Homilía en la Santa Misa el sábado de la semana de Pentecostés, el 6 de junio de 2020.
Mis queridos hermanos:
El Evangelio de hoy es de los que casi no necesitan ningún tipo de explicación, porque ponen muy de manifiesto el contraste entre la enseñanza de Jesús y los instintos del mundo, sencillamente.
Es espontáneo en los hombres, son espontáneos los siete pecados capitales, no porque nuestra naturaleza nos incline a ellos, sino porque la herida del pecado se pone de manifiesto en ellos. Además, no tienen ninguna originalidad. Como veis, con respecto a la vanidad y al culto de las apariencias, no hay mucha diferencia entre el tiempo de Jesús y nuestro tiempo. De hecho, yo oí decir a un hombre santo una vez que no hay nada menos original que los pecados, incluso cuando los confesamos con frecuencia sentimos vergüenza de confesarlos porque pensamos que son sólo nuestros, que abrir nuestro corazón delante de la figura del sacerdote −se lo abrimos a Dios, no se lo abrimos al sacerdote−, delante de la Iglesia, nos humilla y nos da una cierta vergüenza. Y pensamos que el sacerdote, a lo mejor, tiene una cierta curiosidad por los pecados humanos. Nadie que haya confesado diez días en su vida tiene la menor curiosidad por los pecados humanos, porque si hay algo que no es creativo, si hay algo que no tiene ninguna clase de imaginación, son los pecados humanos. La imaginación está en la caridad. Ahí sí. Ahí el Señor no para de crear.
La caridad es siempre nueva, es siempre imaginativa. La caridad es siempre la santidad, precisamente porque Dios es Dios, y porque es trascendente, infinito. Infinito en Su amor, en Su misericordia, en Su capacidad de donarSe y de darSe. ¿Quién de nosotros, a la hora de salvar al hombre, se habría imaginado algo como la Encarnación, la Pasión y la muerte del Señor? Nadie, ni en su tiempo ni en el nuestro. Jesús lo dijo: “Los grandes de este mundo tratan de brillar y someten a sus pueblos, a sus súbditos. Que no sea así entre vosotros. El que quiera ser el primero entre vosotros que se haga el último de todos y el que quiera ser grande que se haga el servidor de todos”. Es como dar la vuelta a la tortilla totalmente. Y aquí también. Seguramente, para el templo, eran más útil los donativos de los ricos que las dos moneditas, el cuadrante de esta pobre viuda, pero los ojos de Dios miran de otra manera. Y es una gran alegría saber que Dios nos mide de otra manera. El mundo sólo juzga los éxitos de los resultados.
Dios nos acompaña y está con nosotros y mide nuestro corazón…, pero no está midiendo nuestro corazón. A veces, pensamos que la ocupación de Dios como si fuera un bedel de instituto que anota los que entran en el colegio y los que no entran, y si falta alguien… Nos imaginamos a Dios con un papelito y una nota, anotando las cosas que hacemos mal. ¡Qué no! Que lo que el Señor quiere es que vivamos, que lo que el Señor quiere es que nuestras vidas florezcan y que florezca nuestro corazón.
Os digo otros de los principios de la moral de Jesús, que no se corresponden con los principios del mundo, cuando Él dice: “Un árbol malo no da frutos buenos y un árbol bueno da frutos buenos”. No puede un árbol malo dar frutos buenos, ni un árbol malo dar frutos buenos. ¿Qué se trata de cambiar? Nuestro corazón. Que nuestro corazón esté unido al de Dios. Y para eso se ha acercado Él a nosotros y para eso viene Él a nosotros, cada día, para que, en sintonía Su Corazón con el nuestro, nuestro corazón vaya ensanchándose y cambiando, y haciéndose más parecido al de Dios. Y Dios goza. Y de manifiesto lo pone el comentario de Jesús sobre el donativo de la viuda: era su corazón lo que valía, no el donativo.
El Señor mide nuestro corazón, pero también en la santidad. Una persona que ha recibido muchísimas gracias (por eso los escribas van o vamos a recibir un juicio más severo), hemos recibido mucho, yo he recibido muchísimo desde mi infancia (y a lo mejor, no hago grandes pecados, pero tengo mediocridades todos los días, tengo faltas todos los días, tengo pequeñeces, estrecheces de corazón todos los días). Y una persona que en lo exterior hace a lo mejor el cinco por ciento de lo que yo hago, pero que ha tenido una vida durísima y que se acerca al Señor suplicando como el publicano, diciendo “Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador”, y ése le agrada al Señor, porque le agrada la posición de su corazón, no los resultados de nuestras obras.
Vamos a pedirLe al Señor que, como dijo un profeta una vez, quite de nuestra vida el corazón de piedra, nos devuelva el corazón de carne, es decir, que nos una nuestro corazón al Corazón de Dios y al palpitar de Dios, y que nuestras vidas puedan florecer en una humanidad preciosa, que es lo que Dios quiere para nosotros. Esa humanidad que hace decirles a los que pasan, como a una buena cosecha, “que el Señor te bendiga”. Pues, lo mismo. Que esa humanidad brille en nosotros y los hombres puedan reconocerla y reconocer, sobre todo, lo que no nace de nosotros, sino lo que Dios nos da.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
6 de junio de 2020
Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral (Granada)