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Las Hermandades y Cofradías. Carta Pastoral de los Obispos del Sur de España

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Las Hermandades y Cofradías

Carta pastoral de los obispos del sur de España

 

PRESENTACIÓN

Las Hermandades y Cofradías del sur de España cuentan ya con una autorizada reflexión teológica y pastoral sobre su identidad y misión. Sólo desde la fe y la tradición cristiana, interpretada por la autoridad de la Iglesia, se pueden comprender las diversas realidades eclesiales. Las Hermandades y Cofradías encuentran su verdadera luz desde la fe de la Iglesia. Los obispos ponen en sus manos un breve manual o directorio, inspirado en la Sagrada Escritura y en la tradición eclesial, lleno de virtualidad para colmar las aspiraciones cristianas de sus miembros y facilitar su eficaz cooperación a la obra de la evangelización en la región, a la que son convocados como partícipes de la misión salvadora de Cristo y solidarios con los gozos y esperanzas de de los hombres de nuestro tiempo.

Sea bienvenida, con gratitud y esperanza, esta carta pastoral colectiva, este primer documento episcopal dirigido a las Hermandades y Cofradías, al año de la celebración de la Séptima Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada a la «Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, a los veinte años del Concilio Vaticano II».

Este documento, aunque relacionado con el catolicismo popular, se refiere al laicado católico asociado en las Hermandades y Cofradías. La perspectiva de la vocación cristiana y apostólica de los laicos es la luz necesaria para abordar y comprender correctamente el ser y el actuar de las Hermandades y Cofradías, su responsabilidad peculiar en la educación de la fe del pueblo cristiano y en las expresiones de la piedad popular. También desde su identidad religiosa se podrá interpretar su pasado y comprender sus relaciones con la sociedad y con la cultura.

Las referencias bíblicas y doctrinales de la carta pastoral nos indican el contexto y el pensamiento eclesial que inspira y fundamenta su enseñanza. Desde aquí encuentran nueva luz, palabras como «hermandad», «culto», «caridad». La teología sobre el laicado, sobre la evangelización y sobre la vida litúrgica va penetrando con mayor incidencia y madurez, bajo el impulso del Concilio Vaticano II, en el pensamiento, en las actitudes y en el comportamiento de los miembros de la Iglesia. Esta carta pastoral acerca la doctrina conciliar a los hermanos/cofrades, principalmente en lo referente a la Iglesia, a su misión en el mundo, a la Sagrada Liturgia y al Apostolado de los Seglares.

También se inscribe en el momento de la Iglesia en España, en el espíritu de renovación interior y en el impulso misionero promovido tras las visita apostólica de Juan Pablo II. Es el año 1983 se iniciaba este camino mediante el programa del episcopado «al servicio de la fe de nuestro pueblo». En el año 1985 se ofrece a los católicos un instrumento de reflexión, «Testigos del Dios vivo», llamado a promover una renovación interior en profundidad. En la actualidad, en continuidad con el camino emprendido, los obispos españoles promueven la evangelización, secundando el programa pastoral «Anunciar a Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabras».

Dentro de nuestra región, los obispos siguen con atención la evolución social y cultural de la sociedad y su incidencia en la vida religiosa de los católicos. A lo largo de estos años han dirigido su palabra sobre temas puntuales. Pueden recordarse, en relación con esta carta pastoral, los siguientes documentos: «El catolicismo popular en el sur de España» (1975), «Las Iglesias diocesanas en Andalucía» (1980), «El catolicismo popular. Nuevas orientaciones pastorales» (1985) y «Algunas exigencias sociales de nuestra fe cristiana» (1986).

Desde todo este contexto eclesial y cultural acogemos ahora esta carta pastoral colectiva dirigida a las Hermandades y Cofradías.

Destinatarios y finalidad

            Esta carta va dirigida a los miembros del Pueblo de Dios, confiados al ministerio episcopal: los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los seglares. Todos son destinatarios de las enseñanzas de la Iglesia, son corresponsables en la misión de Cristo y son solidarios con las aspiraciones de los hombres. La vida y la acción de las Hermandades y Cofradías y la de sus miembros afecta a toda la Iglesia y a la obra de la salvación.

            De manera particular, este mensaje va dirigido a los laicos católicos integrados en estas asociaciones, a sus dirigentes, a los sacerdotes que los asisten y a las mismas Hermandades y Cofradías en cuanto tales. Como telón de fondo está presente la doble fidelidad a Cristo y a los hombres; la fe del pueblo cristiano; la mirada a cada uno y a la muchedumbre desde la misión recibida de anunciar la salvación y apacentar la grey.

            Esta carta, expresión de la caridad pastoral, es anuncio del Evangelio a todas las gentes. No es una opinión autorizada. Es enseñanza apostólica en comunión con toda la Iglesia. Los obispos dicen en la introducción: «Tratamos de cumplir nuestra misión de enseñar el único Evangelio de Jesucristo, válido para todos a pesar de la diversidad de situaciones, de iluminar y discernir las realidades eclesiales, de enseñar la doctrina de la Iglesia y de orientar las conciencias de los fieles cristianos en el camino de la salvación, tanto de las personas como de las instituciones de la Iglesia… Orientando las expresiones de la fe del pueblo cristiano y velando por su autenticidad».

            El Evangelio y la doctrina de la Iglesia constituyen el punto de referencia necesario para discernir, orientar y configurar cualquier realidad de la Iglesia de Cristo y todo gesto evangelizador. Los criterios externos a la fe son insuficientes, al carecer de la luz de la Revelación. La pretensión de definir y describir a las Hermandades y Cofradías sólo desde criterios humanos o culturales resulta siempre parcial e incompleta, desdibuja su identidad cristiana y conduce a la ruptura de la comunión católica. En las circunstancias actuales, en las que se requiere el ejercicio del discernimiento cristiano, es muy conveniente tener a la vista los datos descritos en los documentos episcopales: «Testigos del Dios vivo», «Los católicos en la vida pública» y el «Informe sobre la situación doctrinal», de 1988. Todos necesitamos discernir y orientar nuestra propia realidad, también las Hermandades y Cofradías.

            La finalidad de la carta viene descrita en los números 8, 9 y 10. Una creciente formación cristiana, una más activa participación en la vida litúrgica y caritativa de la Iglesia, un mayor dinamismo apostólico, el fortalecimiento de los vínculos de comunión con la Iglesia, la incorporación a la acción misionera y evangelizadora. Para recorrer este camino, se recuerda la necesidad de intensificar la acogida religiosa de la Palabra de Dios, la celebración de los misterios cristianos y el ejercicio del apostolado, con el acompañamiento de la riqueza espiritual que brota del Concilio Vaticano II.

Perspectiva teológica

El texto episcopal discurre en torno al bautismo, la Iglesia y la evangelización.

Por el bautismo participamos de las dimensiones de la única misión de Cristo: profeta, sacerdote y rey. Somos enviados para ser testigos de Cristo con obras y palabras. Aquí se funda la naturaleza eclesiológica de las asociaciones de fieles, de su vida y acción. De aquí nace la conciencia evangelizadora, con una mirada abierta y solidaria a nuestra realidad histórica.

De una y otra manera se pone de manifiesto la unidad indisoluble de las dimensiones de la vida cristiana: evangelización, culto, caridad, comunión. Todas ellas constituyen el ser del cristiano, el ser de la Iglesia y de sus instituciones. La fe sin obras es palabrería. El culto sin fe se convierte en teatro. La caridad sin culto es filantropía. La comunión vaciada de su contenido teológico es pura organización humana, es «política».

El mensaje de esta carta promueve la unidad de vida en los creyentes y en sus asociaciones. Abre un camino de reflexión y conversión que ayude a la síntesis fe–vida y al diálogo evangelizador de la fe con la cultura.

Discernimiento pastoral

El discernimiento espiritual y pastoral es una actividad permanente de quien se deja iluminar, jugar y guiar por la gracia del Espíritu y por la Palabra de Dios. Es necesario para recorrer el camino de la fe y cumplir la misión. Los obispos ofrecen una vía de discernimiento cristiano que ayude a las Hermandades y Cofradías a su fidelidad en su ser, en su obrar y en su servicio a los hombres.

Sobre nueve capítulos se sugieren caminos de progreso y fidelidad:

–    Que sean caudal para alimentar la vida espiritual y apostólica.

–    Practicar la caridad, en la fraternidad, en la solidaridad y en la animación cristiana de la sociedad. La caridad política. Con libertad e independencia evangélicas.

–    Profesar un culto a las imágenes que lleve a Dios. Un culto en el corazón y la vida que supera los actos externos.

–    Jerarquizar y armonizar la vida litúrgica y los ejercicios piadosos. Valorar en la práctica la importancia del Triduo Pascual.

–    Vivir la devoción y el culto a María como camino que conduce a Cristo y a los hombres.

–    Intensificar la evangelización y la catequesis para enraizar y fundar la fe del pueblo cristiano.

–    Vivir la pasión de Cristo como llamada a la conversión, como experiencia redentora, dando verdadero sentido a la penitencia externa y culminando esta experiencia en la celebración de la Vigilia Pascual.

–    Actuar con conciencia cristiana y eclesial en la administración de los recursos.

–    Salvaguardar la identidad cristiana en relación con la cultura y con las entidades no eclesiales.

Tres objetivos de renovación

En sintonía con las llamadas del Papa a una nueva evangelización, se propone un horizonte de renovación espiritual que responde a tres necesidades del momento.

Una fe misionera que despliegue la vocación apostólica e impulse la evangelización en diálogo fecundo con la cultura y adaptado a los hombres de nuestro tiempo.

Una fe fundada, enraizada, mediante un proceso permanente de formación y actualización que desarrolle la gracia del bautismo en los hermanos/cofrades y su dirigentes, y logre un perfil de cristiano adulto mediante la vida sacramental, el testimonio y la animación cristiana de la sociedad. A la par que haga de las Hermandades y Cofradías ámbitos de catequesis, donde se acoge y transmite la palabra de Dios y se camina en la fe de la Iglesia.

Una fe eclesial, semilla de fraternidad y comunión, con apertura a la realidad eclesial y social, inserta en la vida parroquial como ámbito desde el que vive su integración diocesana y su comunión con toda la Iglesia. Esta fe eclesial se evidencia en la solidaridad con la misión de la Iglesia y con sus necesidades, con la opción preferencial por los pobres, la apertura al ministerio sacerdotal, la fidelidad a la propia identidad y en el ejercicio del culto católico.

El último capítulo desarrolla el significado religioso y pastoral de las peregrinaciones, en sus diversas formas, y la importancia del culto en los santuarios y ermitas, principalmente con ocasión de las fiestas patronales.

Un documento para la vida

Lo que se desconoce no se vive. Una carta se escribe para que la lea su destinatario, para transmitir un mensaje, para compartir. Más aún, si la carta tiene una significación especial, por su contenido y por su autor, no sólo se lee, sino que se retiene para nuevas lecturas. ¿Quiénes serán de hecho los destinatarios de esta carta? ¿Cuántos la leerán? ¿Cuál será su permanencia en la mente y en el corazón de quienes la lean?

Ojalá sea acogida con espíritu religioso y apertura de corazón. Como un precioso regalo eclesial, lleno de esperanzas para el bien de todos: el pueblo cristiano, los hermanos/cofrades y las mismas Hermandades y Cofradías. Sólo así podrá ser fecunda.

Esta carta es un instrumento eficaz para la formación permanente. Puede ser objeto de diálogo en las reuniones o cursos de formación. Su importancia merece creatividad e iniciativas para que sea presentada a todos, en Cabildos, acatos especiales, boletines, etc. Es, sin duda, un validísimo servicio para el ejercicio del ministerio pastoral en las Hermandades y Cofradías. Cada hermano/cofrade podría leerla, como escrita para él, en su intimidad, con espíritu de diálogo y confidencia fraterna.

Entre todos haremos que sea una semilla fecunda para gloria de Dios, bien de su Iglesia y para la evangelización de los hombres de nuestro tiempo. Nosotros, con la gracia de Dios, tenemos la palabra.

Antonio Hiraldo Velasco

Secretario General de los Obispos del Sur de España.

 

INTRODUCCIÓN

1. Con esta carta pastoral deseamos ponernos en contacto, una vez más, con todos los fieles católicos de las Archidiócesis de Granada y Sevilla. Y de manera especial nos dirigimos a los sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares que viven su fe, trabajan apostólicamente o pertenecen a las Hermandades y Cofradías sacramentales, de penitencia y de gloria. A todos, «gracias y paz de parte de Dios, Padre Nuestro, y del Señor Jesucristo»[1].

2. Empezamos agradeciéndoles a muchos de ellos sus aportaciones a la redacción definitiva de este texto. Entre todos, y desde nuestra fe común en Jesucristo, hemos realizado un verdadero discernimiento eclesial. Como pastores, reconocemos la importancia de la contribución de los laicos al bien de toda la Iglesia. Y unidos en comunión debemos cooperar todos a la misión salvadora de la Iglesia en el mundo. «Es necesario, por tanto, que todos, abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad»[2].

3. Los obispos, nos dice el concilio Vaticano II, «rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que se le han encomendado» con su autoridad y con su potestad sagrada, que ejercitan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad. «En virtud de esta potestad, los obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarles y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado»[3]

4. Esta autoridad y potestad para apacentar nuestra grey, que individual y colegiadamente poseemos en nombre de Cristo, es la que como pastores de nuestras diócesis nos mueve a ocuparnos en este documento, desde una perspectiva teológica y pastoral, de las Hermandades y Cofradías en el sur de España. De esta forma tratamos de cumplir nuestra misión de anunciar el único Evangelio de Jesucristo, válido para todos a pesar de la diversidad de situaciones; de iluminar y discernir las realidades eclesiales; de enseñar la doctrina de la Iglesia y de orientar las conciencias de los fieles cristianos en el camino de la salvación, ya se trate de las personas, ya de las instituciones de la Iglesia.

5. En continuidad con otros documentos sobre religiosidad popular[4], nos proponemos con esta nueva carta pastoral ejercer nuestra responsabilidad de obispos, orientando las expresiones de la fe del pueblo cristiano y velando por su autenticidad. Juan Pablo II nos ha exhortado a que mantengamos una atención, un respeto y un cuidado constante sobre la religiosidad de nuestro pueblo, a la vez que una «incesante vigilancia, a fin de que los elementos menos perfectos se vayan progresivamente purificando, y los fieles puedan llegar a una fe auténtica y a una plenitud de vida en Cristo»[5]. Con estos sentimientos de pastores de las iglesias del sur de España y como hermanos en la fe de todos vosotros, os dirigimos estas orientaciones pastorales.

 

I. VOCACIÓN CRISTIANA Y APÓSTOLICA DE LOS MIEMBROS DE LAS HERMANDADES Y COFRADÍAS

6. Las Hermandades y Cofradías son asociaciones de fieles cristianos conscientes de su pertenencia a la Iglesia. Y como todo fiel cristiano, deben sentirse, ante todo, personas que han asumido libremente su bautismo, por el que están incorporados a Cristo y son miembros vivos de su Cuerpo, la Iglesia, en la que viven con otros su fidelidad al Señor. Esta fidelidad al Señor, concretada en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, exige de por sí la participación en la acción apostólica, como tarea propia de todo fiel cristiano por el mismo hecho de estar bautizado. Por ello, los cofrades, junto al fin peculiar del culto público, deben asumir las responsabilidades propias de toda la Iglesia, según las necesidades que en cada momento se vayan presentando dentro del pueblo de Dios y en el mundo donde vivimos. Pues, como dice el Concilio Vaticano II, «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado»[6]. Y el apostolado «de los seglares, que surge de su misma vocación cristiana, nunca puede faltar en la Iglesia». «Pero nuestros tiempos –prosigue el Concilio– no exigen menos celo en los seglares, sino que, por el contrario, las circunstancias actuales les piden un apostolado mucho más intenso y más amplio (…). Prueba de esta múltiple y urgente necesidad, y respuesta feliz al mismo tiempo, es la acción del Espíritu Santo, que da hoy a los seglares una conciencia cada vez más clara de su propia responsabilidad y los impulsa por todas partes al servicio de Cristo y de la Iglesia»[7]. La presencia, pues, y la acción del Espíritu en los seglares se manifiesta en los frutos de vitalidad espiritual y apostólica que enriquecen a la Iglesia.

7. Es nuestro deseo que las Hermandades y Cofradías reflexionen conjuntamente sobre el sentido que tiene para ellas el ser asociaciones de fieles cristianos. Esto significa que deben sentirse Iglesia, que deben integrarse más en la dinámica renovadora del Concilio Vaticano II, que han de conocer y vivir las enseñanzas del Papa y de la Conferencia Episcopal Española e incorporarse a los planes diocesanos de acción pastoral, salvando siempre sus características peculiares. Teniendo muy en cuenta que, a tenor de los cánones 204–205, es evidente que no pueden ser ni llamarse asociaciones católicas si viven al margen de la vida eclesial. Por tanto, en sus celebraciones litúrgicas y piadosas yen su acción apostólica habrán de estar coordinadas con los organismos correspondientes.

8. En el momento presente se contempla en el sur de España un interés creciente por las manifestaciones católicas de religiosidad popular, y especialmente por las Hermandades y Cofradías. De lo cual, ciertamente, nos alegramos. Pero entendemos que esta realidad ha de ir acompañada en los cofrades de una creciente formación cristiana, a la par de una participación activa en la vida litúrgica y caritativa de la Iglesia, junto a un mayor dinamismo apostólico y de un fortalecimiento de la comunión eclesial. Con ello, las hermandades acertarán a incorporarse a la dinámica misionera que la Iglesia católica está desplegando en toda la sociedad española. Hoy, por otra parte, resulta particularmente necesario «conocer el Concilio más amplia y profundamente, asimilarlo internamente, afirmarlo con amor, llevarlo en la vida»[8].

9. La reevangelización de nuestra sociedad es una tarea urgente. El sur de España, como toda la sociedad española, está necesitando a todas luces una nueva evangelización. En los dos últimos años, los programas pastorales e la Conferencia Episcopal Española han insistido repetidamente sobre este tema[9].

El mismo Juan Pablo II nos dijo a los obispos el Sur en nuestra última visita ad limina, que no nos será posible revitalizar a la Iglesia de nuestra región si no intensificamos esta nueva acción evangelizadora. «Sin ella, el pueblo de Dios se iría quedando casi imperceptiblemente como aletargado, al faltarle la savia del Espíritu que, a través de la palabra y de la frecuencia de los sacramentos, lo mantiene sano y unido y le confiere vigor y fecundidad»[10]. Para esta revitalización espiritual de nuestra región hacemos un llamamiento a todos los hermanos/cofrades de nuestra diócesis. Os pedimos vuestra colaboración, confiados en que vuestra vocación cristiana y apostólica encontrará en esta tarea eclesial un nuevo florecimiento religioso hacia dentro y hacia fuera de la vida espiritual de vuestra propia Hermandad/Cofradía. Puesto que, aunque el fin principal de las Hermandades y Cofradías consiste en la promoción del culto público, ello no les exime, en su justa medida, toda la acción general de la Iglesia a la vista de las urgencias apostólicas que se presentan al pueblo de Dios y en cada momento histórico.

10. Una al evangelización habremos de hacerla en el contexto económico, cultural, social y religioso de nuestra región. La responsabilidad de ser testigos del Evangelio, a la que los cristianos somos convocados por el Señor, nos debe llevar a conocer en profundidad los graves problemas sociales que aquejan dolorosamente a nuestras regiones. Tales como son el paro, la situación tan difícil de los hombres del campo y del mar, el analfabetismo, la escasa industrialización, la falta de mano de obra cualificada, la drogadicción y el alcoholismo, la prostitución, la discriminación gitana…[11].

Como nos dijo el Papa recientemente, en Andalucía existe un fuerte contraste entre la rica tradición cultural y cristiana y los acuciantes problemas sociales todavía pendientes y de no fácil solución[12]. En esta dura realidad social tenemos que vivir y encarnar nuestra fe, el Mensaje de Jesús, para iluminarla y salvarla con la luz y la fuerza del Señor resucitado.

 

II. NUESTRAS HERMANDADES Y COFRADÍAS HOY: VALORES Y CREENCIAS

Caudal de vida espiritual en la Iglesia

11. Las Hermandades y Cofradías han contribuido grandemente al florecimiento de la vida cristiana entre nosotros. Estas asociaciones religiosas han aportado un importante caudal a la vida espiritual de nuestro pueblo. Y actualmente continúan alimentando la vida cristiana de muchos católicos repartidos por toda nuestra geografía. Las hermandades constituyen el hecho asociativo que cuenta con mayor número de miembros entre los católicos de la región, aunque lamentablemente muchos de ellos sólo figuren en las nóminas, limitándose su compromiso al pago de la cuota reglamentaria y a la salida en la Estación penitencial anual.

12. Abrigamos la esperanza de que las Hermandades y Cofradías puedan continuar siendo el cauce por el que muchos católicos alimenten en cierta medida su vida espiritual y apostólica. Para ello quizá fuese conveniente prestar mayor atención a la calidad cristiana de los asociados que a la cantidad. Todos estamos de acuerdo en que cualquiera no puede ser miembro de una Hermandad/Cofradía. Solamente aquellos que, profesando la fe cristiana, buscan un mayor compromiso comunitario y apostólico en la Iglesia. Si esta inquietud cristiana no está presente en los que desean entrar en las Hermandades y Cofradías, se deberá aplazar la admisión definitiva hasta después de un periodo de preparación y reflexión sobre el compromiso espiritual y apostólico que contraen al quedar incorporados a la Hermandad o Cofradía. Con esta medida no se pretende que estas asociaciones estén formadas únicamente por grupos selectos de cristianos, sino crear conciencia de que las Hermandades y Cofradías son un cauce de vida cristiana para los que tienen fe y quieren vivirla sinceramente en esta parcela de la Iglesia.

La práctica de la caridad cristiana

13. Comprobamos muchas veces con satisfacción que la práctica de la caridad cristiana es uno de los valores más profundamente vividos en estas asociaciones católicas y desearíamos verla extendida en todas las Hermandades y Cofradías. De esta forma tratan sus miembros de vivir algo tan central en el Mensaje de Jesús como es el amor fraterno y la solidaridad con los que sufren. No se trata solamente de dar, sino de darse totalmente como el mismo Jesucristo nos enseña. Lo que hagamos con los necesitados se lo hacemos la mismo Jesús: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino, preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme»[13]. Recientemente Juan Pablo II, haciendo una aplicación a la sociedad actual de esta doctrina predicada por Jesucristo, nos ha dicho que «pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no sólo con lo superfluo, sino con lo necesario. Ante los casos de necesidad no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello»[14].

14. Este valor evangélico, tan esencial en la vida cristiana y en la vida de toda la Iglesia, debe aplicarse y ampliarse a las nuevas situaciones de injusticia, a los nuevos grupos de marginados que han surgido en nuestros pueblos y ciudades a la sombra de un desarrollo económico consumista e insolidario. Vuestra caridad cristiana tiene que llegar a todas las personas y grupos que sufren abandono, soledad, incomprensión, marginación… Pero una caridad que no se quede sólo en las ayudas materiales, sino que llegue hasta el compromiso en asociaciones eclesiales o civiles para la promoción del bien común. «Uno de los fallos principales de nuestro catolicismo tradicional ha sido el desconocimiento completo de las implicaciones sociales de nuestra fe. Hoy se necesita más que nunca la formación de la dimensión social de nuestra conciencia cristiana. Los frecuentes llamamientos que la Iglesia ha hecho a los católicos para una acción social y política coherente con la fe han quedado con frecuencia paralizados por los moldes individuales en los que todavía muchos creen poder vivir el Evangelio»[15].

15. Los sentimientos que tuvo Jesús[16] son los sentimientos que deben inspirar nuestras acciones y compromisos en los problemas de la vida y en el orden social; no nuestros intereses personales o partidistas. Nos mueve a comprometernos socialmente el saber que lo que hacemos por mejorar las necesidades personales y por solucionar los problemas sociales se lo hacemos al mismo Jesús: «Lo que hicisteis con un de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis»[17]. Tal es el espíritu con el que deseamos que los católicos participen activamente en las asociaciones eclesiales, cívicas, profesionales, sindicales políticas, con el fin de ir creando «una convivencia y una vida social cada vez más parecida a la sociedad de los santos y más conforme con los designios de Dios»[18].

16. En el cumplimiento de esta tarea de animación cristiana de la sociedad, de sus instituciones y estructuras, los hermanos cofrades deberán mantener una distancia crítica respecto de cualquier ideología o mediación sociopolítica, para mantenerse fieles a las exigencias de la fe y no transferir a ningún tipo de partido político programa o ideología el reconocimiento que se debe exclusivamente a Dios, manteniendo con libertad evangélica su reserva cuando se enfrenta con programas e ideologías que se inspiran en doctrinas ajenas al cristianismo o contienen puntos concretos contrarios a la moral cristiana.

Por la misma razón, deseamos que aquellas personas que ejerzan cargos políticos relevante, en los que están sometidos a ideologías y disciplina de partidos concretos, se abstengan de participar en el ejercicio del gobierno de las Hermandades y Cofradías y de los Consejos locales, por ser ésta la forma más conveniente de evitar los conflictos de conciencia, de salvaguardar la coherencia y libertad de la persona[19].

El culto a las imágenes

17. Es bueno recordar aquí, con palabras del papa Juan Pablo II, sobre «la legitimidad de las imágenes en la Iglesia, no sólo por las riquezas espirituales que de ellas se derivan, sino también por las exigencias que impone a todo el campo del arte sacro». «Sin ignorar –prosigue el Papa– el peligro de un resurgir, siempre posible, de las prácticas idolátricas del paganismo, la Iglesia admitía que el Señor, la bienaventurada virgen María, los mártires y los santos fuesen representados bajo formas pictóricas o plásticas para sostener la oración y la devoción de los fieles»[20]. El concilio Vaticano II ha recordado con sobriedad la actitud permanente de la Iglesia a propósito de las imágenes y del arte sacro en general[21]. En este espíritu dice el Papa que el creyente de hoy, como el de ayer, debe ser ayudado en la oración y en la vida espiritual con la visión de obras que intentan expresar el misterio sin ocultar nada. Esta es la razón por la que, hoy como en el pasado, la fe es el necesario estímulo del arte eclesial (…). El auténtico arte cristiano es aquel que, a través de la percepción sensible, permite intuir que el Señor está presente en su Iglesia, que los acontecimientos de la historia de la salvación –vividos por los santos– dan sentido y orientación a nuestra vida, que la gloria que se nos ha prometido transforma ya nuestra existencia. El arte sacro debe tender a darnos una síntesis visual de todas las dimensiones de nuestra fe[22].

18. Las Hermandades y Cofradías han sido fieles a la tradición católica del culto a las imágenes. La misión de las imágenes es, como queda dicho, acercar el misterio de Dios a los hombres. La tradición patrística y Santo Tomás justifican la presencia de las imágenes porque ayudan a la instrucción del pueblo sencillo; porque hacen presente a nuestra contemplación la historia de la salvación y los ejemplos de los santos que la vivieron en plenitud; porque mueven a devoción alimentan nuestra vida cristiana, ya que el hombre asimila mejor lo que oye si lo ve[23]. El Concilio Vaticano II, en consonancia con esta tradición, defiende que se mantenga «firmemente la práctica de exponer imágenes sagradas a la veneración de los fieles». Pero recomienda «que sean pocas en número y guarden entre ellas el debido orden, a fin de que no causen extrañeza al pueblo cristiano ni favorezcan una devoción menos ortodoxa»[24].

19. Por el culto mal entendido a las imágenes se puede llegar a perder no pocas veces su verdadero sentido cristiano. Así, por ejemplo, cuando se desplazan las celebraciones litúrgicas de nuestra fe, como la Eucaristía; cuando se absolutiza su mediación como meras imágenes materiales, tanto para remediar nuestros males como para conseguir la salvación, olvidando que todo cuanto pidamos al Padre en nombre de Jesús nos será concedido[25] , y que solamente somos salvados «en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús»[26], cuando este culto no va acompañado de un testimonio de vida y de un compromiso cristiano; cuando no se ejercita la comunión eclesial; cuando aparecen en su entorno rivalidades, fanatismos, derroches económicos, excesos festivos, emulaciones sentimentales que dan lugar a «piques» entre hermanos o la multiplicación innecesaria de nuevas Hermandades… Todo ello tan ajeno al amor fraterno, a la mansedumbre cristiana, a la comunión y celebración festiva de la fe. Con San Pablo os decimos que seáis todos «del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés, sino el de los demás»[27].

A este respecto, queremos dejar bien claro que por nuestra parte reconocemos y respetamos el derecho de los fieles cristianos a asociarse libremente. No obstante, consideramos prudente que, cuando se trate del deseo de crear nuevas Hermandades y Cofradías, éste debe responder siempre a una comprobada necesidad pastoral.

Las salidas procesionales

20. Las salidas procesionales y estaciones de penitencia pueden llegar a ser, si se hacen con devoción y dignidad cristiana, valiosas catequesis plásticas en sus recorridos por las calles, las plazas y los caminos de nuestras ciudades y de nuestros campos. La contemplación de estas representaciones religiosas de la vida del Señor, de la Virgen y de los santos nos recuerdan los misterios de nuestra salvación y nos estimulan a seguir su vida ejemplar. Son una predicación del Misterio Pascual, esto es, de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo y de las verdades de nuestra fe; promueven la adoración de la Eucaristía; proclaman las grandezas de María y suscitan la admiración y la imitación de las virtudes de los santos y santas patronos. Decía el Concilio de Trento a los obispos que «enseñasen que por medio de las historias de los misterios de nuestra redención, representadas en pinturas u otras reproducciones, se instruye y confirma el pueblo en el recuerdo y culto constante de los artículos de la fe; aparte de que de todas las sagradas imágenes se percibe grande fruto, no sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que le han sido concedidos por Cristo, sino también porque se ponen ante los ojos de los fieles los milagros que obra Dios por los santos y sus saludables ejemplos…»[28]

21. Nuestras Hermandades y Cofradías deben recuperar las celebraciones litúrgicas que primitivamente precedían a las salidas procesionales.

Cristo está presente en la Iglesia sobre todo en la acción litúrgica: en el sacrificio de la misa, en los sacramentos, en la palabra cuando leemos en la Iglesia la Sagrada Escritura, y en la oración, cuando suplicamos y catamos salmos. Toda la celebración litúrgica es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia. La liturgia «es la cumbre a la cual tiende toda la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda fuerza»[29].

En este espíritu tenemos que coordinar las celebraciones litúrgicas y las salidas procesionales, facilitando a todos los fieles su asistencia, fomentando el fervor y devoción en los participantes y huyendo del espectáculo y ostentación, que van en contra de la sencillez y pobreza evangélica.

El Concilio Vaticano II nos dice que los ejercicios piadosos «se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la sagrada liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan al pueblo, ya que la liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellos»[30].

Por su parte, la Congregación para el Culto Divino se lamenta en un reciente documento de que «no se respetan los horarios convenientes del triduo santo. Más aún, frecuentemente se colocan en horas más oportunas y cómodas para los fieles los ejercicios de piedad y las devociones populares; y, en consecuencia, los fieles participan en ellas más que en los oficios litúrgicos»[31].

Estos principios han de aplicarse modo especial en los días de Semana Santa, principalmente durante el Triduo Pascual, es decir, desde la tarde de Jueves Santo hasta el Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor inclusive; según se indica en la última carta circular de la Sagrada Congregación para el Culto Divino, «los ejercicios de piedad, como son el Via Crucis, las procesiones de la pasión y el recuerdo de los dolores de la Santísima Virgen María en modo alguno pueden ser descuidados, dada su importancia pastoral. Los textos y los cantos utilizados en los mismos han de responder al espíritu de la liturgia. Los horarios de estos ejercicios piadosos han de regularse con el horario de la celebración litúrgica, de tal manera que aparezca claro que la acción litúrgica, por su misma naturaleza, está por encima de los ejercicios piadosos»[32].

La misa «en la Cena del Señor» debe celebrarse el Jueves Santo «por la tarde, en la hora más oportuna para que pueda participar plenamente toda la comunidad local. Allí donde verdaderamente lo exija el bien pastoral, el ordinario del lugar puede permitir la celebración de otra misa por la tarde en las iglesias u oratorios, y en caso de verdadera necesidad, incluso por la mañana, pero solamente para los fieles que de ningún modo pueden participar en la misa vespertina. Cuídese que estas misas no se celebren para favorecer a personas privadas o a grupos particulares y que no perjudiquen en nada a la misa principal»[33].

El sentido eucarístico del Jueves Santo ha de centrarse principalmente en la participación de todos en la misa de la Cena del Señor, mucho más que en la adoración al Santísimo Sacramento fuera de la misa.

La celebración litúrgica de la Pasión del Señor debe comenzar el Viernes Santo «después del mediodía, cerca de las tres. Por razones pastorales puede elegirse otra hora más conveniente para que todos los fieles puedan reunirse con mayor facilidad: por ejemplo desde el mediodía hasta el atardecer, pero nunca después de las nueve de la noche»[34].

Toda la celebración de la vigilia Pascual debe llevarse  a cabo durante la noche. Por ello no debe escogerse ni una hora tan temprana que la vigilia empiece antes del inicio de la noche, ni tan tardía que concluya después del alba del domingo. «Esta regla ha de ser interpretada estrictamente. Cualquier abuso o costumbre contrario que poco a poco se haya introducido y que suponga la celebración de la Vigilia Pascual a la hora en la cual se celebran habitualmente las misas vespertinas antes de los domingos, han de ser reprobados»[35].

La importancia excepcional de la Vigilia Pascual, como la celebración principal de todo el año litúrgico, es una invitación apremiante para todo cristiano a participar conscientemente en ella; carece de sentido dejar de hacerlo por incompatibilidad con otros actos religiosos, por muy significativos que éstos sean.

Las procesiones que permiten a los fieles contemplar los Misterios de la Pasión de Cristo y los dolores y Soledad de la Virgen María pueden ser muy adecuadas también el Sábado Santo, día en que «la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte» (Misal Romano); siempre que no impidan ni dificulten de hecho la participación del pueblo y de los propios hermanos nazarenos en la Vigilia Pascual. Si se diera esta dificultad, sería muy conveniente que las Hermandades y Cofradías afectadas revisaran el hecho, pudiendo incluso contemplar la posibilidad de trasladar su salida procesional a otro día de la Semana Santa, dada la importancia central de la citada vigilia para la vida de la comunidad cristiana.

La devoción a la Virgen María

22. Las Hermandades y Cofradías han profesado siempre una especial veneración a la Santísima Virgen. Son innumerables las imágenes de la Virgen que se veneran en Andalucía y muchos los santuarios y ermitas dedicados a ella. Todos nuestros pueblos y ciudades la festejan como patrona. Esta es una de las razones por la cual se le llama a Andalucía la tierra de María Santísima. María se merece todas estas muestras de afecto y alabanza porque es la Madre de Nuestro Señor Jesucristo y porque es un modelo de vida cristiana para todos nosotros. Ella es bienaventurada porque hizo siempre en todo lo la voluntad del Padre Celestial[36]. Ella es un miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia[37]. Ella ocupa. Después de Cristo, el lugar más alto y el más cercano a nosotros[38]. El culto a María es un verdadero culto cuando conduce a un mejor y más profundo conocimiento del mensaje de su Hijo, a un mayor amor y cumplimiento del mensaje de su Hijo contenido en los Evangelios[39]. A tal efecto es conveniente que las Hermandades y Cofradías actualicen sus formularios devocionales de acuerdo con el contenido de las Orientaciones para el Año Mariano publicadas por la Conferencia Episcopal Española[40].

23. El amor a la Virgen María nos debe conducir siempre al conocimiento y a la adhesión a la persona de Jesús, al deseo de imitar su vida. Mientras que honramos a la Madre, el Hijo, por razón del cual existen y se sostienen todas las cosas[41] y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud[42], debe ser mejor conocido, más amado, más glorificado y mejor cumplidos sus mandamientos[43]. Por lo tanto, el culto a María ha de entenderse y vivirse correctamente. La mediación de María en la salvación debe entenderse de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único mediador[44]. La Iglesia sabe y enseña con San Pablo que uno solo es nuestro mediador: hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos[45]. Por último, la misión maternal de María para con los hombres no oscurece i disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo; antes bien, sirve para demostrar su poder: es mediación en Cristo[46].

24. Junto a esto, la devoción a la Virgen María nos debe llevar también a un mayor compromiso con los hombres nuestros hermanos. Este puede ser un segundo criterio de discernimiento sobre la autenticidad cristiana de nuestra devoción a María. El primero hemos dicho que es un mayor conocimiento y adhesión al mensaje y a la vida de Jesús, su Hijo. Porque el conocimiento del Señor desemboca en la predicación, en el apostolado, en el anuncio de lo que hemos visto y oído, como hicieron los pastores en Belén[47]. Y María, después de la Anunciación, después de conocer al Señor, canta en el Magnificat su fe en un Dios que se compromete con la historia y a favor de los más pobres y oprimidos. Así nos lo ha enseñado recientemente Juan Pablo II. «La Iglesia acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magnificat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y humildes que, cantando en el Magnificat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús»[48].

La fe de los humildes sencillos

25. Las Hermandades y Cofradías          han sido durante siglos uno de los cauces importantes para la fe de nuestro pueblo. Gracias a su poder de convocatoria y a su forma peculiar de expresar los sentimientos religiosos, han hecho realidad en muchas gentes las palabras de Jesús: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños»[49].

Estas palabras se han cumplido sin lugar a dudas y han arraigado profundamente en las personas humildes y sencillas de corazón, que han mostrado el propósito sincero de seguir a Jesús, y siempre que el mensaje evangélico ha sido presentado fielmente, respaldado con el testimonio de vida cristiana. También Pablo VI hablaba de «expresiones particulares en la búsqueda de Dios y de la fe»[50].

Pero hoy «no podemos pensar en una vitalidad de la Iglesia cada vez más pujante si al mismo tiempo no intensificamos la nueva evangelización, una tarea cuya urgencia y necesidad se siente ahora más que en tiempos relativamente recientes»[51]. Para hacerse presentes en medio del mundo como testigos de Dios y mensajeros del Evangelio de la salvación, los cristianos necesitan estar (hoy más que nunca) firmemente  enraizados en el amor de Dios y en la fidelidad a Cristo, tal como se transmiten y se viven en la Iglesia[52].

Por todo ello, y haciendo nuestras las palabras que nos dirigió el papa Juan Pablo II con motivo de la visita ad limina, el día 14 de noviembre de 1986, queremos exhortaros a insistir en el desarrollo de la catequesis, atendiendo sobre todo a la exactitud y fuerza religiosa de sus contenidos, de manera que la catequesis sea en verdad para todos los fieles una verdadera introducción a la vida cristiana, desde sus aspectos más íntimos de conversión personal a Dios hasta el despliegue de la vida comunitaria, sacramental y apostólica[53].

26. Con todo, estas devociones y ejercicios piadosos perderían no poco de su savia y sus virtualidad si no estuviesen orientados hacia la vida litúrgica de la Iglesia. La Liturgia es «la fuente primera y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano»[54]. Esto ha de referirse ante todo a la Eucaristía, de donde mana hacia nosotros la gracia como de su fuente, y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin[55]. Consecuentemente, todas las devociones y ejercicios piadosos deben estar orientados y subordinados a las celebraciones litúrgicas, ya que por su naturaleza están por encima de ellos[56].

La conmemoración de la Pasión del Señor

27. Las Hermandades y Cofradías de Pasión y Penitencia, por el tema evangélico que contemplan, suponen una continua llamada a la conversión. Estas confraternidades nacieron con la idea de contemplar y dar culto público a la Pasión del Señor, sacando en procesión las imágenes de Nuestro Señor representado en alguno de estos momentos de su vida. De esta forma recordaban ellos, y todo el pueblo cristiano, el gran beneficio de la Redención y la necesidad de una conversión manifestada en la reforma de la propia vida y en la entrega y servicio a los demás.

28. Es verdad que los actos penitenciales reglamentarios que realizan las Hermandades y Cofradías pueden ayudar, y de hecho ayudan, a expresar los sentimientos de penitencia interior, referida al pecado personal, tan difícil de aceptar por el hombre. Pero hay que lograr que lo sea así de verdad, como una luz que irradia de la Pasión y la Cruz de Cristo que se conmemora, y que sitúa al hombre de cara a Dios y en el camino eficaz de salvación que Dios le ofrece. La iglesia primitiva, antes de que el cristiano explicitara la conversión con signos–sacramentos, exigía un comportamiento previo y convincente que acreditara su conversión. La renovación conciliar del Vaticano II sobre la Penitencia, tanto en las actitudes como en el sacramento, pretende recuperar su pleno sentido teológico y su núcleo central, consistente en la conversión sincera. Esta conversión requiere un cambio de mentalidad y de comportamiento en la propia vida, una vez que el hombre ha sabido situarse en su realidad de pecado a la luz del Espíritu de Verdad.

Hemos de recordar aquí, en cumplimiento de nuestro deber magisterial, la necesidad de que la totalidad de nuestros hermanos/cofrades expresen su actos penitenciales desde una inequívoca actitud de conversión profunda al Señor. Afortunadamente, en la mayoría de los casos, la «estación penitencial» se revela como signo elocuente de una actitud de conversión interior. Pero no en todos los casos ocurre así: se dan motivos, a veces, para poder pensar que el sentido auténtico de algunos actos penitenciales escapa a la mayoría de los que contemplan nuestras procesiones, porque sólo perciben ciertos aspectos de carácter cultural o folclórico, a causa de los comportamientos de algunos penitentes, poco en consonancia con lo que en principio se pretende.

Nadie debería pensar que algo tan fundamental como es la conversión radical del hombre pueda alcanzarse mediante un simple acto extrínseco, por el mero hecho de practicarlo, sin traer al primer plano al Dios que llama y convence mediante su Palabra y sus dones espirituales. Partiendo de la iniciativa de dios, que, levantando a Jesucristo en la Cruz, hace descubrir a todo  hombre su situación humana de impotencia, de caída en poder del mal y del pecado, el hermano/cofrade debe buscar y expresar su conversión verdadera, sin quedar satisfecho con una simple manifestación de penitencia pública reglamentaria que pueda realizar, por diversos motivos, carente de aquel requisito fundamental de conversión al amor de Dios y al amor de todos los hombres.

29. Nada mejor para cambiar nuestros corazones y para hacer de nuestra vida un servicio a los demás que el recuerdo del amor tan grande que Jesús nos mostró muriendo en la cruz por todos nosotros[57]. Su muerte fue la expresión suprema de su fidelidad a Dios Padre[58] y de su fidelidad a los hombres, a los que vino a salvar, pues nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos[59]. El Hijo del hombre vino a servir y a dar su vida para redención de muchos[60]. Tener la Pasión del Señor como modelo de referencia en la fe constituye una gran exigencia para todos los miembros de las Hermandades y Cofradías. Supone una profunda fe cristiana e implica el deseo de cumplir en todo la voluntad del Padre Celestial, hasta la entrega de la propia vida por predicar el Reino de los cielos.

30. Pero no hay muerte del Señor sin resurrección. La Pasión Y muerte del Señor no está completa sin la Resurrección. Al que murió en la cruz por nuestros pecados Dios lo resucitó[61] y lo ha constituido para siempre Señor y Mesías[62]; exaltado a la diestra de Dios, ha enviado el Espíritu prometido pro el Padre[63]. El Espíritu Santo habita ya en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo[64] y ora y da testimonio en nosotros de la adopción de hijos[65].

La muerte ha sido definitivamente vencida por la vida. Si no creyéramos y celebráramos la Resurrección del Señor, que es la garantía de nuestra propia resurrección, serían falsas nuestra predicación y nuestra fe[66].

Por consiguiente, no puede haber Semana Santa sin celebración de la Resurrección. El Domingo de Pascua de Resurrección da sentido a cuanto recordamos en los días anteriores. Toda celebración cristiana es celebración de la Resurrección del Señor. Las salidas procesionales de Semana Santa se viven con mucho mayor sentido si se participa, como hemos visto, activa y conscientemente en los oficios litúrgicos del Triduo Pascual. La liturgia tiene siempre presente la perspectiva pascual de toda la obra de la salvación. La Vigilia Pascual es la verdadera culminación de toda la Semana Santa, y debe ayudar a que manifestemos en las procesiones lo que queremos vivir en la liturgia y en la realidad de cada día. Por esto es muy importante que cada Hermandades y Cofradías ofrezca a sus miembros cauces concretos para que puedan participar en los oficios del Triduo Pascual. Así, la liturgia y las procesiones podrán recuperar la unidad que primitivamente tuvieron, y se vivirá más fuertemente el sentido cristiano que encierra para todos los creyentes la verdad de que le Crucificado murió, pero ha resucitado[67].

El arte religioso

31. A través de toda su historia, las Hermandades y Cofradías han creado , conservado, custodiado y restaurado, en bastantes ocasiones, una buena parte del arte religioso existente en nuestras iglesias. Y no sólo en las magníficas tallas de los Cristos y Vírgenes que todos conocemos, sino también en el campo de la orfebrería, de los bordados, candelería, cera, túnicas, mantos, canastillas, etc. Es obligado velar por tanta riqueza de arte sacro como el representado por el patrimonio de las Hermandades y Cofradías.

32. en la creación de nuevas imágenes u otros objetos de culto actúen siempre las Hermandades y Cofradías de acuerdo con las delegaciones de arte de las respectivas diócesis, a fin de evitar en nuestros templos aquellas obras artísticas que puedan repugnar a la fe, a las costumbres y a la piedad cristiana u ofender el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte[68]. Las cosas destinadas al culto, nos dice también el Concilio, sean «en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades eclesiales»[69]. De acuerdo con este espíritu, recomendamos que cualquier innovación o estreno notablemente costoso de objetos artísticos sea comunicado previamente a nuestra autoridad.

Dimensión cultural

33. Muchos comportamientos religiosos colectivos, por tratarse de hechos sociales, contienen una serie de dimensiones distintas de las puramente religiosas. Así, por ejemplo, las Hermandades y Cofradías han jugado un papel relevante en la historia del asociacionismo en nuestra región. Determinadas manifestaciones religiosas pueden expresar simbólicamente la identidad de una región, de una ciudad, de un pueblo, de un barrio o de un grupo social, además de los sentimientos religiosos de los participantes. Pueden existir asimismo unos ritos religiosos que sean expresiones de la integración o separación de grupos, pueblos o regiones. Y lo mismo puede decirse de muchas manifestaciones estéticas y festivas presentes en procesiones, romerías y fiestas patronales que cíclicamente se vienen celebrando por nuestra geografía.

34. Pero hay que dejar bien sentado que el hecho de que las celebraciones populares católicas contengan otras dimensiones complementarias de las religiosas no justifica el que otros grupos ciudadanos  o las autoridades públicas las que fomenten únicamente desde una perspectiva cultural, sin tener en cuenta la experiencia espiritual, las creencias religiosas, las exigencias morales y la comunión eclesial que tales celebraciones comportan en la vida del pueblo cristiano[70]. Si no se profesa la fe cristiana, difícilmente se pueden comprender estas expresiones religiosas de nuestro pueblo, y mucho menos la participación y el hecho de asociarse para promoverlas y celebrarlas.

 

III. UN CAMINO DE RENOVACIÓN

Actitud misionera

35. Ya hemos dicho que los católicos asociados a las Hermandades y Cofradías tienen que avivar la dimensión apostólica de su fe. La fe en el Resucitado es sobre todo fe misionera: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación[71]dijo el Señor–, y todos salieron a predicarla por todas partes[72]. Los profundos cambios culturales experimentados por nuestra sociedad reclaman también hoy de todos los católicos un nuevo esfuerzo de evangelización[73]. A finales del segundo milenio, nuestra sociedad está necesitada de una segunda evangelización. Se hace cada día más urgente ir pasando de una pastoral de conservación a una pastoral de misión, ya que cada vez van siendo más las personas que no conocen la revelación de dios a los hombres en su Hijo Jesucristo. Cada vez parecen ser más numerosos los católicos que tienen una fe muerta. A unos y otros hay que anunciarles la Vida Eterna[74]. «Ahora, más que de conservar sólo costumbres religiosas y transmitidas se trata, sobre todo, de fomentar una adecuada reevangelización de los hombres, de obtener su reconversión, de impartirles una más profunda y madura educación en la fe»[75].

36. El mundo cambia continuamente y se hace necesario adaptar el anuncio del Evangelio, la espiritualidad y el compromiso apostólico al medio social de cada época. La evangelización el hombre actual tiene como requisito la inculturación de la fe en el mundo en el que vivimos, guardando el mandato sin tacha ni culpa hasta la manifestación de Nuestro Señor Jesucristo[76]. La inculturación «significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo»[77]. Se trata así de evangelizar la cultura sin desvirtuar los valores del Evangelio. Por tanto, en nuestra presentación y vivencia del mensaje de Jesús se muestra necesario revisar aquellos elementos que, siendo fruto de la inculturación en épocas y mentalidades pasadas, no resultan válidos hoy[78]. Por consiguiente, pensemos si nuestra espiritualidad, expresiones litúrgicas, formas de piedad y manifestaciones plásticas, están en consonancia con las prácticas del hombre de nuestro tiempo.

Prepararnos para la misión

37. Todos estamos necesitados de una renovación cristiana, tanto en nuestros conocimientos teológicos como en nuestra práctica pastoral. Debemos entrar en una dinámica de formación permanente, tal como hemos escrito los obispos españoles, manifestando que nos sentíamos «obligados a impulsar la preparación y la formación permanente de todos los agentes de pastoral que tienen especial influencia en la vida del pueblo de Dios»[79].

Esto, que parece indispensable para todos los cofrades y hermanos, lo es de una manera singular para aquellos que han sido elegidos para ocupar cargos de responsabilidad dentro de las Hermandades y Cofradías. Nos referimos a los hermanos mayores o presidentes y a todos los miembros de las Juntas de Gobierno. Sólo deberían ocupar dichos cargos cofrades y hermanos que se distingan por su vida cristiana personal, familiar y social, así como por su vocación apostólica. Ellos deben dar ejemplo y ser estímulo para los demás cofrades y hermanos, participando cada domingo en la celebración de la eucaristía, recibiendo con frecuencia el sacramento de la penitencia o confesión, siendo esposos y padres ejemplares, competentes trabajadores o profesionales distinguiéndose siempre por su unión y servicio a la parroquia, a la diócesis y a la Iglesia universal.

Nunca debería darse el caso de pretender acceder a los cargos de gobierno de una Hermandad/Cofradía personas que tuviesen como objetivo fines ajenos a los anteriormente enumerados; por ejemplo, servirse de una Hermandad/Cofradía como ámbito de influencias sociales o plataforma de prestigio meramente humano.

38. De la misión que la Iglesia os encomienda se deriva una serie de exigencias para la vida espiritual  de cada hermano/cofrade y para el trabajo apostólico de toda Hermandad/Cofradía:

a) Como bautizados y miembros conscientes de la Iglesia católica tenéis que alimentar cada día vuestra vida interior, si de verdad estimáis la propia fe como la más importante de vuestra existencia. Este alimento nos viene de la lectura y meditación de la Sagrada Escritura, de la oración asidua, personal y familiar, de la participación frecuente en las celebraciones litúrgicas, de la penitencia personal y sacramental, del compromiso personal en la vida de la propia comunidad y en el amor evangélico eclesial a los pobres[80].

Los sacramentos de la reconciliación y la eucaristía dominical han de ser en todos vosotros prácticas habituales. Todos los sacramentos, todos los ministerios eclesiales y todas las obras de apostolado están unidos con la eucaristía y hacía ella se ordenan. La eucaristía aparece como fuente y cima de toda evangelización[81]. Las celebraciones litúrgicas deben ocupar el centro de la vida de todas las asociaciones católicas y todos los otros actos de piedad habrán de estar orientados hacia ellas. La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón día del señor o domingo. En este día, los fieles deben reunirse para escuchar la palabra de Dios y participar en a eucaristía, en recuerdo de la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dando gracias a Dios, que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos[82].

En la vida diaria estáis llamados a dar testimonio de vuestra condición de católicos en la familia, en el trabajo y en los compromisos sociales. En consonancia con vuestro compromiso cristiano en las Hermandades y Cofradías., habréis de conformar progresivamente vuestras vidas, vuestras maneras de pensar y actuar a las exigencias evangélicas. Siendo, en primer lugar, sensibles ante los problemas de los hombres, comprometiéndonos en la transformación de las estructuras sociales, con la participación en las asociaciones civiles para promover desde ellas el bien común, de acuerdo con la propia fe y las enseñanzas de la Iglesia[83]. Pensad en todas estas exigencias cristianas a la hora de elegir a vuestros directivos, olvidando protagonismos sociales, económicos y familiares. Los que más destaquen en vida espiritual y apostólica son los más aptos para estos cargos[84].

b) Como miembros de asociaciones católicas estáis llamados también a participar en la actividad catequética de la Iglesia. Para poder evangelizar a otros tenéis que prepararos, primero vosotros mismos, en el conocimiento de la Sagrada Escritura y de las enseñanzas de la Iglesia. Es decir, tenéis que ser catequizados primero para poder catequetizar a los demás conociendo y viviendo el contenido de la fe. Para poder explicar a los hombres las riquezas de la pasión, muerte y resurrección del Señor y los dolores y gozos de María. Para decirles a todos que este Dios viviente y soberano se ha entregado y se hace accesible a los hombres como amor y como gracia en su hijo Jesucristo[85].

La catequesis es una experiencia tan antigua como la Iglesia. Los miembros de la primitiva comunidad cristiana aparecen en el libro de los Hechos de los Apóstoles  perseverantes en oír la enseñanza de los apóstoles y en la fracción del pan y en la oración[86]. Los apóstoles asocian a su tarea de enseñar a otros discípulos[87], y en la Iglesia primitiva, incluso, los simples cristianos dispersados por la persecución, iban por todas partes predicando la Palabra[88]. Todo bautizado tiene derecho a recibir de la Iglesia una enseñanza y una formación que le permitan iniciar una vida verdaderamente cristiana y participar de la tarea evangelizadora de la Iglesia[89].

Comunión eclesial

39. Otro elemento importante para las Hermandades y Cofradías en este proceso de renovación es la comunión eclesial. La comunión con la Iglesia nos es necesaria para la salvación. Cristo, el único mediador y el camino de la salvación, se hace presente a nosotros en su Cuerpo visible, que es la Iglesia. Entramos en ella por el sacramento del bautismo, indispensable para llegar a formar parte de la comunidad católica y apostólica de los creyentes[90]. Insistimos en lo que recientemente hemos dicho todos los obispos españoles: Es preciso que caigamos en la cuenta de la naturaleza esencialmente eclesial de nuestra fe personal desarrollando el conocimiento y la estima de la Iglesia como fuente y matriz permanente de la fe. En ella y por ella la recibimos; por medio de ella nos llega la asistencia de Dios y Cristo para mantenernos en la auténtica fe apostólica de dios y Cristo para mantenernos en la auténtica fe apostólica (…). Las comunidades, asociaciones y movimientos, aun siendo eclesiales, no realizan por sí solos y aisladamente el ser completo de la Iglesia[91].

40. El compromiso cristiano de los miembros de las Hermandades y Cofradías no se reduce al limitado círculo de estas asociaciones. Como miembros de un movimiento cristiano, han de sentirse en comunión con las otras asociaciones y movimientos apostólicos de la Iglesia diocesana. Téngase en cuenta que las asociaciones y movimientos apostólicos pueden degenerar o empobrecer su vitalidad cristiana, espiritual y apostólica si se cierran sobre sí mismos, sustituyendo el magisterio y la amplitud de la Iglesia universal por las tradiciones, las ideologías y hasta los intereses meramente humanos[92].

41. Por la misma razón, las Hermandades y Cofradías han de vivir su comunión orgánica con las parroquias a las que pertenecen. Les incumbe colaborar con el párroco y los demás sacerdotes en al vida litúrgica, sobre todo en la preparación del Triduo Pascual y en otras tareas apostólicas o catequísticas. Todo esto justifica la presencia de los hermanos/cofrades en los Consejos Parroquiales de Pastoral.

42. A través de la parroquia nos vinculamos con la Iglesia diocesana y con la Iglesia universal, bajo el ministerio pastoral de los obispos y del Sumo Pontífice. La Iglesia difundida por todo el orbe se convertiría en una abstracción si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias particulares[93]. Los cristianos no formamos parte de la Iglesia universal al margen de la Iglesia particular. La Iglesia universal se realiza de hecho en todas y cada una de las Iglesias particulares que viven en la comunidad apostólica y católica. El hecho de vivir encuadrados en otras instituciones eclesiales al hilo de la historia, por la acción del Espíritu, no nos dispensa del esfuerzo por integrarnos en la Iglesia particular constituyente de ser mismo de la Iglesia[94]. La Iglesia diocesana la formamos todos, y entre todos tenemos que enriquecerla con nuestros carismas, con nuestra colaboración y con la ayuda material a sus necesidades.

43. Pedimos a todas las asociaciones católicas que no pierdan el sentido de la proporcionalidad y piensen en las exigencias de la caridad cristiana en el momento de distribuir sus recursos económicos. No deben olvidar la situación de nuestra región y las necesidades de la Iglesias diocesanas. Ambos problemas deberían tener un carácter prioritario sobre otras necesidades, canalizándose las ayudas a través de las Cáritas Diocesanas. Es preciso que los católicos «adquiramos una conciencia más viva y más lúcida de nuestra responsabilidad respecto al sostenimiento económico de la Iglesia», para lo cual la aportación de cada uno de los fieles y la de las asociaciones católicas es totalmente necesaria «para el culto divino, las obras apostólicas y la caridad y el conveniente sustento de los ministros»[95], así como para las obras misionales y las necesidades de la Iglesia universal[96]. Es conveniente que el ordenamiento económico de las Hermandades y Cofradías se adapte al sistema contable vigente en las diócesis en conformidad con las disposiciones del Derecho Canónico[97].

44. Los sacerdotes forman , junto con su obispo, el presbiterio diocesano. En cada una de las congregaciones de fieles ellos representan al obispo, con quien están confiada y animosamente unidos[98]: Recordamos a todos que es muy raro, por no decir imposible, que florezca una comunidad de fe, más pequeña o más grande, sin el aliento de un sacerdote. Sin el sacerdote no es posible la reconciliación sacramental ni la celebración eucarística; él es el animador, el ministro de la palabra, el pastor que guía espiritualmente a los fieles y el que debe aglutinar el grupo[99].

Por este motivo, los sacerdotes deben conocer mejor y ayudar más a estas asociaciones de seglares con tanta tradición en la Iglesia. Sus posibilidades pastorales pueden ser muchas. No olviden que la promoción de un laicado responsable y activo es una de las tareas más necesarias y urgentes del presbítero como evangelizador[100].

45. La vocación cristiana en todo hombre creyente nace del hecho de ser miembro del Pueblo de Dios y, por ello, no puede realizarse sólo en el compromiso individual, sino que primero habrá de vivirse, como hemos dicho, en las comunidades básicas y estables de la Iglesia local, es decir, en las parroquias. En segundo lugar, en los grupos asociativos que le ayudan a completar su vivencia cristiana, como ocurre en este caso con las Hermandades y Cofradías.

Pero, al mismo tiempo, la existencia genuina de éstas –y más todavía la realización cristiana de sus fines situados en el marco completo de las relaciones Iglesia–Mundo–, dependen en gran medida de la presencia ministerial de los directores espirituales y demás sacerdotes que las asisten. Como ministros de Cristo al servicio de esta porción de fieles y garantes de su fidelidad a los fines propios, deberán los sacerdotes considerarse siempre como «hermano entre hermanos»[101], que trabajan juntamente con los seglares en la Iglesia y por la Iglesia. Por su parte, los hermanos cofrades deben acogerlos como a quienes tienen la responsabilidad oficial, no sólo de atender a las necesidades rituales de la Hermandad, sino a la realización del sacerdocio común de los fieles puestos bajo su cuidado pastoral, en toda su amplitud.

Ciertamente, el marco específico de una Hermandad puede ofrecerles a los sacerdotes unas posibilidades inestimables para ejercer fructuosamente el ministerio pastoral. Su principal misión y el fin de todos sus esfuerzos ha de ser facilitar a todos los hermanos cofrades sus encuentro con el Señor. Por esto mismo, los hermanos cofrades deberán adoptar ante sus directores espirituales o sacerdotes asistentes una actitud fraternal de acogida, a fin de ayudarles en el cumplimiento pleno de su ministerio sacerdotal. Estos actuarán siempre en comunión con el obispo y unidos al párroco[102].

46. Las Hermandades y Cofradías, cuyo fin es el culto público en nombre de la Iglesia, según el Derecho Canónico, son por ello asociaciones públicas. Estas asociaciones deben ser erigidas canónicamente por el obispo del lugar si quieren «promover el culto público» en nombre de la Iglesia y realizar «el ejercicio de obras de piedad o de caridad y la animación con espíritu cristiano del orden temporal»[103]. Solamente es culto público el que «se ofrece en nombre de la Iglesia por las personas legítimamente designadas y mediante actos aprobados por la Iglesia»[104]. Y, por tratarse de asociaciones públicas de la Iglesia, «corresponde exclusivamente a la autoridad eclesiástica competente el erigir asociaciones de fieles que se propongan (…) promover el culto público…»[105] Por esto mismo, «los estatutos (las reglas) de esta asociación pública, así como su revisión o cambio, necesitan la aprobación de la autoridad eclesiástica a quien compete su erección, conforme a la norma del canon 312,1»[106].

47. Un claro signo de comunión eclesial actualmente para las Hermandades y Cofradías lo constituye la pronta adaptación del los Estatutos y Reglas «definan y señalen los medios para que las Hermandades y Cofradías sean realmente lugares de educación en la fe, de celebración de la misma, de caridad y comunicación de bienes, de testimonio de Jesucristo en el mundo»[107].

48. La música sagrada forma parte de las celebraciones de culto y de los ejercicios piadosos. No es un ornato sobreañadido, como si se tratara de un elemento externo o secundario. La calidad interpretativa de las voces e instrumentos es parte integrante de la música sagrada: «la gloria de Dios y la santificación de los fieles». La música es también un dato identificador de la naturaleza religiosa de los actos que se celebran. Por ello, todos, sacerdotes y fieles, hemos de valorar correctamente la naturaleza y la importancia de la música sagrada, en sus diversas formas cooperando con fidelidad y creatividad a la educación y a la participación de los fieles (músicos, coros y pueblo) en las celebraciones religiosas. Sea siempre el espíritu de la liturgia el que inspire las diversas actuaciones musicales, lejos de toda espectacularidad, de orientación o criterios ajenos a las enseñanzas de la Igleisa. «Téngase en cuenta que la verdadera solemnidad de la acción litúrgica no depende tanto de una forma rebuscada, de un canto o de un desarrollo magnífico de ceremonias, cuando de aquella celebración digna y religiosa que tiene en cuenta la integridad de la acción litúrgica misma»[108].

La función ministerial de la música sagrada en el servicio divino se rige por su doble fidelidad al rito litúrgico y a la comunidad celebrante. Promuevan las Hermandades y Cofradías la formación de coros que, expresando la propia vivencia de la fe y abiertos a la pastoral parroquial, sirvan a los fines del culto cristiano. Eviten aquellos elementos que pueden fomentar en los fieles la evasión o conducirles a vivencias profanas. Para ello se ha de garantizar el contenido religioso de los repertorios musicales y se han de de preferir los que son propios de cada tiempo litúrgico, armonizando convenientemente la actuación del coro y el canto del pueblo. Es éste un excelente campo de apostolado para los hermanos/cofrades y un cauce para su servicio a los fieles integrados en la vida parroquial.

Pedimos a los sacerdotes y a los responsables de la organización de los cultos que observen con fidelidad las recientes disposiciones de la Comisión episcopal de Liturgia sobre los cantos del ordinario de la misa, el salmo responsarial y el canto de la paz[109].

 

IV. SANTUARIOS Y ERMITAS

Renovación del sentido cristiano

49. Algunas Hermandades y Cofradías se organizan en torno a santuarios y ermitas dedicados a Cristo, a la virgen o a los santos en las zonas donde están ubicados. Se trata de Hermandades y Cofradías de Gloria que en muchas ocasiones veneran a María como reina gloriosa. Sus celebraciones religiosas suelen coincidir frecuentemente con las fiestas patronales.

50. Las Hermandades y Cofradías establecidas en santuarios y ermitas, en unión con los párrocos y con las comunidades parroquiales., procuren que estas celebraciones sean auténticas manifestaciones de la fe de la Iglesia. Eviten interferencias de las entidades no eclesiales en su organización y dirección, distinguiendo bien las celebraciones profanas de las religiosas. Conviene precisar con la mayor claridad las exigencias cristianas que se derivan de estas celebraciones, acomodando la dimensión festiva a las actitudes y criterios evangélicos. Hay que seguir avanzando en el camino de la autonomía de la Iglesia ante el poder civil, en conformidad con la doctrina del Concilio Vaticano II.

51. Los santuarios y ermitas son templos católicos y, por consiguiente, en ellos deben seguirse las mismas normas canónicas que en el resto de las iglesias. Los fieles deben guardar en ellos el mismo respeto y reverencia que en las otras iglesias. A ello puede ayudar el acotamiento de una zona de silencio en torno a los santuarios, evitando que llegue hasta ellos el bullicio festivo de los alrededores; cuidar de la disposición interior de estas iglesias, de manera que inviten a la participación; iluminarlas y sonorizarlas convenientemente; educar al pueblo cristiano en las actitudes cristianas convenientes, no justificando determinados comportamientos (impuntualidad, desorden, rivalidades…) con la excusa de pretendidas tradiciones.

Popularidad creciente

52. Los santuarios y ermitas del sur de España están viviendo una revitalización religiosa. Lugares de culto que hace sólo unos años estaban casi olvidados ahora están siendo muy frecuentados por fieles y peregrinos, sobre todo con ocasión de las celebraciones patronales. En esta revalorización de los santuarios y ermitas está influyendo, en primer lugar, el sentido religioso de nuestro pueblo, junto a otra serie de factores sociales. Entre ellos podemos citar el fenómeno de la vuelta al campo, a la montaña, al pueblo en general, propio de las culturas urbanas, como reacción a la despersonalización, a la monotonía y a la aglomeración de nuestras ciudades. Se vuelve a estos lugares buscando la identidad cultural perdida por la emigración obligada a zonas sin ninguna o con distinta tradición cultural, y ajenas totalmente a los sentimientos y convicciones más íntimas. Presentes en esta vuelta a los orígenes, están también algunas ideas cada vez más extendidas sobre la importancia y el valor de la naturaleza para un sano equilibrio de la vida humana.

53. Pero esta popularidad creciente de nuestros santuarios y ermitas deberá ir acompañada de un aumento y profundización en las celebraciones litúrgicas de los santuarios. En este sentido somos contrarios a la pérdida del carácter cristiano de estos centros de peregrinación y a la participación en ellos por motivos ajenos a la experiencia de fe. Tampoco aprobamos la desunión y el conflicto entre hermanos que tienen una misma fe y que predican el perdón y el amor fraterno.

Por encima de las pequeñas diferencias y las tradiciones está el hecho indiscutible de que tenemos un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, para todos y en todos[110]. Aconsejamos a los católicos que desaparezca la ostentación y la desmesura económica, que desentona con las exigencias evangélicas y la situación social de nuestra región.

No deberíamos dar lugar a que cayera sobre nosotros aquellas duras palabras del Señor: «Mi casa es casa de oración. ¡Pero vosotros estáis haciendo de ella una casa de bandidos!»[111]

Sentido cristiano del caminar

54. Las procesiones, peregrinaciones y romerías que se hacen a los distintos santuarios y ermitas tuvieron siempre, y pueden seguir teniendo, un profundo sentido cristiano si se hacen con verdaderas motivaciones espirituales. Salir en procesión, en peregrinación o en romería supone ponerse en camino. El camino es una experiencia espiritual, es una apertura a lo nuevo, a lo desconocido. En un desinstalarse. Es el abandono de todo lo que tengo para encontrar al que valoro más que todo lo dejado. Es el paso por la soledad y el desierto, antes de alegrarse por haber encontrado lo que se buscaba. Abraham dejó la casa de sus padres y su patria y se puso en camino hacia la tierra que Yahveh le mostró[112]. El pueblo de Israel caminó durante cuarenta años por el desierto antes de ver la tierra prometida[113]. Nosotros mismos somos peregrinos y caminantes en esa tierra. Pero, el camino que lleva a la Vida es angosto y estrecho y pocos son los que lo encuentran[114]. Hacer el camino tiene un profundo sentido bíblico cuando éste supone una experiencia que lleva hacia la conversión al Evangelio, a la entrega a Dios Nuestro Padre y a su Hijo Jesucristo.

55. Los hijos de Israel, antes de llegar a la tierra prometida, adoraron a dioses falsos[115], pusieron a prueba Dios y lo tentaron, y no todos vieron la tierra de promisión[116]. Nosotros también podemos estar adorando a ciertos ídolos por el camino en vez de adorar al verdadero Dios, al Dios revelado en los Evangelios por Jesús, su Hijo. Él es la puerta por donde debemos entrar para encontrar la salvación[117]. Él es el Camino, la Verdad y la Vida[118]. El camino cristiano es un camino de seguimiento al Señor, es el camino de la entrega y del servicio a los demás.

56. Dada la gran afluencia de fieles que acuden en peregrinación a muchos de estos santuarios y ermitas, pedimos a los sacerdotes responsables y a los hermanos cofrades que se reúnan a planificar con el mayor interés la atención pastoral en estos centros de peregrinación, no sólo en los días de la festividad de los titulares, sino durante todo el año; y que preparen según las orientaciones conciliares las celebraciones litúrgicas correspondientes. Todos deben colaborar en la organización y preparación de estas peregrinaciones y romerías, sobre todo en lo que afecta a las celebraciones penitenciales eucarísticas.

Con ocasión del Año Mariano, la Sagrada Congregación para el Culto divino ha dado algunas directrices pastorales concretas para los santuarios:

1) Entre las funciones de los santuarios está el incremento de la liturgia, entendido no como aumento numérico de las celebraciones, sino como perfeccionamiento de la calidad de las mismas. Entre estas celebraciones litúrgicas debe tener un lugar preferente la celebración de la eucaristía y de la penitencia, celebradas con la dignidad y respeto que requieren.

2) La función ejemplar del santuario se manifiesta también en el ejercicio de la caridad, en la acogida y hospitalidad hacia los peregrinos, sobre todo a los más pobres, en la solicitud y premura hacia los peregrinos ancianos, enfermos y minusválidos, a los cuales se reservan las más delicadas atenciones y los mejores lugares en el santuario: en la disponibilidad y en el servicio ofrecidos a todos aquellos que acuden a estos centros devocionales.

3) La peregrinación es otra de las funciones religiosas de los santuarios. La peregrinación es una manifestación cultural íntimamente vinculada a la vida del santuario. En sus formas más auténticas, constituye una elevada expresión de piedad, por las motivaciones que están en su origen, por la espiritualidad que la anima, por la oración que caracteriza sus momentos fundamentales: la partida, el «Camino», la llegada, el retorno.

4) Los sacerdotes que guían peregrinaciones deben favorecer la reunión de los diferentes grupos en una misma concelebración, debidamente articulada: ésta daría entonces una imagen genuina de la naturaleza de la Iglesia y de la Eucaristía y constituiría para los peregrinos ocasión de mutua acogida y de recíproco enriquecimiento.

El centro de interés y la meta de toda peregrinación radica en la imagen devocional que preside cada santuario, en torno a la cual debe transcurrir la convivencia de los romeros, mediante una programación adecuada al acto que se celebra y que excluya toda evasión hacia actividades paralelas, ajenas al espíritu cristiano del acto que se celebra.

5) En los períodos de mayor afluencia de peregrinos, los rectores de algunos santuarios destinan algunos momentos de la jornada a la celebración de las bendiciones de personas y objetos. A través de ellas, celebradas con verdad y dignidad, los fieles comprenderán su sentido genuino y el compromiso de observar los mandamientos de dios que conlleva la «demanda de una bendición».

6) La consagración al Señor o a la Virgen María (el hecho de ponerse bajos su protección) de niños, familiar, grupos eclesiales y parroquias no debe ser fruto únicamente de una emoción momentánea aunque sincera. Antes bien, debe nacer de una adhesión personal, libre y madurada a través de una exacta comprensión del significado religioso de la consagración al Señor o a María.

7) Muchos santuarios son sede de Cofradías que se proponen honrar a sus titulares y promover la vida cristiana entre sus miembros. La inscripción en tales asociaciones es en sí misma un acto de devoción; pero no deben alentarse las inscripciones que se reducen a una mera fórmula, sin asumir compromiso concreto alguno.

8) La imposición de medallas, insignias y escapularios ha de hallarse de acuerdo con la seriedad de sus orígenes; no debe ser un acto más o menos improvisado, sino el momento final de una esmerada preparación por la que el fiel se ha hecho consciente de la naturaleza y de los fines de la asociación a que se adhiere y de los compromisos de vida que con ello asume.

9) Fiel a una antigua y universal tradición, el peregrino que acude a un santuario lleva a cabo una ofrenda. Tanto los donativos, las ofrendas de especies y los exvotos son expresiones culturales de gratitud. Con respecto a los exvotos, debe cuidarse que no invadan el lugar donde se veneran las imágenes ni el ámbito de la Iglesia. Edúquese igualmente el buen gusto de los fieles en su elección, respetando la sensibilidad y las posibilidades de los oferentes.

10) Los santuarios son por definición lugares donde se anuncia la Palabra, y la exposición catequética constituye un elemento integrante de este anuncio. El santuario, al menos en sentido ideal, es un lugar idóneo para una catequesis permanente sobre las principales verdades de la fe, que dicen relación con el Señor, la Santísima Virgen o los ejemplos de vida cristiana de los santos y santas.[119].

Finalmente, el Papa ha hablado sobre la pastoral que se debería llevar en estos santuarios marianos: estos lugares «pueden y deben ser lugares privilegiados para el encuentro de una fe, cada vez más purificada, que los conduzca a Cristo».

«Hay que aprovechar pastoralmente estas ocasiones, acaso esporádicas, del encuentro con almas que no siempre son fieles a todo el programa de una vida cristiana, pero que acuden guiadas por una visión a veces incompleta de la fe, para tratar de conducirlas al centro de toda piedad sólida, Cristo Jesús, Hijo de Dios Salvador».

«A los sacerdotes encargados de los santuarios, a los que hasta ellos conducen peregrinaciones les invito a reflexionar maduramente acerca del gran bien que pueden hacer a los fieles, si saben poner por obra un sistema de evangelización apropiados»[120].

 

CONCLUSIÓN

57. Terminamos esta exhortación pastoral haciéndoos una llamada a la sencillez y a la humildad en todo vuestro esfuerzo de renovación. Pensar en la sencillez y humildad del Señor en su pasión y de María junto a la cruz. Las actitudes de Cristo, de María y de los santos deben estar reflejadas siempre en vuestras relaciones, en vuestras obras de caridad, en vuestras celebraciones de la fe, en vuestras procesiones, tanto sacramentales como de pasión o de gloria, así como la presentación pública de vuestras veneradas imágenes. Este debe ser el estilo de vuestra tarea cristiana como cofrades. Por tanto, que no haya entre vosotros rivalidades ni enemistades ni afán de protagonismo. Que vuestro testimonio de amor fraternal y comunión mutua esté patente ante el mundo que os rodea sin quedaros en gestos de cortesía. «Tened un mismo sentir los unos para los otros; sin complaceros en la altivez; atraídos más bien por lo humilde»[121]. Pues el Señor siendo de condición divina «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre y se humilló hasta la muerte y muerte en la cruz»[122].

58. Ponemos toda esta renovación de las Hermandades y Cofradías bajo la protección de la Virgen María Madre de Cristo y de la Iglesia. Estamos seguros de que como en Caná de Galilea, ella presentará a su Hijo todos nuestros deseos de renovación y los hará realidad en nuestros corazones y en nuestras asociaciones; como en el Calvario, no acompañará en los momentos de sufrimiento y de dolor, en nuestra debilidad y pecado, para acercarnos a su Hijo y darnos fortaleza y esperanza; y como en Pentecostés, orará con nosotros y por nosotros al Espíritu Santo, a fin de que nos dé ánimo y haga fecunda la renovación que todos deseamos. Que ella impulse vuestra solidaridad y renueve vuestros esfuerzos para la construcción del Pueblo de Dios en la Verdad, en la justicia y en la libertad. ¡María, Madre de la Iglesia, guarda a tus hijos del sur de España en la paz y en la prosperidad!

En la festividad de Nuestra Señora del Pilar.

12 de octubre de 1988.

José Méndez Asensio, Arzobispo de Granada y A. A. de Almería. Carlos Amigo Vallejo, Arzobispo de Sevilla. Fernando Sebastián Aguilar, Arzobispo Coadjutor de Granada. Rafael González Moralejo, Obispo de Huelva. José Antonio Infantes Florido, Obispo de Córdoba. Antonio Montero Moreno, Obispo de Badajoz. Antonio Dorado Soto, Obispo de Cádiz–Ceuta. Javier Azagra Labiano, Obispo de Cartagena–Murcia. Ramón Buxarráis Ventura, Obispo de Málaga. Rafael Bellido Caro, Obispo de Jerez. Ignacio Noguer Carmona, Obispo de Guadix–Baza. Santiago García Aracil, Obispo de Jaén.

 

APENDICE

En estos últimos años ha ido apareciendo una serie de documentos y textos papales y episcopales sobre el tema de la religiosidad popular. Deseamos que los hermanos cofrades y los sacerdotes reflexionen en común estos documentos y las orientaciones pastorales propuestas en ellos.

Pablo VI, en la exhortación pastoral Evanglii nuntiandi, dice de la religiosidad popular que «cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores»[123]. Juan Pablo II, en su exhortación Catechesi tradendae[124], da unas orientaciones para la catequesis sobre la religiosidad popular de nuestro pueblo. Este mismo año, el 5 de noviembre de 1982, en la homilía de beatificación de sor Ángela de la Cruz en Sevilla, expresó el sentido cristiano actual de las Hermandades y Cofradías[125].

Nosotros mismos hemos publicado también algunos documentos sobre el tema para una reflexión pastoral en nuestras diócesis. En 1975 publicamos el documento el catolicismo popular en el sur de España. En él hicimos un análisis de la religiosidad popular de nuestro pueblo, dimos algunos criterios teológicos para la valoración de estos comportamientos religiosos, e indicamos algunas pautas de acción pastoral. Decíamos entonces, y lo reafirmamos ahora, que la religiosidad popular «es un dato que han de asumir las iglesias diocesanas del Sur con el carácter de prioridad que le corresponde, ya que esa realidad forma el tejido global de nuestras comunidades y la estructura religiosa de base de nuestra sociedad regional»[126].

Más recientemente, todos los obispos de Andalucía hemos vuelto sobre el tema en la carta pastoral El catolicismo popular: Nuevas consideraciones pastorales. En ellas analizamos la nueva situación creada en las iglesias del Sur en el tema de la religiosidad popular. Discernimos algunas de las conclusiones a las que llegan las ciencias humanas, algunas ideologías y cierta teología crítica. Y ofrecemos una serie de criterios para la acertada actuación pastoral de los seglares, de los sacerdotes y de todos los agentes de pastoral en el campo de la religiosidad popular.

En el ámbito de la Provincia Eclesiástica de Granada, los obispos publicamos en 1984 la pastoral colectiva A propósito de la religiosidad popular[127]. En esta carta se exhorta a que las manifestaciones religiosas que se celebran en Andalucía sean «de verdad un medios de conversión al Reino de dios y a su justicia, fomentando la fidelidad a los valores evangélicos y  sean un signo inequívoco de comunión de pertenencia a la Iglesia de Cristo»[128]. Con ocasión del Año Mariano publicamos otra pastoral colectiva sobre Los santuarios marianos[129]. Para los obispos, «el Año Mariano invita a rehacer el lenguaje espiritual de las viejas peregrinaciones que culminan en los santuarios con la práctica de la penitencia y en la eucaristía»[130].

Por último, a nivel nacional, la Comisión episcopal de Liturgia ha publicado recientemente sobre este tema el documento pastoral Evangelización y renovación de la piedad popular[131]. Con respecto a la celebración del Triduo Pascual, la Congregación para el Culto Divino ha publicado una Carta circular sobre la preparación y celebración de las fiestas pascuales[132]. Y la Comisión permanente de la Conferencia Episcopal Española un texto normativo sobre El horario y otros aspectos de la Vigilia Pascual[133]. Con ocasión del Año Mariano, la Comisión Episcopal de Liturgia y la Congregación para el culto Divino han elaborado Orientaciones y celebraciones para el Año Mariano[134], cuya lectura y uso litúrgico recomendamos en los actos marianos que se celebren, especialmente los nuevos formularios de las «misas de la Virgen María»[135]



[1] 2 Cor 1,2 (cf. CIC 431)

[2] LG. n. 30 (cf. CIC 212).

[3] LG n. 27 (cf. CIC 752–753)

[4] CF. apéndice

[5] Discurso del Papa a los obispos del sur de España con ocasión de la visita «ad limina» (30 de enero de 1982). Cf. Boletín Interdiocesano para Andalucía Oriental, n. 1 (1982) p. 287

[6] AA n. 2

[7] AA n. 1.

[8] Sínodo Extraordinario de los Obispos, 1985. I, 5.

[9] La visita del Papa y la fe de nuestro pueblo, n. 38–39; El servicio a la fe de nuestro pueblo, II, 1; Anunciar a Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabas, n. 18.

[10] Discursos a los obispos andaluces (viernes 14 noviembre 1986). Cf. Juan Pablo II a las Iglesias de España (PPC 1987) p. 55.

[11] Obispos de Andalucía, Algunas exigencias sociales de nuestra fe cristiana, 1986, n. 1–9

[12] Discurso a los obispos andaluces, en Juan Pablo II a las Iglesias de España, o.c., p. 55

[13] Mt 25, 34–36

[14] Sollicitudo rei sociales, n. 31

[15] Algunas exigencias sociales de nuestra fe cristiana, n. 1–9 y 21 (cf. LG 36; AA 5)

[16] Flp 2,5

[17] Mt 25.40

[18] Testigos del Dios vivo, n. 62

[19] Los católicos en la vida pública, n. 79 y 80; CIC 317,4 (cf. GS n. 40–45;73–76).

[20] Duodecimun Saeculum, n. 1

[21] SC 111; 125; 128; LG 51; 57; GS 62.

[22] Duodecimun Saeculum, n .11

[23] In tertium librum  sententiarum, dist. 9, q. 1, a sol 2.

[24] SC n. 25

[25] Jn 16,23.

[26] Rom 3, 24.

[27] Flp 2, 1–4.

[28] Sesión 25.

[29] SC n. 10; n. 7.

[30] SC n. 13.

[31] Carta circular sobre la preparación y celebración de las fiestas Pascuales  (16 de enero de 1988), n. 3.

[32] Ibíd., n. 72.

[33] Ibíd., n. 46–47.

[34] Ibíd., n. 63

[35] Misal Romano, «Vigilia Pascual», n. 3; Carta Circular…, o.c., n. 78

[36] Lc 11, 27–28.

[37] LG n. 53

[38] LG n. 54

[39] LG n. 66

[40] Secretariado Nacional de Liturgia y Congregación para el Culto Divino, 1987.

[41] Col 1, 15–16

[42] Col 1, 19.

[43] LG n. 66

[44] LG n. 62

[45] 1 Tim 2, 5–6

[46] Redemptoris Mater, n. 38; LG n. 60.

[47] Lc 2,20

[48] Redemptoris Mater, n. 37

[49] Lc 10,21

[50] EN n. 5

[51] Juan Pablo II. Alocución a los obispos andaluces. Cf. Juan Pablo II a las Iglesias de España, o.c., p. 55

[52] Ibíd., p. 57

[53] Ibíd., p. 57

[54] SC n. 14

[55] SC n. 10

[56] SC n. 13

[57] Rom 4,25

[58] Flp 2,8

[59] Jn 15,13

[60] Mc 10,45

[61] Hech 2,24

[62] Hech 2,36

[63] Hech 2,33

[64] 1 Cor 3,16; 6,19

[65] Gál 4,6; Rom 8,15–16 y 26

[66] 1 Cor 15,14 y 54

[67] Mt 28, 5–6

[68] SC n. 124 y 126

[69] SC n. 122

[70] El catolicismo popular. Nuevas consideraciones pastorales (PPC 1985) p. 17

[71] Mc 16,15

[72] Mc 16,20

[73] La visita del Papa y el servicio a la fe de nuestro pueblo, n. 38

[74] Jn 17,3

[75] Sagrada Congregación para el Clero, Directorio General de Pastoral Catequética, n. 6

[76] 1 Tim 6,14

[77] Sínodo Extraordinario de los Obispos, 1985, II,D.4.

[78] Congreso de evangelización y hombre de hoy, Ponencia 1ª, conclusión 1ª (EDICE, 1986) p. 540

[79] La visita del papa y el servicio a la fe de nuestro pueblo, n. 33

[80] Testigos del Dios vivo, n. 30

[81] PO n. 5

[82] 1 Pe 1,3; SC 106.

[83] Los católicos en la vida pública, n. 128

[84] Cf. cánones 229; 231,1; 328 y 329

[85] Testigos del dios vivo, n. 15

[86] Hech 2,42.

[87] Hech 15,35

[88] Hech 8,4.

[89] CT n. 10–17 (cf. cánones 211; 225; 748; 750; 761; 776 y 779).

[90] LG n. 14 (cf. canon 205).

[91] Testigos del Dios vivo, n. 32 y 36.

[92] Ibíd., n. 39

[93] EN n. 62; cf. CIC 515,1; AA 10

[94] Testigos del Dios vivo, n. 41

[95] Canon 22,1; canon 1254,2; Instrucción Pastoral del Episcopado Español La ayuda económica a la Iglesia, n. 3 (abril 1988)

[96] Cánones 791 y 1271

[97] Cánones 264; 1266; 1276; 1280 y 1287

[98] LG n.28

[99] Las Iglesias diocesanas en Andalucía¸ n. 51

[100] Sacerdotes para evangelizar, n. 130

[101] PO 9; AA 25 (cf. Pontificio consejo para los Laicos, Los sacerdotes en las asociaciones de fieles (PPC 1981).

[102] Cf. CIC 275; 369; 394; 519; 529 y 571

[103] Canon 298

[104] Canon 834/2

[105] Canon 301/3

[106] Canon 314

[107] El catolicismo popular. Nuevas consideraciones pastorales (PPC 1985)

[108] Cf. Pío X, Motu proprio Tra le sollecitudini, de 22 de noviembre de 1903; Instrucción Mussciam Sacram, 5 de marzo de 1967, n. 11; Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, n. 112–121 (cf. la música en la liturgia, Centro de Pastoral Litúrgica [Barcelona 1988]).

[109] Comisión Episcopal de Liturgia, Los cantos del ordinario de la Misa (1987).

[110] Ef 4,5

[111] Mt 21,13

[112] Gén 12,1

[113] Dt 29, 4–5

[114] Mt 7,14

[115] Ex 32, 4–5

[116] Heb 3,7–11

[117] Jn 10,9

[118] Jn 14,5

[119] Orientaciones y celebraciones para el Año Mariano, n., 75–94

[120] Palabras pronunciadas en la Basílica de Nuestra Señora de Zapopán, en México, 30 de enero 1979. Cf. Palabras de Juan Pablo II en América (PPC 1979) p. 6

[121] Rom 12,16

[122] Flp 2,7–8

[123] N. 48

[124] N. 53–54

[125] Juan Pablo II en España (coeditores Litúrgicos, 1983) pág. 138.

[126] N. 13

[127] Boletín Interdiocesano para Andalucía Oriental, n. 2, 1984, p. 239–243.

[128] Ibíd, p. 240

[129] Boletín Interdiocesano para Andalucía Oriental, n. 4, (1987), p. 847–851.

[130] Ibíd, p. 850

[131] PPC (Madrid 1987) 53 págs.

[132] Cf. Pastoral Litúrgica, n. 173–174 (1988) p. 3–35

[133] Ibíd, p. 36–40

[134] Coeditores Litúrgicos (Madrid 1987) 152 págs.

[135] Ibíd, p. 82–116.

 

Las_Hermandades_y_Cofradias-_Carta_Pastoral_de_los_Obispos_del_Sur_1988.pdf

Mensaje a los profesores cristianos

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    El primer encuentro de profesores cristianos de Andalucía, que tendrá lugar en Málaga el próximo día 16, con la participación de profesores de las diócesis andaluzas, nos brinda una grata oportunidad para expresaros el reconocimiento por vuestro servicio apostólico, deseando que vuestras iniciativas en el campo de la educación y de la cultura constituyan un signo de la presencia del Espíritu en los centros escolares que tenéis encomendados.
    Deseamos que este primer encuentro, precedido por otros de ámbito diocesano, destaque la importancia de la vocación apostólica de los que sirven a la educación, como testigos de Cristo resucitado, en el interior de la actividad docente, desde los alumnos a todos los componentes de la comunidad educativa. Bien sabéis que la vocación cristiana es necesariamente vocación al apostolado.
    Sometemos a vuestra consideración algunas orientaciones que iluminen vuestra conciencia y vuestra misión en el ámbito religioso, moral y social de vuestro apostolado específico.

1. IDENTIDAD CRISTIANA
    Vivid, ante todo, con esperanza la verdad de vuestra condición cristiana, como discípulos de Cristo y miembros de su Iglesia.
    Hoy se nos impone a todos ir pasando de la palabra al testimonio. Es necesario vivir la fe, abiertos a la Palabra de Dios y proyectada a la realidad educativa. Esta vida de fe sólo es completa si se acoge la gracia divina que se nos da en los sacramentos y en la oración y se transmite mediante el ejercicio de la caridad.
    Sólo desde la experiencia de Dios y desde la práctica de las virtudes cristianas resultará posible ejercer el apostolado de los seglares. Por ello se nos muestra como particularmente urgente tomar una nueva conciencia de la vocación a la santidad, derivada de la gracia del bautismo.

2. VOCACIÓN APÓSTOLICA
    Ahora bien, la dimensión apostólica de vuestra fe se verifica y realiza en vuestra actividad educadora. La Iglesia reconoce esa labor como verdadero apostolado. Es cabalmente en la escuela donde Dios os llama a ser testigos de los valores del Evangelio, donde tenéis que anunciar a Jesucristo con obras y palabras. Allí desarrollaréis y haréis realidad la misión evangelizadora de la Iglesia.
    Hay que advertir, sin embargo, que el apostolado de la educación se caracteriza principalmente por el testimonio de la caridad. El amor a los jóvenes es el primer componente de vuestra caridad apostólica. Esta virtud cristiana debe inspirar, por activa y por pasiva, toda vuestra pedagogía.
    Este ejercicio de la caridad os dará un espíritu abierto, fraterno y libre para actuar como creyentes en el seno de la comunidad educativa, unidos siempre a una Iglesia comunidad de apóstoles.

3. EDUCADORES CRISTIANOS
    Sois educadores cristianos en una sociedad pluralista, desde una clara identidad y un respeto positivo a las exigencias derivadas del ejercicio al derecho a la libertad religiosa. Y todo esto en fidelidad a una filosofía de la educación fundada en la doctrina de la Iglesia e inspirada en el humanismo cristiano (cf. Gravissimum educationis, n. 1 y 2).
    La educación cristiana se funda en el concepto cristiano de la vida humana, que comprende también los valores morales y la enseñanza social de la Iglesia, como modelo de vida religiosa, moral y social.
    En nuestras circunstancias resulta apremiante prestar una mayor atención a la dimensión moral del oficio educativo y de los fines de la misma educación, principalmente ante la crisis de los valores morales y sus graves consecuencias en las familias y en la sociedad. ¿Qué otra cosa puede ser la educación sino una empresa moral del educador y del educando?
    Vuestro servicio al hombre habrá, pues, de responder a su dimensión espiritual, a su necesidad de sentido, a su apertura a Dios, como Suma Verdad y Sumo Bien, a su conciencia moral y a las exigencias del bien común fundado en la justicia, en la solidaridad y en la paz. No permitáis que vuestra noble misión sea mutilada y reducida a una mera instrucción descomprometida e indiferente.

4. PROFESORES DE RELIGIÓN
    Impartir clases de religión supone un camino excelente para ser testigos de Cristo en quienes han entendido su vocación docente desde la fe cristiana. La clase de religión representa también un ámbito privilegiado para todo profesor cristiano que tenga conciencia de su misión educadora. Impartir clases de religión es un derecho cívico y un deber cristiano.
    La actual evolución de la sociedad y de la escuela pide de vosotros un nuevo esfuerzo para adquirir y formar una conciencia recta sobre la legitimidad y la necesidad de la enseñanza religiosa escolar.
    Repetimos, una vez más, nuestra gratitud a cuantos dedicáis vuestro esfuerzo y generosidad a la enseñanza religiosa como verdadero servicio eclesial. Considerad esta actividad como la primera exigencia de vuestra conciencia apostólica y la urgente respuesta a una de las necesidades más imperiosas de nuestra región. No permitáis que las nuevas generaciones se incorporen a la vida desprovistas de la Buena Noticia del mensaje revelado. La ignorancia religiosa, en su aspecto doctrinal y moral, es una grave carencia para la vida religiosa y para el bien social de nuestro pueblo.
    Recordando otro mensaje que dirigimos a los profesores cristianos en junio de 1973, consideramos necesario promover iniciativas que ayuden a una recta conciencia cristiana sobre la importancia de la enseñanza religiosa y la permanente actualización del profesorado.

5. TESTIGOS DEL DIOS VIVO
Llenos del Espíritu de Dios, habréis de dar con intrepidez y humildad un testimonio visible de vuestra fe. Amad el bien de la humanidad, el bien de la vida pública. Sed cooperadores del bien común desde la genuina aportación de los valores evangélicos. Implicados personalmente en el tejido social, asumid la parte que os corresponde en el ámbito de la educación y de la cultura. Vivid una profunda unidad entre vuestras convicciones personales y vuestra actividad en la vida escolar.
La participación en la vida social no es otra cosa que la expresión de la caridad cristiana. Se trata así de una actuación pública inspirada en la fe de la Iglesia y ejercida con libertad y eficacia.
Vuestro testimonio puede concretarse, entre otras múltiples materias, en el campo de la investigación pedagógica, en el ejercicio de los derecho humanos en materia de enseñanza, en el servicio generoso a la escuela y en el campo de la política educativa. El mundo de la educación reclama hoy una clara y acertada presencia de los católicos, en razón de su secularidad y de su responsabilidad en la vida pública.

6. MIEMBROS DE LA IGLESIA
Como cristianos hechos y derechos, sois, por la fe y el bautismo, miembros activos de la Iglesia, donde ocupáis un lugar propio en virtud del sacerdocio común de los fieles y de vuestra vocación educadora, asumida como llamada y don de Dios para el bien de las nuevas generaciones.
El seguimiento a Cristo os conduce a participar de su amor a la Iglesia, viviendo la comunión eclesial significada en la Eucaristía y compartida en la unidad de misión.
Desde la parroquia, como comunidad eclesial básica de la diócesis, y con la ayudad de los sacerdotes y religiosos, habréis de cultivar vuestra vida apostólica, abriendo audazmente nuevos caminos que faciliten un diálogo fecundo entre el apostolado seglar y la educación cristiana, entre la fe y la cultura y entre la parroquia y la escuela.
Imploramos en esta segunda semana de Pascua la bendición de Cristo Maestro sobre vuestros trabajos, extensiva a vuestros familiares y alumnos, por mediación de María Reina de los apóstoles.

Córdoba, 12 de abril de 1988.

    JOSÉ MÉNDEZ ASENSIO, Arzobispo de Granada. CARLOS AMIGO VALLEJO, Arzobispo de Sevilla. RAFAEL GONZÁLEZ MORALEJO, Obispo de Huelva. JOSÉ ANTONIO INFANTES FLORIDO, Obispo de Córdoba. ANTONIO DORADO SOTO, Obispo de Cádiz–Ceuta. MANUEL CASARES HERVÁS, Obispo de Almería. MIGUEL PEINADO PEINADO, Obispo de Jaén. RAMÓN BUXARRÁIS VENTURA, Obispo de Málaga. RAFAEL BELLIDO CARO, Obispo de Jerez. IGNACIO NOGUER CARMONA, Obispo de Guadix–Baza.

Algunas exigencias sociales de nuestra fe cristiana. Declaración Pastoral de los Obispos de Andalucía

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INTRODUCCIÓN
CUARESMA, TIEMPO DE CONVERSIÓN
    Queridos hermanos en la fe:
    Durante el tiempo cuaresmal la Iglesia nos invita, año tras año, a renovar nuestra disponibilidad de conversión que, al ser un don de Dios, exige también nuestra colaboración personal y comunitaria.
    Los obispos del sur de España os ofrecemos los frutos de nuestro estudio y diálogo sobre algunas exigencias sociales de la fe cristiana que, sin duda, son parte esencial de la conversión cuaresmal.
    Desde nuestra misión pastoral no sólo debemos denunciar la grave situación de esas injusticias sociales y la actitud de pasividad generalizada, sino también, y de modo particular, pronunciar una palabra de esperanza cristiana en medio de estas difíciles circunstancias. Nuestra palabra, para que no resulte vana y vacía, desea despertar caminos de solidaridad comprometida en algunos, de esperanza fundada en los más necesitados y de conversión evangélica en todos.
    Pretendemos ofrecer, ante todo, una visión evangélica de los problemas que gravitan en forma sistemática y persistente sobre tantas personas, familias y sectores de nuestro pueblo. A esta visión seguirá un discernimiento cristiano, y, por último, una llamada de atención sobre nuestras responsabilidades sociales en la hora presente y una apuesta esperanzada por un futuro mejor para todos, especialmente para los pobres, oprimidos y marginados, es decir, para los preferidos del Señor.

I. LOS GRAVES PROBLEMAS SOCIALES DEL SUR DE ESPAÑA
1. Una palabra de gratitud
    Antes de fijar la atención sobre nuestra amplia y compleja problemática social, queremos reconocer y agradecer los esfuerzos que se vienen realizando para superar dicha problemática.
    Es justo tener en cuenta los logros alcanzados por amplios sectores de la sociedad, sea a nivel de organismos públicos, sea a nivel de iniciativa privada, para hacer frente a nuestros problemas sociales. Son muchas las iniciativas en marcha impulsadas, también, por nuestras mismas comunidades eclesiales, dentro de la modestia de medios y recursos que están a nuestro alcance.
    A todos aquellos andaluces que por medio de organismos públicos o su propia iniciativa colaboran a favor de un orden social más justo, les agradecemos su generosa y desinteresada colaboración. Al mismo tiempo queremos manifestarles nuestro apoyo a fin de que prosigan en esta tarea, más urgente y necesaria que nunca.
    Sin pretender cargar las tintas negras, cualquier aproximación a la realidad de los pueblos del Sur ha de partir del endémico estado de postración al que están sometidos históricamente nuestros pueblos. La España del Sur, en efecto, coincide en gran parte con la España de la pobreza, del subdesarrollo, del analfabetismo y, en suma, de la falta de promoción en todos los órdenes: económico, social, político, cultural e incluso religioso.
    La responsabilidad de ser testigos del Evangelio, a la que los cristianos somos convocados por el Señor, nos lleva a reconoce los graves problemas sociales que aquejan dolorosamente a nuestras regiones. Son precisamente los ojos de la fe, que nos hacen descubrir la presencia viva de Cristo entre los pobres y necesitados, los que nos permiten ver de un modo nuevo la realidad que nos rodea y sentir el dolor y la responsabilidad que brotan de hechos como los que sucintamente vamos a describir.
2. El persistente problema del paro
    El problema del paro constituye, sin duda alguna –en sí mismo y como causa y raíz de otros muchos males–, el problema social que más gravemente afecta a nuestras diócesis. Según recientes estadísticas oficiales, el porcentaje de parados de toda España está situado en el 20,15 por 100 de la población activa. En nuestras diócesis, la media global rebasa abundantemente el 30,4 por 100.
    Es evidente que los 569.327 parados actuales y la notable cantidad de parados potenciales –emigrantes, temporeros, jóvenes que buscan en vano su primer empleo– es una plaga social que castiga duramente a nuestra región y un problema humano y moral de primera magnitud.
    Este sólo dato tiene ya, por sí mismo, una gran carga de denuncia de la situación trágica de nuestro pueblo. Tras las estadísticas, en efecto, se oculta el sufrimiento, la desesperanza de innumerables personas y familias, en escandaloso contraste, muchas veces, con la riqueza y la abundancia de unos, la indiferencia y la pasividad de otros y la sensación de impotencia de muchos. Contraste que pone de manifiesto la radical insolidaridad de la sociedad en que vivimos.
    En íntima conexión con el desempleo, y como una de sus consecuencias más dolorosas y humillantes, ha comenzado a aparecer en nuestros pueblos el espectro terrible del hambre. Son ya muchas las familias que se ven afectadas por la necesidad extrema. El notable incremento de la mendicidad callejera en ciudades y pueblos, aun contando con la picaresca que en todo esto pueda existir, es, entre otros, un índice inequívoco de la grave situación socioeconómica en que nos encontramos.
3. La difícil situación del hombre del campo
En una región eminentemente agrícola como la nuestra, merece especial atención la grave situación del hombre del campo, con toda su amplia compleja problemática social.
    Problemas como la discriminación desde el punto de vista legal, la situación de provisionalidad constante, la psicología de eventualidad permanente, la indefensión frente a los riesgos de la climatología, el temporerismo generalizado, la ausencia en muchos casos de una adecuada asistencia médica y sanitaria, la situación humillante de miles de jornaleros que tienen que vivir del subsidio de desempleo, que fomenta la marginación y otras muchas lacras, y que convierte a los jornaleros en pensionistas y jubilados «sin nada que hacer…», etc., suponen una grave problemática social, y contribuyen a mantener la situación de subdesarrollo en que vive este amplio sector de nuestra población, marcada por la injusta estructura de propiedad de la tierra.
    Incide particularmente en esta situación el problema de la emigración. Son centenares de miles (casi un millón) los andaluces que se han visto obligados a emigrar de estas tierras, bien hacia otras regiones de España, bien hacia países de Europa e incluso de América. Los problemas de desarraigo cultural y cristiano de familiar enteras definitivamente rotas, de abandono de hogar por parte del padre especialmente, de niños afectivamente carentes o incapaces de entenderse con los propios padres, etc., los vienen padeciendo desde hace décadas muchísimos hombres y mujeres de nuestras tierras.
4. La amplia problemática del hombre del mar
    Paralelamente a la problemática del hombre del campo están los problemas relacionados con el hombre del mar.
    Nuestras extensas costas ofrecen flanco más que suficiente para una problemática social que va desde unas largas ausencias del hogar, con todo lo que ello implica, hasta el alto índice de peligrosidad laboral que ofrece el trabajo en el mar. Desde el analfabetismo, agravado a causa de la  temprana edad en que los jóvenes suelen iniciarse en este trabajo, hasta la imposibilidad de seguir cultivándose. Desde los problemas de convivencia que provienen del aislamiento, hasta los que nacen del constante temor de apresamientos, que no se sabe nunca cómo pueden acabar. Desde una indefensión y desamparo legal a nivel de convenios, ordenanzas, etcétera, hasta una flota pesquera técnicamente pobre y poco competitiva.
5. El analfabetismo y la falta de mano de obra cualificada
    Otro problema que, a pesar de los esfuerzos realizados en los últimos años, sigue siendo una verdadera lacra social, particularmente entre los adultos, es el analfabetismo. Mientras la media nacional está situada en el 7 por 100, el índice medio de analfabetismo en Andalucía es hoy todavía del 13 por 100.
    Si, como recuerda Pablo VI en la Populorum progressio, el analfabetismo es una forma particularmente grave de subdesarrollo (cf. n. 35), habremos de concluir que nos encontramos en una zona particularmente subdesarrollada de nuestro país.
    En inmediata conexión con este problema está la falta de cualificación profesional de mano de obra. Con todo el respeto que nos merece cualquier trabajo realizado por el hombre, hay que reconocer que el «peonaje no cualificado», con la consiguiente dependencia que esta situación lleva consigo, es tónica general de nuestra región.
6. Drogadicción, alcoholismo y prostitución
    Otro hecho que está incidiendo con particular fuerza en nuestras regiones, y que refleja asimismo la gravedad de la situación, es el doble problema de la droga y de la prostitución. Aunque perfectamente separables, tienen estos dos problemas, con demasiada frecuencia, una estrecha relación entre sí, y de alguna forma se están condicionando mutuamente.
    La droga, en efecto, está teniendo una incidencia nefasta en nuestro ambiente, tanto por lo que toca a su venta y distribución como, sobre todo, a su consumo.
    Muchas de nuestras ciudades y pueblos son hoy verdaderas ventanas abiertas por las que entra y se afinca entre nosotros este cáncer moderno montado sobre inconfesables intereses económicos y hasta políticos, y que hace presa con particular virulencia en la juventud, comenzando ya a afectar incluso a los preadolescentes en el nivel escolar de la EGB.
    No queremos, además, dejar de referirnos al sin número de alcohólicos, víctimas     –ellos y sus familas– de la más perniciosa y endémica droga que nos afecta.
    La prostitución, por su parte, ha experimentado un doloroso y preocupante incremento, especialmente entre menores de edad y jóvenes inmigrantes, como fórmula fácil y lucrativa que permite hacer frente a la desesperada situación familiar o a los gastos que nos impone despóticamente la desenfrenada sociedad de consumo.
7. La incidencia negativa de los juegos de azar
    Una última lacra social que creemos necesario señalar todavía explícitamente: la particular incidencia negativa que están teniendo en nuestros ambientes los llamados juegos de azar: loterías, bingos, máquinas tragaperras, etc. Atraídos por el deseo de salir de su difícil situación económica o quizá por el señuelo de una ganancia fácil, los hombres y mujeres de nuestras tierras destacan entre los primeros jugadores de todo el territorio español.
    Ya comienza a aparecer entre nosotros algunas de la múltiples consecuencias negativas del juego. Dos de particular importancia queremos destacar: las desavenencias matrimoniales, que en no pocos casos conducen a verdaderas rupturas, y la ruina de pequeños comerciantes y personas con trabajo fijo. Incluso no van resultando infrecuentes los casos de suicidio a causa precisamente de la profunda frustración causada por las pérdidas constantes en el juego.
8. Discriminación gitana
    Según fiables estadísticas, en Andalucía vive el 50 por 100 del total de la población gitana de España. Esta realidad nos obliga a prestarle una mayor atención.
    Es cierto que en estos últimos años Andalucía se ha esforzado para integrar al pueblo gitano en la sociedad. Estos esfuerzos han dado como resultado un número no pequeño de gitanos promocionados. Sin embargo, existen todavía entre nosotros zonas de ese grupo social que no han sido debidamente atendidas y, a veces, son objeto de una marginación humillante para ellos; lo que supone una actitud indigna por nuestra parte.
    Es necesario seguir estudiando la realidad del pueblo gitano para apreciar sus valores y ayudarles a superar las consecuencias negativas del olvido secular en el que han vivido sumidos.
9. Otros problemas
    Los problemas apuntados, verdaderamente urgentes y significativos, no son, por desgracia, los únicos que afectan a los pueblos del Sur.
    Antes de concluir esta primera parte, queremos enumerar, aunque sea sólo indicándolos, algunos problemas que se van dejando sentir con particular fuerza entre nosotros. Ellos son: el problema de la vivienda; la deficiente asistencia sanitaria; la problemática humana que está derivando de la reconversión industrial; la situación de progresiva marginación que está viviendo la tercera edad; la degradación social que se advierte a nivel de valores y actitudes,, con un espectacular aumento de la delincuencia juvenil, del individualismo y la insolidaridad, del desencanto y la desesperanza; el ínfimo grado de interés y participación en los asuntos cívicos, sociales y políticos; el aumento, por el contrario, de todo lo placentero y hedonista como salida a la angustia; la no valoración de la vida humana de los no nacidos; el sucumbir a la negatividad como postura ante la dificultad de la situación…
    Como veis, se trata de un preocupante manojo de problemas que desafían nuestra capacidad de respuesta como hombres y como cristianos.

II. CRITERIOS CRISTIANOS PARA UN DISCERNIMIENTO DE LA SITUACIÓN
    La descripción que acabamos de hacer, necesariamente breve dada la amplitud de los problemas, pone de manifiesto una situación lamentable que no sólo no podemos ignorar, sino que hemos de juzgar a la luz del Evangelio, en orden a adoptar actitudes y conductas coherentes con nuestra condición de creyentes y de miembros de la Iglesia.
    El Evangelio de Jesús juzga esta situación desde una óptica peculiar, más honda que la mera intolerancia humana ante la injusticia.
    En efecto, nuestra fe nos hace ver la dimensión trascendente de esta situación de injusticia, la dimensión de pecado –personal y social– presente en sus causas y la ineludible exigencia de comprometernos en su solución, buscando, como Jesús, realizar ya aquí y ahora el Reino de dios, una de cuyas dimensiones esenciales es precisamente la justicia intramundana.
10. Criterio básico: el seguimiento de Jesús
    La recomendación de San Pablo: «tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que Cristo Jesús tuvo en el suyo» (Flp 2,5), debe ser para el cristiano criterio básico para enfocar todos los problemas de la vida y también, concretamente, los de orden social.
    En efecto, cuando Jesús se identificó con los hombres que sufren –«tuve hambre, tuve sed, estuve desnudo», etcétera– se estaba refiriendo precisamente a situaciones que nosotros hoy llamamos problemas o necesidades sociales. Y el criterio que Él nos dio es bien conocido: «Lo que hicisteis con uno de mis hermanos más pequeños, a mi me lo hicisteis…» (Mt 25,40).
    Este criterio de fondo, que nos debe mover a amar a nuestros hermanos como Jesús los ama (cf. Jn. 13, 34–35) y como Jesús quiere ser amado por nosotros (cf. Mt. 25,40), se expresa en un conjunto de criterios desde los que hemos de juzgar la situación de nuestro pueblo: sus causas, las actitudes que se adoptan frente a las mismas, y desde lo que nosotros mismos hemos de sentirnos a la vez juzgados y llamados a la conversión.
    A ellos nos referimos a continuación.
11. El valor trascendente de la persona humana
    Para los cristianos no es suficiente la valoración de la persona que nos ofrece una concepción ética o simplemente humanista del hombre como ser consciente, inteligente y libre, sujeto de derechos y deberes inalienables.
    Aun compartiendo este valor único de la persona humana con otras filosofías o concepciones religiosas, el cristiano fundamenta ese valor en el Mensaje de Jesús, que ofrece una perspectiva especialmente exigente. En efecto, en cada hombre, por el mero hecho de nacer, más aún, por el hecho de ser concebido, se ha iniciado ya un proceso de salvación, en el que Dios ha tomado la iniciativa. Ese hombre, cada hombre, está llamado, de acuerdo con el Plan de Dios, a su plena y total realización, sin que nadie tenga derecho a impedírselo. Esa plenitud, a la que el hombre es llamado, consiste en llegar a la identificación con Jesucristo a lo largo de su vida y en su muerte, para unirse definitivamente con Dios más allá de esta vida terrena.
    De acuerdo, pues, con nuestra fe cristiana, la dignidad y el valor trascendente del hombre es uno de los principios fundamentales que profesamos. Creemos en el hombre como creemos en Dios y en Jesucristo, el Señor que al hacerse hombre dignificó a todo hombre. La dignidad del hombre, por consiguiente, es tal que siempre debe ser sujeto y fin y nunca medio o instrumento: ni en política, ni en economía, ni en ningún otro ámbito social, ni en forma estable, ni siquiera transitoriamente, para conseguir metas futuras de progreso y bienestar para los que vendrán después.
12. La promoción del bien común
    El bien común no es un concepto abstracto e idealista. La doctrina social de la Iglesia ha entendido siempre el concepto de «bien común» como aquel conjunto de condiciones que posibilitan el desarrollo y la promoción plena de cada persona y de todas las personas, de cada pueblo y de todos los pueblos (cf. Pacem in terris, 38; p. 43). La atención a las condiciones concretas que hacen posible o no esa prioridad de la persona y esa comunión con los pobres y necesitados, es criterio esencial que, en cierto modo, verifica la autenticidad con la que se defiende a cada persona o se practica la solidaridad cristiana con los pobres. «Hijos míos –nos dice San Juan–, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3,17).
    Y la verdad es que de nada sirve proclamar teóricamente la prioridad de la persona y la solidaridad con los pobres si no se trabaja realmente por crear las condiciones (económicas, sociales, políticas, culturales e incluso religiosas) que la hacen históricamente posible.
13. La solidaridad con los pobres y parados
    La Iglesia, al decir de Juan Pablo II, está vivamente comprometida en la causa de los pobres. Se lo impone su misión específica de servicio al hombre y su misma fidelidad a Cristo, que se hace presente principalmente en los pobres. Por eso la Iglesia quiso en el Concilio Vaticano II ser «Iglesia de los pobres» (cf. LG 8).
    Pero los pobres se encuentran, como hemos visto, en multitud de situaciones diversas y bajo múltiples formas de necesidad que reclama toda nuestra actitud solidaria.
    Esta solidaridad se ha de traducir, hoy sobre todo, en una comunión efectiva con los hombres sin trabajo: tanto con los que se encuentran en paro como con los que han dejado de trabajar por jubilación y tienen pensiones muy bajas. Hacemos nuestras aquí las siguientes palabras que la Comisión Episcopal de Pastoral Social (CEPS) escribió refiriéndose a toda la Iglesia de España: «Nos sentimos obligados a denunciar, aunque nuestra denuncia tal vez duela a algunos, que pueden ser un pecado grave de insolidaridad comportamientos cómo éstos: la evasión de capitales, el notable incremento de la economía subterránea, el mantenimiento ilegal del pluriempleo y horas extraordinarias, la defensa egoísta de las propias rentas salariales, el freno a las inversiones por temor a un riesgo no siempre objetivo, el exceso de gastos superfluos, los ingresos inmoderados de algunas profesiones liberales, el nepotismo en la distribución de nuevos empleos, así como el elevado fraude fiscal y sociolaboral» (CEPS, Crisis económica y responsabilidad moral, IV, b]).
    Debemos añadir, con todo, que la solidaridad con los pobres es cristiana sólo cuando nace del verdadero amor. En efecto, Jesús, al devolver a la persona humana toda su dignidad y grandeza, nos enseña el amor a toda persona, incluso al enemigo (Mt 5, 43–48). Con ello pone de manifiesto que una solidaridad con los pobres y necesitados que fuera clasista y excluyente no sería según el espíritu del Evangelio. La Iglesia ha de ser solidaria con los pobres y marginados al modo de Jesús y no según criterios ideológicos, de cualquier tipo que fueren.
14. El reparto justo de todos los costos sociales
    Se podría argumentar, con razón, que la problemática antes descrita, y particularmente el problema del paro, es fruto de una crisis económica que traspasa nuestros límites regionales e incluso nacionales, y que tal crisis exige medidas económicas que suponen un grave costo social, económico y humano, como ocurre, por ejemplo, en la llamada «reconversión industrial».
    Todo esto, siendo cierto, pondría de manifiesto, aparentemente, el carácter idealista y utópico de los criterios éticos y evangélicos que venimos indicando. Pero nada más lejos de la realidad. Aparte de que, considerados conjuntamente, implican unas actitudes muy concretas, por cierto nada idealistas, estos criterios se traducen en este otro: la necesidad de un reparto justo y solidario de todos los costos sociales de las crisis. De donde se deduce, por ejemplo, que nunca, y menos en las actuales circunstancias, «pueden equipararse la pérdida del puesto de trabajo y la subsiguiente pobreza y sacrificios familiares con la pérdida o disminución de los beneficios empresariales» (CEPS IV, a]). Con otras palabras: no es conforme con el espíritu del Evangelio que sean siempre los pobres, los sencillos, los menos pudientes quienes carguen con la mayor parte de los costos sociales en el proceso de transformación profunda que está sufriendo la sociedad, especialmente en el plano económico y laboral.
    Y lo decimos no porque no comprendamos que si no hay producción no hay posibilidad de distribución, y si no hay beneficios no aumenta la producción, sino porque –desde una visión ética cristiana– el esfuerzo por producir y la legitimidad del beneficio están condicionados y deben estar sometidos a imperativos del bien común o de justicia social.
15. La negociación leal y honesta frente a la confrontación por principio
    En todo comportamiento y en toda actividad humana, el cristiano tiene que dejarse guiar por un doble convencimiento de fe: ante todo, el mandato nuevo de fraternidad universal: «Todos vosotros sois hermanos…» (Mt 23,8); luego, el valor decisivo del diálogo, necesario para construir «la verdad en el Amor» (cf. Ef 4,15).
    Aplicando este doble criterio al terreno social que nos ocupa, es evidente plantear por principio o por sistema, en clave de confrontación entre las partes, todas las actuaciones dentro del campo social es algo incompatible con la visión cristiana del orden social. Más todavía: hace inviable la solución que pretende ofrecer. El cristiano, por ello, ha de transformar la lucha de clases, presidida por el odio o la negación de la persona, en lucha por la justicia para todos, a través de métodos eficaces y justos (cf. Laborem exercens, n. 20)
16. Otros criterios
    Podrían añadirse otros criterios cristianos de discernimiento desde los cuales habría que juzgar nuestra situación: ver la prioridad del trabajo sobre el capital, la prioridad de la sociedad sobre el Estado, la profundización en el concepto real y auténtico de democracia, el desarrollo de una auténtica cultura popular y de la ética social, la necesidad de una beneficencia social más amplia que haga posible la atención a los más desprovistos y abandonados, etc.

III. JUICIO CRISTIANO DE ESTA SITUACIÓN
17. La situación de injusticia, pecado que ofende a Dios
    El mundo de los pobres ha tenido frecuentemente como ideal la construcción de una sociedad nueva, libre, igualitaria y fraterna, una sociedad en comunión. El ideal cristiano es justamente el de lograr un mundo que viva en comunión fraterna bajo la mirada de Dios; un mundo que debe irse realizando ya en la historia, alcanzando, eso sí, toda su plenitud y definitividad más del tiempo. Hacia ese ideal apuntan los criterios evangélicos expuestos anteriormente, los cuales juzgan severamente la dolorosa situación de nuestro pueblo. Las injustas diferencias sociales, que en nuestra región, lejos de disminuir, tienden a aumentar y a hacerse más hirientes e intolerables (cf. p. 9), son un pecado que ofende a Dios y niegan lo más esencial del Evangelio.
    El Evangelio, en efecto, nos descubre que las causas de esta situación están en el corazón pecador y egoísta del hombre. Un pecado que se trasvasa y proyecta en las estructuras, que, a su vez, provocan y mantienen la situación de injusticia e insolidaridad y que, por eso mismo, son también hijas del pecado y generadoras de nuevos pecados.
    Por eso, todo sistema socioeconómico que tienda a afianzar la actitud egoísta en el corazón del hombre o a defender y justificar los intereses de unos pocos a costa de los auténticos derechos de los más tiene que ser juzgado, a la luz del Evangelio, como un sistema de pecado con el que el cristiano no puede en absoluto estar de acuerdo. En este sentido se han pronunciado inequívocamente Pablo IV (Populorum progressio, n. 26) y Juan Pablo II (Laborem excercens, n. 13).
18. También en la Iglesia necesitamos conversión
    Al denunciar el pecado de al sociedad no podemos ni debemos olvidar que también nosotros, la comunidad eclesial –es decir, todos los cristianos y nosotros con ellos–, necesitamos de conversión. En efecto, no se nos oculta que los miembros de la comunidad eclesial hemos colaborado históricamente, en alguna medida, a generar los males que afligen a nuestros pueblos. Nada ganaríamos con ocultar nuestros pecados sociales, puesto que estamos convencidos de que han podido contribuir a levantar la muralla de incomprensión que dolorosamente separa todavía a los pobres y marginados de la Iglesia. No son pocos, por desgracia, los trabajadores, campesinos y hombres del mar de nuestros pueblos que creen todavía que la Iglesia no está de su parte compartiendo y haciendo suyas sus ansias de justicia y fraternidad.
19. Necesidad de adoptar actitudes cristianas coherentes
    Pero sería negativo que un falso sentido de culpabilidad nos impidiese ver los grandes servicios que la Iglesia viene prestando a la causa del pueblo y, sobre todo, adoptar las actitudes que la coherencia con el Evangelio reclama. Por eso, ante la situación de nuestros pueblos hoy, no es lícito ni cristiano ignorar la realidad, no queriendo ver la gravedad del problema ni la interpelación que la fe nos hace. Tampoco es cristiano habituarse a ella hasta llegar a la insensibilidad o a dejarse vencer por el pesimismo, autoconvenciéndose de que no es posible hacer nada, quedándose en simples lamentos.
    La única actitud cristiana que creemos justa es la de reaccionar decididamente, asumiendo cada uno su propia responsabilidad en coherencia con la fe que dice profesar. A esa actitud cristiana os exhortamos, actitud que brota de la esperanza, de la confianza en nuestros hombres yen la fuerza constructiva de la solidaridad y del amor fraterno, de las posibilidades enormes que encierran la calidad moral, la capacidad de sacrificio y la generosidad de nuestro pueblo andaluz y, en último término, en la ayuda de Dios, en quien –como dice San Pablo– el cristiano «todo lo puede» (Flp 4,13).
    Conviene recordar, con todo, que la Iglesia como tal no puede ni debe ofrecer soluciones técnico–económicas ni políticas ante los problemas descritos. Como los apóstoles Pedro y Juan ante el paralítico postrado a las puertas del templo de Jerusalén, la Iglesia no tiene el oro ni la plata de tales soluciones. Pero sí tiene el mensaje de salvación de Jesucristo, que ilumina y orienta soluciones válidas e infunde fuerza y energía, que permiten, como al paralítico, ponerse a andar, es decir, a buscar y encontrar soluciones concretas, siempre perfectibles, pero portadoras de un testimonio evangélico capaz de concitar nuevas colaboraciones.

IV. ALGUNAS ACTITUDES Y CAUCES OPERATIVOS
    Partiendo de los criterios evangélicos y del juicio cristiano que nos merece la situación descrita, queremos ahora considerar algunas actitudes y cauces operativos concretos que estimamos de particular valor y urgencia en nuestras iglesias diocesanas y en el conjunto de la sociedad.

A) EN NUESTRAS IGLESIAS DIOCESANAS
20. Esfuerzo por conocer la situación real de nuestro pueblo
    El amor a nuestros hermanos, especialmente a los pobres y débiles, nos impone el esfuerzo por conocer pormernorizadamente la situación real de tantos hombres, mujeres, jóvenes y niños de nuestras regiones. No basta tener un conocimiento genérico o aproximativo de la situación, ni mucho menos quedarse, como si fuera un tópico, en la afirmación de que «las cosas están muy mal».
    Se necesita analizar la situación. Aquí son aplicables las palabras luminosas de Pablo VI: «Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia… A estas comunidades cristianas toca discernir, con la ayuda del Espíritu Santo, en comunión con los obispos responsables, en diálogo con los demás hermanos cristianos y todos los hombres de buena voluntad, las opciones y los compromisos que conviene asumir para realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que se consideren de urgente necesidad en cada caso» (Octogesima adveniens, n. 4).
    A este esfuerzo cristiano os exhortamos a todos los católicos para llevarlo a cabo dentro de los cauces en los que discurre vuestra vida cristiana; parroquia, comunidades, asociaciones, movimientos apostólicos, etc.
21. Formación de la dimensión social de la conciencia cristiana
    Uno de los fallos principales de nuestro catolicismo tradicional ha sido el desconocimiento completo de las implicaciones sociales de nuestra fe. Hoy se necesita más que nunca la formación de la dimensión social de nuestra conciencia cristiana. Los frecuentes llamamientos que la Iglesia ha hecho a los católicos para una acción social y política coherente con la fe han quedado con frecuencia paralizados por los moldes individualistas en los que todavía muchos creen poder vivir el Evangelio.
    Una vez más, con Pablo VI hemos de decir: «No basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética; todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva» (Octogesima adeveniens, n. 48).
    Esta toma de conciencia y esta acción, que nuestra fe demanda, exigen una formación adulta y consciente que ponga de relieve de modo sistemático la dimensión social de la vocación cristiana y, en particular, la responsabilidad de los cristianos en la promoción integral y colectiva del hombre.
    La religiosidad popular con la que tantos hombres y mujeres de nuestra tierra se sienten identificados debe abrir cauces y ofrece testimonios de una verdadera formación cristiana que ayude a descubrir las exigencias sociales inherentes al Evangelio. Todos estamos convocados a esta tarea: cristianos, padres y madres de familias cristianas, responsables de movimientos y asociaciones apostólicas, etc.
    Una formación en las exigencias sociales de la fe, realizada inteligentemente, debe dar como fruto la promoción de militantes seglares verdaderamente comprometidos. A ello os exhortamos, haciendo una llamada particular a todos los movimientos apostólicos, cuyo renacer en nuestras diócesis es un signo de esperanza (cf. Declaración CEAS: Día de la Acción Católica, junio 1985).
22. Austeridad personal y comunitaria
    Para poder compartir es absolutamente necesario practicar la austeridad, ya sea personal o familiar, ya eclesial o social. Hoy, cuando los recursos disponibles son manifiestamente limitados, no es cristiano el consumismo y el despilfarro mientras a nuestro lado centenares de miles de personas pasan auténtica necesidad e incluso hambre.
    Sólo la virtud de la austeridad –íntimamente unida a la templanza– establece una jerarquía de valores en nuestra vida que hace posible el ahorro necesario para compartir con los hermanos. Y esto, que vale para el ámbito personal, familiar y eclesial, vale también para toda la sociedad y especialmente para quienes tienen la responsabilidad de la administración pública y del poder político.
    Es un hecho que cada vez hay «más familias que necesitan a corto plazo soluciones tan elementales como éstas: comer cada día, vestir, disponer de una vivienda digna, beneficiarse de la Seguridad Social, comprar medicinas, pagar sin recargo las cuentas de la luz o del agua…, y que no pueden seguir dependiendo sin más del aleatorio mercado de trabajo» (cf. Crisis económica y responsabilidad moral, 3.1). Por ello resultan especialmente escandalosas las costosas recepciones y fiestas que se organizan, incluso por «motivos benéficos» o por simples motivos de ostentación o lujo, y los altos sueldos que se asignan a sí mismos los dirigentes económicos o políticos.
23. La organización de la comunión de bienes
    La solidaridad, la austeridad de vida y el compartir, al ser exigencia de todos los cristianos –y aún de todos los hombres–, reclaman unos cauces organizados que hagan efectiva la comunión de bienes. Por ello es necesario recordar que la Iglesia, hace algunos años ya, creó un cauce institucional cuyo nombre es de todos conocido: Cáritas. No se trata de un simple cauce concreto y operativo de la máxima garantía, sino de la institución de toda la Iglesia llamada a canalizar la comunión de bienes de la comunidad cristiana.
    Es necesario, por tanto, potenciar este canal de solidaridad y amor cristiano, que debe hacer llegar a todo el cuerpo social de la Iglesia, desde los niveles parroquiales e interparroquiales, hasta los diocesanos y regionales, el testimonio del amor de Cristo.
24. Algunos signos de solidaridad
    Aun reconociendo que nuestras comunidades cristianas quizá no han hecho todo lo que podían y debían, no sería justo dejar de reconocer que nuestras Iglesias diocesanas se han esforzado para aliviar el grave problema del paro.
    Las diócesis del sur de España han ofrecido recursos y personas para fomentar el cooperativismo. Son muchos los puestos de trabajo que se han mantenido y aumentado en nuestros pueblos y ciudades a través de cooperativas fundadas y llevadas por entes eclesiales.
    Seguiremos apoyando todas aquellas iniciativas que se nos hagan, y estén a nuestro alcance, para crear o mantener puestos de trabajo a través de cooperativas u toras instituciones.
    Sugerimos, finalmente, que todos los católicos andaluces ofrezcamos el sueldo de un día de trabajo cada mes a Cáritas Diocesana u otra institución fiable para colaborar en extirpar el ya endémico problema de la falta de trabajo.

B) EN LA SOCIEDAD
25. Promoción y mejora de empresas
    En el campo económico es necesario promover y fomentar el crecimiento serio y real de nuestra región. Para ello estimamos caminos particularmente válidos los que siguen:
–    Estimular por todos los medios posibles las iniciativas empresariales, fomentando la inversión, tanto en el sector público como, sobre todo, en el de la iniciativa privada.
–    Mejorar estructuralmente, mediante reformas profundas e incentivos reales y concretos, los actuales sistemas de cultivos agrícolas en las fincas de nuestra región.
–    Reindustrializar seriamente nuestra región, creando sobre todo industrias complementaria de las empresas agrícolas, puesto que el proverbial subdesarrollo industrial de nuestras provincias es, efectivamente, causa de no pocos de nuestros males.
26. Ahorro
    Para hacer posible lo anterior, un factor de excepcional importancia es el ahorro.
    Queremos decir a todo, a las autoridades, a los responsables de toda clase de organismos financieros y a todos los hombres y mujeres de nuestras tierras, que hoy el ahorro de los andaluces tiene una importancia vital para nuestro desarrollo económico regional y, por tanto, para el futuro de nuestros pueblos.
    Esto supone que el ahorro de nuestras gentes, en lugar de emigrar a otros lugares, debe destinarse a potenciar nuestra propia economía, de modo que sirva para el desarrollo integral del pueblo. De lo contrario, no sólo seríamos culpables de un gravísimo pecado de omisión, sino que habríamos perdido una magnífica ocasión histórica.
27. La formación profesional de las nuevas generaciones
    Sentimos, además, la necesidad de decir una palabra clara y decidida sobre la formación profesional de nuestra juventud.
    Dirigiéndonos ante todo a los padres, quisiéramos ayudarles a superar un doble complejo: el de creer que sus hijos serán importantes, influyentes y felices en la sociedad si orientan su futuro hacia los estudios universitarios, preparándose para ser abogados, médicos, arquitectos, etc.; y el de infravalorar la Formación Profesional, como si estos estudios fueran menos dignos, menos productivos para la sociedad, menos gratificantes y hasta rentables para quien los realiza y menos necesarios para el bien común, o como si todos los muchachos estuvieran igualmente dotados para estudios de nivel universitario superior, por otra parte hoy sumidos en una gran crisis de desempleo.
    A las autoridades les decimos también que es necesario apoyar decididamente y dignificar al máximo los estudios de la Formación Profesional, actualizando los Programas, sobre todo de cara al futuro, de forma que quede bien claro que no se trata de formar unos imples peones, más o menos cualificados, sino unos auténticos profesionales en áreas importantísimas, hoy y cada día más necesarios que nunca.
    Es preciso, además, recordar con particular énfasis que el hombre es grande, no tanto por lo que gana y ni siguiera por el tipo de conocimientos adquiridos o el nivel del centro que ha frecuentado, sino por sí mismo, por la competencia con que sirve a la sociedad y por la generosidad con que realiza la obra bien hecha.
28. Desarrollo cultural pleno
    Finalmente, sentimos la necesidad de animar a todos a desarrollar en toda su plenitud los valores culturales que enriquecen a los hombres y mujeres de nuestras tierras.
    Recordamos a todos, especialmente a aquellos que con el poder político tienen en sus manos los grandes medios modernos de creación y difusión de la cultura, que la verdadera cultura no prescinde nunca de los verdaderos valores religiosos, morales y éticos, patrimonio de un pueblo, ni los ataca y ridiculiza como si fueran residuos de antiguas y superadas culturas, sino que integra esos valores según su propia jerarquía y los proyecta en la formación integral de las personas. Así, por lo demás, lo piden y garantizan la Constitución española, los acuerdos vigentes entre la Iglesia católica y el Estado español y, en definitiva, el respeto para con la fe de los creyentes, que son mayoría entre nosotros.

CONCLUSIÓN
29. Una preocupación
    Es hora de poner punto final a este documento. Y lo hacemos confiándoos una preocupación y dirigiéndoos una palabra de esperanza.
    Ante todo, sentimos cierto temor de que esta declaración, pensada por nosotros como eminentemente operativa, quede reducida a un documento más o menos aceptable desde el punto de vista doctrinal, pero sin mayores repercusiones en la vida de nuestras comunidades diocesanas en general y en la de cada cristiano en particular.
    Hemos querido, con esta declaración, hacer una llamada a la responsabilidad social de todos los andaluces, en particular de los que decimos tener una fe viva y comprometida en Cristo.
    Hemos de esforzarnos por comprender que tenemos que ser los propios andaluces quienes hagamos frente, desde una conciencia coherente, responsable y comunitaria, a los graves y endémicos problemas que aquejan a los hombres y mujeres de nuestras tierras.
    Por eso os expresamos el deseo de que esta declaración sea, a nivel de comunidades, grupos, hermandades, cofradías, encuentros, catequesis, etc., objeto no sólo de vuestra reflexión, sino, sobre todo, de compromisos concretos y prácticos. Se requiere la acción conjunta de todos, aportando cada uno todo lo que esté a su alcance para ir resolviendo la compleja problemática del pueblo andaluz. En esta hora histórica hemos de sentir todos, y particularmente los que nos sentimos y confesamos cristianos, la grave responsabilidad de tomar en nuestras manos nuestro propio destino para salir del secular y obstinado subdesarrollo que parece ser una mal endémico de nuestro pueblo.
30. Una esperanza
    Y junto con este urgente llamamiento a la responsabilidad social de todos, que expresa la honda preocupación de vuestros pastores, queremos haceros llegar una palabra de esperanza.
    Efectivamente, ante la magnitud de la obra a acometer, no es difícil que aflore en el corazón de más de uno una irremediable sensación de derrotismo y desaliento. Pues bien: el cristiano es, por definición, portador de una «esperanza viva», que no sólo no se arredra ante las dificultades, sino que se crece ante ellas, confiado en la fuerza invencible de aquel que, contra toda esperanza, resucitó a Cristo de la muerte.
    «Todo lo puedo en aquel que me da fuerzas», gritaba San Pablo ante las dificultades. Y otro tanto debemos decir los cristianos, portadores de una esperanza universal.
    A nosotros, en efecto, nos anima la esperanza cristiana; una esperanza que no se desentiende de las dificultades, sino que nos espolea y nos compromete seriamente a afrontar y resolver en concreto los graves problemas que hemos denunciado en la primera parte de nuestra declaración.
    Nada mejor a este propósito que concluir con unas palabras del Concilio Vaticano II que, aplicadas a nuestro caso, cobran una importancia del todo, particular: «La esperanza de una tierra nueva no debe debilitar, al contrario, debe excitar la solicitud de perfeccionar esta tierra, en la que crece el cuerpo de la nueva humanidad, que ya presenta las esbozadas líneas de lo que será el siglo futuro. Por eso, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del Reino de Dios, con todo, el primero, por lo que puede contribuir a una mejor ordenación de la humana sociedad, interesa mucho al bien del Reino de Dios» (GS n. 39).
    El tiempo cuaresmal desemboca en la celebración de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. En Él ha comenzado la nueva vida. Y por Él podemos ir transformando poco a poco la convivencia humana en más justa y mejor para todos, esperando que un día se nos dará la vida en plenitud. Mientras tanto, los cristianos adoptamos una actitud creativa que nos hace luz y fermento de una humanidad que sólo encontrará el sentido y el fin de su historia de Dios.
    Que María, invocada frecuentemente en nuestra tierra con el entrañable título de Virgen de la Esperanza, sea faro y aliento de una esperanza viva y activa en esta hora histórica de los pueblos del sur de España.

    Cuaresma 1986

    JOSÉ MÉNDEZ ASENSIO, Arzobispo de Granada. CARLOS AMIGO VALLEJO, Arzobispo de Sevilla. RAFAEL GONZÁLEZ MORALEJO, Obispo de Huelva. JOSÉ ANTONIO INFANTES FLORIDO, Obispo de Córdoba. ANTONIO DORADO SOTO, Obispo de Cádiz–Ceuta. MANUEL CASARES HERVÁS, Obispo de Almería. MIGUEL PEINADO PEINADO, Obispo de Jaén. RAMÓN BUXARRÁIS VENTURA, Obispo de Málaga. RAFAEL BELLIDO CARO, Obispo de Jerez. IGNACIO NOGUER CARMONA, Obispo de Guadix–Baza.

El catolicismo popular. Nuevas consideraciones pastorales

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PRESENTACIÓN
    En la Navidad de 1975, los obispos del sur de España ofrecían, a pastores y fieles, un instrumento de estudio, de diálogo y de acción apostólica titulado El catolicismo popular en el sur de España. En aquel documento se abordaba, en profundidad y extensión, la realidad de las expresiones de nuestro catolicismo popular. En él se describen algunas actitudes pastorales y se proponen objetivos para llevar a cabo en la región una “educación popular en la fe”. Sus apreciaciones y sugerencias constituyen un patrimonio básico para quienes deseen acercarse, comprender y servir, con respeto y objetividad, al pueblo cristiano en esta tierra.
    Dado que la adaptación es la ley fundamental de la evangelización, se deduce con facilidad que la acción pastoral exige aquí conocer, tomar conciencia y contar con las peculiaridades características del pueblo. El documento de 1975 sigue siendo válido y necesario para la formación y la actualización pastoral y para la acción apostólica de los educadores y dirigentes seglares. Esta realidad de nuestro pueblo pide ser integrada en todo proyecto de misión y de evangelización.
    Transcurridos más de nueve años, los obispos de las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla, atentos a la situación particular de la vida de fe de sus diocesanos, tras analizar la evolución de las expresiones de la piedad popular en el contexto general de la sociedad actual, ofrecen estas nuevas orientaciones pastorales, en línea de continuidad con las anteriores. Se pone así de manifiesto la importancia de la educación en la fe del pueblo cristiano y la necesidad de responder, a tiempo y de manera adecuada, a las situaciones peculiares de las expresiones religiosas, desde la caridad pastoral, el discernimiento y la efectiva evangelización.
    Este servicio de nuestros obispos se inserta en el empeño colegial asumido por el episcopado español, respondiendo a las orientaciones y sugerencias recibidas del papa Juan Pablo II en su visita apostólica a España. Consiste en “el propósito firme de potenciar la vida cristiana de nuestro pueblo”. Comprende un aprendizaje para “vivir como comunidad concreta y bien definida, dentro de un ámbito social y cultural que no siempre comparte nuestra fe ni nuestros criterios morales”; la promoción de “una clara conciencia de lo que somos como cristianos y como miembros de la familia católica”. A tal fin se establece, entre otros objetivos, la prioridad de la catequesis integral, en sus diversas modalidades, para fundamentar una fe verdaderamente personal, clarificada y arraigada.
    Nuestros obispos asumen colegialmente con el resto del episcopado español los grandes temas de la Iglesia y de la sociedad española, al par que afrontan los aspectos particulares que vienen exigidos por las circunstancias de sus diocesanos.
    Las nuevas consideraciones pastorales sobre el catolicismo popular quieren señalar algunos datos concretos que reclaman la atención especial de los agentes de la evangelización. Se recuerdan los análisis que hoy se hacen sobre religiosidad popular y se indican criterios y orientaciones concretas para la actuación de cuantos se relacionan con la piedad popular: sacerdotes, organizaciones, dirigentes seglares, educadores y catequistas.
    El documento quiere ser un instrumento de estudio y un punto de partida para el discernimiento, la tutela y promoción de la identidad cristiana, la educación popular en la fe y la organización de actos religiosos, romerías, procesiones, etc. Prestará, sin duda, un servicio a quienes deseaban criterios autorizados para actuar con la prudencia y la coherencia que merece el respeto al pueblo y exige la evangelización. Y es, sobre todo, un nuevo impulso para acometer con realismo y adecuada pedagogía la educación en la fe del pueblo cristiano.
    El respeto al servicio a los fieles que, de una u otra manera, participan de la piedad popular, comprende:
–    Cuidar el carácter religioso y eclesial de las manifestaciones y celebraciones religioso-populares.
–    Garantizar la identidad cristiana en el actual contexto cultural y social.
–    Tutelar la libertad de los creyentes, ante posibles manipulaciones, para que sean y se expresen como tales.
–    Valorar la dimensión cultural de tales expresiones desde la autenticidad religiosa, sin reduccionismos.
–    Promover vías de discernimiento eclesial al servicio de nuestro pueblo y de su evangelización.
    Los obispos salen al paso de una necesidad pastoral, tan ligada a la vida de fe de nuestro pueblo, poniendo en manos de sacerdotes y fieles un documento breve y sencillo, al par que claro, oportuno y sugerente, de cuyo estudio y acogida cabe esperar nuevas iniciativas en el interior de las comunidades parroquiales, de las asociaciones y hermandades para cooperar conjuntamente al objetivo común de la educación popular en la fe.
ANTONIO HIRALDO VELASCO
Secretario General del Episcopado del Sur de España

I. PUNTO DE PARTIDA
El documento de trabajo de 1975
    Hace ya diez años que los obispos del sur de España presentamos un documento de trabajo sobre el Catolicismo popular. Fue publicado como “instrumento de estudio, de diálogo y de acción apostólica”. Sin el “carácter de una carta pastoral colectiva”, pero sin quedarse en un “estudio privado de los muchos y valiosos que se publican continuamente”
    Un repaso detenido a este documento nos descubre la permanente actualidad y validez de sus puntos de vista, de sus análisis, de las sugerencias pastorales que contiene, de su visión sobre la evolución de los hechos. Es muy interesante saber qué incidencia ha tenido en los planteamientos generales de la pastoral de nuestras diócesis, en nuestros sacerdotes, religiosas y seglares relacionados con el tema.
    Cuando concluye dicho documento manifestando que “no quiere ser otra cosa que una modesta aportación y una encarecida exhortación al trabajo de todos, para clarificar un hecho religioso tan complejo, para encontrar la actitud y el tratamiento pastorales más adecuados al esfuerzo de su promoción evangélica”, un camino a recorrer queda abierto. Es fácil responder que ese camino no se ha recorrido, si nos lo preguntamos. Pero es más difícil saber hasta qué punto se está recorriendo.
    La evolución posterior de los acontecimientos parece exigir que hoy se entre con decisión por este camino. Mientras las manifestaciones del catolicismo popular se presentan cada vez más como signo de maduración cultural y de identificación de nuestro pueblo, una pastoral incompleta puede desaprovechar cauces favorables de auténtica religiosidad, empleando energías en luchar contra corrientes en sí legítimas o coadyuvando el vaciamiento religioso de las manifestaciones populares.
    Urge, pues, volver a la reflexión pastoral sobre el catolicismo popular. Porque es necesaria la permanente reflexión de la Iglesia sobre sí misma, y el catolicismo popular es parte del ser eclesial. Porque sigue sintiendo la necesidad de equilibrar la atención pastoral a la masa y el cultivo de minorías activas que late en el fondo del catolicismo popular. Porque, finalmente, éste sufre constante transformación, influido por los más diversos factores de nuestro entorno.
Documentos del Magisterio, estudios e informes posteriores
    No ha faltado, por otra parte, en estos diez años, una evidente continuidad en la preocupación de la Iglesia sobre este tema. Buena prueba son las diversas enseñanzas de Pablo VI y Juan Pablo II, la serie de nuevos documentos episcopales, de estudios y de informes que han visto la luz desde entonces. Todos ellos dan material y orientaciones muy útiles par la necesaria reflexión pastoral .
Criterio pastoral que guía esta reflexión
    El criterio que nos guía al reemprender hoy nuestra reflexión está contenido en estas palabras de Juan Pablo II a todos los obispos de ambas provincias eclesiásticas en la visita ad limina: “La religiosidad de vuestro pueblo merece vuestra atención continuada, vuestro respeto y cuidado, a la vez que vuestra incesante vigilancia, a fin de que los elementos menos perfectos se vayan progresivamente purificando y los fieles pueden llegan a una fe auténtica y una plenitud de vida en Cristo” .
    Está también esta reflexión dentro de los objetivos que la Conferencia Espiscopal Española ha señalado en su actual Programa Pastoral. Se refiere en su conjunto al criterio quinto de las directrices pastorales aprobadas por la XXXVIII Asamblea Plenaria el día 24 de junio de 1983: “Clarificar los contenidos de la fe para asegurar la identidad del mensaje cristiano y su adaptación al hombre de hoy”. Este criterio es desarrollado con las siguientes ideas: “En época de cambios rápidos y profundos, como dice el Vaticano II, el mensaje cristiano tiene una doble exigencia: la de conservar fielmente su identidad y la de ser un mensaje vivo para el hombre histórico, es decir, capaz de orientar su vida en cualquier circunstancia. Juan Pablo II subraya la necesidad de llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la altura y de las culturas” .
    Vamos, pues, en las páginas siguientes, a describir cómo ha evolucionado la situación del catolicismo popular en nuestro pueblo, cuáles son las claves a través de las que suele ser interpretado y valorado, para, en fin, intentar dar una visión pastoral y trazar unas orientaciones prácticas sobre el tratamiento pastoral con que creemos conviene enfocarlo.
    Lo hacemos como pastores de las catorce diócesis encuadradas en las provincias eclesiásticas de Granada y Sevilla, que comprenden toda la región andaluza, Murcia y el sur de Extremadura, más el archipiélago canario  .

II. SITUACIÓN ACTUAL
Auge de las expresiones del catolicismo popular
    Todos conocemos el gran número de expresiones del catolicismo popular existentes desde antiguo en la España meridional y en las Islas Canarias. Lo nuevo en nuestra región quizás sea la revitalización y el auge que se está dando en todas ellas, pero de una manera especial en las celebraciones de Semana Santa, en las romerías y fiestas patronales.
    El pueblo sencillo ve este crecimiento con gozo y alegría, participando religiosa y activamente en su expansión y en las celebraciones a que da lugar. Pero unas veces por falta de capacidad crítica y otras por exceso de fervor religioso, el hecho es que los fieles católicos no llegan a descubrir las manipulaciones a que algunas tendencias, determinados grupos y ciertos partidos políticos tratan de someter a muchas celebraciones religiosas.
    Buena parte de esa novedad se hace visible en el gran número de asociaciones religiosas y culturales que vienen surgiendo en torno a determinadas manifestaciones concretas del catolicismo popular. Pero más llamativo todavía resulta el interés de los jóvenes por crear, integrarse y participar en las asociaciones que las protagonizan y, sobre todo, en las celebraciones que promuevan.
    Se observa igualmente un progresivo trasplante de elementos de la religiosidad popular a las celebraciones sacramentales, rodeándolas del aire colorista y festivo propio de aquéllas.
Fomento por parte de las autoridades civiles
    Otro dato nuevo en la España actual es el interés que nuestras autoridades políticas vienen manifestando por la religiosidad popular. Procuran participar en los actos, los promocionan y hasta en ocasiones los subvencionan.
    Es difícil hacer un discernimiento general de las motivaciones últimas de este hecho. Siempre, en épocas pasadas, antiguas y recientes, la religiosidad popular ha vivido el riesgo de ser usada con objetivos no religiosos, y hoy, como ayer, las motivaciones últimas de los participantes son tan variadas como las actitudes íntimas ante la fe, desde el rechazo combativo hasta la identificación total, pasando por otras más complejas que ponen en relación los valores religiosos con los demás aspectos que tan variadas conexiones tienen con la religiosidad popular.
    Con todo, no parece que este comportamiento sea siempre consecuencia de una fervorosa fe cristiana. Porque no pocos de los que así actúan se manifiestan abiertamente no creyentes y algunos públicamente hostiles y en desacuerdo con la actuación y enseñanzas de la Iglesia católica.
    Si esta observación es real, se seguiría que muchos políticos se interesan por las expresiones del catolicismo popular más bien en cuanto son manifestaciones culturales. Celebraciones periódicas pertenecientes a la tradición del grupo social que, a lo largo del año, las organiza. Pero sin que perciban las experiencia espiritual, las creencias religiosas, las exigencias morales y la comunión eclesial que tales celebraciones comportan en la vida del pueblo cristiano.
    Es evidente, por otra parte, que la religiosidad popular católica ofrece a los políticos una excelente plataforma para conectar con los sentimientos profundos de los pueblos y ciudades que ellos representan. Y esto explicaría, al menos muchas veces, el interés, no precisamente religioso, con que presiden las procesiones, asisten a las misas patronales, etc., así como el deseo de organizarlas y la frecuente disposición para subvencionarlas.
    Otras veces la promoción de esta religiosidad popular aparece muy relacionada con los intereses económicos y comerciales que sus celebraciones y festejos movilizan en los núcleos urbanos y rurales en que se celebran.
    Preciso es decir que estas actitudes contribuyen eficazmente a producir un efecto secularizador, tendente a eliminar, en muchos actos religiosos de nuestro pueblo, su contenido espiritual y de fe. Ciertamente, la religión entre nosotros no queda oculta, invisible, no ha desaparecido de la vida social. Al contrario, se está haciendo más presente en la vida pública. Pero, mientras en otras ciudades la secularización se ha producido a través de un progresivo vaciamiento de lo sagrado en la sociedad, en la cultura y en las conciencias, en nuestro ambiente social este vaciamiento está manifestándose, paradójicamente, en la misma religiosidad. Al menos en las celebraciones religiosas populares. Se fomentan, se subvencionan y se cuidan, pero como si se tratase solamente de manifestaciones culturales del pueblo, de actos folclóricos, de días de grandes beneficios económicos, como si careciesen de sustancia espiritual, moral y eclesial, que son el auténtico origen y soporte de todo rito sagrado y, consiguientemente, de toda vivencia religiosa cristiana, personal o colectiva.
El interés científico por la religiosidad popular
    Nuevo es también el interés de muchos estudiosos por el análisis científico de los hechos reales a través de los cuales se presentan la religiosidad popular.
    Es éste un hecho que pensamos se puede relacionar con la autonomía política alcanzada por nuestro pueblo. La cual, como es sabido, ha suscitado un movimiento de búsqueda y promoción  de cuantos elementos caracterizan nuestra cultura y nuestra historia.
    Historiadores, filósofos, antropólogos, sociólogos, psicólogos, literatos, teólogos y políticos se han puesto desde hace poco a estudiar las raíces culturales sobre las que se asientan la identidad del pueblo. Bastantes de estas investigaciones, según se extienden, terminan estudiando determinados aspectos del catolicismo popular.
    Como en casi toda España, en el sur de la Península y en el archipiélago canario las manifestaciones religiosas populares son tal vez las que mejor expresan y diferencias lo que es la cultura auténtica en cada zona o comarca geográfica. Sus celebraciones siguen ofreciendo, a creyentes y no creyentes, el marco dentro del cual viven y crecen tanto realidades profundamente religiosas como otras realidades sociales de la población.
    Los obispos apreciamos y valoramos positivamente muchos de estos estudios, que pueden iluminar en estas diócesis nuestro trabajo pastoral. Pero hemos de decir también que no pocos de ellos adolecen de parcialidad y parecen brotar de unas motivaciones puramente arqueológicas, a saber: el afán por descubrir y revitalizar tradiciones perdidas y el mero deseo de conservar las existentes.
    La preocupación pastoral de la Iglesia va más allá de los objetivos que estos estudios sobre el catolicismo popular se proponen. Lo importante para la Iglesia es que el simbolismo religioso contenido en sus celebraciones sea comprendido y vivido por los fieles católicos. Por eso hemos de dudar en introducir en ellas cuantas modificaciones y adaptaciones sean necesarias para que promuevan, en cada época, la comprensión y la vivencia religiosa profunda que debe ser su origen y su futuro.
    Esta ha sido y es la práctica pastoral de la Iglesia cuando la fe cristiana entra en contacto con las diferentes culturales. Procura expresar y celebrar su fe con el lenguaje y los símbolos del pueblo que se acerca a ella. Así, la cristianización de antiguas fiestas paganas es una muestra de este esfuerzo de inculturación. Esto, por sí solo, no le quita valor cristiano a su celebración actual. En nuestra tierra, estas fiestas se han vivido y viven como fiestas cristianas que ofrecen una respuesta válida a la necesidad de manifestar la fe cristiana. Tienen el mérito de saber expresar lo genuino de la fe con los moldes propios de la tierra, de la manera propia de ser. Forman parte de nuestro patrimonio cultural y cristiano.

III. ALGUNOS ANÁLISIS ACTUALES: SU VALIDEZ Y SUS LÍMITES
    Estos modos de ver los hechos religiosos que estamos señalando son para muchos pautas de interpretación que están interfiriendo notablemente en el modo de tratar la vida religiosa de nuestro pueblo y que, por ello mismo, invitan a una consideración más atenta y profunda.
    Todo el mundo sabe que existen pautas propiamente religiosas para la interpretación de estos hechos. Nos las proporciona la llamada “fenomenología de la religión”, y a ella acudíamos en nuestro anterior documento del año 1975. El sentido de los sagrado, lo simbólico, lo festivo, lo místico …; los rasgos experenciales, los elementos rituales y devocionales, etc. Pero ahora se nos invita a atender a nuevos factores interpretativos, provenientes de otros campos: de algunas ciencias humana, de ciertas ideologías y de las aportaciones de una “teología crítica”, muy atenta a los postulados que de las anteriores se derivan. Se hace preciso, por tanto, un discernimiento riguroso entre componentes “religiosos” meramente naturales, muchas veces deformados y mezclados con elementos extraños y, por otra parte, el componente inconfundible de la fe cristiana, con sus exigencias claras y no adulterables.
Interpretaciones culturalistas
    La antropología cultural estudia el lado folclórico, lo que hay de peculiar en el genio de cada pueblo. Las ciencias sociales, las ciencias del lenguaje, las ciencias psicológicas, consideran cada una su propia perspectiva en los hechos religiosos. No hay, en principio, nada censurable en esta reducción metodológica desde el campo científico; sí hay que rechazar toda manipulación deformadora del hecho religioso, por muy científico que sea el instrumento que se use.
    Los hechos y costumbres de la vida religiosa de los pueblos están ciertamente sujetos a posibles procesos de deterioro. Van pediendo su intencionalidad religiosa y pueden quedar reducidos a costumbre o rito social: fiestas populares que tuvieran evidente sentido religioso; usos del santoral o del lenguaje relativo a la escatología como mero recurso ornamental; conmemoraciones de los difuntos como mero recuerdo familiar, etc., etc.
    Es evidente que si los fenómenos y las costumbres religiosas se estudian sólo con interés esteticista y se los fomenta sólo en esa perspectiva, o quienes los fomentan y toman parte en ellos se van imbuyendo de este enfoque reduccionista y parcial, irán perdiendo su mordiente religioso. Caerá en el vacío y en un rechazo progresivo todo intento de subrayar los contenidos religiosos que provengan de los pastores y aun de los mismos cristianos que todavía participan en ellos con verdadera fe. Las propuestas para potenciar con una catequesis adecuada las celebraciones de Semana Santa, por ejemplo, o de prolongarlas en una dinámica de compromiso cristiano, ¿no encuentran con frecuencia demasiadas dificultades y rémoras por parte de los grupos que las protagonizan, con el pretexto de que su finalidad en organizar “el culto externo”? ¿Es que acaso es legítimo en la Iglesia potenciar un “culto externo” si no va acompañado a un tiempo de las disposiciones internas que lo animan?.
    Contribuyen también, y a veces no poco, a esta desacralización creciente los medios de comunicación social. Acompañan en ocasiones a la retransmisión de procesiones u otras celebraciones católicas comentarios que, o bien las despojan de sus contenidos cristianos, o incluso las equiparan con las celebraciones paganas. Todo ello produce un impacto relativizador y aun de franca depreciación en la presentación de las ceremonias religiosas; bastan ciertos afectos hábiles de montaje, en la sucesión o contaste de las imágenes, para llegar a resultados muy negativos en el tratamiento de los temas religiosos.
    Se da también el fenómeno contrario: a ciertos períodos de concreta desacralización siguen períodos de recuperación religiosa. Y es claro que muchos elementos de nuestro folclore son susceptibles de ser asumidos en las catequesis, y aun en la liturgia, para nutrir la fe del pueblo; hay expresiones del lenguaje corriente popular en las que cabe subrayar su fuerza religiosa o por el contrario denunciar su deformación; ejemplos del santoral y de la Biblia que subsisten como meros motivos ornamentales; símbolos tan válidos teológicamente como el de las Cruces de Mayo o la celebración pascual y festiva de la Cruz, como “exaltación”, valdría la pena representarlos y explicarlos en el interior de las iglesias, ya que como fiesta externa popular es meramente secular.
Posiciones ideológicas
    Hay sistemas que llegan a configurar una concepción deformada del mundo y de la religión, afectando fuertemente a la conciencia religiosa. Son las ideologías. Particularmente cabe referirse aquí a las materialistas. Tanto el materialismo de signo capitalista, centrado en el interés económico, como el llamado materialismo histórico repercuten con sus planteamientos en la manera de ver y tratar la religiosidad popular.
    Las interpretaciones que el materialismo histórico hace del hecho religioso, ampliamente difundidos hoy, sirven de plataforma operativa a algunos militantes imbuidos de esa ideología. Para lo cual encuentran pábulo en ciertas deformaciones reales de las manifestaciones religiosas. Tales críticas, por tanto, pueden y debe ayudarnos a descubrirlas.
    En la medida en que los hechos religiosos reflejan de algún modo conflictos de clases –v.gr., en algunos lugares, cofradías enfrentadas en un mismo pueblo, que a veces se corresponden con distancia y oposición entre sectores sociales-, se prestan, sin duda, a ser interpretados y utilizados en la dinámica de la lucha de clases. Pueden darse también enfrentamientos de cofradías y grupos religiosos populares con la Jerarquía de la Iglesia, que sirven de pretexto para contraponer la Iglesia popular a Iglesia jerárquica, de donde se salta a la dialéctica entre opresores y oprimidos. Si las expresiones religiosas y quienes las realizan dejan de lado el compromiso en la caridad y la acción social, dan pie a ser interpretadas como falsa confraternización o tapadera que oculta y mantiene la división o como evasión carente de fuerza humanizadora y liberadora.
    Por otra parte, es preciso admitir y denunciar las deformaciones que pueden provenir del materialismo económico y sus manifestaciones de poder. Son los casos en que intereses no religiosos aparecen mezclados en la misma promoción o difusión de manifestaciones religiosas, que pueden ir desde el afán de protagonismo y exhibición, ya sea por parte de personas concretas, ya de determinadas instituciones o cuerpos sociales, hasta el afán interesado de propaganda y atracción para el turismo y otras formas de sometimiento a los intereses comerciales. Así se alteran arbitrariamente los horarios normales en ciertas conmemoraciones religiosas o su superponen procesiones de gran concurrencia son actos litúrgicos tan importantes como la Vigilia Pascual del Sábado Santo, por ejemplo, sólo en razón de meras conveniencias extrarreligiosas.
    Si los intereses que se mezclan con las motivaciones religiosas son sociales o políticos, se hace precisa una labor de discernimiento, de denuncia y de purificación, por mucho que pueda en ocasiones ser doloroso hacerlo. Si el ser católico se intenta justificar sólo, como título de tradición y orgullo, por el hecho de ser español, por pertenecer a la esencia de lo hispánico –como se ha dicho algunas veces-, se corre el peligro de excluir y hasta ahogar las auténticas motivaciones de fe, quedándose en un catolicismo sociológico meramente externo.
Discernimiento entre religiosidad y fe cristiana
    Esta tercera línea de interpretación surge ya desde dentro de la fe cristiana, como oferta liberadora, salvadora, frene a elementos de mera religiosidad natural, deformados en no pocas ocasiones. Y la crítica puede llegar al exceso, si de hecho se rechaza como vacía de fe toda religiosidad que no responda al esquema o si sólo se descubren en la religiosidad popular ciertos residuos de paganismo o superados, meras expresiones de subconsciente colectivo o simples manifestaciones folclóricas desprovistas de contenido cristiano.
    Conviene, no obstante, considerar atentamente muchas de estas críticas para poder llegar a un discernimiento equilibrado. No puede negarse que ciertos componentes característicos de la religiosidad popular la impurifican e incluso la contradicen, y que se hace necesaria una auténtica evangelización y catequesis cristiana para superar el peligro de adulteración que encierran. Así, por ejemplo:
–    La referencia aun cierto “terror sagrado”, o de miedo supersticioso a la Divinidad, que desvirtúa y olvida el mensaje evangélico de la Paternidad, del Amor de Dios.
–    La obsesión ritualista, que puede deformar el uso necesario del rito hasta llevarlo a extremos mágicos y que hay que contrapesar con la explicación del verdadero contenido de vida en los ritos de la Iglesia.
–    La frecuente tentación del egoísmo, de la “piedad interesada”, que instrumentaliza la religión al servicio de necesidades inmediatas de la vida y que es necesario prevenir con una seria formación evangélica acerca de la oración de petición, y especialmente con la oración de Jesús durante su agonía en el huerto y en la cruz, siempre subordinada a que “no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
–    La supervaloración del culto a los muertos y del culto a los santos y la tendencia a la multiplicación de mediadores, que aconsejan destacar siempre, por parte de la Iglesia, el papel propio del único Mediador y Salvador, Jesucristo, que, por otra parte, no excluye el honor, la imitación y aun la intercesión de los santos.
–    Otros componentes, como el legalismo, el celo excesivo o fanatismo, los falsos sentimientos de culpabilidad y de purificación ritual, sin verdadera conversión del corazón, etc.
    Todo lo dicho muestra cuán necesaria es, por parte de los educadores y pastores y por parte de todo cristiano despierto y responsable de su fe, el cuidado constante para dar, en todos estos aspectos, el enfoque justo en que debe situarse el cristiano desde la fe, en un esfuerzo constante de maduración.

IV. VISIÓN PASTORAL
Considerando todo lo dicho hasta aquí, podría decirse, simplificando, que, en el catolicismo popular aparecen riesgos e intentos de desplazar la esencia religiosa del mismo hacia parcelar que disputan a la Iglesia el papel que sólo a ella le corresponde. Particularmente importantes son aquellos que intentan resaltar de tal modo sus valores sociales, historicistas o políticos, que ignoran o niegan los religiosos. En ambas premisas encuentra base propicia el pensamiento teológico crítico para despreciar este tipo de comportamiento religioso. Todo lo cual produce en muchos una gran sensación de ambigüedad a la hora de plantear y orientar pastoralmente el catolicismo popular, en un momento en que se produce un evidente crecimiento del mismo.
Algunos criterios
    En esta situación, los responsables de la acción pastoral debemos movernos con suma discreción y guiados por criterios certeros. Son claros, ante todo, los siguientes.
    Procede, en primer lugar, reafirmar y proclamar el carácter religioso de las manifestaciones de religiosidad popular entre nosotros. Esta afirmación básica no es incompatible con el reconocimiento de que, en ellas, hay elementos menos maduros y deficientes. Pero lo cierto es que en el catolicismo popular está presente la verdadera fe cristiana y precisamente ha estado siempre presente la Iglesia. Una Iglesia que, durante siglos, se ha expresado así y ha hablado de esta forma a un pueblo concreto.
    Las manifestaciones del catolicismo popular tienen, además de carácter religioso, carácter eclesial; y la Iglesia, su magisterio y sus pastores tienen en ello mucho que discernir y que decir. Por eso nosotros no renunciamos a esta responsabilidad que hoy, más que nunca, nos acucia.
    Como pastores de la Iglesia no debemos consentir que nuestra religiosidad popular se convierta en foco de secularización de nuestro pueblo. Si hay en ella presencia y participación de autoridades y pueblo, debe ser como consecuencia de la fe en Dios, en el Dios cristiano, en el Dios trinitario que unos y otros profesan. La ficción y la idea de que no hace falta ser creyente, ni estar en comunión con la Iglesia, para poder participar en estas celebraciones religiosas no puede generalizarse ni convertirse en norma habitual de nuestras prácticas religiosas.
    Seguidamente, nos parece necesario denunciar con claridad las distorsiones con que actualmente presentan algunos aspectos de nuestro catolicismo popular. Todas ellas, de variadas motivaciones y de diversa gravedad, como hemos visto, suponen un atentado al patrimonio espiritual de los fieles. De modo especial, rechazamos las posiciones críticas que nacen dentro de la misma Iglesia y en nombre de la fe, cuando son totalmente excluyentes. Con palabras del documento de 1975, pensamos que no llevan a parte alguna lo mismo las actitudes “abandonistas o destructivas” que las “conformistas e inmovilistas”. Hemos de buscar y fomentar entre todos actitudes “constructivas y renovadoras”.
    Lo cual pone de relieve la urgencia con que hemos de adoptar posturas que lleven a un mejor tratamiento pastoral del catolicismo popular. Para ello, nos parece necesaria una seria reflexión, por parte de todos los responsables pastorales interesados, sacerdotes y seglares, orientada a purificarlo de elementos extraños, a desarrollar y mejorar los insuficiente aplicados y a aprovechar bien los más válido. Entre éstos no deben olvidarse la devoción a la Eucaristía, a la Pasión de Cristo y a la Virgen María, la fuerza de asociacionismo, el encauzamiento del interés juvenil, el valor religioso de lo festivo, etc.
    La preocupación predominante y meta de todo trabajo debe ser la urgente evangelización de nuestro pueblo. Ya el papa Juan Pablo II nos recordaba esto a los obispos del Sur el día 30 de enero de 1982, y los actuales programas pastorales de la Conferencia Episcopal Española apuntan a esta meta como prioritaria.
    En este aspecto recordamos justamente un valioso texto del papa Pablo VI en la Evangelio nuntiandi. La descripción de los valores y límites de la religiosidad popular y su entronque con la evangelización están admirablemente descritos. Lo que él dice refiriéndose a los más variados países del mundo es aplicable a nuestro ambiente. Para Pablo VI, esta realidad es “un aspecto de la evangelización que no puede dejarnos insensibles”. Porque “bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores”, por los cuales el Papa la llama “gustosamente piedad popular, es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad” (Evangelio nuntiandi, 48).

V. ALGUNAS ORIENTACIONES PASTORALES
    Queremos brindar finalmente, como resumen de las reflexiones anteriores, un elenco de orientaciones e iniciativas prácticas de tipo pastoral. Nos dirigimos con ellas a la comunidad eclesial y, en ella, a los católicos más conscientes, a los dirigentes seglares de instituciones relacionadas con el catolicismo popular, a los expertos en teología pastoral, a los responsables pastorales, entre los cuales nos encontramos. Esperamos que todos acojan su propia responsabilidad y unan su esfuerzo en esta labor común de promoción de los valores cristianos de nuestra Iglesia.
Frente a la posible ideologización y las manipulaciones del catolicismo popular
    1. Es necesario poner bien de relieve el carácter religioso y eclesial de las manifestaciones del catolicismo popular, lo cual implica: afirmar el papel del ministerio jerárquico en ellas; no estar ausentes como Iglesia en su promoción, manteniendo una presencia de Iglesia que señale y evite los desvíos y apoye y mantenga su sentido original; recordar en la predicación las exigencias de coherencia entre la fe, la moral y el compromiso cristiano que comporta la participación en estos actos, y más especialmente entre sus dirigentes.
    2. Hay que evitar las apropiación política de las manifestaciones del catolicismo popular, que puede manifestarse a veces en situaciones de inadecuado protagonismo de los representantes oficiales, más allá de la justa distinción con que la Iglesia siempre ha acogido su presencia como representación de las legítimas instituciones de la sociedad y del Estado; en la acción de grupos políticos y en el prurito de rendir ciertos honores políticos más o menos relevantes. Se deben evitar los propósitos de manipulación política y de instrumentalización comercial.
Frente a las interpretaciones culturales y su peligro reduccionista
    3. No es posible, ni tampoco conveniente, separar lo cultural y lo religioso en las manifestaciones del catolicismo popular: lo primero quedaría vacío y lo segundo desencarnado. Pero, admitido esto, es necesario evitar la reducción de las mismas a mera manifestación cultural. A este propósito es oportuno brindar información adecuada sobre tales manifestaciones a los medios de comunicación social, a fin de que resalten su dimensión religiosa, y promover estudios sobre la presencia del catolicismo en la historia y en la cultura de nuestro pueblo, como contribución a una historia de la Iglesia en esta área geográfica.
    4. Con el fin de evitar la secularización o vaciamiento religioso de las demostraciones religiosas populares, recomendamos:
–    Un esfuerzo por recuperar el valor religioso de ciertos signos ya secularizados, fiestas, ritos y costumbres.
–    El aprovechamiento de elementos tales como símbolos, lenguaje popular y fiestas populares para una adecuada catequesis.
–    Hacer un elenco detallado de los recursos pastorales que ofrece la tradición popular, con sugerencias para su aprovechamiento pastoral.
–    La incorporación de acciones pastorales a la dinámica de celebraciones populares, aprovechando celebraciones litúrgicas cercanas o creándolas, como preparación catequética.
–    La supresión de excesos y aditamentos impropios, a fin de que lo religioso hable por sí mismo.
–    El desarrollo del sentido cristiano de fiesta y fraternidad.
Discernimiento eclesial: religiosidad y fe cristiana
    5. Invitamos a los pastoralistas a un estudio que aporte más luz sobre cuestiones relacionadas con el catolicismo popular; lo cual supone, entre otras cosas menos importantes:
–    Buscar las posibles conclusiones pastorales nuevas que la evolución de la situación plantea, en especial la evaluación de los elementos teológicos y devocionales, de las expresiones culturales y artísticas y de las adherencias profanas inconvenientes.
–    Aclarar las cuestiones referidas a los valores pastorales del catolicismo popular, entre otras:
•    Posibles carencias en la cosmovisión cristiana que transmite el catolicismo popular.
•    Posibilidad y métodos de incorporación de los medios propios de transmisión de la fe cristiana a nuestros esquemas de evangelización y catequesis.
•    Posibilidad, oportunidad y medios de incorporación de su lenguaje y simbología a la liturgia.
•    Medios para que el sentido de grupo e identidad que crea normalmente el catolicismo popular tenga las notas de lo cristiano.
•    La defensa y promoción de las raíces e identidad de nuestra región como parte del compromiso cristiano con el hombre aquí y ahora; lugar de este compromiso concreto ante las formas de reivindicación política.
    6. En orden a crear en la Iglesia conciencia colectiva de la importancia del catolicismo popular, recomendamos:
–    – El estudio entre responsables pastorales de este tema, conociendo la documentación existente sobre el mismo, profundizando en sus valores para tutelarlos y promoverlos y en sus limitaciones y peligros de manipulación. Pertenece esto a los programas de formación permanente del clero y a la reflexión     entre responsables pastorales de los diversos niveles, así como a la formación de los dirigentes seglares de Hermandades y Cofradías.
–    Que los sacerdotes, en el tratamiento pastoral de los actos de catolicismo popular, sean conscientes de la posible manipulación de variadas tendencias a que pueden estar sometidos, y tengan en cuenta siempre las diferentes motivaciones que mueven en su participación a los diversos grupos: las personas sencillas, a las que hay que respetar y educar; los dirigentes seglares, acercándose por motivos menos religiosos, pueden encontrar una ocasión de ser evangelizados.
–    Los responsables de organizaciones de apostolado seglar presten atención a las posibilidades que ofrecen las manifestaciones del catolicismo popular como lugar de acción y compromiso de los seglares cristianos: normalmente se aprecia un alejamiento entre ambos sectores.
    7. Hay que impedir los intentos, aislados pero significativos por su notoriedad, de traspasar caprichosamente  a la celebración de algunos sacramentos elementos folclóricos en un montaje artificial: pueden ser elementos que frivolizan la acción litúrgica y la distorsionan, subjetivizando la celebración. Todo ello se agudiza si se añade la ostentación y la riqueza.
    8. Es necesario que los agentes de la acción pastoral, conscientes de los valores y deficiencias de la herencia de la Iglesia que hemos recibido, y que debe ser profundizada y corregida, busquemos una visión pastoral amplia que una la atención a estas formas de catolicismo popular y el esfuerzo por las formas más comunitarias y comprometidas de vida cristiana tradicionales y nuevas.
    9. Una consideración especial conviene dedicar a las fiestas patronales, las procesiones y las romerías populares. En todas ellas, junt oa la masiva participación o asistencia de numerosos fieles, se echa de ver fácilmente la activa diligencia con que un reducido grupo organiza, financia y da sentido a los actos. Tres palabras son precisas a este propósito.
    Ante todo hay que llamar la atención, con sincera simplicidad evangélica, sobre las posibles manipulaciones de la fe cristiana de que pueden ser objeto estos actos, como hemos dicho y anteriormente. La reflexión y la predicación deben crear conciencia de estos peligros en todos los fieles. No es tiempo de infantilismos e ingenuidades de unos ni de fácil distorsión o aprovechamientos ilegítimos de otros.
    Habrá que denunciar más seriamente aún la ostentación y la riqueza a que con excesiva frecuencia dan lugar estas manifestaciones .Ni los protagonismos y triunfalismos personales o familiares ni el despilfarro económico pueden tener cabida aquí. Sobre todo cuando entre nosotros tantos pobres y necesitados esperan una respuesta urgente y generosa de nuestra caridad y solidaridad. En este punto, la tradición cristiana de todos los siglos nos ofrece testimonios elocuentes. Hoy más todavía somos sensibles a ello. Es necesario que la sobriedad en lo ritual se convierta en ayuda efectiva a los que sufren.
    Es necesario igualmente invitar y cooperar a la mayor profundidad religiosa de estos actos. En este aspecto se puede y se debe avanzar mucho. La superficialidad, la inconsciencia, la falta de autenticidad deben ser superadas. Se hace por ello necesaria, como hemos indicado, la programación de catequesis preparatorias, la oración y la celebración litúrgica que preparen adecuadamente a los participantes. Otro medio puede ser la más amplia distribución de responsabilidades organizativas, de modo que sea más visible el clima comunitario y eclesial con que los actos se preparan y se desenvuelven. En todo caso, es necesario que los asistentes a la fiesta participen en las celebraciones propiamente religiosas y litúrgicas, de modo especial en la Eucaristía, y escuchen la Palabra de Dios.
    10. Mención especial merecen también, en algunas de nuestra regiones, La Hermandades y Cofradías, que canalizan asociadamente parte de la realidad que estamos considerando. Todo el Pueblo de Dios debe reconocer los valores que las adornan. Son una importante realidad de asociacionismo católico en nuestra iglesias. Tanto más cuanto que, en la sociedad, las diversas iniciativas de de asociacionismo encuentran muchas dificultades para prosperar por falta de participación ciudadana. También se nota esta dificultad en diversos ámbitos de nuestra vida eclesial. Aquí, por el contrario, se da una notable pujanza asociativa y, además, como hemos señalado, suscita la participación de los jóvenes con un entusiasmo, un desinterés y un espíritu de sacrificio notorios. Sus capellanes y dirigentes deben esforzarse más y más por mejorar su espíritu de piedad y oración, por incorporarlo a las tareas apostólicas, por desarrollar las iniciativas de caridad cristiana y por brindarles vías de de formación religiosa .Son caminos para superar sus carencias, ya que con frecuencia participan de las limitaciones y riesgos comunes a las diversas manifestaciones del catolicismo popular.
    Por este camino hay que continuar. Condición necesaria es la renovación y actualización de los estatuotas que las regulan conforme a las normas vigentes en nuestras diócesis. Ellos definan y señalen los medios para que las Cofradías y Hermandades sean realmente lugares de educación en la fe, de celebración de la misma, de caridad y comunicación de bienes, de testimonio de Jesucristo en el mundo. Además de sus misiones más tradicionales y específicas que ya cumplen, deben adquirir y mantener estas otras, que son esenciales en toda comunidad cristiana. También deben sentirse llamados a integrarse en los esquemas pastorales de sus Iglesias locales, integrando su acción en los planes de pastoral de conjunto y participando en los correspondientes consejos pastorales.

VI. CONCLUSIÓN
    Estas son las nuevas consideraciones pastorales sobre el catolicismo popular. Vista la evolución que se ha apreciado en estos años, quieren ser una nueva aportación a la profundización en tema tan complejo y variado: dentro de ciertas líneas comunes presenta también características propias en las diversas zonas, ciudades y pueblos. Esta constatación impone una última llamada a la sabia ponderación pastoral en el enjuiciamiento de situaciones y en la consecuente acción pastoral. Llevamos todos en el corazón la rica y cercana experiencia de la fe sincera y sencilla de tantos hombres y mujeres de nuestro pueblo que nos exige un gran respeto, amor y sensibilidad pastoral en el ejercicio de nuestra misión. Mejor que nuestras palabras, lo expresan las del papa Pablo VI en el citado texto de Evangelii nuntiandi, al hablar de los valores de la religiosidad popular y de su tratamiento pastoral:
    «Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción… La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes de las comunidades eclesiales, las normas de conducta con respecto a esta realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo hay que ser sensible a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuesto a ayudarla a superar sus riesgos de desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo» (EN 48).
    Pedimos a todos su colaboración en la promoción cristiana de nuestro pueblo y encomendamos este empeño a nuestro Señor y Salvador, cuyo Misterio Pascual nos preparamos a celebrar, con maría su Madre, que permaneció junto a la Cruz.

Miércoles de Ceniza, 20 de febrero de 1985.

JOSÉ MÉNDEZ ASENSIO, Arzobispo de Granada. CARLOS AMIGO VALLEJO, Arzobispo de Sevilla. RAFAEL GONZÁLEZ MORALEJO, Obispo de Huelva. JOSÉ ANTONIO INFANTES FLORIDO, Obispos de Córdoba. ANTONIO MONTERO MORENO, Obispo de Badajoz. RAMÓN ECHARREN YSTURIS, Obispos de Las Palmas. ANTONIO DORADO SOTO, Obispo de Cádiz–Ceuta. MANUEL CASARES HERVÁS, Obispo de Almería. DAMIÁN IGUACÉN BORAU, Obispo de Tenerife. JAVIER AZAGRA LABIANO, Obispo de Cartagena–Murcia. MIGUEL PEINADO PEINADO, Obispo de Jaén. RAMÓN BUXARRÁIS VENTURA, Obispo de Málaga. RAFAEL BELLIDO CARO, Obispo de Jerez. IGANCIO NOGUER CARMONA, Obispo de Guadix–Baza.

Normas por las que se regula la creación de nuevas hermandades del Rocío en las diócesis de las provincias eclesiásticas de Granada y Sevilla

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    Los obispos de las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla establecen para sus respectivas diócesis las presentes normas, por las que se ordena el procedimiento para erigir canónicamente nuevas Hermandades del Rocío
Naturaleza
    1. Las Hermandades de Nuestra Señora del Rocío son asociaciones públicas de fieles, conforme a lo prescrito por el nuevo Código de Derecho Canónico en sus cáns. 298-320.
Requisitos previos a la erección de una nueva Hermandad
    2. Antes de proceder a aceptar la formación de una nueva Hermandad del Rocío se ha de verificar su conveniencia pastoral, analizando si los motivos que se exhiben al solicitar su creación responden a necesidades concretas y a los fines que el Código de Derecho Canónico reconoce a las asociaciones públicas de fieles.
    3. Corresponde al párroco en cuya demarcación parroquial se pretende crear la nueva Hermandad recabar el parecer de la Comunidad parroquial, bien a través del Consejo Parroquial de Pastoral u otro organismo similar, bien por procedimiento distinto, aprobado por el Ordinario diocesano.
    4. La iniciación de actividades de una nueva Hermandad del Rocío, en orden a su creación, comprende los siguientes requisitos:
    a) Autorización previa del Ordinario diocesano, oído el parecer del párroco (n.3).
    b) Inscripción de los fieles, mayores de edad, que se proponen este objetivo, en número no inferior a 100.
    c) A partir de la autorización previa por el Ordinario, desarrollo de un programa de formación cristiana, que comprenda los contenidos básicos de la catequesis de adultos, con especial referencia a los fundamentos del apostolado seglar, la celebración de la liturgia y del culto mariano. Este programa durará el tiempo conveniente para completar la formación de los hermanos.
    5. Las actividades correspondientes al período de iniciación serán orientadas, o al menos supervisadas, por el párroco.
Erección canónica
    6. Superado el período de iniciación, se podrá proceder a la redacción y presentación de los estatutos ante el Ordinario diocesano, solicitando su aprobación y la erección canónica de la nueva Hermandad.
    7. En tanto no se obtenga dicha erección canónica, los iniciadores de la Hermandad carecen de atribuciones para organizar actos públicos y recabar la ayuda económica de los fieles.
    8. En el texto de dichos estatutos deberán constar los fines específicos que la configuran y cuanto se refiere al régimen interior de la Hermandad, así como su inserción en la parroquia, a tenor del Derecho Canónico y las disposiciones sobre Hermandades y Cofradías vigentes en la diócesis respectiva.
    9. Una vez erigida canónicamente la nueva Hermandad, el Ordinario diocesano lo comunicará al Ordinario de Huelva, el cual dará cuenta, a su vez, a la Hermandad Matriz de Almonte, que sólo mantendrá relaciones con aquellas Hermandades que hayan sido notificadas en la forma antes dicha.
    Las presentes normas entran en vigor el día de la fecha.

Córdoba, 14 de octubre de 1983

ANTONIO HIRALDO VELASCO

Secretario General

Ante las elecciones para el parlamento andaluz

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    1. El pueblo andaluz se dispone a darse a sí mismo el primer Parlamento y el primer Gobierno autónomo, en unidad solidaria con los otros pueblos de España.
    Como obispos de la Iglesia en esta tierra, venimos siguiendo con interés y esperanza las etapas del proceso autonómico y nos hemos pronunciado sobre el mismo el febrero de 1980 y en octubre de 1981. Hoy volvemos a hacerlo, ante el momento, decididamente histórico, de nuestras primeras elecciones legislativas.
    2. claro que, como Pastores de la Iglesia, estamos al margen de posiciones de partido, respetamos todas las opciones democráticas y reconocemos la libertad de nuestros fieles para votar como les dicte su conciencia. Sólo nos corresponde recordar los criterios morales y los métodos evangélicos que deben guiar esa decisión personal.
    3. Consideramos, ante todo, un deber de los partidos aclarar abiertamente ante los electores el contenido de sus programas políticos, para que los votantes actúen con conocimiento de causa. En cuanto a los representantes que salgan elegido, habrán de sentirse obligados a legislar y gobernar en estricta fidelidad a los compromisos contraídos con sus electores. Toda la clase política ha de sentirse llamada a despertar la confianza del pueblo en los poderes públicos, anteponiendo el bien común a los intereses de partido.
    4. Con todo, el pueblo sigue siendo el verdadero protagonista de su propio destino y cada ciudadano comparte proporcionalmente esta responsabilidad. Que ni el desencanto ni la desconfianza, por muy justificados que puedan parecer, conduzcan a nadie a una abstención irresponsable. La Andalucía que queremos será la resultante de un empeño generoso y abnegado de todos sus hombres y mujeres.
    5. Se plantea a veces a la conciencia cristiana una cierta perplejidad. ¿A quién elegir o por quién votar, si ningún programa político responde plenamente al proyecto cristiano sobre el hombre y sobre la sociedad?¿Qué hacer cuando, incluso, se tienen graves reservas sobre los contenidos o tendencias del programa o de la línea de cada partido? Aquí deberá decidir un juicio prudente en dónde esté la solución más aceptable o la menos rechazable.
    6. Esto supone ciertamente reconocer lo que se vota, por qué se vota y en qué circunstancias se vota. Este obliga, sobre todo, a que nuestro voto sea consecuente con la madurez ciudadana y con la formación cristiana. Resultaría absurdo que la opción de un católico en las urnas fuera contradictoria con nuestra idea del hombre y de la sociedad, de los derechos humanos y de las reglas de convivencia, de los valores morales y de las creencias religiosas.
    7. Por lo que toca a la Iglesia, ella quiere estar presente, de una manera abierta, respetuosa y llena de esperanza en esta hora de Andalucía. Procuraremos poner a contribución todo lo que la Iglesia es y significa en esta tierra, para que nuestro pueblo se realice cada vez más por sí mismo y se desarrolle en todas sus dimensiones.

Córdoba, 17 de abril de 1982

Declaración colectiva de los Obispos de Andalucía ante el referéndum sobre el estatuto autonómico

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    Los obispos de las diócesis andaluzas venimos siguiendo, con interés pastoral, los pasos sucesivos que va dando nuestro pueblo hacia una creciente responsabilidad autonómica, dentro del marco unitario del Estado español.
    Cierto que, como ya dijimos en febrero de 1980, “la organización político-administrativa del Estado es materia opinable entre los ciudadanos y que nadie puede ser forzado ni impedido en una opción concreta por razón de su fe cristiana”. Pero el hecho de que el pueblo andaluz haya de adoptar medidas comprometen su futuro pone en juego el sentido moral de los ciudadanos y les obliga a elaborar un juicio de conciencia.
    Es en esta plano ético y espiritual –donde opera la responsabilidad íntima de cada persona y de cada cristiano- en el que encuentra su justificación la palabra evangélica de los Pastores de la Iglesia. La dijimos cuando se sometieron al electorado dos alternativas autonómicas sobre Andalucía. Y volvemos a decirla ahora, ante el referéndum del 20 de octubre, que somete a veredicto popular la aprobación o no del texto de Estatuto de Autonomía, elaborado por las fuerzas políticas andaluzas y hecho suyo por el Gobierno y el Parlamento español.
    Sea cual fuere la decisión personal a la que llegue en conciencia cada miembro del censo electoral, consideramos que a todos nos afectan las siguientes observaciones:
1.    No es moralmente correcto despreocuparse o inhibirse de los asuntos que conciernen al porvenir de nuestro pueblo ni de las fórmulas que se nos consultan para decidir en una u otra dirección.
2.    Carecen, por lo mismo, de justificación las actitudes ante el referéndum fundadas en la indiferencia, la comodidad, el apasionamiento, la insolidaridad o el menosprecio de los asuntos públicos.
3.    El referéndum sobre el Estatuto de Autonomía nos encara a todos los andaluces con nuestra responsabilidad ciudadana, nos exige un conocimiento básico de los que votamos o dejamos de votar y nos obliga a ponderar con seriedad las consecuencias de nuestra decisión.
4.    En cualquier caso, sobre el interés del propio partido o de la filiación ideológica, debe imponerse en un monumento como éste el bien general del pueblo andaluz, en apertura solidaria y cordial a todos los pueblos de España.
5.    A la luz de la doctrina social de la Iglesia, cada cristiano está llamado a participar en las tareas colectivas de la comunidad humana a la que pertenece, aportando a la vida pública el mensaje y el testimonio del Evangelio. En este sentido, Andalucía, por su postración social, por sus valores culturales y religiosos que la distinguen, constituye una llamada a nuestra conciencia creyente y a nuestra responsabilidad pastoral.
    Como pastores de la Iglesia en Andalucía, queremos permanecer fieles a estas exigencias y apoyamos sin reservas a cuantos realicen algo positivo a favor de nuestro pueblo.

Córdoba, 17 de octubre de 1981.

Líneas de acción para la pastoral educativa aprobadas por los Obispos del Sur de España

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1. EDUCACIÓN CRISTIANA
    1.1. Facilitar el progreso y el desarrollo de los "proyectos educativos" que se definen por su referencia explícita al Evangelio de Jesucristo, como un servicio leal a las familias y a nuestra sociedad y como un derecho de cuantos libremente lo eligen.
    1.2. Favorecer las iniciativas en curso para que la "escuela de la Comunidad Cristiana", como lugar de evangelización e institución eclesial, sea signo del Evangelio al servicio de todos, cauce del progreso humano en justicia, verdad y libertad y medio para la edificación de la Iglesia.

2. ENSEÑANZA RELIGIOSA ESCOLAR
    2.1. Desarrollar las líneas pastorales asumidas en el documento colectivo Las Iglesias diocesanas en Andalucía, relativas a los "dos grandes campos de atención y dedicación para los educadores de la fe. El primero, por prelación y amplitud, las comunidades de Iglesia: las parroquias principalmente y centros docentes con proyecto educativo explícitamente cristiano. El segundo, el mundo de la escuela en general, donde se imparte la formación religiosa, dentro del marco, constitucional y concordado, de la libertad religiosa" (n.55).
    2.2. Proseguir el diálogo y el estudio entre los sacerdotes, religiosos, padres y educadores, para lograr una verdadera comprensión y estima del significado y de la importancia de la enseñanza religiosa escolar a la luz de la doctrina de la Iglesia y de las orientaciones del episcopado. Entre otras cosas, hay que destacar la dimensión educativa y no meramente informativa de dicha enseñanza, de acuerdo con los fines de la escuela.
    2.3. Adoptar las medidas necesarias para garantizar a cuantos solicitan la enseñanza religiosa escolar el servicio de calidad al que tienen derecho. Urge prevenir el posible desencanto de los padres y alumnos que solicitan responsablemente esta enseñanza y, fundamentalmente, ser fieles a la seria responsabilidad que entraña la oferta del mensaje cristiano en el marco escolar.
    2.4. Para mejorar la calidad de la enseñanza religiosa se propone:
– conocimiento directo del desarrollo real de la enseñanza religiosa;
– formación permanente del profesorado:
● Desarrollo de cursillos en sus diversas modalidades.
● Promoción de equipos diocesanos o interdiocesanos de monitores;
– una atención preferente al trabajo académico y pastoral en las escuelas universitarias del profesorado de EGB;
– la organización de los departamentos y seminarios de enseñanza religiosa en los centros;
– la información y orientación sobre los catecismos y libros de texto existentes. Valoración y utilización de estos instrumentos.
3. SERVICIO PASTORAL A LA ESCUELA
    3.1. Promover acciones pastorales en el ámbito escolar (actividades complementarias de carácter formativo y de asistencia religiosa) con ocasión de la pastoral de la iniciación cristiana, los principales tiempos litúrgicos, las jornadas nacionales de Iglesia y otras posibilidades de pastoral juvenil.

4. RESPONSABILIDAD DE LA COMUNIDAD CRISTIANA
    4.1. Orientar las conciencias y las acciones pastorales de manera que los sacerdotes, religiosos y seglares asumen un papel activo y responsable para el desarrollo y cumplimiento de los objetivos de la enseñanza religiosa escolar:
– Es urgente lograr una nueva actitud positiva y corresponsable ante la formación religiosa escolar, como dimensión integrante de la acción pastoral  y de la misión de la Iglesia.
– Es necesaria una mayor sensibilidad y aprecio hacia cuanto significa la educación y la cultura en la vida de los hombres y de la sociedad, educación y cultura no son realidades ajenas a la misión de la Iglesia.
– El efectivo ejercicio de la enseñanza religiosa escolar interpela la conciencia de los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, padres de alumnos y educadores cristianos.
– La enseñanza religiosa y la catequesis son dos acciones complementarias que no se excluyen ni se suplen. Establecer una alternativa en esta materia es un falso dilema.
– La formación pastoral y apostólica de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos y seglares supone necesariamente una adecuada preparación en materia pastoral educativa, a la luz de la doctrina de la Iglesia.

5. PADRES DE ALUMNOS
    5.1. Orientar a los padres en los momentos en que deben decidir su opción a favor de la enseñanza religiosa, al inscribir a sus hijos en los centros. Las diócesis prestarán especial atención a este tema el próximo día 1 de junio.
    5.2. La petición de la enseñanza religiosa escolar para los hijos exige una positiva colaboración con el profesorado de religión y la dotación a los alumnos de los instrumentos necesarios para el estudio y formación. Los padres han de ser conscientes de la necesidad de seguir de cerca el proceso educativo de sus hijos y de dotarlos del imprescindible libro de texto de religión.
    5.3. Los padres cristianos han de participar en la vida de la escuela, desde su propia condición, con su presencia en las Asociaciones de Padres de Alumnos y órganos colegiados del centro, aportando los valores del Evangelio. Cumplirán mejor su deber de “primeros y obligados educadores” si se integran en grupos de matrimonios cristianos. Urge la promoción de una pastoral matrimonial y familiar en las parroquias.

6. PROFESORADO DE RELIGIÓN
    6.1. Los profesores de religión de los diversos niveles educativos son una porción cualificada del Pueblo de Dios en el desempeño de su función educadora, ya en virtud del sacerdocio común de los fieles o de su especial consagración y dedicación  a la oferta del mensaje cristiano a los alumnos.
    Hay que promover entre sacerdotes, religiosos y seglares el reconocimiento y apoyo efectivo a este profesorado y a su labor. Los obispos y los párrocos visitarán y tratarán personalmente a estos profesores.
    6.2. Las parroquias, los responsables de zona y delegados diocesanos han de disponer en el mes de septiembre de una lista de personas que puedan asumir, en caso necesario, la enseñanza diocesana religiosa escolar.

7. LOS EDUCADORES CRISTIANOS
    7.1. Hay que promover ámbitos de encuentro, estudio y diálogo para los educadores cristianos, profesores de diversas materias y niveles, a fin de ponen en común su fe, actualizar su formación y compartir sus experiencias. Urge la elaboración de material adecuado.
    7.2. Las parroquias, las asociaciones seglares y los organismos pastorales de la diócesis prestarán una atención singular a los alumnos de la Escuela Universitaria del Profesorado.

8. PASTORAL UNIVERSITARIA
    8.1. Dedicar una sesión de trabajo de los obispos del Sur al estudio de la pastoral universitaria.

9. COORDINACIÓN PASTORAL
9.1. El servicio de la Iglesia a la educación forma parte de la acción pastoral de las parroquias y arciprestazgos. El bien de los alumnos reclama una conjunción de esfuerzos para que cuantos integran la comunidad educativa (padres, alumnos y educadores) reciban una atención coherente y eficaz.
    9.2. Es necesario promover iniciativas que desarrollen, en la práctica, el principio de la complementariedad entre la enseñanza religiosa y la catequesis.
    9.3. Dotar a cada arciprestazgo o zona de un responsable de la pastoral educativa, para orientar, animar y coordinar a cuantos se ocupan de la educación cristiana.
    9.4. Intensificar las relaciones de los delegados diocesanos y responsables de zona con los Servicios de Inspección Técnica del Ministerio de educación y con los directores de los centros.
    9.5. Procurar una progresiva distribución de responsabilidades y funciones en la pastoral educativa a nivel diocesano o zonal. Hacer que el organigrama de la Delegación diocesana, estudiado en las reuniones del presente curso, cobre vida dedicando las personas necesarias.
    9.6. Mantener un sistema de colaboración y coordinación entre las Delegaciones diocesanas de enseñanza del sur de España, con la ayuda permanente de un obispo.

Córdoba, 12-13 de mayo de 1980.

Las iglesias diocesanas en Andalucía

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I. POR QUÉ TRATAMOS EL TEMA
Queridos sacerdotes, religiosos y fieles:
1. Pronto se cumplirá un decenio del primer encuentro fraternal entre los obispos del sur de España, cuando festejamos juntos en Montilla la canonización de San Juan de Ávila y tomamos el acuerdo de celebrar reuniones periódicas para poner en común nuestras vivencias pastorales y ayudarnos mutuamente en el servicio a nuestras comunidades.
    Son ya treinta los contactos de esta índole que nos han enriquecido y estimulado. A esa experiencia colegial debemos en buena parte una mayor sintonía con los problemas de la región y un conocimiento más hondo del catolicismo andaluz, al par que han crecido también nuestra amistad personal y nuestra comunión como hombres de Iglesia.
2. Del trabajo colegial entre las Provincias Eclesiásticas de Granada y Sevilla ha emanado igualmente una serie de documentos colectivos sobre la problemática social y pastoral de nuestro pueblo: la emigración, el paro, los temas educacionales, las responsabilidades políticas, la idiosincrasia religiosa, la situación del clero y de los aspirantes al sacerdocio .
    Desde hace años venimos reflexionando sobre un punto-eje de la fe y de la vida cristiana, por la importancia que encierra en sí mismo y por la atención y el esclarecimiento que parece reclamar en las circunstancias actuales. Es el de la Iglesia diocesana, como realización en cada diócesis del misterio de la Iglesia universal, como Pueblo de Dios que nos une a pastores fieles, como signo de salvación y de liberación en esta tierra y en esta hora, como casa de familia bien avenida y con muchas moradas, como comunidad profética que evangeliza y catequiza. Os presentamos en esta páginas el fruto de nuestras reflexiones, con la invitación a que las compartáis y a que las completéis con las vuestras .
Nueva conciencia comunitaria
3. Nuestro siglo es el siglo de la Iglesia. Pío XI, con su impulso a las misiones y a la Acción Católica; Pío XII, con su encíclica Mystici corporis, y sobre todo el Concilio Vaticano II, en el que la Iglesia católica respondió, como San Juan Bautista (Jn 1,22), a la pregunta “¿qué dices de ti misma?”, han situado el misterio eclesial en lo más hondo de la experiencia cristiana. En este proceso se sitúan la encíclica Ecclesiám suma de Pablo VI y el discurso a la Asamblea de Puebla de Juan Pablo II.
    Los teólogos han centrado en la eclesiología su reflexión sobre la fe; los laicos y los religiosos sienten que son Iglesia y hacen Iglesia, superando un subconsciente secular que reservado el nombre – y a veces el contenido de Iglesia – al clero y a la jerarquía. La misma espiritualidad está hoy penetrada de eclesialidad.
4. Sin embargo, no todo son luces en el horizonte. La conciencia del Pueblo de Dios, a partir del Vaticano II, ha ido descubriendo dos asechanzas para la vida eclesial del creyente: vivir el misterio de la Iglesia universal, sin compromiso con la propia comunidad diocesana, puede conducir a la evasión y a la abstracción; desarrollar la vida cristiana en una comunidad menor, sin referencia doctrinal, solidaria y vital a una Iglesia con mayúscula, nos empobrece en el parroquialismo, cuando no en el sectarismo.
    Parece claro que los católicos de hoy, al menos en nuestro pueblo, nos seguimos sintiendo con mayor intensidad fieles de la Iglesia universal y feligreses de nuestra parroquia que miembros de una Iglesia diocesana. La conciencia diocesana, que, como veremos, es importante, queda oscurecida entre la parroquial y la universal, necesaria ambas, pero insuficientes.
5. Registramos, por una parte, un descubrimiento de la dimensión comunitaria de la fe, que se traduce en la multiplicación de grupos, de equipos, de comunidades, de asociaciones, de hermandades, donde se comparte la fe, se ejercita la comunión, ser promueve el testimonio evangélico, se estimula el compromiso temporal.
    Con todo, la gran tarea pendiente recae sobre las grandes mayorías de cristianos, no sólo seglares, que aún no han superado los esquemas del individualismo religioso o que, quizá, vegetan en un parroquialismo rutinario, sin compromiso apenas dentro de su feligresía, y menos con la Iglesia diocesana. La diócesis debe ser la Iglesia, la Iglesia debe ser comunidad. ¡Y cuánto nos falta para llegar a esas metas!
    Mientras no superamos los clérigos, los religiosos y los laicos el concepto puramente territorial, demográfico, administrativo, funcional, de una institución de la Iglesia (diócesis, parroquia, casa o provincia religiosa) para descubrir, en ese cuerpo necesario, un alma de comunión y de participación interpersonal, no nos será fácil vivir como miembros activos de la Iglesia local.
Mentalizarnos y convertirnos
6. Para avanzar en esa dirección, los obispos queremos ofreceros, en este mensaje colegial, algo más que una lección de eclesiología proyectada sobre la realidad diocesana. Daremos, como es obvio, la importancia que merece a la doctrina, puesto que aún no hemos confrontado suficientemente con los datos de la fe y con las enseñanzas de la Iglesia el panorama real de nuestras Iglesias andaluzas. Pero, junto al esclarecimiento teológico, nos preocupa la transformación evangélica de nuestras mentalidades y de nuestras líneas de actuación, a nivel episcopal, presbiteral, religioso, laical. No soñamos en reformas espectaculares ni nos creemos capaces de volver del revés una realidad en la que se acumulan inercias seculares y sedimentos valiosos. Pero sí queremos iniciar una reflexión operativa que abra nuevos cauces a la comunión eclesial y al testimonio solidario de nuestras diócesis.
7. ¿Lograremos con ello ayudar a aquellos hermanos que sientan alergia instintiva ante la Iglesia institución, Iglesia oficial o ante lo que, en términos vulgares, denominan “tinglado”? Lo deseamos, al menos, con sincera voluntad y sin reticencia alguna.
    ¿Acertaremos a iluminar a aquellos otros que limitan la dimensión comunitaria de su fe al grupo cerrado, cuando no hostil, ante el resto del Pueblo de Dios?¡Qué gran servicio nos prestarían si, en el seno de la comunidad diocesana o parroquial, se convirtieran en fermento de comunión, con espíritu abierto y comprensivo!
    ¿Lograremos, al menos, sacudir la inercia mental y espiritual de tantos creyentes “instalados” que no viven apenas las exigencias de su bautismo, ni construyen activamente el Reino de Dios, ni se sienten acuciados por los problemas de los hombres?
    Una Iglesia diocesana renovada debe ofrecer espacios de encuentro, calor de comunión, apertura de espíritu para acogerlos a todos, al tiempo que descubre caminos atractivos para que marche unida, con sus quiebras y ritmos diferentes, la gran familia de los hijos de Dios.
8. Este mensaje se extiende también a otras personas y problemas, tangentes y conectados con la misión de una Iglesia que ha vivido durante siglos en esta tierra y con este pueblo y quiere seguir encarnada en su historia. Nuestras diócesis está enclavadas en el marco histórico de una Andalucía que intenta ahora definir su identidad, conseguir cotas legítimas de autogobierno y superar su endémica postración social y cultural, en igualdad y solidaridad con los otros pueblos de España.
    La Iglesia no es indiferente a este proceso, antes bien lo encuentra coherente con los valores cristianos y desea aportar una respuesta peculiar (religiosa y evangélica) a la problemática de Andalucía.
    Toda nuestra nación ha iniciado una etapa espiritual de nuevo cuño al sancionar en la Constitución la libertad religiosa y al canalizarla en los nuevos acuerdos con la Santa Sede. La enseñanza, el matrimonio, la economía de la Iglesia y otros capítulos importantes de nuestra vida religiosa se ven afectados por la nueva situación y reclaman de nosotros respuestas creativas y sentido de futuro. ¿Sabrán asumir ese talante nuestras comunidades diocesanas?
    Ancho horizonte el que se abre ante nosotros, ya contemplemos hacia adentro, ya hacia fuera, la realidad de la diócesis andaluzas en 1980. Quisiéramos empujarlas con esperanza hacia el tercer milenio en el espíritu que irradia la encíclica Redemptor hominis, de nuestro Santo Padre Juan Pablo II. Ojalá acertemos siquiera a iniciar ese camino.

II. REDESCUBRIR LA IGLESIA DIOCESANA
9. “Las Iglesias, por entonces, gozaban de gran paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo” (Hech 9,31). En este y otros pasajes de los Hechos de los Apóstoles, lo mismo que en otros textos de las cartas paulinas, se expresaba en los tiempos apostólicos la manifestación plural de la única Iglesia. Los creyentes en Jesús vivían, sin dualismo alguno, su pertenencia a una comunidad de fe (familiar, grupal, urbana, regional) denominada Iglesia en todos los casos, y la común inserción en la única Iglesia de Cristo: “llamados y consagrados con todos los que, en cualquier lugar, invocan el nombre de nuestro Señor Jesús, Mesías, Señor de ellos y nuestro” (1 Cor 1,2).
    En toda la historia cristiana los creyentes han experimentado, y superado con mayor o menor equilibrio, esa tensión bipolar dentro del misterio de la única Iglesia. El catolicismo anterior al Concilio Vaticano II marcaba el acento sobre la vertebración de cada fiel con la cristiandad universal más que sobre los compromisos del mismo con su diócesis propia. Tal vez se trataba de una reacción subconsciente, arrastrada durante siglos, ante las escisiones padecidas por la Iglesia, en Oriente y en Occidente.
La eclesialidad de la diócesis
10. El Vaticano II ha sabido darnos, sin acentos polémicos ni vaivenes pendulares, la doctrina de la Iglesia sobre el misterio de la Iglesia. Ante todo, mostrándola como católica y universal, Cuerpo único del Señor, Pueblo santo de Dios, sacramento de salvación para todos los hombres. Ni siquiera las divisiones de los cristianos pueden romper la unidad de la Iglesia. Ese dato de fe, que recogen todos los símbolos, se nos muestra en la constitución conciliar Lumen gentium con un vigor teológico y cristológico impresionante.
    La catolicidad de la Iglesia no sólo hace referencia a su implantación en todos los pueblos – cosa que al principio no ocurría -, sino, sobre todo, a su presencia en todas las Iglesias y con la totalidad de sus elementos en cada una: sacerdocio, profetismo y realeza. Iglesias particulares, “formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única” (LG 23).
11. El término diócesis, sacado, como el de provincia y el de metrópoli, de la organización administrativa del Imperio romano, hace referencia al territorio donde se asienta una determinada colectividad de fieles bajo el cayado pastoral de un obispo. En el lenguaje usual se habla más de diócesis que de Iglesia particular, quizá por la facilidad del primer nombre y la claridad de su significado. Pero nos ronda el peligro de subrayar los elementos topográficos, sociológicos, organizativos, jurídicos, tanto de los jerarcas como del pueblo creyente que rigen.
    Por eso consideramos positivo que el Concilio Vaticano II, aunque siga utilizando profusamente y en recto sentido el vocablo histórico de diócesis, haya recuperado el idioma neotestamentario al denominar Iglesias a unas comunidades más restringidas que la catolicidad universal. Queda así definitivamente superado el recelo instintivo de llamar Iglesia a la diócesis.
    Si bien, más que el nombre, lo que hace al caso es su contenido religioso, el dato de fe que se encierra en la denominación. El propio Concilio nos ayuda a desentrañarlo.
12. La definición más rica y actualizada de lo que es una diócesis o Iglesia local nos la ofrece el decreto conciliar sobre el ministerio pastoral de los obispos: “La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía al obispo para ser apacentada con la colaboración de los sacerdotes, de suerte que, adherida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo, por medio del Evangelio y de la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en la que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una , santa, católica y apostólica” (CD 11).
13. En ninguna otra institución, comunidad o grupo se hace presente, con tal plenitud y seguridad, el ministerio de la Iglesia de Dios.
    En la diócesis se encuentran los siguientes elementos:
    El Espíritu Santo.    La apostolicidad.
    El Evangelio.    El obispo pastor.
    La Eucaristía.    Los sacerdotes.
    La unidad.    Los fieles, religiosos y laicos.
    La santidad.    La comunión recíproca.
    La catolicidad.
    Por ser Iglesia de pleno derecho, aunque circunscrita geográfica y demográficamente a una “porción del Pueblo de Dios”, a la diócesis le son aplicables todas las riquezas de la eclesiología. Y quizá el paso de mentalización, de auténtica conversión, más importante que tenemos pendiente al respecto sea el de aplicar, con todas las consecuencias, a nuestra Iglesia diocesana cuanto venimos llamando y viviendo, con referencia universal, conciencia de Iglesia, sentido de Iglesia, espíritu de Iglesia.
Como en la Encarnación y en la Eucaristía
14. “La Iglesia, difundida por todo el orbe, se convertiría en una abstracción si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias particulares” (EN 62). Podemos decir que “somos” Iglesia en dimensión universal; pero “vivimos” la Iglesia en la realidad concreta y tangible de nuestra vinculación diocesana.
    Ayuda a captar esta realidad teología la referencia, imperfecta como todas las comparaciones, a dos grandes misterios de nuestra fe: el de la Encarnación y el de la Eucaristía. La Iglesia de Cristo toma cuerpo, como su Señor, y se hace carne en la historia humana al concretarse en un pueblo, una historia y un estilo, que la hacen Iglesia de Corinto, de Tokio, de Kampala, de Huelva o de Cartagena. E imita también el misterio eucarístico del Cristo completo en cualquier fracción del pan, al estar presente, como Cuerpo de Cristo también ella, en todas y cada una de las comunidades diocesanas.
15. “La apertura a las riquezas de la Iglesia particular – dice Pablo VI en la Evangelii nuntiandi – responde a una sensibilidad especial del hombre contemporáneo” (n.62). Sin duda, forma parte del designio de Cristo sobre su Iglesia que el Evangelio se traduzca en una variada gama de expresiones culturales, de acentos propios, de respuestas autóctonas, donde se manifiesta la catolicidad del Pueblo de Dios, cristianismo africano, europeo y japonés; Iglesias de Iberoamérica, de Polonia o de Andalucía.
    En tanto una diócesis es y se llama Iglesia en cuanto hace presente a la que es única y católica. Pecaría por exceso y caminaría a su autodestrucción una Iglesia particular que subrayara tanto sus elementos locales, sus datos diferenciadores, todo lo peculiar y autóctono, hasta oscurecer su pertenencia a un pueblo de Dios universal. En caso semejante, esta institución “perdería su referencia al designio de Dios y se empobrecería en su dimensión eclesial” (Ibíd.).
    “Sólo una atención permanente a los dos polos de la Iglesia –concluye Pablo VI – nos permitirá percibir la riqueza de esta relación entre Iglesia universal e Iglesia particular” (Ibíd.).
No reducir la eclesiología
16. Bajando al terreno de las actividades y de las actuaciones personales, resulta incuestionable que, ante el hecho eclesial diocesano, debemos situarnos en la misma posición de fe con la que, como creyentes católicos, nos situamos ante el misterio de la Iglesia de Cristo. La profesamos en el Credo, junto a los grandes misterios de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como una, santa, católica y apostólica.
    Sabemos bien que, hasta en sus momentos más altos, la Iglesia peregrina no ha dejado de ser una comunidad de pecadores, lo mismo a escala universal que en su realidad diocesana. Pero el creyente asume este dato ya anticipado por Jesús en sus parábolas (trigo y cizaña, red con diferentes peces) sin descalificar a la Iglesia como sacramento de salvación. Sabe que, sobre la humanidad de la Iglesia, muchos se preguntan, con mayor razón que Natanael sobre Cristo: “¿De Nazaret (de esta intitución, de estos hombres) puede salir algo bueno?” (Jn 1,46). Pero quienes saber liberarse de un racionalismo que no salva, quines se dejan iluminar por el Espíritu, reconocen sin esfuerzo en esta institución visible – universal y local – la Iglesia única del Señor, en cuyo seno han sido llamados a la salvación.
    No es preciso acumular demasiados argumentos para respaldar esa afirmación. Los mejores cristianos la viven con serenidad y alegría, sin que esto les dispense de hacer cuanto esté a su alcance, sin orgullo y sin angustia, por purificar el rostro humano de la Iglesia.
17. Debilitan esta posición de fe aquellos cristianos que subrayan obsesivamente los aspectos organizativos, institucionales, sociológicos de la Iglesia como institución visible y añoran demasiado otras épocas en las que se acentuó su carácter de “sociedad perfecta”, paralela a la organización estatal, aunque con fines espirituales. Un excesivo culto a la eficacia temporal de la Iglesia y una homologación poco discriminada con otras instituciones terrenas termina por empañar su testimonio y restarle credibilidad ante los hombres.
    La cercanía y la familiaridad deben impregnar, sobre todo, el estilo de la Iglesia diocesana, por ser ella el ambiente normal donde el clero, los religiosos y el laicado experimentan su condición eclesial. Fuerte responsabilidad para nosotros los obispos, para nuestras curias diocesanas, para toda la indispensable organización comunitaria, que, con su lastre de siglos, presenta no pocas veces una imagen anquilosada, como si prevaleciera en ella la letra sobre el espíritu. Somos conscientes del fenómeno y de los imponderables que obstruyen su superación; pero quede patente aquí nuestra voluntad de mejora.
18. También se da una eclesiología reduccionista, muy repetida en la historia del cristianismo, en aquellos otros que convierten la tensión dialéctica entre carisma e institución, pueblo y jerarquía, evangelio y norma, Cristo y la Iglesia (bipolaridades constitutivas del ser cristiano, que le enriquecen y dinamizan, y que no pueden anularse jamás), en dualismo maniqueo, más o menos confesado. Se descalifica de antemano a la Institución, la Jerarquía y la Ley, para presentar una Iglesia del Espíritu y del Evangelio, como si aquellos elementos no estuvieran dentro de la Iglesia del Señor. Nace esta actitud, como en seguida veremos, de una reducción subjetiva del concepto y el hecho del Pueblo de Dios, tal como nos lo define el Concilio.

III. EL PUEBLO DE DIOS, AQUÍ
19. La parcialidad de los diferentes enfoques, recién descritos, nos remite a la plenitud doctrinal de las enseñanzas conciliares, que tienen su raíz y su tronco en la constitución Lumen gentium, y dentro de ella en el capítulo II, sobre el Pueblo de Dios. Lo damos por conocido y meditado, limitándonos aquí a subrayas, en perspectiva de Iglesia diocesana, algunas afirmaciones luminosas.
    Y, ante todo, el hecho mismo de que los padres conciliares privilegiaran, entre todas las definiciones e imágenes de la Iglesia, esta de Pueblo de Dios. Enraizada con fuerza singular en el Antiguo Testamento, ensancha la dimensión restringida de Israel para descubrirnos un pueblo universal, santo, peregrino, cuyos miembros participan de la dignidad, de la igualdad, de la libertad de los hijos de Dios, que tienen como ley la caridad y como meta el Reino del Padre.
    Pueblo de profetas, sacerdotes y reyes, con carismas diferentes y equilibrada armonía entre pastores y fieles, presididos en la caridad por el sucesor de Pedro. Caben en él los catecúmenos, los iniciados, los cristianos maduros.
    Poseen notables elementos de este Reino y de este Pueblo nuestros hermanos de las Iglesias cristianas separadas, y en diferente medida, todos los hombres de buena voluntad que buscan a Dios con sincero corazón (UR n.3).
20. Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que en la Iglesia no hay ni masa ni elite. La Iglesia no es ni un pueblo masificado ni un pueblo de selectos. No somos un pueblo masificado, porque cada uno es llamado por su propio nombre a la fe (cf. Is 43,1; 45,4; 48,8; Rom 8,30; 1 Cor 7,17; Gál 1,15; 1 Tim 2,12; 5,24; 2 Tim 1,9; 1 Pe 1,15; 2,9). Ni somos un pueblo de seleccionados, porque para Dios no hay acepción de personas ni acostumbra llamar atendiendo a los posibles méritos previos de los llamados (cf. 2 Crón 19,7; Rom 2,11; Ef 6,9; Col 3,25; Sant 2,1; 1 Pe 1,17).
    Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que cada uno de nosotros tiene que trabajar constantemente por desarrollar en su persona la “conciencia de miembro”, superando a toda costa el pronunciado individualismo con que hemos vivido tantas veces nuestra vocación cristiana en todas sus dimensiones: culturales, sociales, económicas, morales, etc.
    Decir que somos el Nuevo Pueblo de Dios significa que en la Iglesia persona y comunidad son realidades insuprimibles, que están en una continua tensión, por la que la persona no puede crecer a costa de la comunidad ni la comunidad puede servirse de las personas anulándolas e instrumentalizándolas. La Iglesia es el lugar donde la persona tiene que crecer gracias a su pertenencia a la comunidad y donde la comunidad crece gracias a la aportación de cada persona.
Nuestras raíces cristianas
21. El Pueblo de Dios encarna en los pueblos de los hombres y se reviste de sus peculiaridades. Es lo que se llama hoy inculturación o aculturación del cristianismo, elemento muy importante de toda evangelización.
    Hablemos, pues, del Pueblo de Dios aquí, en esta Andalucía de historia milenaria y de un presente enormemente vivo. Nuestras Iglesias diocesanas se remiten por tradición a la época apostólica y acreditan históricamente su presencia pastoral y sus gestas de martirio a partir del siglo III. A comienzos del IV, el Concilio de Ilíberis (Granada) sitúa en el primer plano de las Iglesias de España y de la cristiandad a un buen número de diócesis asentadas en la Bética romana.
    Desde entonces nuestras comunidades de fe escriben páginas brillantes en la época patrística: Osio de Córdoba, Gregorio de Elvira, Isidoro de Sevilla; completan la gesta misionera con la catolización de los visigodos, resisten durante siglos la presencia musulmana, con capítulos tan gloriosos como las comunidades mozárabes y su insigne martirologio cordobés; y pasan también por los períodos oscuros, hasta la práctica desaparición de toda presencia visible de la Iglesia en la época inmediatamente anterior a la Reconquista. Nuestra región es reengelizada por impulso de San Fernando en el siglo XIII (Andalucía central y occidental) y de los Reyes Católicos en el siglo XV (Andalucía oriental).
    En el Siglo de Oro nuestras cristiandades renovadas pueden ya aportar a la Iglesia de España y a la universal figuras tan preclaras como San Juan de Dios y San Juan de Ávila, el arzobispo Guerrero, el teólogo Francisco Suárez y el escritor fray Luis de Granada. Posteriormente nuestra historia eclesiástica discurre paralela a la de las demás diócesis españolas.
22. Desde la Reconquista hasta bien entrado el siglo XX, nuestra conformación religiosa, la presencia de la Iglesia en la sociedad y la idiosincrasia espiritual del pueblo se han definido por lo que hoy se llama un régimen de cristiandad. Su último capítulo ha sido el recién expirado Concordado de 1953. Por cristiandad entendemos un modelo de sociedad donde la fe cristiana o católica se da por supuesta en la generalidad de la población; donde la Iglesia es reconocida como institución inspiradora de valores, costumbres y normas de convivencia, y donde la acción pastoral propende más a conservar mediante el culto y la catequesis que a renovar y evangelizar con talante misionero.
    En España y en Andalucía han hecho acto de presencia, desde la Ilustración hasta hoy, los grandes movimientos ideológicos, sociales y políticos de la Europa moderna, produciendo un impacto profundo de secularización y, por ende, un pluralismo real, también en el orden religioso. Ni es objetivo afirmar que “España ha dejado de ser católica”, ni responde a verdad dar por supuesto el compromiso de fe de todos nuestros conciudadanos, aunque esté bautizados en su casi totalidad. Nuestra realidad religiosa es hoy a la par, en proporciones diferentes en cada sitio y difíciles de cuantificar, Iglesia de cristiandad e Iglesia de misión.
    El dato es aplicable a Andalucía, quizá con mayor intensidad en su exigencia misionera. Porque nuestras diócesis están estructuradas casi todas en provincias con capitales grandes y núcleos de población importantes, en contraste con el centro y el norte de la Península, que se caracterizan por su atomización en pequeñas parroquias rurales. Al ser más urbana, Andalucía refleja con mayor fuerza el proceso de secularización. A esto se añade el fenómeno del turismo y el dato de que seis de sus ocho provincias tienen acceso al mar; y es sabido que, por lo común, el litoral, que ayudó en su momento a la evangelización, contribuye ahora al pluralismo y al estado de misión. Finalmente,  la depresión cultural de Andalucía es también carencia de catequización y de prácticas sacramentales, aunque no siempre de fe profunda.
Nuestra fisonomía como pueblo
23. En otras ocasiones los obispos de la región hemos reflexionado sobre la tipología profunda de nuestro pueblo, singularmente en sus rasgos religiosos. Consideramos válido el diagnóstico que publicamos en 1975 en nuestro documento sobre el Catolicismo popular en el sur de España. Copiamos algunos párrafos:
    “Caracterizan a nuestro pueblo su honradez y limpieza moral y su inteligente laboriosidad, unidas a la serenidad y dominio de sí y de su vivísima emotividad; su mesura y buen sentido, su estimación de la cultura y su gozo ante la belleza; la intensidad con que vive el presente y su profunda filosofía de la vida y de la muerte. Le caracteriza también su cordial capacidad de apertura y acogida, su excepcional facilidad para la comunicación y el diálogo, su generosa y valiente solidaridad, junto con un pronto espíritu de servicio, ayuda y comprensión, su fortísimo y entrañable afecto a la familia. Le caracterizan, en fin, entre otros muchos valores, su fértil ingenio y viveza rápida de comprensión y de expresión y su gran capacidad de síntesis; una natural distinción y dignidad que revisten de finura, señorío y buen gusto aun a las personas de más humilde condición; un alegre sentido de la fiesta y un inagotable buen humor para sobreponerse a las penas, admirablemente armonizado con su seriedad para afrontar serena y juiciosamente las cuestiones serias de la vida, con entereza para aceptar reveses y desgracias , y con larga paciencia para soportar las privaciones, las humillaciones y las discriminaciones injustas que lleva consigo la inveterada y dura situación regional, resultado de muchos avatares históricos, opresiones endémicas y estructuras insolidarias.
    No es menos cierto que estos valores están muchas veces bloqueados, como decimos, por lamentables taras colectiva, psicológicas o morales, que es preciso tener el valor de decirle al pueblo, por doloroso que resulte, si de veras se quiere su liberación humana y cristiana y borrar la imagen que otros han formado de él. Tales son: una cierta desidia indolente, la tendencia a un fatalismo conformista, un individualismo fortísimo…” (n.6.3).
El catolicismo popular
24. En el aspecto religioso, el documento citado intenta un análisis amplio y profundo del hecho cristiano en Andalucía, con sus luces y sus limitaciones, con su pobreza y su grandeza. Sin optar, lógicamente, por una “pastoral de cristiandad”, que no respondería ya, aplicada en exclusiva, al estado real de nuestras diócesis, hacemos allí una constatación efectiva y un juicio de valor matizadamente favorable de lo que llamamos “catolicismo popular”. El diagnóstico se condensa en estas líneas:
    “En nuestro catolicismo popular aparece, ante todo, la presencia básica y decisiva de elementos de verdadera fe cristiana, Es cierto que, con frecuencia, los hallamos deformados, incipientes o sin madurez, y que los modos subjetivos con que los entiende esa fe popular no coinciden perfectamente con los contenidos revelados y requieren una profundización catequética. Pero, no obstante, se trata de fe verdadera en Cristo y no tan sólo de anticipaciones pre-evangélicas que estuvieran revestidas de manera  puramente externa como imágenes cristianas, o que hubieran cristalizado con el tiempo en tradiciones populares de apariencia cristiana …
    Hasta tal punto es esto verdad, que la situación religiosa de nuestras regiones puede definirse, de hecho, por el catolicismo popular, que es propio y peculiar de sus gentes. Sobre esa realidad global de base descansa cuanto existe, a los demás niveles, en nuestras Iglesias diocesanas” (n.4).
¿Pueblo de Dios o clase social?
25. De una tal encarnación de las esencias cristianas en el marco geográfico e histórico de Andalucía no deben sacarse consecuencias desmesuradas. ¿Son dos mapas superpuestos, con idénticas medidas, el del Pueblo de Dios en Andalucía y el del pueblo andaluz, sin más? Dicho queda más arriba que, aunque sobreviven entre nosotros abundantes realidades de una Iglesia “de cristiandad”, pesa mucho también el fenómeno de la secularización, incluso entendido como oscurecimiento de la fe y pérdida del sentido religioso. Son muy numerosas las personas y los grupos humanos que constituyen para la Iglesia un campo preocupante de la “pastoral de misión”.
    Y observamos ante este fenómeno dos falacias contrapuestas que enmascaran la realidad: la de aquellos que se resisten ante la historia y siguen esclavos de modelos del pasado sin aprestarse a evangelizar a millares de supuestos creyentes; confunden Pueblo de Dios con pueblo a secas. Y lo mismo les pasa, en la acera contraria, a los que, sin compromiso alguno personal con la fe ni con la Iglesia, consideran patrimonio de todos (celebraciones religiosas, tesoros de arte sacro) lo que corresponde a la comunidad cristiana. Con generosidad y buen sentido, sin juzgar conciencias ni violentar la sensibilidad colectiva, habremos de ir avanzando hacia una clarificación de esferas y competencias. Como bien han afirmado otros obispos españoles, no se puede confundir, sin más, Pueblo de Dios con municipio.
26. Pide asimismo un esclarecimiento el fenómeno de las “comunidades cristianas populares” o, en expresión más corta, de la “Iglesia popular”. Se trata aquí de un movimiento con implantación en Andalucía y en otras regiones españolas. Militan en sus filas sacerdotes, religiosos y religiosas, con seglares de uno y otro sexo. Se inscriben estas comunidades dentro del denominador más amplio de las conocidas como “de base”, aunque con fisonomía propia.
    Estos hermanos nuestros parten de lo que ellos llaman una “teología popular” elaborada en el seno de las propias comunidades con planteamientos cercanos a los de la teología de la liberación. A juzgar por sus escritos – boletines y folletos -, consideran que la Iglesia nace y crece en el pueblo y del pueblo, entendiendo por pueblo la clase social más deprimida y asumiendo la lucha de clases como método válido para la transformación de la sociedad y reforma de la Iglesia, divididas en opresores y oprimidos. La Iglesia popular hace una “opción de clase” por los segundos. No todos los escritos ni todas las actitudes expresan esta radicalidad de planteamientos. Y, en lo que toca a las personas, se dan profusamente en estos grupos hombres y mujeres con sincera voluntad cristiana e incluso con espíritu de Iglesia, quienes aseguran que en modo alguno quieren constituir una Iglesia paralela. Pero algunas actitudes y algunas afirmaciones doctrinales, repetidamente manifestadas, difícilmente salvan a determinados miembros de esas comunidades de tan grave peligro.
    Cuando hablan, con lenguaje equívoco, de reformular la fe por su cuenta y riesgo; cuando critican sistemática y despiadadamente al Papa y a los obispos; cuando se muestran insolidarios con la generalidad de la Iglesia, tal como existe; cuando conculcan en sus celebraciones las más serias normas litúrgicas e incluso atentan contra la doctrina católica sobre el sacerdocio; cuando avalan posiciones equívocas o rechazables sobre el aborto y divorcio .., difícilmente salvarán el peligro de confundir la fe de los sencillos y de resquebrajar la comunión de la Iglesia.
27. No procedemos aquí una condena formal de errores, y menos de personas; pero sí advertimos, como pastores de las Iglesias de Andalucía, sobre unos peligros ciertos y graves que pueden deteriorar las mejores intenciones. Os prevenimos contra el desprecio hacia otras personas y comunidades de Iglesia y hacia el ministerio jerárquico como tal. No puede aprobar esto el Señor. Demostraos a vosotros mismos, con gestos eficaces, que sois fieles a la fe de la Iglesia, que respetáis su magisterio, que ni de palabra ni de obra ensayáis comunidades paralelas.
    Pablo VI supo analizar en la Evangelio nuntiandi (n.58), con su lucidez y finura características, las luces y las sombras del fenómeno mundial de las comunidades de base. Revisad vuestra experiencia a la luz de sus palabras. Sed fermento y levadura dentro de la única Comunidad cristiana, con mayúscula, y no reduzcáis, ni siquiera en vuestras expresiones, el Pueblo de Dios universal a una clase social, por muy digna y sufrida que sea. Todos arrastramos mucha pobreza delante de Dios y a todos nos ha salvado su Hijo Jesucristo.

IV. UNA COMUNIDAD DE COMUNIDADES
28. No nos convertiremos a una vivencia profunda de la Iglesia diocesana, ni ésta, como institución visible, responderá al designio del Señor, mientras no penetremos en el meollo religioso, en el misterio salvador, que anida dentro de ella y da sentido a sus estructuras y a sus funciones. Una vez dicho que en la Iglesia local se hace presente, con toda su riqueza, el misterio de la Iglesia única, todo lo demás es una derivación obvia.
    Dentro del universo de la fe, la Iglesia es un “misterio de comunión”, estrechamente ligado al de la Santísima Trinidad. Un pueblo, como dice San Cipriano, “reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (De oratione dominicali, 23). Doctrina ratificada por el Concilio con estas luminosas palabras: “El supremo modelo y supremo principio de este misterio (el de la Iglesia) es, en la trinidad de personas, la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo” (UR 2). Unidad en la pluralidad, comunidad sin mengua de lo más personal de cada uno. Esta es la ley suprema del misterio trinitario y del ser profundo de la Iglesia.
    Una sola Iglesia diocesana acoge dentro de sí los diversos ministerios y funciones, los más variados carismas, la plural condición sociológica, económica, cultural e incluso ideológica de sus miembros. Unidad y catolicidad son términos inseparables, dialécticos, complementarios. Sólo con categorías de fe y de docilidad al Espíritu podemos vivir como una síntesis, sin tensiones angustiosas ni polarizaciones excluyentes, nuestra pertenencia activa a una Iglesia local.
    Una inspirada expresión de este misterio nos la da San Pablo con su imagen de la Iglesia-Cuerpo de Cristo, en la que cada miembro, sano o enfermo, afecta a la totalidad del organismo, de suerte que un crecimiento o una debilitación parcial justifica sin más la afirmación de que es la persona la que crece o se debilita. Cada miembro sirva a la unidad del cuerpo y de la persona y recibe, en contrapartida, un servicio semejante (1 Cor 12).
29. Toda comunión supone elementos comunes en quienes la comparten. Etimológicamente, esta palabra, communio, en latín, nos remite al término munus, con su doble significado de don o regalo y de tarea o deber. La comunión, en este caso, equivale a recibir o disfrutar juntos unos dones y asumir solidariamente unas responsabilidades.
    En su entraña teológica, la comunidad cristiana –digamos aquí diocesana- es una comunidad de creyentes, de hermanos y de testigos, a un tiempo santos y pecadores. “Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituye Iglesia, a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera” (LG 9).
    La importancia y la peculiaridad de una Iglesia particular y de las comunidades que la integran se debe precisamente a que en esos niveles más reducidos se experimentan en directo los dones y los valores de la comunión: se intercomunica la fe de los miembros, se celebra en común la Eucaristía, se practica el amor fraterno a través del conocimiento mutuo y la acción comunitaria, se hace más visible plásticamente el misterio de la Iglesia una y heterogénea.
El obispo, un signo de comunión
30. No se trata de una comunidad acéfala ni amorfa. Es jerárquica y está estructurada en diversos ministerios y estamentos. Empecemos por el más señalado, el ministerio episcopal. El obispo es elemento constitutivo e indispensable de la Iglesia local: “Una porción del Pueblo de Dios, confiada al obispo, para ser apacentada con la colaboración de los sacerdotes” (véase n.12). “En la persona de los obispos, quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles” (LG 21). Ellos “rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es el mayor ha de hacerse con el menor, y el que ocupa el primer puesto como el servidor”. “Los obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de la unidad en las Iglesias particulares” (LG 23).
    En la Iglesia, los pastores son “pueblos” en cuanto miembros vivos del Cuerpo místico, del que sólo Cristo es la cabeza; pero no son “pueblo” en cuanto asumidos por Jesucristo como ministros suyos: están puestos al frente del mismo en función de la Cabeza. Este misterio eclesial ha sido puesto en plena luz por el Concilio.
31. Según la famosa expresión de San Agustín, “con vosotros somos cristianos y para vosotros somos obispos”. En las circunstancias actuales, que no son precisamente fáciles para el servicio jerárquico, quisiéramos cada uno de nosotros encarnar fielmente la figura episcopal diseñada por nuestros hermanos los obispos participantes en la III Conferencia Latinoamericana, celebrada, hace ahora un año, en Pueblo (México):
    “El obispo es signo y constructor de la unidad. Hace de su autoridad, evangélicamente ejercida, un servicio a la unidad; promueve la misión de toda la comunidad diocesana; fomenta la participación y la corresponsabilidad a diferentes niveles; infunde confianza en sus colaboradores, especialmente presbíteros, para quienes debe ser padre, hermano y amigo (LG 28); crea en la diócesis un clima tal de comunión eclesial, orgánica y espiritual, que permite a todos los religiosos y religiosas vivir su pertenencia peculiar a la comunidad diocesana, discierne y valora la multiplicidad y variedad de los carismas derramados en los  miembros de su Iglesia, de modo que concurran, eficazmente integrados, al crecimiento y a la vitalidad de la misma; está presente en las principales circunstancias de la vida de su Iglesia particular” (Puebla 79, n. 533).
La parroquia y otras comunidades
32. Crear comunión en el seno de la Iglesia diocesana exige hacer de ella una verdadera comunidad de comunidades. Porque los fieles cristianos están articulados en unidades menores, algunas con gran solidez institucional. La más universal y típica en la parroquia, llamada con acierto célula de la Iglesia, porque también ella reproduce a su modo la unidad y pluralidad del Pueblo de Dios. Cuenta con un territorio, una porción de fieles, un presbiterio que los pastorea en nombre del obispo. En su templo se confiere el bautismo, se proclama la Palabra, se celebra la Eucaristía y los sacramentos, se cultiva la vida cristiana. Institucionalmente, la parroquia es una comunidad, porque posee los elementos humanos y teológicos para serlo.
    Pero se dan diversos grados e intensidades en la vivencia de la comunión entre el párroco y los feligreses, de éstos entre sí y con otras parroquias. A veces la magnitud de la demarcación, el excesivo número de fieles, la pasividad religiosa de éstos o el escaso dinamismo pastoral del clero, reducen a la parroquia casi a una oficina de servicios religiosos. En cambio, observamos también, y con estimulante frecuencia, comunidades parroquiales vivas, donde la evangelización, la catequesis, la acción caritativa, el culto participativo y vivo, constituyen un signo poderoso de la Iglesia del Señor, en los más variados ambientes. No es justo dar por liquidada la institución parroquial, como si fuera incapaz de crear e incrementar la comunión cristiana en un mundo secularizado. Muy por el contrario, la parroquia, aunque está expuesta a limitaciones y peligros, y no es la fórmula exclusiva de comunidad, seguirá engendrando hijos de Dios y construyendo el Cuerpo de Cristo.
    Normalmente, las parroquias más vivas son, a su vez, las más relacionadas con otras comunidades de fe y con la Iglesia diocesana como tal. De suyo, una diócesis, en su articulación comunitaria y canónica, es ,ante todo, un conjunto de parroquias unidas al obispo. También se vertebran en arciprestazgos y en zonas, logrando con ello, sobre todo a nivel presbiteral, nuevas cotas de comunión.
33. Expresión de Iglesia y cauce de comunión son también, dentro del pueblo cristiano, las asociaciones, movimientos y hermandades, con fuerte tradición y viva actualidad en nuestras diócesis de Andalucía. Florecen asimismo en la Iglesia de hoy muchas y muy variadas experiencias comunitarias, generalmente en unidades restringidas.
    Al hablar del Pueblo de dios hicimos referencia a las “comunidades de base” y a la “Iglesia popular” (n.26 y 27). Nos referimos ahora a sendos movimientos comunitarios de importancia creciente en nuestras diócesis: las comunidades neocatecumenales y las carismáticas. Las primeras tienen fuerte implantación en numerosas parroquias de Andalucía y han hecho tomar conciencia de su ser cristiano y de su dimensión comunitaria a hombres y mujeres de todas las edades, practicantes o alejados, mediante un contacto vivo con la Palabra de Dios y un lento proceso de conversión. La fuerza mundial de este fenómeno espiritual ha interesado en él a los dos últimos Papas, cuyos estímulos y orientaciones hacemos nuestros.
    En cuanto a la renovación carismática, su origen es exterior a nuestras fronteras e incluso más amplio que los propios límites de la Iglesia católica, como exigencia de transformación en el Espíritu y como escuela gozosa de oración personal y comunitaria. En este campo tan delicado, la experiencia secular de la Iglesia nos alecciona de que no apaguemos el Espíritu por miedo al subjetivismo ni ignoremos ese escollo en nuestro entusiasmo religioso.
34. Comunidades de especial calificación en la Iglesia han sido siempre las de religiosos y religiosas. No vamos a ponderar aquí el valor de su carisma ni la significación fundamental de la vida consagrada dentro del Pueblo de Dios. El Concilio ha ratificado la intensa eclesialidad de estas familias religiosas, su vinculación con el obispo (LG 45) y su inserción en la comunidad diocesana (CD 33-35). ¿A qué nivel de empobrecimiento llegarían nuestras Iglesias de Andalucía si de pronto desaparecieran los monasterios contemplativos, los centros asistenciales, los colegios de todos los niveles de enseñanza, los templos servidos por religiosos, las actividades teológicas, pastorales, catequéticas, litúrgicas y espirituales, que vosotros y vosotras promovéis y atendéis? Y más que vuestras obras, vuestras personas y comunidades. ¡Qué intensa presencia la de las religiosas en Andalucía! ¡Qué valiosa, aunque no tan numerosa, la de los religiosos!
    Por eso hay que considerar como un don del Espíritu la conciencia actual de pertenencia a la Iglesia diocesana y el compromiso con ella que viven tantos religiosos, individualmente y como comunidades, y también la mayor valoración de vuestras personas y de vuestras obras, la creciente incorporación a las responsabilidades parroquiales y diocesanas y el cariño más profundo hacia vosotros y vosotras, a que nos sentimos llamados los obispos. Estos son los caminos de la comunión eclesial a los que exhorta, con gran riqueza de espíritu, de doctrina y de fórmulas operativas, el documento Mutuae relationes, publicado hace dos años, con la aprobación del Papa, por las Sagradas Congregaciones para los Religiosos y para los Obispos.
En comunión con las demás  Iglesias
35. No es raro que en muchas agrupaciones humanas, no excluidas las de índole religioso, la compenetración entre sus miembros de puertas adentro se trueque en cerrazón, cuando no en hostilidad, hacia personas o grupos del exterior. Una comunión así desmentiría su carácter de cristiana. La que se vive en la Iglesia diocesana carece de fronteras, aunque la diócesis las tenga. Sabemos que la unidad de la fe, de la Palabra de Dios, de la Eucaristía, del Espíritu Santo, del amor cristiano, del ministerio de Pedro, vincula estrechamente a todos los hijos de la Iglesia católica. Aunque por nacimiento, domicilio, vivencias afectivas y compromiso directo estén enraizados en una Iglesia local, su comunión se extiende a todas las demás, unidas a la de Roma, madre y maestra.
    “Dentro de la comunión eclesiástica –dice el Concilio- existen legítimamente Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el Primado de la Cátedra de Pedro, que preside la Asamblea universal de la caridad, protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las divergencias sirvan a la unidad, en lugar de dañarla” (LG 13). La comunión de cada Iglesia particular con la Iglesia de Roma es para todas ellas garantía de su fidelidad a Cristo y de su comunión recíproca.
    La sensibilidad católica, de la que no está ausente el Espíritu Santo, traduce esta comunión de fe y de disciplina con la sede romana en veneración y amor hacia el sucesor de Pedro, haciéndose eco, a su manera, de la predilección de Jesús por el primero de sus apóstoles. Sentir y fomentar el amor al Papa constituye un signo vigoroso de comunión eclesial, al  alcance de los sabios y de los sencillos. Y  no tiene nada que ver con mitologías o vedetismos humanos ni con cultos totalitarios a la personalidad. Nos movemos aquí en categorías de fe y en espíritu de Iglesia, cuando traducimos en cariño a la persona toda nuestra veneración por su ministerio.
    Esto no impide una valoración serena de los méritos, del estilo, de la personalidad de cada Papa, de excluye, en lo accidental, preferencias personales. Pero sí debería cerrar el paso al despego y a la críticas desconsideradas y hasta ofensivas, tanto más cuanto que, de ordinario, tienen su origen en perjuicios ideológicos, en informaciones parciales o falsas y en los mimetismo gregarios de la mota. Esto tampoco debe dar pie a otros para hacer del Papa un arma arrojadiza y considerar enemigos suyos a los que él trata como hermanos.
    Vaya desde aquí nuestra comunión gozosa y plena con el Pontífice actual, Su Santidad Juan Pablo II, con cuya persona y magisterio queremos caminar unidos en el pastoreo de nuestras Iglesias de Andalucía.
36. Al Concilio Vaticano II le debemos también la toma de conciencia sobre la colegialidad de los obispos y la fraternidad entre las Iglesias. En sus documentos hemos aprendido que “el cuidado de anunciar el Evangelio en el mundo pertenece al cuerpo de los Pastores” (LG 23), “cada uno de los cuales, con su propia comunidad, ha de mostrarse, como San Pablo, solícito por todas las Iglesias. Cada diócesis viene obligada, por un imperativo de fraternidad, a suministrar personas y medios a las que están constituyéndose –misiones- y a las necesitadas de clero o de recursos materiales” (cf. CD 6).
    La primera y más apremiante traducción de tal espíritu es la acción evangelizadora en tierras de infieles para implantar en ellas nuevas Iglesias particulares. Las de Andalucía están allí representadas por admirables misioneros y misioneras; pero se impone incrementar esa presencia con nuevos obreros del Evangelio. ¿Cuántos jóvenes nuestros escucharán esa llamada? La conexión entre las Iglesias no brota ocasionalmente de la necesidad de unas y de la caridad de otras, sino que, por su raíz teológica, ha de regir siempre y manifestarse en expresiones institucionales, , cuales son la provincia eclesiástica entre las diócesis limítrofes, presidida por un Metropolitana, y las Conferencias Episcopales de ámbito regional, nacional o incluso internacional.
    Entre nosotros, la constitución, a raíz del Concilio, de la Conferencia Episcopal Española ha dado a la Iglesia en nuestro país una cohesión y un impulso sin precedentes. Los obstáculos obvios que encuentra en su rodaje una institución colegial de tanto alcance no han impedido que la presencia y la voz del Episcopado español se manifestaran , con su orientación y con su estímulo, en los grandes momentos y problemas del pueblo cristiano.
    Los obispos del sur de España, integrados canónicamente en las provincias eclesiásticas de Granada y de Sevilla,, podemos ofrecer, como sabéis, una experiencia peculiar, cual es la de nuestros encuentros periódicos desde hace diez años, que hacen posible, por ejemplo, una reflexión pastoral como la que realizamos en esta carta colectiva. Ya hablamos al comienzo (n.1) de las ventajas que se han seguido para nosotros y para nuestras Iglesias de esta comunión episcopal activamente ejercitada. Nos proponemos mantenerla e incrementarla en el futuro, y extenderla, como ya viene ocurriendo, a otros sectores del Pueblo de Dios en Andalucía: organismos pastorales, institutos religiosos, movimientos de apostolado laical.

V. LA CONSTRUCCIÓN DE LA IGLESIA DIOCESANA
37. La Iglesia es siempre un don y una tarea. Dios Padre, por su Hijo en el Espíritu, nos ha regalado y mantiene indefectibles los elementos permanentes de la comunidad cristiana: palabra, sacramentos, ministerios. Pero el Pueblo de Dios, en su carrera histórica, está siempre en camino hacia la construcción del Reino de Dios, del que la Iglesia visible es germen y principio (LG 5); hemos de avanzar tenazmente cada día en su realización, hasta que logremos su plenitud en la gloria del Padre. Es lo que se ha llamado tensión escatológica de la Iglesia, entre el “ya” y el “todavía no”.
    Esta referencia esencial de la Iglesia al Reino la mantiene siempre en exigencia renovadora. De aquí nace la esperanza como actitud cristiana de base; de aquí la disconformidad del cristiano frente a este mundo que insinúa con sus logros los valores del Reino, pero no alcanza a realizarlos, o incluso los corrompe; de aquí la extraña mezcla de aprecio y de relativización que siente el creyente maduro ante todo lo creado; de aquí, finalmente, esa desazón en la que tiene que debatirse la comunidad cristiana cuando siente que “no tenemos aquí la ciudad permanente” (Heb 3,1.4), pero que, al mismo tiempo, es “en esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia, que puede anticipar de alguna manera un vislumbre del siglo futuro” (GS 39).
    En términos neotestamentarios y conciliares, al referirnos a nuestras diócesis, hablamos de las Iglesias que peregrinan en Córdoba, en Jaén o en Cádiz. Lo de peregrinante no es un adjetivo poético, sino una condición sustantiva del Pueblo de Dios en este mundo. Nuestra Iglesia diocesana no puede afincarse ni instalarse cómodamente, consolidando inercias o rutinas que frenen su dinamismo; se siente pecadora y, por ello, necesitada de continua conversión (cf. LG 8). De ahí que lo que llevamos escrito sobre la teología y la espiritualidad de la Iglesia diocesana deba concretarse ahora en compromisos peculiares de todo el Pueblo de Dios. Entendemos que cualquier reforma o renovación, para ser eficaz, debe afectar a las personas y a las estructuras, a los aspectos carismáticos y a los institucionales de la Iglesia.
Cómo ejercer el ministerio episcopal
38. Se nos plantea, pues, de arranque la responsabilidad personal del obispo en el pastoreo de la diócesis, para que ésta se conduzca de veras como Iglesia particular y como comunidad de Cristo Resucitado. Antes reprodujimos (n.31) el diseño ideal del obispo, trazado por la Asamblea de Puebla. No ignoramos, por comprometedor que resulte para nuestras personas, que, al actuar, como dice el Concilio “in persona Christi”, personificando a Cristo, quedamos obligados a ser testigos privilegiados de su amor a la comunidad cristiana y a todos los hombres (cf. CD 11).
    El triple ministerio de maestro, sacerdote y pastor habremos de ejercerlo sin anular ninguna otra función ni carisma, potenciando a los demás ministros, a las comunidades consagradas y al laicado; pero sin eludir tampoco la carga y el compromiso anejos al carácter episcopal. La historia nos dice que, en los grandes momentos de renovación eclesial, el Señor suscitó en su Pueblo una generación de Pastores a la altura de los tiempos. La etimología de la palabra “autoridad” (del latín augere auctum, en castellano aumentar) nos insinúa que estamos puestos en la Iglesia para hacer que nuestros hermanos crezcan, “tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10).
39. Los movimientos pendulares de la Historia vuelven a reclamar ahora el servicio del obispo como maestro y garante de la fe. Por llevar consigo una apertura y una respuesta total a Dios, la fe cristiana es más rica que la simple ortodoxia doctrinal; pero no puede subsistir sin ella, porque está en juego la fidelidad al depósito de la revelación de Dios, que custodian y transmiten los sucesores de los apóstoles.
    Los estudios teológicos, la reflexión y la praxis cristiana ayudan a penetrar en la Escritura Santa y en las fórmulas doctrinales del Magisterio; abren caminos a los hombres para que acojan la Palabra salvadora; iluminan la cultura y la ciencia, desde la sabiduría de Dios. Pero, si la reflexión teológica se emancipa de la humildad de la fe, se hace caso omiso del carisma del Magisterio, puede precipitarse en el vacío de un racionalismo que no salva.
    Es un gran don del Espíritu a la Iglesia el interés por los estudios teológicos que brota hoy entre las religiosas y los laicos. No debe ser la teología un feudo clerical. No han de retraernos del estudio los peligros del confusionismo doctrinal o de las desviaciones. Se vencen mejor con la cultura teológica que con la fe del carbonero. Pero no os apartéis un ápice de la fe de la Iglesia ni os incomodéis con los obispos cuando la defendemos con celo. “El que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23).
40. Es obispo es también el liturgo principal de la Comunidad de la fe, que celebra la Eucaristía congregando en ella la Iglesia y es moderador nato de las celebraciones cúlticas de todas sus comunidades. El Vaticano II llega a definir la Iglesia particular como “una comunidad de altar bajo el sagrado ministerio del obispo” (LG 26). Por eso en la Iglesia “toda legítima celebración de la Eucaristía ha de estar dirigida por el obispo” (Ibíd.), aun cuando la presida un pesbítero, que ha recibido la consagración de Dios por el ministerio del obispo. Permitidnos una cita final del decreto conciliar sobre el ministerio pastoral de los obispos: “La principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la Eucaristía, una misma oración, junto al único altar, donde preside el obispo, rodeado de su presbiterio y ministros” (CD 11).
    Los obispos hemos de corregir, en la medida en que nos afecte, la realidad y la imagen de un jerarca que no sea, antes y sobre todo, “servidor de los sagrados ministerios”, licurgo y sacerdote que preside las celebraciones de la comunidad orante. Por la celebración con vosotros iremos a la comunión y

Comunicado de los Obispos de Andalucía sobre el proceso autonómico

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    1. Los obispos de Andalucía nos sentimos solidarios con la toma de conciencia y con la esperanza colectiva que está viviendo nuestro pueblo.
Creemos que la fe cristiana, tan presente en la configuración histórica de Andalucía, tiene una palabra que decir sobre su futuro.
2. El paso hacia una unidad de convivencia más amplia que la de cada una de las ocho provincias puede contribuir, sin duda, al redescubrimiento de nuestra identidad y de nuestros valores como pueblo, ya a superar la inercia, el aislamiento y la desesperanza que, junto a otros factores externos, han hecho de nuestra tierra una zona subdesarrollada.
3. El referéndum de iniciativa autonómica, convocado para el 28 de febrero, nos sitúa a todos los andaluces ante una reflexión y una decisión altamente responsable. Cierto que la organización político-administrativa del Estado es materia opinable entre los ciudadanos y que nadie puede ser forzado ni impedido en una opción concreta por razón de su fe cristiana. Pero el proceso autonómico pone en juego importantes opciones de futuro sobre nuestros problemas endémicos – paro, emigración, subdesarrollo – e incluso, en cierta medida, nuestro modelo de sociedad.
4. Nos preocupa sinceramente que se haya descuidado entre nosotros una formación cívica suficiente sobre el tema autonómico. Ellos nos expone al peligro de ligereza o de irresponsabilidad. Es también de lamentar que un objetivo comunitario como el de la Autonomía esté siendo objeto de polarizaciones ideológicas y demasiado partidista. Lo que puede dar grandeza moral a esta paso histórico es la construcción solidaria de una Andalucía de todos.
5. Se impone, pues, una formación de la conciencia de cara al 28 de febrero; esto exige una información suficiente sobre el hecho autonómico en sí; sobre sus horizontes de futuro; sobre su problemática y sobre las versiones del mismo que ofrece cada partido político.
La Iglesia respeta las opciones de conciencia que adopten los ciudadanos y los fieles, siempre que no sean fruto de la apatía, de la insolidaridad o del apasionamiento.

Córdoba, 2 de febrero de 1980

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