Homilía en la Natividad del Señor

Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería.

Lecturas bíblicas: Is 52,7-10

Sal 97,1-6

Hb 1,1-6

Jn 1,1-18

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy es Navidad: he aquí la gran noticia que la Iglesia proclama al mundo. Navidad viene de la palabra latina Nativitas, que traducida a nuestro idioma significa Nacimiento. «Hoy» es el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Jesús nació, ciertamente, hace más de dos mil años, y han paso casi tres lustros desde que dio comienzo el tercer milenio de la era cristiana, que se cuenta a partir de su nacimiento; y a esta fecha se atiene el calendario universal, aunque existan otros calendarios para computar el tiempo, que no han alcanzado la universalidad del calendario cristiano. Que sea así hace evidente la trascendencia del nacimiento de Jesucristo para la historia de la humanidad, aunque se tiende en nuestros días a hablar de la «era común», ocultando el hecho de que el tiempo se cuenta a partir del nacimiento de Cristo.

Nuestra cultura está marcada por el nacimiento de Jesucristo, pero lo importante para nosotros es que la liturgia dice que «hoy» ha nacido el Señor. Este hoy de la liturgia cristiana se pronuncia con la convicción de fe de que los efectos de salvación del nacimiento de Cristo llegan a nosotros por medio de la proclamación de la palabra de Dios y de la celebración de los sacramentos. El nacimiento de Cristo nos ha traído la salvación, pues por medio de la encarnación de su Hijo Dios ha redimido al mundo mediante el misterio de su muerte y resurrección. El Hijo de Dios se hizo hombre, dice el autor de la carta a los Hebreos, para llevar a cabo la redención del hombre, y así, «habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de Su Majestad en las alturas» (Hb 1,3).

Toda la historia sagrada está motivada y orientada por la voluntad de Dios Padre de enviar a su Unigénito en carne humana, Cristo Jesús, para que, siendo igual a nosotros en todo menos en el pecado, fuera nuestro salvador y redentor. Con la encarnación de Cristo recupera para Dios la humanidad perdida. Dios lo quiso así, porque en Cristo fue creado el mundo y en Cristo fue creada nuestra humanidad.

Hemos de tener muy presente que desde la eternidad Dios decidió crear el mundo por medio de su Hijo, y sostenerlo por medio de él en su propia consistencia invariable, a pesar del paso de las generaciones. Es así, porque el amor de Dios alcanza a los seres humanos de todos los tiempos, de tal manera que todo descansa en el Hijo, «por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo» (Hb 1,2). Esta afirmación de fe es el fundamento del título que el Nuevo Testamento da a Cristo, al decir de él que es Cristo Jesús es soberano del tiempo y señor de la historia, poniendo en boca de Jesús resucitado las palabras del Apocalipsis: «Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último» que es el primero y el último» (Ap 22,13).

El Hijo de Dios vino en carne cuando la historia de la humanidad había madurado lo suficiente como recibir la revelación divina en su plenitud, la plena manifestación del misterio de Dios como amor, que siglos atrás había comenzado con una historia de amor entre Dios y su pueblo elegido, que tiene su principio en la llamada de Dios a Abrahán. Toda una historia de diálogo entre Dios y el hombre que llegaría con Jesús a la plenitud de los tiempos. Por eso dice el Apóstol san Pablo: «Mas cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Gál 4,4-5). Es lo que hemos escuchado en la carta a los Hebreos: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo» (Hb 1,2a).

Dios, en verdad, habló por medio de los profetas, que dirigieron su palabra al pueblo elegido de Israel, pero Dios se manifestó al hombre desde el comienzo del mundo, porque se revela a la inteligencia y al corazón de todo hombre en todos los tiempos por medio de las huellas y los signos que, como Creador del mundo, Dios ha dejado en la creación. Quiso, sin embargo preparar al hombre para esta revelación definitiva mediante su propio Hijo, y de este modo dar a conocer que su Hijo eterno es quien nos manifiesta la verdad de Dios, porque él mismo, el Hijo «estaba desde el principio junto a Dios y por medio de él se hizo, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1,2-3).

San Juan, en el evangelio que hemos escuchado dice que el Hijo es el Verbo de Dios, la Palabra por medio de la cual todo fue hecho, pero nos da razón cumplida de que haya sido así resumiendo todo cuanto dice sobre el Verbo como aquel por quien Dios creo todas las cosas, afirmando con toda claridad que Jesucristo, por medio del cual Dios se da a conocer, es «el Verbo estaba junto a Dios»; y que estaba junto a Dios, porque «el Verbo era Dios» (Jn 1,1). Entendemos que el evangelista transmita la agria polémica de Jesús con sus adversarios afirmando que él existía antes que Abrahán: «En verdad, en verdad os digo: Antes que existiera Abrahán, yo soy» (Jn 8,58). Jesús existía antes de que existiera Abrahán, porque Jesús es la encarnación del Hijo eterno de Dios. El Resucitado dirá en el Apocalipsis: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso» (Ap 1,8.

Sí, la liturgia de la Navidad tiene motivos para recitar como antífona de entrada de esta misa del día de Navidad aquellas palabras del profeta Isaías: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva a hombros el principado y es su nombre: «Mensajero del designio divino»» (Is 9,6). Se nos ha dado un hijo que lleva a hombros el Principado, es el Rey de los siglos que vino en nuestra carne, que viene constantemente a nosotros, porque está presente a todas las generaciones por medio de su Espíritu derramado sobre nuestros corazones, y vendrá al final de los tiempos para llevarlo todo a consumación final. Si todo ha sido hecho por medio de Él, el mundo universo tiene consistencia y hemos de vivir en la fundada esperanza de que su victoria sobre la muerte alcanzará a cuantos confiesen su nombre. Sí, alcanzará a cuantos, redimidos por él, acepten la «gracia tras gracia» (Jn 1,16) que viene derramando por su Espíritu en cuantos le aman. Tenemos motivos para la alegría de la Navidad. El Papa Francisco nos lo recordaba en su exhortación: «Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (FRANCISCO, Exhot. apost. Evangelii gaudium, n.1). Dios viene a salvarnos, con Jesús llega la alegría plena para la humanidad. Como anunció Isaías, no hay motivo para la tristeza, porque todas las tristezas y todos los dolores de la humanidad tendrán un fin y Dios «aniquilará la muerte para siempre» (Is 25,8).

Este anuncio gozoso hace exclamar al profeta Isaías en el libro de la Consolación, en la primera lectura de esta misa: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: «Tu Dios es Rey»!» (Is 52,7). Unos pies portadores del «evangelio», de la buena noticia de la salvación traen consigo la alegría que hace renacer la esperanza de que, a pesar del mal del mundo y de las víctimas que ocasiona en todos los tiempos, Dios no nos ha olvidado ni deja solo, sino que nos ha enviado a su Hijo en nuestra carne, para darnos a conocer su amor por nosotros, su amor por los pobres y necesitados, por todos los menesterosos que esperan un futuro mejor y más humano de nuestra fraterna solidaridad con ellos. Jesús viene en la debilidad del Niño de Belén para fortalecer nuestra debilidad. Nos lo entrega María hecho carne de nuestra carne, para que nosotros tengamos compasión de nuestro prójimo y lo amemos como a nosotros mismos.< /p>

S.A.I. Catedral de la Encarnación

25 de diciembre de 2014

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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