Bajo el signo de la Santa Cruz

El comienzo de curso nos trae siempre la fiesta de la Santa Cruz, el 14 de septiembre.
Celebra la Iglesia en este día el triunfo de la Cruz de Cristo, el triunfo de Cristo
crucificado. Ese triunfo desemboca en la resurrección, en la cual Cristo vence a la
muerte como nadie más la ha vencido ni la vencerá en la historia de la humanidad,
porque en esa resurrección se inaugura una vida nueva, que Jesús inaugura para
nosotros. Pero ya la misma Cruz es un triunfo sobre el pecado, sobre el demonio, sobre
todo lo que a Jesús le ha llevado a ese aparente fracaso de la Cruz.
La señal del cristiano y del cristianismo es la Santa Cruz, porque en ella murió
Jesucristo para redimir a todos los hombres. La Cruz sin Jesucristo estaría privada de
contenido. El mismo Jesús nos anuncia: “Cuando yo sea levantado sobre la tierra,
atraeré a todos hacia mí”, aludiendo al episodio del desierto. Aquellos nuestros antiguos
padres en la travesía del desierto protestaron contra Dios, se cansaron de Dios y
desconfiaron de sus planes. Esto les trajo como una epidemia de víboras, serpientes
abrasadoras, que a quienes picaban les producía la muerte. Fue como una epidemia
mortal. “Hemos pecado hablando mal contra el Señor… reza al Señor para que aparte
de nosotros las serpientes”.
Para librarlos de este mal, Dios mandó a Moisés que elaborara en bronce una serpiente
parecida a las que picaban mortalmente y la colocara como estandarte en medio del
campamento. Los mordidos de serpiente, miraban al estandarte de la serpiente de bronce
y quedaban curados. En el símbolo de la serpiente encontraban la salvación, se veían
libres de sus males.
Jesús conocía este pasaje y alude a él en la conversación con Nicodemo en el Evangelio.
“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el
Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna… Porque Dios no
envió su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
Eso celebramos en el día de la Santa Cruz. El pecado, todo tipo de pecado mortal, nos
acarrea la muerte, porque nos aparta de Dios y nos encamina a la muerte eterna.
Jesucristo clavado en la Cruz se ha convertido en ese estandarte lleno de contenido, no
sólo simbólico, sino real. Él ha pagado por nuestros pecados, restaurando nuestra
imagen rota por el pecado y dándonos la gracia abundante que brota del costado de
Cristo en la Cruz y que sana todas nuestras heridas.
En la Cruz de Cristo Dios dice al mundo hasta dónde llega su amor, hasta entregar a su
Hijo por nosotros. En la propia Cruz, Jesucristo expresa su amor al Padre en obediencia
y sacrificio hasta el extremo. Todas nuestras desobediencias quedan saldadas con creces
por la obediencia del Hijo crucificado. El pecado que ha introducido una ruptura del
hombre con Dios queda curado por una sobredosis de amor de Jesús al Padre y a los
hombres. La Cruz es, por tanto, la máxima expresión de amor de Jesucristo a cada uno
de nosotros y a toda la humanidad de todos los tiempos.
La Cruz, que era un patíbulo de condena a muerte en la cultura romana, se ha convertido
por la muerte de Cristo vivida con amor como en una fuente de gracia y de amor para
todos nosotros. Cómo no vamos a mirar la Cruz como el resumen de todos los amores

de Dios a nosotros y de todos los pecadores a Dios, que nos ha puesto el remedio en lo
que era nuestra ruina.
Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a
adorarlo. “No os pido que penséis mucho, tan solo os pido que le miréis”, nos recuerda
Santa Teresa de Jesús.
Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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