Homilía en la Misa Crismal

Mons. Gines García Beltrán, Obispo de Guadix Baza. “He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros” (Lc 22,15).

Son estas las primera palabras que Jesús dirige a sus discípulos en el relato de la pasión del evangelio según San Lucas con el que comenzábamos la liturgia de la Semana Santa, en el Domingo de Ramos en la pasión del Señor.

Son también las palabras que me brotan del corazón para vosotros, mis queridos hermanos, en el día en que celebro por primera vez la Misa Crismal como Obispo de esta iglesia que camina en Guadix. Verdaderamente he deseado celebrar esta Eucaristía en la que se expresa de un modo privilegiado el misterio mismo de la Iglesia. A lo largo de este mes hemos tenido la oportunidad de encontrarnos, con algunos incluso compartir las ilusiones y preocupaciones personales y pastorales; sin embargo, es en este momento donde se manifiesta claramente lo que somos y a lo que estamos llamados.

Hermanos sacerdotes.
Ilmos. Sr. Vicarios.
Excmo Cabildo Catedral.
Diáconos. Seminaristas.
Miembros de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica.
Hermanos y hermanas todos.

I. Hoy, Martes Santo, adelantándonos al Jueves, celebramos la Misa Crismal; sin duda una de las imágenes más completas y más hermosas de lo que es la Iglesia.

El Obispo, rodeado de su Presbiterio y con todo el Pueblo de Dios congregado, celebra la Eucaristía, es la Iglesia en un lugar, la iglesia particular tal como la describe el concilio Vaticano II: “ la porción del Pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente con la colaboración de su presbiterio. Así, unida a su pastor, que la reúne en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituye una iglesia particular” (CD 11).

Este, mis queridos hermanos, es el misterio de la Iglesia. Nacida del costado abierto del Salvador, prefigurada y vivificada en la comunión trinitaria, se nos manifiesta en la Palabra y la Eucaristía. La Palabra, que es la luz de los hombres, que nos abre al horizonte de la verdad, una Palabra que ha sido pronunciada en nuestra historia en la persona del Hijo Único del Padre; Palabra que se ha hecho vida para ser vida nuestra, Palabra que se ha hecho carne, carne en el Hijo, carne del Hijo; en definitiva, Palabra que se ha hecho Eucaristía.

La Palabra y la Eucaristía son la presencia del Señor en medio de los suyos; son también la presencia de la Iglesia, porque donde está el Señor está su Esposa, la Iglesia, y la Iglesia no tiene más sentido, porque no tiene más vida, que en su Señor, Jesucristo.

Nos convoca el Señor; la presencia sacramental del Obispo con su Presbiterio, es imagen del mismo Cristo, Cabeza y Pastor de la comunidad. Es Cristo quien nos habla, es Él quien se da en alimento.

Quien quiera entender la Iglesia que venga a beber de esta fuente; sólo desde el Misterio escondido en Dios se puede comprender a esta Comunidad, sellada con la santidad de Dios y siempre marcada por el pecado de los hombres. La Iglesia es Santa porque es de Dios que es Santo. Que los pecados de los hijos de la Iglesia, mis queridos hermanos, no nos desanimen para buscar siempre el rostro del único Santo, ni nos hagan perder la ilusión por mostrarlo a los demás. Incluso el pecado, puede ser la oportunidad para retornar a Dios con nuevo empeño y renovar nuestra vida en su gracia, pues como dice el apóstol de la gentes, “donde abundó el pecado, sobre abundó la gracia” (Rom. 5,20).

Con frecuencia se quiere extender una imagen de la Iglesia que es una mala caricatura de la realidad, incluso desde ciertas concepciones teológicas se transmite una visión, al menos, sesgada de la Iglesia. Reducir la Iglesia a su sola presencia en la sociedad es vaciarla de lo más grande y lo más hermoso que ella lleva: la Palabra y los Sacramentos. La Iglesia no debe su existencia a la voluntad de los que la formamos, no es la consecuencia de la decisión de un grupo de hombres y mujeres que deciden reunirse en torno a Jesús de Nazaret; la Iglesia es obra de Dios y entra en su plan de salvación  sobre la humanidad; no es lo mismo estar dentro que estar fuera; no es lo mismo vivir en comunión con ella que vivir al margen de esta comunión. La Iglesia es una experiencia de gracia, en ella se nos da Dios mismo, y es desde esa experiencia desde donde sale al mundo a anunciar a un Dios que lo ama y se entrega hasta la muerte. Os quiero repetir las palabras que pronuncié en la celebración del mi ordenación episcopal, el pasado 27 de febrero: “La Iglesia no vale por lo que hace, ni es más iglesia en la medida que hace mucho ruido; hemos de amar  a la Iglesia porque cada día nos da a Jesús. El desafecto no hace mejor a la Iglesia, nadie cambia sino por amor y con amor. Las reformas nunca vienen de la crítica agria y sistemática, sino de la fidelidad a Cristo y de la comunión con la Iglesia”.

II. En el contexto de la Misa Crismal hay dos momentos que son verdaderamente representativos, a la vez que ilustrativos para toda la comunidad cristiana:

Uno es la bendición de los oleos de los catecúmenos y de los enfermos y la consagración del santo Crisma – el aceite mezclado con aroma – con el que van a ser ungido los nuevos cristianos en el bautismo y los que reciben el sacramento de la confirmación, así como las manos de los nuevos sacerdotes. También utilizamos el crisma para consagrar los altares dedicados a Dios y las paredes de los nuevos templos. Son los signos de la gracia que una vez termine esta celebración cada sacerdote llevará a su comunidad y utilizará a lo largo del año, conservándolos en un lugar digno.

Las lecturas de la palabra de Dios que acabamos de proclamar nos hablan de la unción, de la consagración. Y no hay mejor modo de explicar su significado más profundo que poniendo ante nuestros ojos la imagen del “ungido del Padre”, el Señor Jesús. Es el mismo Señor quien nos ha dicho en el evangelio: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido” (Lc 4, 18). Comentando esta expresión del Señor, dice la Exhortación postsinodal Pastores dabo vobis “El Espíritu no está simplemente sobre el Mesías, sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obrar. En efecto, el Espíritu es el principio de la consagración y de la misión del Mesías: porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva… (Lc 4, 18). En virtud del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama, elige y envía. Así el Espíritu del Señor se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la santificación” (PDV, 19).

Nosotros, los cristianos, también somos ungidos como Cristo. Somos ungidos con el aceite que nos consagra a Dios y nos hace suyos, ya no nos pertenecemos, sino que somos propiedad de Dios. La unción nos trasmite la santidad de Dios, lo que exige de nosotros una vida santa.

La unción en la antigua alianza tenía varios significados: s
e ungía para lavar y refrescar; también se ungía para consagrar –transmitir un cargo-, y se ungía, finalmente, para curar. El Catecismo de la Iglesia Católica así nos lo transmite: " La unción, en el simbolismo bíblico y antiguo, posee numerosas significaciones: el aceite es signo de abundancia y de alegría; purifica (unción antes y después del baño) y da agilidad ( la unción de los atletas y luchadores); es signo de curación, pues suaviza las contusiones y las heridas, y el ungido irradia belleza, santidad y fuerza. Todas estas significaciones de la unción se encuentran en la vida sacramental. La unción antes del Bautismo con el óleo de los catecúmenos significa purificación y fortaleza" (CEC nn. 1293-1294).

El óleo de los catecúmenos es el óleo de la fortaleza. Como el aceite fortalece el cuerpo de los atletas, así el óleo de los catecúmenos nos fortalece en nuestra lucha contra el mal y el pecado, al tiempo que nos purifica del pecado que ha marcado nuestro origen. En la bendición de este óleo diremos: «Concede fortaleza a los catecúmenos que han de ser ungidos con él, para que, al aumentar en ellos el conocimiento de las realidades divinas y la valentía en el combate de la fe, vivan más hondamente el Evangelio de Cristo, emprendan animosos la tarea cristiana, y admitidos entre los hijos de adopción, gocen de la alegría de sentirse renacidos y de formar parte de la Iglesia». (Bendición del óleo de los catecúmenos).

El óleo de los enfermos es el óleo de la curación, del consuelo en la enfermedad, de la fortaleza en la debilidad. Es el bálsamo que los presbíteros de la Iglesia llevan a los enfermos para curarlos y fortalecerlos en el nombre del Señor Jesús.

El crisma, “óleo perfumado y consagrado por el Obispo, significa el don del Espíritu Santo” (CEC 1241), ya sea al nuevo bautizado, o al que confirma su fe, o al nuevo presbítero que desde ahora actuará en la persona de Cristo, Cabeza y Pastor de la comunidad. Ser crismado es ser Cristo, transparencia de Cristo. La consagración mediante la unción con el santo Crisma nos hace testigos y portadores de la salvación de Dios.

Benedicto XVI, en la Misa Crismal  de hace unos años decía: “Si en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el Cristo, entonces quiere decir precisamente que actúa por misión del Padre y en la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo una nueva realeza, un nuevo sacerdocio, un nuevo modo de ser profeta, que no se busca a sí mismo, sino que vive por Aquel con vistas al cual el mundo ha sido creado. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe”.(Homilía en la Misa Crismal de 2006)

III. Hay, además, en esta celebración otro gesto cargado de significado: La renovación de las promesas sacerdotales, las que hicimos el día de nuestra ordenación. Es una actualización del compromiso definitivo que hicimos para Dios en los hermanos; es una renovación de nuestro amor a Cristo que se hace presente en el pueblo que ha redimido con su sangre y que la Iglesia nos ha confiado.

En este Año Sacerdotal, la renovación de las promesas sacerdotales tiene un significado especial; fuimos convocados por el Papa, Benedicto XVI, a renovar nuestra vida teniendo ante nuestros ojos la fidelidad de Cristo que ha de ser la fidelidad del sacerdote. Ahora, este año de gracia se encamina a su fin, y cabe preguntarse: ¿ha servido, nos ha servido para renovar nuestra vida y ministerio sacerdotal?, ¿hemos puesto los medios para vivir lo que esta iniciativa del Sucesor de Pedro pretendía?, ¿es nuestra vida sacerdotal un testimonio de la presencia y el amor de Dios en medio del mundo?.

Permitidme, hermanos sacerdotes, que me dirija a vosotros especialmente, llamado a ser vuestro Padre, Hermano y Pastor. Dejadme que reflexione con vosotros, en el marco de esta celebración, sobre el don de nuestro sacerdocio y las exigencias que emanan de la gracia que recibimos por la imposición de las manos. Además lo quiero hacer de la mano de unos de los más grandes pastores de la Iglesia por su santidad, me refiero a San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars.

Llama la atención la gran admiración que el Cura de Ars muestra por el sacerdocio, incluso a algunos les podría parecer exagerada; sin embargo se puede comprender si descubrimos el don tan grande que hemos recibido y lo pequeños que somos nosotros. Reconocer el don, vivir la grandeza del don del sacerdocio es el primer paso para ser llevar una vida plenamente sacerdotal. El Santo Cura repite: “El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús” (Cf. B, NODET, Cura de Ars, su pensamiento, su corazón, p. 100); este pensamiento le hace afirmar también: “Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina” (Cf. B. NODET, op, p 104). Cuando un sacerdote reconoce la dignidad de su propia condición, brota en su corazón un gozo enorme que le convierte en un hombre de acción de gracias. Hermanos sacerdotes, demos gracias a Dios cada día por nuestro sacerdocio, agradezcamos al buen Dios el don de llamarnos a ser sacramentos de su presencia en medio de los hermanos.

El sacerdocio es una vocación a la santidad, como la vida cristiana misma, pero con la exigencia especial de que somos puestos como atalaya de nuestro pueblo, llamados a presidir la comunidad cristiana, es decir, ser sus servidores. El mundo y los hombres de hoy quieren ver en nosotros hombres de Dios, referencia a lo trascendente, signos del Misterio de Dios que da consistencia y sentido al misterio de la condición humana; el Papa Benedicto XVI dice a este respecto: “Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal:  sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto”. (Homilía en la Misa Crismal de 2006).

Desgraciadamente, nos encontramos con actitudes en algunos sacerdotes que contradicen la santidad del ministerio al que han sido llamados; estos hechos son deplorables y los rechazamos con todas nuestras fuerzas; nos hieren el corazón ante el daño que hacen a inocentes y el desgarro que producen a la Iglesia. Si graves son estas actitudes, más lo son por aquellos que las realizan.

Todo esto nos debe llevar a la necesidad de una purificación dentro de la Iglesia, y de un modo particular en el clero. Si son graves y preocupantes las actitudes  a las que nos referíamos anteriormente, no son menos nuestras tibiezas en la vivencia del ministerio. Hace unos días el predicador de la Casa Pontificia, afirmaba ante el Papa y la Curia Romana: “La tibieza de parte del clero,, l
a falta de celo y la inercia apostólica: yo creo que esto es lo que debilita a la Iglesia, más aún  que los escándalos ocasionales de algunos sacerdotes que han hecho mucho ruido y contra los cuales es más fácil ir a refugiarse” (P. Rainiero Cantalamessa. Tercera predicación de Cuaresma).

Queridos hermanos sacerdotes, vivimos tiempos recios también para nuestra vida y ministerio; el reconocimiento social a lo que somos y hacemos es bajo, si no contrario. El Señor nos pide humildad, ser humildes y saber humillarse; debemos vivir una conversión que es renovación constante. Cuidemos nuestra identidad, vivamos como lo que somos. Si vivimos con dignidad nuestro sacerdocio seremos, seguiremos siendo, testimonio para este mundo. Os recuerdo que la secularización que más hiere a la Iglesia no es la de fuera, sino la de dentro. Nuestras actitudes secularizadas y secularizantes no llaman a nadie, aunque algunos nos aplaudan. Hace años, en Valencia, con motivo de una ordenación sacerdotal nos decía el Siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II: “Ser unos más en la profesión, en el estilo de vida, en el modo de vestir, en el compromiso político, no os ayudaría a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles, que os quieren sacerdotes de cuerpo entero: liturgos, maestros, pastores, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos” (Homilía en la ordenación sacerdotal en Valencia, 8 de Noviembre de 1982). Mostremos lo que somos, en nuestra vida, en nuestra palabra, en nuestro trato, en nuestro porte –donde no caben nuestros signos no cabemos nosotros-.

Pero no quiero quedarme en un diagnostico oscuro y pesimista. Es verdad que la mayoría de los sacerdotes son buenos y se entregan con todas sus fuerzas y corazón al ministerio. ¡Cómo no agradecer a los sacerdotes mayores que con su fidelidad han fecundado el terreno de la Iglesia!. Les pido a los sacerdotes jóvenes que miren y sigan el ejemplo de estos hermanos mayores. Muchas gracias, hermanos, por vuestra vida y vuestra entrega a esta iglesia diocesana; vuestro Obispo se siente orgulloso de vosotros, y por eso os invita a la renovación que es la mayor y mejor expresión de la fidelidad a Cristo y a su Iglesia.

En este sentido quiero recordaros algunos medios que nos ayudarán a vivir mejor nuestro servicio sacerdotal: 

  • La oración personal y litúrgica. El sacerdote se hace al calor del Sagrario; la conversación personal, íntima, constante crea amistad, une, identifica. Vuestras horas de oración no serán en balde, por el contrario, será lo que dará fecundidad a vuestro ministerio. Y la oración aunque sea en soledad se hace comunitaria cuando rezamos la Liturgia de las Horas, esta no es sólo, ni principalmente, una obligación canónica, sino moral, por amor a nuestro pueblo. Si amas a tu pueblo, ora.
  • La Eucaristía, es el centro y el culmen de nuestro ser sacerdotal y de su ejercicio. Dice el Cura de Ars: “No hay otro momento en que la gracia sea dada con tanta abundancia”, y en otro momento: “No hay nada comparable a la Eucaristía”. Cada día la santa Misa constituye el momento sacerdotal por excelencia, es entonces donde eres y te haces sacerdote. Preparemos con esmero e interiormente la misa diaria, no dejemos la Eucaristía sólo para los fines de semana. Adoremos la Eucaristía y demos oportunidad a nuestros fieles para que la adoren; os invito a que cada parroquia tenga adoración eucarística al menos una vez a la semana. El Cura de Ars, después de una procesión con el Santísimo, decía: “¿Cómo podría estar cansado”. Llevaba al que me lleva”. Nuestro cansancio cesará si descansamos en Él.
  • El sacramento de la Penitencia como penitente y como ministro. No dejemos este sacramento para nosotros y para los demás; seamos ministros de la misericordia de Dios para lo que hemos sido constituidos. Demos oportunidad a los fieles a acercarse a este sacramento. Os quiero recordar las palabras de Juan Pablo II, en la Exhortación Apostólica “Reconciliatio et paenitentia”: “La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del Sacramento de la Penitencia. La celebración de la Eucaristía y el ministerio de los otros Sacramentos, el celo pastoral, la relación con los fieles, la comunión con los hermanos, la colaboración con el Obispo, la vida de oración, en una palabra toda las existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si la falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la Comunidad de la que es pastor” (n.26).
  • La formación permanente y espiritual. Un rasgo de la fidelidad a Dios y al Pueblo que se nos ha encomendado es procurar nuestra formación permanente. Hemos de estudiar y reflexionar para saber dar razón de nuestra fe. A esto se une la necesidad de momentos para el retiro y el encuentro con Dios.
  • La austeridad y la cercanía  a los pobres. El afán por tener y el amor a las cosas materiales hacen infecundo nuestro ministerio. Y en el momento presente el testimonio de austeridad y pobreza se hace más necesario en nosotros, servidores de los hombres. Vivir en austeridad nos acercará a los pobres y necesitados. Hoy, la pobreza tiene variados rostros, busquémoslos y pongamos nuestros hombros para que se apoyen los que pasan por ella. Estar cerca de los pobres, vivir con ellos, es un signo de nuestro ministerio.
  • El celibato es una opción que hemos hecho libremente para seguir al Señor con un corazón indiviso. El celibato se ha de vivir como don, y siempre unido a la cruz del Señor. Nuestra vida en castidad es un testimonio, y hoy una profecía y desafía a esta sociedad que ha hecho de la sexualidad sin amor una bandera de identidad.
  • El amor y la devoción a la Virgen santísima. Nuestra vida encuentra alegría y consuelo en el amor y devoción a la que es Madre de los sacerdotes; en ella encontramos el consuelo en la fatiga, la esperanza en las situaciones desesperadas, la alegría en los momentos de soledad y sin sentido, el amor en tanto desamor.

 
Hermanos sacerdotes, no quiero terminar sin llamaros a renovar la Pastoral vocacional en nuestra diócesis. El signo de nuestra entrega alegre y generosa será el surgir de nuevas, santa y numerosas vocaciones al servicio de la Iglesia. Todos somos agentes y responsables de suscitar y acompañar las nuevas vocaciones. Nuestro testimonio es imprescindible. 

IV. Queridos hermanos, la Catedral, donde el Obispo tiene su sede, se convierte una vez más en el centro litúrgico y vital de la Iglesia Diocesana, signo y presencia de la Iglesia universal que es una, santa
, católica y apostólica.

En este día renovamos el gozo de ser miembros de esta Iglesia, hermosa porque así la hace su Esposo, Cristo; una Iglesia a la que amamos porque nos acerca a Cristo y nos lo sigue dando cada día. 

Que María, la Madre del Señor y Madre de la Iglesia inspire nuestro seguimiento al Señor y nos enseñe a ser fieles como Ella es fiel.

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

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