En la ordenación de un presbítero

Homilía del obispo de Almería, D. Adolfo González Montes, en la ordenación de un presbítero

Homilía en la Ordenación de un Presbítero

Misa Ritual de Órdenes

Lecturas bíblicas: Núm 11,11-12.17.24-25; Sal 99,1-5 (R/: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando»); Hch 20,17-18.28.32-36; Vers. del Aleluya: Mt 289-20

Mt 9,35-38

         Queridos hermanos y hermanas:

         Cuando nos acercamos a la fiesta de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, Dios providente nos regala esta ordenación presbiteral, un regalo del Niño Dios que sigue enviando pastores a su Iglesia. Es verdad que las vocaciones se han hecho escasas, pero la promesa de Jesús sigue llenando de realidad las Iglesias diocesanas. Según la información de la Conferencia Episcopal Española, el curso pasado ingresaron en España 236 nuevos seminaristas mayores, y en 2018 había en las diócesis 1.203 seminaristas aspirantes a la ordenación sacerdotal. Por otra parte, el número de abandonos ha disminuido notablemente el pasado curso. Tenemos esperanza fundada en que el nuevo curso que hemos comenzado nos ayude a mejorar los datos.

Hemos de tener presentes algunas condiciones de nuestros días que dan cuenta de la falta de suficientes vocaciones sacerdotales: no sólo está en contra el ambiente cultural de una sociedad muy secularizada, sino la crisis de la familia, con la ruptura del pacto de mutua fidelidad entre los esposos, que se separan con mayor facilidad que en el pasado; y la situación de los nuevos matrimonios, si no contraria, si es de indiferencia ante la práctica religiosa, no transmiten la fe de la Iglesia en los primeros años de la infancia, tan importantes para la recepcióny educación en la fe de los hijos. A esto se suma un dato coyuntural de la mayor importancia: tampoco hay más jóvenes que en el pasado, sino muchos menos, y esta escasez de jóvenes, en una sociedad que cada día es más vieja, en la cual la natalidad está tocando cotas extremadamente bajas.

Aun así, la palabra de Dios sigue siendo un reclamo para los jóvenes, que son llamados por Dios a colaborar con el ministerio sacerdotal del Obispo, mediante su inserción en el presbiterio. Se trata de colaborar con el sacerdocio de Cristo, que recibe en plenitud el Obispo, por esto mismo todos los presbíteros son incorporados mediante la ordenación al sacerdocio de Cristo, para que puedan colaborar con aquel que en la Iglesia diocesana es el primer representante de Jesucristo, verdadero vicario de Cristo en su Iglesia diocesana. Juntos Obispo y presbíteros forman el colegio sacerdotal de una Iglesia diocesana o particular. El II Concilio del Vaticano enseña que, «aunque los presbíteros no tengan la plenitud del pontificado y dependan de los obispos en el ejercicio de sus poderes, sin embargo, están unidos a los obispos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del Orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (cf. Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino…»[1].

La participación del sacerdocio de Cristo de los presbíteros les convierte en los principales y estrechos colaboradores de los obispos. El ejercicio de su ministerio sacerdotal ordenado es para edificación del entero pueblo de Dios, que es el cuerpo místico de Cristo (cf. 1 Cor 12, en el cual todos los miembros reciben su articulación del mismo Cristo Jesús, pues Dios quiso que todo estuviera sometido a su Hijo «y todo lo puso bajo sus pies, y se lo dio a la Iglesia, como Cabeza de todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos» (Ef 1,22-23). Esta idea la desarrolla san Pablo en otros lugares, afirmando: «Él [Cristo Jesús] es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia» (Col 1,18).

Los sacerdotes representan en modo propio a Cristo en la comunidad y en la celebración del culto, donde actúan en la persona de Cristo (“in persona Christi”), según la tradición de fe. De aquí la santidad que tiene que adornar la persona y las acciones del sacerdote, ministro de los sacramentos, mediante los cuales sirven a la santificación del pueblo de Dios. El ministerio sacerdotal está al servicio del sacerdocio común de los fieles, que participan del sacerdocio de Cristo. Los sacerdotes como los diáconos son partícipes «del ministerio eclesiástico instituido por Dios»[2]. Ejercer el ministerio sacerdotal no es un derecho de los fieles, ni de varones ni de mujeres, ni tampoco es asimilable al sacerdocio común de todo el pueblo de Dios, del cual dice el Concilio que se funda en el bautismo, pues por el bautismo todos los que han sido regenerados en él «quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,4-10).

El evangelista san Marcos dice que «Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él» (Mc 3,13). Cristo instituyó a los Doce, como él quiso, en el orden de las figuras que aparecen ya en los autores sagrados del Antiguo Testamento. Al elegir a los Doce, Jesús prolongó en ellos la misión de las tribus de Israel en la comunidad de la Iglesia, al frente de la cual Jesús quiso poner a los Doce dando paso a la realidad anunciada en la figura de las doce tribus de Israel. A ellos dijo el Señor respondiendo a una pregunta de Pedro: «En verdad os digo: cuando llegue la renovación y el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, también vosotros os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19,28).

Del mismo modo, en el mismo orden de las figuras, el fragmento que hemos escuchado del libro de los Números, uno de los cinco libros del Pentateuco, prefigura la misión de los colaboradores de los obispos. La fatiga de Moisés es remediada por la providente misericordia de Dios que le concede la colaboración de setenta ancianos; de ahí el nombre de presbíteros que llevan los sacerdotes (prébys/-teros, pésbyteroi), a los cuales daré ―le dice Dios a Moisés― «una parte del espíritu que posees y se lo pasaré a ellos, para que se repartan contigo la carga del pueblo y no la tengas que llevar tú solo» (Núm 11,17). También los colaboradores de Jesús reciben la misión de anunciar la inminencia de la llegada del reino de Dios y acompañar el anuncio con los signos: liberación de la posesión diabólica y sanaciones de los enfermos, en los cuales se anticipa el contenido de la sanación espiritual y el perdón de los pecados que acontecerá en la obra redentora de Cristo muerto y resucitado. Esta misión la reciben también los setenta y dos discípulos enviados por Jesús de dos en dos. La tradición ha visto en este envío la misión a las naciones[3], y el Concilio recuerda cómo el sacerdocio de Cristo del cual participan los presbíteros en orden a colaborar con los obispos, tiene una apertura universal que se manifestará en la “preocupación por todas las Iglesias”, en palabras del san Pablo (cf. 2 Cor 11,28)[4].

El ministerio de los presbíteros, por estar asociado al ministerio episcopal, tiene como objetivo principal el anuncio del Evangelio y la guía de los fieles, a fin de que se mantengan en la palabra de la verdad. Por eso, han de cumplir con el cargo, y la carga que le pertenece «donde los ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28). Los presbíteros han de secundar la predicación de los obispos como maestros de la verdad revelada, y ayudarles a guiar al rebaño de Cristo desenmascarando a los falsos doctores, a los que llama el Apóstol «lobos feroces que no tendrán piedad del rebaño» (Hch 20,29). Los presbíteros han de superar así la tentación de actuar contra los obispos supuestamente en nombre del pueblo fiel.

Con el ministerio de la Palabra, la ordenación habilita a los presbíteros para el ejercicio de ministerio de la santificación, por eso dice el Vaticano II: «Como ministros de las realidades sagradas, sobre todo en el santo sacrificio de la misa, los presbíteros representan de manera especial a Cristo, que se entregó a sí mismo como víctima para santificar a los hombres. Por eso están invitados a imitar lo que realizan y, pues celebran el misterio de la muerte del Señor, han de procurar dar muerte en sus miembros a sus vicios y concupiscencias»[5].

Es claro que el ministerio sacerdotal se ha de ejercer conscientes aquellos a quienes ha sido confiado de que en su ejercicio se fragua su propia santidad. Necesitamos sacerdotes santos y suficientes para pastorear al pueblo de Dios, porque las palabras de Jesús son vehemente exhortación a que los jóvenes escuchen la voz interior de la vocación. Los sacerdotes se piden en la oración y por esto corresponde a todo el pueblo de Dios suplicar vocaciones: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38).

Hemos de pedir a Dios sacerdotes santos y suficientes por intercesión de la santa Madre de Dios, que siempre vela por los discípulos de su Hijo. Ella no ejerció el sacerdocio de los Apóstoles, pero acompañó con maternal solicitud la misión de los mismos. Que la Virgen Inmaculada ayude a los sacerdotes a alcanzar aquella unidad de vida que requiere las múltiples solicitudes que les reclaman, siendo además poco reconocidos en nuestra sociedad. En la multiplicidad de acciones se desarrolla su ministerio, que requiere aquella unidad y armonía que alcanzarán, si procuran la santificación de sí mismos en el ejercicio del ministerio, del cual dimana la espiritualidad sacerdotal.

Esta unidad de vida dice el Vaticano II «no se consigue con una organización puramente exterior de las obras del ministerio, ni con la sola práctica de los ejercicios de piedad, que, sin duda, contribuyen mucho a fomentarla (…) Los presbíteros, por tanto, conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos a favor del rebaño a ellos confiado»[6]. Es así como llegarán a ser imagen viva del Buen Pastor de nuestras almas, Cristo Jesús.

Querido hijo que hoy recibes el sacramento del Orden del presbiterado, después de haberte preparado convenientemente en los últimos años y haber ensayado con dedicación en el ejercicio del diaconado tu entrega a los hermanos para servirlos «en las cosas que se refieren a Dios» (Hb 5,1): te confío al cuidado de la Virgen María, la Madre del sumo y eterno Sacerdote, para que, con su maternal intercesión, obtenga de su Hijo tu fidelidad al ministerio que recibes. Así se lo suplicamos en esta asamblea de oración, para siempre seas movido por aquel fervor y celo por la salvación de las almas que brota del amor a Cristo y de la configuración con Él, que te ha llamado a ejercer el ministerio sacerdotal en favor del pueblo de Dios.

S.A.I. Catedral de la Encarnación

Almería, a 21 de diciembre de 2019

                                               X Adolfo González Montes

                                                      Obispo de Almería

 


[1] II Concilio Vaticano, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium [LG], n. 28a.

[2] LG, n. 28a.

[3] Véase la interpretación del simbolismo numérico de los Setenta y dos y los Doce: Biblia de Jerusalén: Nota introductoria a Lc 10.

[4] Decreto Presbyterorum Ordinis [= PO], n. 10.

[5] PO, n. 13.

[6] PO, n. 14.

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