese amor, que sana nuestras heridas y nos hace disfrutar de los dones del Padre. Significa caer en la cuenta de tantos desamores o desprecios a Cristo, que tanto nos ha amado, y reparar tanto desamor por nuestra parte. Significa tener sed del Espíritu Santo, que brota a raudales del Corazón de Cristo traspasado de amor. Celebrar el Corazón de Jesús consiste en ponernos como él en lugar de los demás, cargando con sus pecados y con todas las secuelas del pecado, venciendo el mal a fuerza de bien.
No hay amor más grande, que el que se encierra en el Corazón de Jesús. Ni hay otra fuerza transformadora más potente para instaurar un mundo nuevo de justicia y de paz. ¡Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío!
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández González, obispo de Córdoba