Misa de Acción de Gracias por la beatificación del Hermano Feliciano (Francisco) Martínez Granero

Homilía del Obispo de Almería en el XXXII Domingo del Tiempo ordinario.

Lecturas bíblicas: 2 Mac 7,1-2.9-14

Sal 16, 1.5-6.8b y 15

2 Tes 2,15-3,5

Lc 20,27-38

Sr. Cura Administrador parroquial

Ilmo. Sr. Vicario y Delegado para las Causas de los Santos;

Queridos hermanos sacerdotes, Religiosos y religiosas,

seminaristas y fieles laicos;

Hermanos y hermanas:

Hoy es un día de gozo para esta comunidad parroquial de San José de Taberno, porque uno de sus hijos, bautizado en la pila bautismal de la parroquia el mismo día de su nacimiento, el 23 de enero de 1863, ha sido elevado a los altares por su vida de santidad ejemplar, sellada con el martirio, prueba suprema de amor a Dios.

No es el primer mártir de hijo de la Iglesia diocesana de Almería. En 1992 fue beatificado Cecilio López, nacido en Fondón y religioso de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, como el hermano Feliciano. En 1993 lo fue el Obispo Mártir, Don Diego Ventaja Milán, natural de Ohanes y buen pastor que no quiso dejar su rebaño cuando pudo hacerlo para escapar de la muerte. Le acompañaron al martirio el Obispo de Guadix, Don Manuel Medina Olmos y los siete hermanos de las Escuelas Cristianas de la capital de Almería. En 2001 fue beatificada la hermana Josefa Ruano, natural de Berja y religiosa de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados; y en la gran beatificación de 2007 en Roma, que llevó a los altares a 488 mártires del siglo XX, fueron beatificados el sacerdote Andrés Jiménez Galera, salesiano natural de la Rambla de Oria, formado en el Seminario Conciliar de Almería y durante casi veinte años sacerdote de la diócesis, para comenzar después el noviciado que había de integrarlo en la Congregación Salesiana. En la misma beatificación de 2007 llegó también a los altares el Hermano José María de la Dolorosa, nacido en Fondón y religioso profeso de la Orden Carmelitana.

Todos murieron como mártires porque quienes les quitaron la vida lo hicieron odio a la fe, mientras ellos morían confesando la fe en Cristo al grito de ¡Viva Cristo Rey!, y perdonando de corazón a sus verdugos. Algunos llegaron al martirio después de humillaciones dolorosas y crueles torturas, sin que ninguno apostatara de su fe, lo que les habría salvado la vida. Ellos, al igual que los siete hermanos de los que habla el segundo libro de los Macabeos, prefirieron la muerte a quebrantar la fe religiosa que había inspirado su vida. En la lectura sagrada hemos escuchado decir al segundo de los hermanos estando ya para morir: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero cuando hayamos muerto por su ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna» (2 Mac 7,9).

Los mártires no murieron por una causa política ni formaban parte de ninguno de los dos bandos combatientes en aquella guerra de hermanos. Murieron porque había sido programada y se estaba llevando a cabo con una enorme crueldad la aniquilación de la Iglesia en España por sus enemigos. ¿Cómo ignorar o pretender silenciar la razón de su muerte?

La Iglesia ha pedido perdón por sus pecados y complicidades, y lo ha hecho en ocasiones muy diversas. El evangelio que predicamos obliga a todos los cristianos a perdonar y a pedir perdón. Nadie ha pedido perdón a la Iglesia, y ella a nadie fuerza a hacerlo como hacen los grupos sociales de presión con la máquina de la propaganda ideológica. Sin embargo, la Iglesia no puede renunciar a dar gracias a Dios por los mártires, don admirable de paz y perdón de Dios a su Iglesia. Por eso, convencida desde la persecución de la primera hora y, después, a causa de las persecuciones romanas de que la sangre de los mártires es semilla de cristianos, gozosa reconoce el valor de testimonio de quienes antepusieron el amor a Dios y el seguimiento de Cristo crucificado a seguir viviendo.

Los mártires no se enfrentaron a nadie ni ahora piden el desquite, porque su sangre, derramada como la de Cristo, es sangre pacificadora. Los mártires han recibido de Dios la legitimidad y el aval que le negaron los ejecutores de su muerte. Por eso, los mártires del siglo XX no pueden ser confundidos con los caídos de una guerra, que en uno y otro bando fueron leales a su conciencia y sus ideas, pero murieron por una causa política y militar. Los mártires murieron en odio a la fe y sin enfrentarse a quienes les quitaban la vida.

El apóstol san Pablo ante las persecuciones que él mismo padeció y, al final, fueron la causa de su muerte, decía a los fieles de Tesalónica que él oraba por ellos y les rogaba que también ellos rezaran por él, para que cesara el acoso que padecía la predicación del Evangelio que él había recibido como mandato de Cristo resucitado; y les añadía: «Por lo demás, hermanos, rezad por nosotros, para que la palabra de Dios siga el avance glorioso que comenzó entre vosotros, y para que nos libre de los hombres perversos y malvados; porque la fe no es de todos» (2 Tes 3,1-2).

Andan muy equivocados quienes se empeñan en insistir en que, al beatificar a los mártires de Cristo, la Iglesia legitima un bando contendiente contra otro. La Iglesia tiene muy presentes todas las víctimas, a todas respeta y por todas ora, pero tiene legítimo derecho a honrar a quienes murieron tan sólo por Cristo, por ser sacerdotes, religiosos y religiosas, o siendo laicos, murieron tan sólo por ir a Misa, rezar el santo Rosario, pertenecer a la Acción Católica, a la Adoración Nocturna o a algunos de los movimientos apostólicos y cofradías de piedad de la Iglesia.

Los mártires murieron entregando su vida por amor a Cristo. ¿Cómo podían abandonar a Cristo al que amaban sobre todas las cosas? El martirio, en efecto, es la muestra del amor más grande en palabras de Cristo Jesús: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). La íntima amistad del hermano Feliciano con Cristo le llevó dedicar su vida a los enfermos, rostro de Cristo sufriente y crucificado.

Había nacido en una familia humilde, vecinos de Taberno, y fueron sus padres Miguel y Faustina, que eligieron para su hijo el nombre de Francisco. Conforme a la tradición religiosa, al profesar en la vida consagrada recibió el nombre de Feliciano, con el que en adelante fue conocido. Cuando decidió hacerse religioso era ya un hombre joven de veintinueve años, y lo hizo movido por amor a Dios y por vivo deseo de seguir a Cristo, haciendo consagración de vida a Dios para mejor estar al lado de los que sufren, los enfermos a los que sirvió durante treinta y nueve, años hasta su muerte material.

El beato Feliciano había comprendido bien que al optar por la vida religiosa anticipaba en su propia vida personal, libre del vínculo del matrimonio, que en la vida futura, como Jesús respondió a sus adversarios, se anticipa la vida futura de los bienaventurados: «En esta vida hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Porque ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan de la resurrección» (Lc 20,35-36).

El beato mártir sabía bien que «vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismos nos resucitará» (2 Mac 7,14) y, anunciando con su vida consagrada la resurrección futura de la carne, el beato había abrazado el estado célibe, que le capacitaba, al mismo tiempo, para mejor servir a sus hermanos y entregarles, con un corazón no dividido, la prueba de su amor a Cristo; cosa que él hacía al ocuparse del prójimo asaltado por la enfermedad, que debilita nuestra naturaleza y puede adelantar la muerte.

Quienes le quitaron la vida no sabían que le daban la vida eterna por el mucho amor con el que la perdía, a sus 73 años, entregado como había vivido a cuidar la vida de los demás. El beato había emitido sus votos solemnes el 3 de jul
io de 1928 y fue destinado a la casa que en Valencia tenía la Orden Hospitalaria, donde además del cuidado de los enfermos, era postulador o limosnero en favor de los niños pobres que llegaban a aquella casa y allí eran acogidos en el asilo-hospital de la Malvarrosa. No sólo Valencia fue escenario de su labor como limosnero; también recorrió Murcia, Aragón, la Vascongadas y Navarra.

La persecución religiosa impidió al hermano Feliciano continuar como limosnero y hubo de retirarse a en la casa de Valencia, para dedicarse a rezar y cuidar de los niños internos. El 4 de octubre cayó víctima del odio a la fe y a la religión, inocente de cuanto los milicianos le acusaban, al igual que a los otros diez religiosos hospitalarios del asilo-hospital de la Malvarrosa. Levantado de la cama, después de un interrogatorio sumarísimo, fue llevado al lugar del sacrificio para ser asesinado junto a una acequia mientras gritaba ¡Viva Cristo Rey!

La cruel persecución religiosa consumó la vida del mártir que entró a formar parte de la multitud de testigos de Cristo, los que «vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestidos en la sangre del Cordero» (Ap 7,14). El martirio forma parte de la vida cristiana, por eso hoy son también muchedumbre los que siguen muriendo por Cristo, sin que nadie defienda sus derechos; o son defendidos muy débilmente, si se compara esta mediocre defensa con la vehemencia y el despliegue de medios con que se defienden, por apego ideológico a algunas causas, los derechos de otros sectores sociales, culturales y políticos. Los datos son incontrovertibles: los cristianos siguen siendo los más perseguidos entre los seguidores de todas las religiones. Su acoso en los países musulmanes africanos y del Asia, y la persecución de que son víctimas en los Estados totalitarios y confesionales de Oriente Medio y del lejano Oriente es un dato ignorado, e incluso infravalorado hoy como lo fue ayer la persecución del siglo XX en España.

Se los obliga a ser prófugos políticos, abandonando su tierra natal y su hogar; se limita el ejercicio de sus derechos ciudadanos o se los considera enemigos de la seguridad del Estado. Cuando Juan Pablo II recobró la memoria de los mártires del siglo XX quiso no sólo que cayéramos en la cuenta de su existencia, sino que nos sintiéramos fortalecidos por la fe de los numerosos mártires de nuestro tiempo y de su fecundo derramamiento de sangre, que los identifica con Cristo, «el Amén (de Dios), el Testigo fiel y veraz» (Ap 3,14). La fe que a nosotros nos fortalecen en tiempos de particular mediocridad religiosa e inclemencia cultural para los seguidores del Crucificado Señor de la gloria.

Encomendamos a la intercesión de la Santísima Virgen, Reina de los mártires, y a la multitud de los martirizados por Cristo, entre los que se cuenta el hermano Feliciano, cuando se acerca el fin del Año de la Fe, el fortalecimiento de la fe y de la esperanza que alienta en toda obra de caridad, para que nunca falten en su Iglesia el testimonio que nos fortalece.

Iglesia parroquial de San José

Taberno, 10 de noviembre de 2013.

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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