Ni ‘media’ verdad siquiera

Archidiócesis de Sevilla
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Sede metropolitana de la Iglesia Católica en España, y preside la provincia eclesiástica de Sevilla, con seis diócesis sufragáneas.

¡La verdad! Desnuda, resplandeciente… Lo decía el gran Séneca: «El lenguaje de la verdad debe ser, sin duda alguna, simple y sin artificios». Es derecho y deber. No nos merecemos mentiras de nuestros congéneres, ni ellos tampoco. Y excepto cuando la prudencia aconseja actuar con delicadeza y se pone freno a la espontaneidad que molesta por su descaro, la sinceridad es lo único que cabe en cualquier relación. No admite sucedáneos. No es posible ni exigir ni sostener el respeto si la verdad falta. No caben medianías, dudas o vacilaciones en respuestas concretas que se deben dar. Es la verdad sin atavíos, aunque reconocerla suponga poner al descubierto nuestras debilidades y tendencias.

Cuando alguien es coherente, honesto, y no se deja manipular, muestra su transparencia; vemos que es una persona sin doblez ni malicia. Porque lo sencillo es maquillar la conducta y escudarse en cualquier subterfugio para ocultar la realidad, esa que cuando se descubre porque se derrumba la apariencia en la que se vivió, provoca ciertos cataclismos emocionales, entre otros. Lo señalaba bien el dramaturgo Jacinto Benavente: «La peor verdad solo cuesta un gran disgusto. La mejor mentira cuesta muchos disgustos pequeños y al final, un disgusto grande». Para Fernando Rielo «la mentira no tiene más eficacia que decirla y recordarla». La mentira crea desasosiego, destruye. La verdad da paz; rompe los muros que se erigieron. La valentía del que nada oculta, desarma. Puede decirse que desnuda al mentiroso, lo avergüenza. Se convierte también en un espejo donde se aprecia el abismo que hay entre la luz y las tinieblas. A veces es el detonante para que quien ha escondido su flaqueza la ponga al descubierto.

Sin verdad no hay confianza. Tampoco progreso personal. Si los padres pretendiendo hacer un bien a sus hijos, extienden un velo sobre esas deficiencias conductuales que hay que subsanar a tiempo, y se muestran condescendientes con ellas, se convierten en sus peores enemigos. Hay que llamar a las cosas por su nombre, y al final todos agradecemos la verdad en la que somos reconocidos y reconvenidos. Una pizca de sensibilidad y sentido común basta para comprender que ni siquiera las «medias» verdades pueden ayudar a nadie. Porque una verdad a medias es un fraude, una solemne falsedad que tarde o temprano se pone al descubierto. Lo corrobora la biografía personal, la historia, y en cuántos ámbitos se vierte: sociales, políticos, etc.

La frecuente infidelidad, que es un engaño hilvanado de silencios, y pone rostro a promesas incumplidas por más que quien ha incurrido en ella busque el modo de auto justificarse, no tiene disculpa. Como no la tiene ampararse en la excusa de que fueron otros los inductores. Y no entra en este apartado solamente quien vulnera una relación de pareja. También está presente en la vida religiosa. Cada cual es responsable de sus actos. Por eso, ante una impostura, cuando lo que se desea es ayudar a quien la sustenta, y puede hacerse, no cabe más que el perdón, la misericordia, o la comprensión que no aprueba, pero da las claves y acompaña para que no se vuelva a incurrir en ella.

En el evangelio se nos recuerda que hemos de responder con un sí o con un no, sin más. Pero, sobre todo, se nos enseña que si aceptamos que la verdad es un «Quién» y no un «qué», y es Aquél quien nos interpela, y nos dejamos llevar por él, entonces nuestra vida dará un salto cualitativo y cuantitativo que nos conducirá a regiones insospechada.

Isabel Orellana Vilches 

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