El 21 de abril se celebra la festividad de San Anselmo, arzobispo de Canterbury y doctor de la Iglesia.
Nacido en 1033 en Aosta en el seno de una familia noble, Anselmo sufrió fuertes contrastes con su padre, un hombre rudo y dedicado a los placeres de la vida, que le impidió entrar en la Orden Benedictina por cualquier medio, para evitar la dispersión del patrimonio familiar. Anselmo tenía sólo 15 años y, por el gran dolor del rechazo de su padre, se enfermó. Habiendo recuperado su salud, decidió irse a Francia, donde cayó en la disipación moral y se hizo sordo al llamado de Dios.
Después de tres años, el encuentro providencial con Lanfranco da Pavia, prior de la abadía benedictina de Bec en Normandía, reavivó su vocación. Finalmente, a la edad de 27 años, Anselmo pudo entrar en la Orden Monástica y ser ordenado sacerdote. En 1063 él mismo se convirtió en prior del monasterio de Bec, demostrando ser un educador gentil y a la vez decidido. No le gustaban los métodos autoritarios; prefería aplicar el principio de la persuasión, que hacía crecer a los estudiantes en conciencia, enseñándoles el valor inviolable de la conciencia y de la adhesión libre y responsable a la verdad y al bien. Su genio educativo se expresa en esa “via discretionis” que une la comprensión, la misericordia y la firmeza. Los jóvenes, dice Anselmo, son pequeñas plantas que no florecen en el interior de un invernadero, sino gracias a una “sana libertad”.
Mientras tanto, Lanfranco da Pavia se convirtió en arzobispo de Canterbury y pidió a su discípulo ayuda para reformar la comunidad eclesial local, devastada por el paso de los invasores normandos. Anselmo se trasladó entonces a Inglaterra y se dedicó con pasión a la nueva misión, tanto que – a la muerte de Lanfranco – le sucedió en la sede de Canterbury, recibiendo la ordenación episcopal en 1093. Y fue precisamente en este período que el futuro Santo se comprometió incansablemente con la libertas Ecclesiae, apoyando con inagotable energía y con gran valor la independencia del poder espiritual de parte del poder temporal, para defender a la Iglesia de la interferencia de las autoridades políticas. Pero su actitud le costó dos veces el exilio de la sede de Canterbury. Anselmo regresó allí definitivamente sólo en 1106 para dedicar los últimos años de su vida a la formación moral de los sacerdotes y a la investigación teológica. Murió el 21 de abril de 1109 y sus restos fueron enterrados en la famosa catedral de Canterbury.
Como fundador de la teología escolástica, la tradición cristiana le atribuye el título de “Doctor Magnífico” precisamente porque en Anselmo fue muy grande el deseo de profundizar en los misterios divinos a través de tres etapas: la fe, que es el don gratuito de Dios, la experiencia, es decir, la encarnación del Verbo en la vida cotidiana, y el conocimiento, es decir, la intuición contemplativa. “No intento, Señor, penetrar en tu profundidad, porque no puedo ni de lejos comparar mi intelecto con ella. Pero deseo entender, al menos hasta cierto punto, tu verdad, que mi corazón cree y ama. No trato de entender para creer, pero creo para entender”, dice Anselmo.
En 1163, el Papa Alejandro III concedió al difunto Anselmo “la elevación del cuerpo”, acto que en ese momento correspondía a la Canonización. Finalmente, en 1720, Clemente XI lo proclamó “Doctor de la Iglesia”.
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