«De hoy a mañana», comentario al Evangelio del I Domingo de Adviento -C

Foto: Tabla central del tríptico Parusía y Juicio Final, Hams Memling (1489). Museo Memling, Brujas (Bélgica)

Comienza el año litúrgico, es decir, el ciclo anual de las celebraciones de la vida de Cristo desde que nace hasta que envía al Espíritu en Pentecostés. A este primer tiempo se le llama Adviento, es decir, venida, porque ese será el tema central de las semanas que preceden a la Navidad. A final de diciembre celebraremos el misterio de la Encarnación, pero ahora lo que centra nuestra atención es la espera. El cristianismo -como el judaísmo- es una religión histórica, es decir, los acontecimientos nucleares de su fe son hechos que han tenido lugar en el tiempo y en un lugar. La salvación, por tanto, es algo que ha ocurrido y ocurre en el tiempo, aunque alcanzará su plenitud en la eternidad. En eso está la clave de la espera: en vivir el presente con la atención puesta en el futuro, no para desentenderse al ahora, sino con la conciencia de que lo que se aguarda es el fruto de lo que se haga. Desentenderse del presente por pensar en el futuro no es signo de esperanza sino irresponsabilidad.

Uno de los pasajes bíblicos que el domingo se leerán en todas las iglesias pertenece al apocalipsis de Lucas. Se trata de discursos pronunciados por Jesús en el templo de Jerusalén poco antes de su pasión. Usando el lenguaje de su tiempo, anuncia una conmoción de la que se hará eco todo el universo -el cielo, la tierra y el mar-, porque sus fundamentos -aquello en lo que el ser humano pone su seguridad- se tambalearán. Pero, a diferencia de otros evangelistas, Lucas tiene una expresión que le es propia: «Cuando empiecen a suceder estas cosas, levantaos y alzad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación». Para un discípulo de Jesús el estremecimiento del mundo no es motivo de angustia, sino de gozo profundo porque se acerca la liberación completa y definitiva. No hay que temer la angustia del presente cuando está naciendo un futuro mejor.

Pero es necesario tener la mente despejada para cuando llegue ese momento. Esto quiere decir, en primer lugar, estar atento al hoy para comprender el sentido de lo que está pasando, sin huir al pasado -a las nostalgias- ni escapar al futuro -a las ilusiones-. Se trata de estar profundamente enraizado en el propio tiempo. En segundo lugar es necesaria la renuncia. Para reconocer la liberación, cuando ésta se acerque, hay que tener los ojos y el corazón limpios y libres de apegos e intereses porque ciegan los ojos. Hay que vigilar y orar: vigilar para que el corazón no se pervierta y orar para que no pierda de vista su verdadero destino.

Cuando celebremos el misterio de la Encarnación -cuando el Todopoderoso se manifieste como un niño pobre e indefenso- sólo los pequeños lo reconocerán. Cuando Dios sale al encuentro de un hombre revestido de humanidad -es decir, hecho presente en otro hombre, cualquiera que sea su condición- sólo lo ven quienes mantienen el corazón libre de prejuicios e intereses y, sobre todo, libre de la soberbia. Dios está cerca, camina ya a nuestro lado y es terrible pensar que los suyos puedan no recibirle porque no le han sabido reconocer.

Francisco Echevarría Serrano,
Ldo. en Sagradas Escrituras y vicario parroquial de Punta Umbría

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