Pregón de Semana Santa

Pronunciado por el Obispo de Almería el 2 de marzo en el Teatro Apolo de Almería. Ilmo. Sr. Alcalde; Ilmo. Sr. Vicario general para el Apostolado Seglar;
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades; Sr. Presidente de la Agrupación de Hermandades y Cofradías     de la Ciudad de Almería; Hermanos y Hermanas Mayores y queridos cofrades; Señoras y Señores:

Me honra el cometido que se me ha confiado y no me resulta gravoso porque, como ya he dicho en ocasiones parejas a la presente, este hermoso cometido, no exento de riesgos y dificultades, es el mismo que me ha sido confiado como ministro de Cristo. Soy Obispo de la Iglesia y es mi deber primero seguir el mandato del Resucitado de anunciar “proclamar la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15), porque de ello pende la salvación (Mc 16,16). No me queda otro remedio que identificarme con los sentimientos del Apóstol y con su proceder: “predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor 9,16). Estas palabras del Apóstol de las gentes son estímulo permanente para el Obispo, que no puede menos de hacer suya la recomendación de san Pablo a su colaborador, hijo espiritual y amigo, el Obispo Timoteo: “Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tim 4,1-2).

I. COMETIDO DEL PREGONERO

¿Qué otra cosa es un pregón sino una proclamación pública? Pregón, como bien es sabido, viene del latín praeconĭum, que significa anuncio, publicación, alabanza o elogio. El Diccionario de la Lengua Española define el pregón, entre otras, con dos acepciones que conviene tener aquí presentes y que derivan directamente del campo semántico latino del vocablo. La primera reza así: “Promulgación o publicación que en voz alta se hace en sitios públicos de algo que conviene que todos sepan”. La segunda acepción en la que quiero reparar reza a su vez: “Discurso elogioso en que se anuncia al público la celebración de una festividad y se le incita a participar en ella”.
Pues bien, mi cometido inequívoco, el que me fue confiado con el ministerio episcopal es el de anunciar y publicar el Evangelio; y ¿qué otra cosa es un pregón de Semana Santa que una proclamación pública del contenido central del Evangelio, de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo en la cual hemos sido salvados? ¿No es acaso algo que conviene que todos sepan, si de ello depende la salvación eterna? Se dirá con razón que esta proclamación se hace de otras muchas maneras; más aún, que el anuncio del Evangelio es el supuesto principal de toda nuestra historia de fe. Así es, en verdad, y por eso es recordatorio de algo sabido y amado. Recordatorio de algo con lo que se ha crecido y ahora es tantas veces preterido y olvidado, hasta el punto de que el pregón puede devolver al oyente a los hechos que han dado origen a su fe. Creencias que articuladas en credo o símbolo de la fe dan cuenta de acontecimientos de salvación celebrados por creyentes que hoy sufren de secularismo e indiferencia. Creyentes cuya fe más parece reducida a mortecina lamparilla que añora el aceite de antaño, para prolongar su llama, que faro luminoso que orienta la arribada al puerto en mares procelosos y en noches de oscuridad comprometedora. Ojalá esta proclama cumpla hoy con su objetivo.

II. PREGÓN DE UNA HISTORIA DE SALVACIÓN ACAECIDA, CUYOS EFECTOS LLEGAN A NOSOTROS EN LAS CELEBRACIONES PASCUALES

 El pregón de Semana Santa es proclamación de la más grande historia de amor, anuncio de unas celebraciones festivas que devuelven a los que profesan la fe de Cristo y a los que son conocedores de su historia a los hechos que hacen de ella «historia de salvación». Son estos hechos históricamente acaecidos el contenido de estas festividades, que se concentran de modo singular en el Triduo Pascual, tres días con sus noches que viene a ser un tiempo a modo de sacramento de la historia sucedida con el Redentor del mundo, que resucitó victorioso de la muerte. El Triduo pascual concentra las acciones sacramentales por las cuales fuimos devueltos a la amistad de Dios y regenerada la humanidad.
Los hechos que tal cosa lograron se sucedieron en horas cargadas de emoción, gozo y tristeza, perplejidad admirada por lo visto y vivido, y angustia incontenible hasta la muerte. Fueron hechos que dieron curso a la secuencia que jalonan la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Jesús de José y María, para salvación del mundo y anhelo de liberación de la creación, en palabras del Apóstol Pablo, que asegura: “La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad (…) en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en al gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 20-21). Estos hechos de muerte y resurrección fueron contemplados por testigos desconcertados, los Apóstoles que le habían seguido y sus discípulos, mujeres y hombres que le amaron, y conocieron, y también amaron y acompañaron a su madre en aquella hora suprema, María de Nazaret, maría de José, la del corazón traspasado hasta que el dolor se hizo gozo y alegría pascual y la victoria del Hijo amado. Con la resurrección sobre la muerte, el Resucitado ha infundido en el corazón de los mortales la esperanza de una vida eterna y de una dicha sin fin.
Estos hechos son historia de salvación, cuyos efectos llegan por la celebración del Triduo Pascual a todos cuantos creen que Jesús es, en verdad, el Cristo de Dios, Mesías de Israel y Redentor del hombre y le invocan como Señor y confiesan que suya es la alabanza, gloria, el honor y el poder por los siglos. No son hechos fabulados sino sucesos ocurridos y su presencia en la celebración que los trae al presente es el contenido de una memoria que los hace actuales para cuantos no han podido ser contemporáneos de los sucedido.
No son fábulas, porque la contundencia de la muerte de Jesús fue el mayor obstáculo con que tropezó el cristianismo en sus orígenes para su aceptación entre los judíos y expansión en el mundo del helenismo grecorromano. Así lo declara el Apóstol que fue perseguidor de los santos, de los cristianos, a los que consideraba secta herética y blasfema a los que había que combatir con la violencia y llevarlos presos a Jerusalén, hasta que Jesús le salió al encuentro para hacer de él “vaso de elección para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel” (Hech 9,15).

El escándalo de la cruz

Fue Pablo, el escandalizado porque hubo judíos y paganos, el que llevado a la fe por el mismo Resucitado, después de intentar acercar a los griegos de Atenas el mensaje de la muerte y resurrección de Jesús, decidió radicalizar su predicación expresándose en términos que desvelan la cruda verdad de los hechos que el relata: “Pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan es fuerza de Dios” (1 Cor 1,19).
Que Jesús murió en
la cruz es un hecho incontrovertible, que da cuenta cumplida de su existencia y de su predicación. El juicio religioso que precedió a la condena a muerte de Jesús nos permite acercarnos sobre seguro al conflicto de Jesús con las autoridades religiosas de Israel. De este juicio nos informan los evangelios, que recogen parte del diálogo entre Jesús y el consejo del sanedrín judío que le condenó a muerte. Este diálogo contiene un dramatismo que alcanza el núcleo de la acusación de blasfemia contra Jesús. El evangelio de Marcos, el joven que seguía a Jesús cubierto sólo con un lienzo la noche del prendimiento, hasta que fue detenido por la guardia del Sumo Sacerdote y pudo escapar soltando el lienzo (Mc 14,51-52), presenta este diálogo en términos claros y tajantes:
 
“Entonces, se levantó el Sumo Sacerdote y poniéndose en medio preguntó a Jesús: «¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra ti? (…) le preguntó de nuevo: «Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?» Y dijo Jesús: «Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y venir entre las nubes del cielo». El Sumo Sacerdote se rasgó las vestiduras y dice: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece?». Todos juzgaron que era reo de muerte” (Mc 14,60-64).

Estas palabras que Jesús pronunció ante el tribunal religioso acerca del Hijo del hombre fueron entendidas en su justa significación, siempre que no se tengan prejuicios al interpretar el texto evangélico: Jesús se refirió a la figura profética del Hijo del hombre dando a entender su identidad con él. Esta figura apocalíptica aparece en la profecía de Daniel como quien viene “sobre las nubes del cielo, alguien parecido a un ser humano” (Dn 7,13), del cual dice el profeta que fue presentado ante Dios todopoderoso; y añade: “Le dieron poder, honor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán. Su poder es eterno y nunca pasará y su reino no será destruido” (v. 7,14).

Así, pues, la figura enigmática del Hijo del hombre es contemplada por el sanedrín como figura investida de aquella dignidad divina que le hace aparecer con trazos mesiánicos ante la fe y la piedad de Israel. Por esta razón, la pretensión de Jesús aparece a todas luces escandalosa ante el consejo del sanedrín. Sólo después de su resurrección comprendieron los discípulos que Jesús, que se refirió sin duda a sí mismo durante su vida terrena como «Hijo del hombre», podía ser identificado con la figura de la tradición apocalíptica. Los investigadores del Nuevo Testamento se inclinan por la autenticidad de esta expresión en boca de Jesús, y de hecho fue identificado por la comunidad de sus seguidores con el Hijo del hombre como resultado de las apariciones de Jesús mostrándose como resucitado y glorioso a sus apóstoles y discípulos. Lo que no hubiera sido tan plausible si Jesús de ningún modo se hubiera referido antes de su muerte al Hijo del hombre para hablar de sí mismo.

Contra la crítica radical que entiende que el título cristológico de «Hijo del hombre» no se lo habría dado Jesús a sí mismo, sino la comunidad pascual, al identificarlo con el Resucitado, la más actual investigación exegética ha vuelto a considerar que es más que probable que Jesús, en efecto, se refiriera a sí mismo con esta expresión, dando origen a las interpretaciones pascuales. De cualquier forma, una cosa es segura: Jesús habló de sí mismo en forma tal que sus interlocutores entendieron que se atribuía la dignidad mesiánica o autoridad divina, y fue esto lo que le llevó a la condena por blasfemo y a su muerte en la cruz (cf. Mt 26,64s; Mc 14,62-64; Lc 22,68-71). Es verdad que las narraciones de la historia de la pasión están ya tamizadas por la fe de quienes han sido testigos de la resurrección de Jesús y han vivido la experiencia pascual, de quienes a la luz de esta experiencia han reconocido en el Resucitado al Hijo de Dios y, como Tomás, le han confesado “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28); pero sería verdaderamente difícil explicar la atribución de la dignidad divina a Jesús al margen de sus palabras y acciones, aquellas mismas, como decimos, que dieron pie a sus enemigos para condenarle a muerte.
El relato evangélico nos informa, además, de aquellas palabras y hechos de Jesús que pudieron jugar un determinado papel en su condena a muerte. El evangelio habla de sus vaticinios sobre la destrucción del templo (Mt 24,1-3; Mc 13,1-2; Lc 21,5-7), inseparables después de la resurrección de la interpretación por los apóstoles y discípulos de las palabras de Jesús pronunciadas con motivo de la purificación del templo contra mercaderes y cambistas: “Destruid este santuario y en tres días lo levantaré” (Jn 2,19). Dice el evangelista san Juan: “Cuando fue levantado de entre los muertos se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús” (v. 22).

La crónica evangélica habla también de que Jesús fue acusado de embaucar al pueblo, y algunas fuentes judías refuerzan la información de Mateo y de Juan de que Jesús fue condenado por seducción del pueblo o maddiaj (Mt 27,63; Lc 23,2.13). Es conocida la información de la tradición recogida por el Talmud, según la cual Jesús habría realizado milagros o signos prodigiosos, que motivaron además la acusación de seductor ante las autoridades que le condenaron por mesith o inductor a la idolatría (Sanhedrín 43a), lo que parece también coincidir con la crónica del cuarto evangelio (Jn 11,46-49). Este testimonio reconoce expresamente la sentencia del tribunal religioso tal como aparece prescripta en la Mishná para un acusado de blasfemia o idolatría (Sanhedrín 6,1-6).

Fue esta contundente realidad histórica la que constituyó la mayor dificultad para la predicación de la fe, la dificultad que, en efecto, llevaría a Pablo a decir abiertamente:

“Así, mientras los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura divina es más sabia que los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que los hombres” (1 Cor 1,22-25).

La crucifixión de Jesús fue la gran dificultad, testigo histórico de la humillación de Dios por amor del hombre. Verdad incontrovertible es que Jesús fue colgado del madero cayendo sobre él, que ocupó nuestro lugar, recayó la maldición de la Ley: “Maldito el que cuelga del madero” (Dt 21,23). Pocos pasajes del Nuevo Testamento más crudos que este pasaje paulino de la carta a los Gálatas, donde Pablo asevera con toda verdad que “Cr
isto nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros” (Gál 3,13).

Figuras del drama

Cuando le arrestan por orden del sanedrín, este Jesús del Prendimiento, maniatado, hecho Cautivo del poder judío y Cristo de Medinaceli, comienza a recorrer las secuencias que fijan su proceso hasta ser colocado ante el Procurador romano. Éste, después de interrogarle sin encontrar culpa alguna en él, para poder librarle mejor de la ira de quienes se lo han entregado, después de la mofa y befa de la Coronación de espinas, será mostrado al pueblo para oír el griterío de una chusma envenenada por la envidia de sus jefes religiosos. Lo sabía bien el Procurador que, según el testimonio de Marcos, tal vez se propone disculparle, pues “se daba cuenta de que los sumos sacerdotes le habían entregado por envidia” (Mc 15,10). Sin embargo, esta anotación personal del evangelista sobre la conducta de Pilato hace la Sentencia de la autoridad romana más injusta. Es un veredicto que no hace justicia a la verdad de los hechos y al derecho fundamental a la vida de la persona que juzga. ¡Extraño concepto éste del derecho fundamental para el poder omnímodo de la antigüedad! ¡Extraña concepción del ser humano para los totalitarismos de ayer y de hoy! Así, continúa su crónica el evangelista, el Gobernador romano, “queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, después de azotarlo, para que fuera crucificado” (Mc 15,15).”

¿Qué dolor no sentiría su Madre, que, arropada por las santas mujeres, recias discípulas de Jesús, aún no sabe cómo socorrer al Hijo condenado a muerte? Sólo Juan, el discípulo amado, ha permanecido al lado de esta madre, sin otra mayor Merced ni otra Gracia y Amparo que los que llegan del cielo, ahora mudo para ella cuando la autoridad de Roma ha dictado la condena. ¿Qué podrá hacer esta Madre de Esperanza sino aguardar la justicia de Dios?

Nada turba el sereno señorío de Cristo, a quien los desfiles procesionales han plasmado en la belleza contenida del que fue injustamente ajusticiado, para quien sólo hay poder sobre el suyo, porque sólo él tiene el Gran Poder que le entregó su Padre. ¿Acaso no había dicho él: «Todo me lo ha entregado mi Padre» (Mt 11,27)? Si alguien tiene poder sobre él es sólo por el momento, para que cumpla el designio del Padre; por eso Pilato tiene un poder sobre él, para aquella hora de las tinieblas, que le ha sido “dado desde arriba” (Jn 19,11). Figura entera la de Jesús ante el Gobernador, mirada humilde la de aquel que entró como rey de Israel y verdadero Jesús de la Víctoria, a lomos de un humilde pollino, hijo de David y Príncipe de la Paz, por ser hijo de tal Madre, Señora de la Paz. Príncipe que no cabalga a caballo ni sobre carros de guerra, y con todo, después de aclamado en la ciudad santa, camina ahora esposado hacia el suplicio de la cruz, para que en él se cumpla todo lo dispuesto, como había dicho en las aguas del Jordán al hijo de la estéril Isabel, cuando el Bautista se resistía a bautizarlo: “Deja ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia” (Mt 3,15).

Bautismo de agua y de sangre

El bautismo de Jesús por Juan es tan histórico como la cruz en la que fue ejecutado ignominiosamente entre malhechores. ¿Cómo podían presentar los cristianos de la primera hora el sometimiento del Mesías al Precursor? ¿Acaso Jesús no bautizaría “con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11; Lc 3,16)? Para que no quede duda de que había de ser así, el evangelista san Juan recoge el testimonio del propio Bautista, que confiesa:

“Y yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar me dijo: «Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautizará con Espíritu Santo. Y yo lo he visto y doy testimonio de que ése es el Elegido de Dios»” (Jn 1,33-34).

Entre el bautismo de Jesús por Juan y su muerte en la cruz, hechos incontrovertiblemente históricos, todavía hecho premonitorio del destino de sangre de Jesús es aquella escena de las influencias de una madre amorosa de sus hijos, los dos Zebedeos, “hijos del Trueno”, a los que Jesús preguntaría. “Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu Reino”. Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?». Le dijeron: «Sí, podemos»” (Mt 20,21-22). Jesús les hablaba de su muerte y en la agonía se debatía con la suerte de aquel cáliz del que había hecho partícipes a sus apóstoles más intrépidos. Aunque todos huyeran desconcertados tras el arresto de Jesús, y aunque le negaran después, como Pedro, ellos bebieron el mismo cáliz y con él se bautizaron en su sangre de redención. Por eso, cuando llegue la hora suprema, Jesús cierra lo acaecido con él, fruto del designio divino y obra de redención anticipada por la palabra de los profetas, con estas finales palabras: “Todo está cumplido” (Jn 19,30).

Los días de pasión y muerte de Cristo nos evocan desde el origen de la fe cristiana que el camino del Calvario es camino de la Iglesia en el tiempo, tal como profetizó Jesús: “No es mayor el discípulo que el maestro (…) Si al dueño de la casa le han llamado Beelcebú, ¡cuánto más a sus domésticos!” (Mt 10,24). Desde entonces son muchedumbre los discípulos de Jesús consagrados por un bautismo de sangre. El anciano del Apocalipsis pregunta al vidente: «Esos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» es respondido por el vidente sorprendido de la pregunta: «Señor mío, tú lo sabrás», para escuchar de boca del anciano: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero» (Ap 7,13-14).

Figuras del drama

Arrestado Jesús entre olivos, busca salvar su vida y se entrega entre sudores de sangre a la Oración en el Huerto. La angustia que le asalta se convierte en suplica a su Padre. Sin la solidaridad de los suyos, en el Abandono de los Discípulos avanza Jesús esposado, Jesús de la Humildad y la Paciencia, entre golpes y empellones, insultos blasfemos y acusaciones al ritmo de una historia de dolor y muerte, entretejida por los quejidos de toda la humanidad lacerada, entregada a aquel que fue hecho a su propia semejanza. No el hebreo de hace dos mil años, sino el homo sapiens de todos los tiempos, el mismo que imitó al tentador desde el principio. Porque homicida es con el tentador y padre de la mentira el hombre que le imitó fascinado por la fantasía del conocimiento del bien y del mal, por el ansia de ser como dioses. ¿Acaso no es realidad evidente que este hombre de ayer y hoy, Adán siempre viejo, asesina y muere asesinado por culpa propia?
Las ideologías han querido exculparlo diciend
o que no, que el homo sapiens aprende de sus errores, que es de por sí bueno, sin añadir a renglón seguido, como cabe esperar de quien contemple la realidad sin prejuicios, que este ser admirable y capaz del mal tiene la facultad de hacerse malo. La culpa se ha querido cargar a los otros, a la sociedad pervertida por el poder y el dinero, el sexo y la dominación, la reducción a servidumbre de los más débiles por los más fuertes, y así desde Juan Jacobo Rousseau para acá siempre se ha ampliado como mancha de aceite sobre papel una opinión compartida por todos los movimientos laicos sobre la inocencia natural del ser humano, a los que no gusta nada oír que la responsabilidad moral de cada uno de los individuos de la especie tiene mucho que ver con la suerte histórica de toda la colectividad, y que sólo de este modo, dice el Apóstol, “entró por el pecado la muerte y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuantos todos pecaron” (Rom 5,12). Desde el primero, todos los individuos de la especie pecaron y así se generó la hamartiosfera, la atmósfera de pecado que tiene su origen en Adán y marca el nacimiento de cada uno.

Han caído las ideologías y totalitarismo de regímenes de dominación y crimen, medio de reducción a orden y reeducación forzada para una sociedad sin Dios. Mas, ocurrida la quiebra de estas concepciones idolátricas del mundo, cuando cabía esperar autocrítica y espíritu humilde, sincero arrepentimiento y voluntad de bien a la escucha de una palabra trascendente, el hombre actual se siente fascinado por la nada, no sin prolongar en el tiempo algunos segmentos de aquellas ideologías muertas que invitan a la vida sin Dios. Expulsar a Dios de la vida pública, silenciar su nombre se presenta hoy como garantía de libertad y respeto a los derechos de la conciencia. Ayer por mor de una sociedad sin clases, culpando a Dios de ser la justificación de la opresión del pobre y el bienestar del rico, la coartada y el pretexto de la dominación moral de los débiles o la ilusión de pulsiones reprimidas para mejor dominar sobre el pueblo y los individuos de una sociedad sometida. Hoy, con más sutil proposición, para salvaguardar la libertad del hombre y la convivencia de todos.

Parecería que el hombre quiere disfrazar un ancestral miedo de Dios, producto de sus propios fantasmas generados en la culpa, incapaz de aprender lección alguna, pero no es así. La voluntad de ejercer contra Dios una libertad finita y limitada como es la humana es la manifestación patente de su propio fracaso. Cabe preguntar una vez más, ¿por qué la inmensa mayoría de la humanidad que cree en Dios se ha de someter a la minoría que proscribe su nombre? El ser humano sin redención y ensimismado en su propia finitud es, con toda certeza, la criatura de pecado que se propone llegar a ser, inmerso en sueños y quimeras, creador de sí mismo y del mundo que Dios hizo para él. Si pretende una vida sin Dios, es porque esta es la premisa y el supuesto para que el hombre, convertido en ciudadano y capaz de decidir sobre sí mismo, pueda llegar a admitir o no admitir que exista ley natural alguna o conciencia moral rectora de los actos verdaderamente humanos, y no un cúmulo de prejuicios. Para el hombre de hoy lo que importa es que el hombre de a pie y cada hombre pueda ser hacedor de sí mismo y, si le place, también hacedor de un dios a su propia imagen y medida. ¿Cómo podría si no este ser finito y mortal cambiar la verdad divina de las cosas por la mentira de sí mismo?
Para el hombre de esta mentalidad ¿cómo puede Jesús llegar a ser el redentor del mundo? Sin culpa, no hay redención; y sin libertad no hay pecado. Mas si Jesús es el redentor del mundo, es porque, en verdad, cargó con los crímenes de ellos:

“Él soportó nuestros sufrimientos
y aguantó nuestros dolores;
nosotros lo estimamos leproso,
herido de Dios y humillado,
traspasado por nuestras rebeliones,
triturado por nuestros crímenes.
Nuestro castigo saludable vino sobre él,
sus cicatrices nos curaron” (Is 53,4-5).

Isaías otea el horizonte, sin delimitaciones históricas precisas, para contemplar en el enigmático Siervo del Señor la figura del Redentor de Israel y el Salvador del mundo.
El profeta lo ve y describe capaz de triunfar sobre su propio destino y lo contempla como Rey victorioso que establece un reino de paz y de justicia al precio de su propia sangre, para traer la paz de las naciones, convertido en “Dios fuerte, Padre del siglo venidero, Príncipe de la Paz” (Is 9,5b). Es el «Rey de los judíos», como rezará sobre su cabeza coronada de líquidos rubíes, que fluyen rostro abajo y golpean la tersa epidermis de un cuerpo de velazqueña blancura y versos unamunianos, un cuerpo que no podrá marchitarse en la tumba, ¡palabra del salmista!, que cierto está de una fe que preludia la alborada del Resucitado: “Porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción del sepulcro” (Sal 15,10).

Cayó bajo el peso de la cruz y engalanada su figura de lirios morados y claveles escarlata avanza, a pesar de sus verdugos, por las calles en la semana grande de la fe. ¿Qué tiene este Jesús Nazareno que avanza al encuentro de la Amargura de su Madre cortando la brisa de la tarde, cargado con el madero, atado y de cintura ceñido? La fe del pueblo fiel ha trasfigurado las correas del suplicio en trenzados de oro. Las potencias que sus sienes coronan no evitan, ¡ay dolor inmenso del mundo echado sobre sus hombros!, que caiga por tercera vez este Cristo de Pasión, al que sigue entre Desamparados su Madre, en silencio como está hasta que brille Dios para ella y hable con la amanecida.

III. LAS CELEBRACIONES A LAS QUE LLAMA EL PREGÓN

Mas no cumpliría con el deber de pregonero de la Semana Santa de este año de gracia, si pasase sobre las acciones sacramentales y litúrgicas que son corazón del Triduo Sacro. Me toca, pues, anunciar que la Misa crismal de la mañana del Jueves Santo concentra en sí toda el caudal santificador de los medios de gracia que el Cristo ha querido entregar a la Iglesia por medio de los sacramentos. Esta misa que, con frecuencia por razones pastorales, se celebra también en uno de los tres primeros días de la Semana Santa, es la misa en la que se bendicen el óleo de los catecúmenos y el óleo de los enfermos, y se consagra con solemne plegaria consecratoria el Santo Crisma.

Acuden a esta misa los presbíteros y diáconos de toda la diócesis, o una amplia representación de los mismos, si no pudieran acudir todos por diversos deberes pastorales. En ella se expresa el carácter colegial del ministerio sacerdotal en la concelebración en torno al Obispo que actúa en la persona de Cristo como sumo sacerdote de su grey. Por la acción ministerial de los sacerdotes el pueblo entero de la Alianza Nueva en la sangre de Cristo viene a ser un pueblo sacerdotal. ¿Cómo podría entenderse el misterio del dolor de Cristo sin su oblación sacerdotal al Padre? ¿Cómo podrá separarse la representación figurada y procesional del misterio redentor sin haber alcanzado el origen, la razón de ser, el manantial de la representaci&oacut
e;n?
El óleo de los catecúmenos sirve para ungir a los van a ser bautizados, fortaleciéndolos con la fuerza del Espíritu Santo y, así fortalecidos, puedan ser después ungidos y consagrados con el Santo Crisma en el bautismo. Es éste un aceite hermoseado por esencias que asemejan a la presencia del Espíritu y comunican el “buen olor de Cristo” (2 Cor 2,15); es el óleo que consagra la cabeza de los obispos y las manos de los sacerdotes, que sirve para ungir los altares y las iglesias, asociando así las cosas santas al misterio de la consagración de los creyentes y ministros. En la Misa crismal se bendice también el óleo de los enfermos, remedio que alivia y alienta en la enfermedad y sana, si es voluntad de Dios; y disposición para la hora final de la vida, a fin de que, perfumados por el Espíritu de Dios, salgan al encuentro de Cristo glorioso que los recibe al abandonar este mundo: sale el alma perfumada al encuentro del Esposo de la Iglesia, entra el amigo del novio en cielo de su Padre, dejando rociado de agua bendita y oloroso incienso el que fue su cuerpo y espera ser resucitado por el poder del “Pastor y Obispo de nuestras almas” (1 Pe 2,25).

¿Cómo no evocar aquí la unción de Cristo en Betania por María entre las protestas de Judas Iscariote: “Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis” (Jn 12,7-8; cf. Mt 26,11).
Esta alusión anticipada de Cristo a su sepultura se suma a sus predicciones de la pasión y muerte, detrás de las cuales hay de histórico, sin lugar a dudas, la conciencia que Jesús tuvo del desenlace de su vida conforme a los planes de Dios. Jesús previó su muerte y habló del sentido de la misma, aunque después de resucitar de entre los muertos los autores del Nuevo Testamento retomaran las palabras de Jesús para darle aquel sentido que la experiencia pascual alumbraba. Va Jesús, soberano de sí mismo, a la muerte como entrega a la voluntad del Padre que le ama, y da su vida: “Yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas (…) Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10,15b.18).

La tarde del Jueves Santo abre el Triduo Pascual con la Misa en la Cena del Señor, que evoca la institución de la Eucaristía y del sacerdocio ordenado de los ministros para edificación sacerdotal de la Iglesia. Aquella tarde Jesús entregó el gran mandamiento del amor a sus discípulos, concentrada norma de fe, que rige la comunidad de los santos: el amor al prójimo, quintaesencia del amor a Dios. Fue entonces cuando anticipó Jesús el sentido y el misterio de su muerte sacrificial, en un gesto de desconcertante amor por los hombres. El cuerpo de Jesús, repartido a sus discípulos, es por anticipado roto y quebrantado en la figura sacramental, en el misterio de fe de la última y Santa Cena: “Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros” (1 Cor 11,24). En aquella memorable noche Jesús desvelaba el valor infinito de su sangre vertida para la salvación del mundo: “Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros” (Lc 22,20). Desde entonces y, por su palabra eficaz, el pan y el vino dejan de serlo y, en palabras de Tomás de Aquino, conservando su accidental apariencia estos básicos alimentos de la vida humana se hacen “banquete sagrado que contiene y oculta al mismo Cristo, memoria de su pasión, plenitud de gracia para el alma y prenda de la gloria futura”. En aquella Cena última y de intensa amistad, Jesús rehace en la comunión de los Doce en su Cuerpo y en su Sangre el pueblo de la nueva Alianza. Pilares de cimentación son los Apóstoles del Cordero sobre los que Jesús levanta en su cuerpo la ciudad nueva.

La institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, alienta la fe de la Iglesia y su misión de salvación para el mundo. ¿Cómo se puede separar a Cristo de sus apóstoles si a ellos ha confiado el sacramento del altar donde se hace presente en el tiempo el sacrificio uno y único de la cruz? El cenáculo guarda desde entonces la intensa experiencia de amistad de aquella hora suprema, vivida en la tensión entre el amor de Jesús y la traición de Judas, la anticipación de quien habla sobre el sentido de muerte para el perdón y el desconcierto de quienes aún no pueden entender el lenguaje de Jesús, que les dice y les entrega el sacramento de su amor.

Llega luego el Viernes Santo con la celebración y oficios de la muerte del Señor. La adoración de la cruz está en el centro de una colación sacramental de honda sobriedad y sonares polifónicos, a los que pusieron belleza tan singular Giovanni Pierluigi da Palestrina y Luis de Vitoria que la liturgia del Viernes Santo durante siglos en la catedral de cada Iglesia diocesana convirtió en experiencia mística de amor al Crucificado la desolación del mundo por la muerte del Hijo de Dios. A la lectura de la pasión, narración que está en el origen de nuestros actuales evangelios, siguen las solemnes preces de intercesión por la Iglesia y la humanidad; y luego, tras su descubrimiento pautado por el desnudamiento triple de brazos, cabeza y figura corporal entera de Cristo crucificado, la adoración del leño santo de la Cruz, donde pendió la salvación del mundo. Canta el ministro celebrante: «Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo». Contesta el pueblo: «Venid a adorarlo».

La imagen de Cristo crucificado es descubierta ante el pueblo y llenándolo todo la imagen desnuda y supliciada del Crucificado. Se descalzan los ministros y sumidos con el pueblo en oración, con el corazón contrito, todos doblan la rodilla ante la Cruz. Se siguen así en la figura del rito litúrgico cumpliendo ahora sobre el Gólgota del mundo la predicción de Jesús sobre sí mismo: “Y cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12,32). El evangelista añade: “Decía esto para significar de qué muerte iba a morir” (v. 33). Las palabras de Jesús habían sido anticipadas misteriosamente por el profeta de Zacarías al decir: “Mirarán al que atravesaron” (Za 12,10).

Figuras del drama

Oculta ya la luz del día, avanza la imagen del Crucificado y la noche se ilumina con su rostro, es el Cristo del Amor, pues por su amor, Dios misericordioso derrama sobre la humanidad pecadora “un espíritu de gracia y oración” (Jn 12, 10a) que convierte el corazón de los que le abandonaron y ahora miran con compunción hacia él. Es Cristo del Perdón, porque en su muerte, Dios nos otorgó “por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros” (Ef 1,7). Pablo llega a decir que lo exhibió en la cruz como “instrumento de propiciación, mediante la fe, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente” (Rom 3,25). Las antorchas alumbran su imagen para que la fe pueda traspasar la materia de la talla de Cristo en la cruz y alcanzar a contemplar en ella el amor y el perdón de Dios. La noche densa se ha hecho luz
y el pueblo fiel asiste a la mística representación del drama. El Redentor, hecho Cristo de la Escucha con el corazón abierto por la lanza del soldado, se hace cobijo de cuantos en él descubren el amor oculto y ahora desvelado en su pecho. Levantado fue para ser faro del mundo en tinieblas y ahora, cumplida su misión, es bajado de la cruz para entregárselo a su Madre. El Descendimiento de la cruz mueve al testimonio público a los discípulos ocultos, Nicodemo y José de Arimatea ya sin los miedos que paralizaron sus almas ante el poder de los adversarios de Jesús. Se suman a Juan, el discípulo amado, las valerosas Marías se aprestan a socorrer a la Virgen Madre ofreciéndole Consuelo cuando ha tocado a su fin el itinerario de tortura de la vía dolorosa que desembocó en el Gólgota.

Depositan en los brazos de su Madre el cuerpo de este Jesús de las Penas y al tiempo Cristo de la Buena Muerte, mientras ella al recibirlo aparece ante el mundo como Señora de las Angustias. ¡Qué evocación la de los versos de Gerardo Diego convertida en Via crucis de dolor mariano para esta apenada Señora! ¿Qué otro mayor consuelo que esperar con la certeza de la fe la alborada de Dios, que todo vuelva a ser de nuevo como había sido ayer, cuando la Estrella brilló para los magos y los condujo a Belén.

Que lejos, madre, la cuna
y tus gozos de Belén:
«No, mi Niño, no. No hay quien
de mis brazos te desuna».
y rayos tibios de luna,
entre las pajas de miel,
le acariciaban la piel,
sin despertarle. ¡Qué larga
es la distancia y qué amarga
de Jesús muerto a Emmanuel!

Esperó consuelo y merced y Dios, por su fe hizo de ella don y gracia para cuantos en ella buscan consuelo y merced. Después de resucitado Jesús, Dios iluminó la imagen de María en modo tal que la hizo fuente de Fe y Caridad para cuantos en ella fe buscan y caridad para el prójimo alimentan. El pueblo fiel sabe por la fe que la figura de múltiple expresión y advocaciones mil de Santa María es crónica de su lugar en la historia de la salvación de los hombres. María, visitada por el arcángel Gabriel, pasa de la cuna a la cruz de Jesús, después de aquel Primer Dolor viviendo aquellas secuencias de gozo y dolor que son vida de los hombres y en ellas inspira el pueblo fiel sus nombres y los pasea por las calles y la llaman del Rosario del Mar, de la Paz, Virgen de la Caridad y de las Penas; sabiendo que, una vez dormida la Madre del Señor, fue llevada por los Ángeles al encuentro y la gloria del Hijo y Señor. Elevada hasta el que fue y sigue siendo Cristo de la Misericordia, de la Caridad y de la Paz, al que sirvieron los ángeles mientras suplicaba pasara el cáliz de su pasión y ahora los ángeles adoran, porque dice la carta a los Hebreos que el Padre, “al introducir a su Primogénito en el mundo dice: «Y adórenle todos los ángeles de Dios». Y de los ángeles dice: ««Hace de los vientos sus ángeles, y de las llamas de fuego sus ministros»” (Hb 1,6-7). Es a estos ángeles a los que él, con el poder que Dios le ha dado, manda custodiar la vida de los hombres y un día acompañarlos a su gloria donde está él a la diestra de su Padre y, con ambos, en la unidad del Espíritu, la Reina de todo lo creado.

IV. POR LA CRUZ A LA LUZ

Crucificado y muerto en Vienes Santo, su imagen avanza por las calles, ¡ay, dolor, dolor del mundo por Dios que muere!

Tenemos suficiente información de cómo en el Viernes Santo, ya en el siglo IV conocía en Jerusalén, tras la paz de Constantino, un desarrollo litúrgico muy avanzado, que incluía la visita a aquellos santos Lugares, a los que se comenzaba a peregrinar, que habían sido el escenario del drama de Cristo. Fue en la Iglesia madre de Jerusalén donde fue adquiriendo forma la liturgia del Vienes Santo, con la lectura de la pasión y la adoración del Lignum crucis, hechos de los que da cuenta la viajera monja Egeria nacida en los confines de la Hispania romana, en la actual Galicia. Los sermones de los santos Padres de la antigüedad cristiana, algunos de honda belleza como los de San León Magno, durante el siglo V, son un testimonio de la llegada al Occidente cristiana de la piedad pasionista de Semana Santa a la que dieron primero forma ritual Bizancio y Roma. El canto del trisagio bizantino, que se ha conservado en griego y latín, y la polifonía aplicada a los Improperios y Lamentaciones vinieron a revestir de hermosura la celebración de los Santos Oficios en los siglos XV y XVI.

La liturgia del Vienes Santo termina con la comunión de la reserva Eucarística del Jueves Santo, adorada durante toda la tarde y primeras horas de la noche del Jueves y la mañana del Viernes. La Iglesia tras la celebración de la muerte de Cristo el Viernes queda sin sacramentos ni sacramentales, sin bendiciones. El Obispo que ha oficiado la liturgia vespertina de la muerte del Señor sin anillo pastoral. En el silencio de la tarde la piedad ha colocado la procesión que el pueblo llama del entierro del Señor, acompañando al Santo Sepulcro. Las escenas de la pasión y muerte del Señor se agrupan hasta formar el gran cortejo procesional que cierran la Urna sepulcral de Cristo y la Virgen de los Dolores. Camina la Virgen con lágrimas tras el cadáver del Hijo de sus entrañas muerto. Yacentes de armonía entre el acompasamiento de las medidas ideales del cuerpo del Varón de dolores, sólo velado por el paño de pureza en la cruz y el sudario sobre el que reposa para ser yacente en el sepulcro. Cuerpo concebido por Dios para ser cuerpo de su Hijo entre equilibrios renacentistas y plástica barroca de la Reforma católica. Yacentes de celestial hermosura del barroco de dos escuelas centenarias que han cincelado efigies del Crucificado y colocado en el sepulcro en la historia religiosa de España.

Imaginado en los relieves del arte hispano-flamenco del siglo XV, con el Renacimiento se desprende el yacente de los bajorrelieves de los retablos de altar todavía medievales, para ser concebido por cinceles y gubias de un Gregorio Fernández en mi Castilla natal y por instrumental sevillano y blancuras velazqueñas; concebido así, a veces como efigie de brazos articulados para mejor representar el descendimiento de la cruz, pero siempre para pender como Dios muerto en la cruz o para reposar en el sepulcro trasportado por los hombros de horquilleros y de costaleros que avanzan con ademán solemne por las calles de Andalucía. La sangre mancha el cuerpo de Cristo descendiendo de las sienes, manos, pies y costado taladrados cruelmente, para discurrir a goterones sobre el cuerpo doblado y apenas erguido del que cuelga del madero o yace sobre el sudario para ser sepultado, sin que tanta tortura y crueldad haya logrado quebrar esta condición lacerada del cuerpo maltratado.

No conoció la antigüedad una suplicio como el de la cruz, cruel e infamante, hoy bien documentado. ¿Por qué tanto suplicio para el Hijo amado? La respuesta la ofrece el mismo texto sagrado. Dice el autor de Hebreos: “Convenía, en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la salvación. Pues santificador y santificados tienen todos el mismo origen”
(Hb 2,10). Es la comunión en el origen común la razón de ser de tanta humillación, porque humillado ha sido el hombre pecador, victimado a lo largo de los siglos por crímenes y violaciones. Viendo tanto mal comprende el que cree que sólo podrá vencerlo quien lo padece sin que el alma puedan arrancársela a jirones. ¿Quién sino el Hijo de Dios podía obtener esta victoria sobre el mal? Por eso continúa el autor de Hebreos diciendo que, “aun siendo Hijo, por los padecimientos aprendió la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Hb 5,8-10).

¡Ay, Virgen de la Soledad! ¡Qué soledad cobijáis bajo vuestro manto negro de dolor y luto! Es ya entrada la noche del Viernes cuando sale este paso último por las calles de la fe, para recorrer alumbrada por una candelería rica en parpadeos e intermitencias de contenidos sollozos por el Hijo muerto. Tierra de María Santísima es esta Almería de amores marianos que espera ver en sus calles el triunfo de la Madre Virgen para esperanza y alivio de tanto pecado humano.

Tránsito de la vigilia del Sábado de gloria a la alborada del Domingo pascual

El silencio del grande y Santo Sábado lo llena todo. La Iglesia recita en las catedrales y monasterios la Liturgia de las Horas. Vuelve a resonar la Carta a los Hebreos y los comentarios homiléticos del siglo II, las lamentaciones proféticas en recitado jeremiaco, seguido de las laudes matutinas.

Todo se dispone para la gran Vigilia pascual: ritual de luz y palabra que narra la historia de la salvación y el triunfo del Crucificado. Se ha encendido el fuego, el Obispo traza la cruz y clava sobre ella los granos de incienso que evocan las llagas del Crucificado y marca el año sobre el Cirio signo del Resucitado: “Suyo es el tiempo y la eternidad”. El diácono enarbola en alto el Cirio pascual cual bandera de victoria y el templo a oscuras, símbolo de la oscura oquedad del mundo sin Dios, espacio de tinieblas sin el Esposo, se ilumina: “La luz de Cristo que resucitó glorioso, disipe las tinieblas del corazón y del espíritu.” Ha vuelto la luz y la Iglesia canta al Vencedor de la muerte. No es Orfeo que regresa de un sueño mítico ni es la personificación de la primavera tras el invierno. No es un rito ancestral reiterado por la fantasía y el anhelo del corazón humano sin norte divino. Es el sacramento de un acontecimiento de salvación que alcanza la historia humana, memorial litúrgico donde el fruto de la redención se hace presente y salva en el «hoy» de la liturgia: Hoy ha resucitado Cristo para ti y tus pecados han sido perdonados.

Se proclama el Pregón pascual: “¡Feliz culpa que mereció tal Redentor!”. La Iglesia contempla cómo los catecúmenos llegan a la pila bautismal para recibir las aguas regeneradoras, mientras los bautizados con luces encendidas en sus manos hacen memoria y nuevos propósitos de fidelidad al credo bautismal. Por fin resuena el Aleluya y la Misa se hace gozo inenarrable. Las campanas anuncian al mundo la victoria de Cristo. Su cuerpo glorioso es el anticipo de la humanidad redimida: ¡Cristo ha resucitado! El ángel dice a las mujeres quietas de asombro y con ungüentos en sus manos: “No está aquí: HA RESUCITADO, como lo había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id a prisa a decir a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis»” (Mt 28,6-7).

Los cofrades acuden presurosos desde los cuatro puntos cardinales que miden la ciudad y Almería cristiana, la que recibió la predicación apostólica del Evangelio y lo conservó como norma de vida, para proyectarlo sobre el mundo, se congrega en su Iglesia madre para la misa solemne de la Pascua. El pueblo que fue cautivo canta a su Señor. La secuencia de la misa resuena en la asamblea: “Resucitó de veras mi amor y mi esperanza”. El Obispo ha bendecido al pueblo con la autoridad de los apóstoles en la sede de san Indalecio. Se abren las puertas de la Catedral de la Encarnación y la imagen de Cristo Resucitado con la cruz por única bandera sale al encuentro de la población. Los ecos del canto litúrgico se prolongan en la marcha procesional:

¡Alegría!, ¡alegría!, ¡alegría!
“Quien le lloró muerto,
lo encontró en el huerto,
hortelano de rosas y olivos.
decid a los vivos:
«¡viole jardinero
quien le viera colgar del madero!».
Las puertas selladas
hoy son derribadas.
en el cielo se canta victoria.
Gritadle a la gloria
 que hoy son asaltadas
por el hombre sus «muchas moradas».
¡Alegría!, ¡alegría!, ¡alegría!

Almería, a 2 de marzo de 2008
IV Domingo de Cuaresma
Teatro Apolo

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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