Sobre el laicismo analfabeto

Artículo de Eduardo Segura, profesor de Estética en el Instituto de Filosofía Edith Stein -creado por el Arzobispo de Granada, D. Javier Martínez-, a raíz de una sentencia que obliga a un colegio público de Castilla y León a retirar los crucifijos de las aulas. A fuerza de laicismo beligerante —que no de laicidad constructiva—, hace ya tiempo que nos hacemos cruces, simplemente, por lerdos. Brutos, que se decía en latín. Y tengo para mí que la señal más evidente de esta ignorancia posmoderna y galopante, que se extiende por Occidente al menos desde el final de la II Guerra Mundial, es la incultura religiosa. Me refiero no sólo al desconocimiento de las bases dogmáticas sobre las que se alza el cristianismo,  sino también al desprecio más absoluto de las mínimas nociones de historia de las religiones que todos deberíamos atesorar. En el territorio del cristianismo ignoramos el catecismo más básico. Y no querría yo conjeturar si los que cacarean a los cuatro vientos la alianza de civilizaciones han leído una sola vez el Corán. Pero da igual. El caso es hablar, e incordiar; eso sí, en nombre de la democracia, la tolerancia y la igualdad, palabras manidas y deformadas hasta el esperpento, precisamente desde que el relativismo campa por sus respetos —o, más bien, por su falta de respeto—.

En esta cuesta abajo hacia la necedad, el conocimiento que una persona muestra de las creencias que unen o dividen a los hombres ha devenido piedra de toque para determinar su grado de formación y cultura. A menudo escuchamos en boca de no pocos locutores de televisión, expresiones como “el Papa ha dado misa en la Plaza de San Pedro”, o “el funeral está convocado para el mediodía”. Verbos precisos como “oficiar” o “celebrar”, parecen quedar fuera del campo semántico de multitud de personas de quienes cabría esperar una connaturalidad con los conceptos, las ideas, y las palabras que designan la realidad. Y qué decir de tantos y tantos políticos.

En este panorama de “tolerancia”, ha irrumpido de nuevo en escena la querella de los crucifijos. No entraré a fondo en el sentido que posee el crucifijo como símbolo capaz de reconstruir la unidad entre el Redentor y el redimido, a pesar de que esa capacidad simbólica se extiende también a aquellos que no creen en Cristo: la Redención operada por Dios es universal, una oferta gratuita que sella la esperanza más allá de toda esperanza. Sí quiero, en cambio, llamar la atención de toda esta nueva legión de seudo-demócratas, sobre un hecho básico y en absoluto original: la presencia de los crucifijos en la tradición imaginera y cofrade, que expone públicamente la imagen del Crucificado desde finales del siglo XVI —aunque hay testimonios explícitos de procesiones ya en el siglo III—, acudiendo anualmente a una cita que nos recuerda, al paso por nuestras calles y plazas, ni más ni menos, de qué palo somos astilla, a qué tradición pertenecemos, cómo se ha construido la historia que nos convierte en lo que somos. Una ciudad como Granada no se entiende a sí misma al margen de esa tradición.

Por eso, comparta uno o no esas creencias, ¿no es evidente que la propia conciencia histórica de pertenencia a una comunidad, a un grupo, se construye desde una perspectiva poliédrica de la realidad? Yo soy mis padres, y mis hermanos y mis abuelos; y mis primos y mis amigos; y mis amores correspondidos y los fracasados; y mi pueblo y mi patria y el mundo.

El revanchismo es mal caldo de cultivo para cualquier intento civilizador. Lo grabamos a fuego en las almas de nuestros hijos, para que no se conviertan en necios cumplidores de la ley del talión. Una ley, por cierto, cuya abolición llevó a cabo el mismo que luego, crucificado, iba a colgar de tantas paredes, en edificios de toda índole, como recordatorio de que sólo el amor supera las diferencias: que sólo tolera de verdad el que ama, pues el perdón exige el olvido de la ofensa.

El Estado laico del que presumimos es, cada vez más, la máscara burlona de un intento empecinado de recluir al plano de lo privado algo que, de por sí, no puede serlo. Porque la fe se manifiesta necesariamente, si es verdadera experiencia del acontecimiento que es Jesucristo, en el exterior. Tal esquizofrenia de algunos políticos no es cristiana. Pero, antes y de modo más básico, tampoco es humana. Intenta forzarnos a que dejemos de ser quienes somos, abandonando toda potencial amenaza al leviatán estatal. Es llamativo que los únicos símbolos “molestos” sean los cristianos. Porque, qué duda cabe, el día que a alguien se le ocurra poner en solfa los de otras confesiones, se tildará al agresor de fascista, intolerante, medieval y cutre, de siervo de la derecha más radical y qué sé yo qué otras atrocidades intelectuales. Eso sí, los cargos públicos que defienden este laicismo beligerante, zoquete y pueblerino, no dejarán de defender las procesiones en Semana Santa —con “s” mayúscula las escriben en ciudades de rancio abolengo izquierdista, en carteles y folletos turísticos—, no sea que la afluencia de visitantes cese y, con ella, mermen las arcas municipales, en época tan necesitada. Porque la tolerancia tiene su precio, y sólo goza de patente de corso el que baja la testa y dice amén… al Estado Todopoderoso.

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