Jesucristo nos abre el horizonte de la vida eterna

Homilía en la Santa Misa en el III Domingo de Cuaresma y primer día tras decretarse el estado de alarma en el país, con motivo de la emergencia sanitaria por el coronavirus.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios:

Hoy muchos más ausentes que presentes, pero me dirigido especialmente a los que estáis aquí y a través de vosotros, a toda la Iglesia de Granada:

Estamos viviendo una realidad de la que la inmensa mayoría de nosotros no hemos tenido nunca experiencia. Son circunstancias nuevas, son hechos nuevos. Yo me acuerdo de aquel que dijo –hace ya muchos años, casi treinta– que se había acabado la historia, que había llegado el final de la historia, y la historia pues, como resulta que no la hacemos nosotros solos, y que no la controlamos los hombres, nos presenta novedades que sacuden toda la realidad del mundo, de la sociedad, de las formas de relacionarse las personas, de tantas y tantas cosas, de los métodos y los modos de producción y de consumo.

Es verdad que ha habido personas que hace ya diez, quince, veinte años, venían diciendo que no se podía mantener el tipo de explotación de la naturaleza, de abuso de la realidad y del mundo natural que estábamos viviendo. Pero eso no es un motivo de alegrarnos. Lo que vivimos es una cosa tremenda y todos tenemos que cooperar hasta donde nos sea posible, para evitar que lo que ya todos sabemos que es una pandemia pueda extenderse indebidamente por culpa de nuestra insolidaridad, o de nuestro desinterés. Vamos a cooperar los cristianos en todo con las normas dadas por la autoridad sanitaria y por la autoridad civil en todos los sentidos. No vamos a cerrar las iglesias. Por lo menos, allí donde sea posible –diríamos– que las personas puedan acudir con seguridad y con tranquilidad a orar. Porque nunca más que en estos momentos tenemos necesidad de orar. No podremos hacerlo en grupos compactos, no podremos hacerlo de manera tumultuosa, pero las iglesias deben estar, todas aquellas que pueda, abiertas, más abiertas que nunca. Más que nunca tenemos necesidad en estos momentos del consuelo, de la compañía, de la inmediatez, de la cercanía de Dios y de Sus Sacramentos. Es decir, de los dones con los que Dios ha querido, a través de Jesucristo, fortalecer nuestras vidas, el perdón de los pecados, la unción de los enfermos, el Cuerpo de la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo.

Habrá que buscar formas imaginativas. Se nos había olvidado, pero en la historia de la humanidad ha habido muchas epidemias, muchas pestes y muchas circunstancias similares. Unas, misteriosas como las pestes; otras, provocadas por el ser humano como ciertos tipos de persecución. Yo pienso en algún obispo de la antigua Unión Soviética que se había aprendido de niño la Eucaristía y nunca había podido celebrar la Eucaristía porque no tenían libros ni nada y se la había aprendido de memoria para poder recitarla durante años; y durante veinte, treinta años estuvo recitando todos los días la Eucaristía que él se sabía, la de antes del Concilio. Solo. Sin poder ni siquiera consagrar el pan y el vino, pero unido a la Iglesia entera en su oración.

Aquí, hoy tenemos otros caminos. Están los caminos de la pequeña comunidad que constituye la familia, Iglesia doméstica, y que puede reunirse también, cumpliendo todas las normas, pero que puede reunirse a orar juntos. Es una ocasión preciosa para que padres e hijos se pongan en presencia del Señor y puedan suplicarLe al Señor el don de Su Gracia. Subrayo lo del don de Su Gracia, porque es verdad que tenemos que pedirLe al Señor la salud. Pero más importante que la salud es conocer que Dios nos ama, es experimentar ese amor de Dios. Es vivir de la Gracia de Dios.

En la noche de Pascua, que no sé si podremos celebrar -digo gozosamente, con las iglesias llenas como solemos hacer–, pero el pregón de la Pascua dice: “De qué nos serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados”. De qué sirve la salud si es todo lo que podemos tener y la vida termina con la muerte. Sólo porque Jesucristo nos abre el horizonte de la vida eterna, la salud puede ser cuidada, y sin embargo no de una manera ni ansiosa, ni obsesiva, ni patológica, sino cuidada adecuadamente, como un bien, como cuidamos un regalo precioso del Señor, la vida y la salud. Que, si lo perdemos y tenemos al Señor, no perdemos nada. Y si perdemos la vida y tenemos al Señor, sabemos que lo que nos aguarda es la vida eterna.

En este contexto, vamos a ayudarnos, todos, unos a otros, y eso es lo que yo pretendo con mis palabras, a vivir este tiempo lo mejor que sepamos y lo más unidos que podamos. Tenemos otros medios. Tenemos el teléfono, están las videoconferencias, está el skype, la transmisión a través de la televisión. Podremos estar unidos y tal vez adquirir… Muchas veces yo he oído decir a hijos que habían perdido a sus padres, “nunca he tenido una buena relación con mis padres, pero ahora que los he perdido es cuando me doy cuenta de lo que han sido para mí. Y del bien que me han hecho, y del bien que les debo”. Pues, a lo mejor, en este tiempo, en el que de alguna manera perdemos la rutina a la que tantas veces, a lo mejor, estamos acostumbrados, es una ocasión para descubrir cuánta necesidad tenemos de Dios, cuánta vida viene a nosotros y cuánta capacidad de sobreponernos al temor, y al sufrimiento, sobre todo al temor. Y hasta el mismo sufrimiento, cuando tiene uno la certeza de que el Señor está con nosotros.

Yo os invito a todos a que tengáis esa certeza, sean vuestras vidas como sean. Seáis creyentes o practicantes, o no practicantes, no os sintáis discriminados por el Señor, que es el único que hace llover sobre buenos y malos, y hace salir el sol sobre justos y pecadores; que jamás hace –diríamos– una separación, como si algunos tuvieran más mérito que otros. No. Todos nos acercamos a Dios buscando Su Gracia y Su Misericordia como los bienes más grandes, son los más grandes.

En este tiempo podemos aprender más cosas. Podemos aprender a gustar el silencio, por ejemplo, que es algo que no habíamos pensado nunca. Podemos aprender, sin duda ninguna, a deshacernos un poco de la ansiedad de consumir, que es una de las formas con las que matamos el vacío que hay muchas veces en nuestro corazón. Compramos cosas. Y compramos cosas, para que el corazón se llene de algo porque no tenemos nada con qué llenarlo. Podemos acercarnos, escucharnos unos a otros. Los padres, que a veces no tienen tiempo con los ritmos de trabajo de nuestra sociedad, de hablar con los hijos. Pues, escucharles, preguntarles las cosas que sienten, lo que les preocupa, lo que les gusta, jugar con ellos en la casa. Procurar estar unidos de unas formas nuevas, rehacer la vida de familia, que nuestro mundo tiende siempre a deshacer y a destruir. Muchas y muchas cosas, y otras que se nos puedan ocurrir.

Y a los sacerdotes –me dejáis que me dirija a vosotros–, que el Señor nos conceda estar disponibles, a través del teléfono, a través de las formas que se puedan, a la puerta de la iglesia, como Dios nos mueva a cada uno, pero estar disponibles para todo aquel que quiera acercarse a nosotros. ¿Manteniendo el metro de distancia? Pues sí, manteniendo el metro de distancia, pero para poder escuchar, para poder perdonar, para poder dar la Unción de los Enfermos, llevadla siempre ahora mismo en la mano, por si alguien la pide. Sin hacer más que el ritual de las emergencias, el gesto mismo de la Unción.

En las pestes de la historia, la Iglesia se ha distinguido precisamente por estar en la primera línea. En la primera línea del amor a los necesitados, igual que los médicos, y en la primera línea de la atención a los moribundos y a los enfermos. Dentro, repito, de las normas y de las circunstancias que se nos dan, pero que nosotros, en el amor, en la compañía, en la palabra de consuelo, en todo aquello que esté a nuestro alcance, podamos mostrar que estamos en primera línea, porque no tenemos miedo a la muerte si hemos sido redimidos por Jesucristo. ¡Si nos ha prometido el agua viva! El Señor se encontró con aquella samaritana, nadie habría hablado con ella. Rompió todas las reglas –y seguro que había algunas que eran reglas de pureza o de impureza legal–, rompió todas las reglas para acercarse a aquella mujer cuya vida no había sido probablemente nada feliz, desde luego; muy dolorosa, sin duda, y probablemente una vida bastante inmoral. El Señor se acercó a ella, sin temer el ser acusado de muchas cosas que podría ser, como se dejó tocar por la pecadora en casa del fariseo Simón.

Yo pienso, más todavía, el Señor, que conoce todas las miserias del mundo, todas las miserias de nuestra Historia, que conocía Su destino en la cruz, no se avergonzó de venir a nosotros, para abrirnos a nosotros el horizonte de la vida eterna. Si creemos en Jesucristo, no podemos mostrar que ese horizonte es un adorno insignificante en la vida; es más sagrado que las relaciones de nuestra familia; es más sagrado que los bienes de este mundo; es más importante y más esencial para nosotros que el aire que respiramos y que el agua que bebemos y que la comida que comemos. No nos alejemos de Dios por nuestra pereza, por nuestra falta de fe. Al contrario, que el Señor nos acerque a Su Corazón, para que podamos testimoniar su amor sin límites por todos los hombres y especialmente por los prójimos que estén más necesitados.

Que así sea para mí, para vosotros, que así sea para toda la Iglesia en toda nuestra diócesis.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

15 de marzo de 2020

S.I Catedral de Granada

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