HOMILÍA DE MONS. IGNACIO NOGUER CARMONA, OBISPO DE HUELVA, EN LA MISA DE PENTECOSTÉS EN EL ROCÍO (2005)
Sacerdotes concelebrantes, Hermandad Matriz de Ntra. Sra. del Rocío, hermandades rocieras, autoridades, hermanos todos que un año más habéis acudido a esta marisma almonteña para congregaros en torno a la Virgen del Rocío en su fiesta de Pentecostés.
La Romería de este año está necesariamente marcada por los acontecimientos eclesiales que la han precedido. El pasado día 2 de abril moría el Papa Juan Pablo II. El día 19 del mismo mes, era elegido el Papa Benedicto XVI. Personas de toda clase y condición han glosado lo que para la Iglesia y para el mundo ha significado el pontificado de Juan Pablo II, al que el pueblo cristiano, con certero instinto, ha comenzado a distinguir ya con el apelativo de El Grande. El 14 de junio de 1993, el Papa Juan Pablo II se hacía presente en la Diócesis de Huelva para clausurar los actos conmemorativos del Quinto Centenario del Descubrimiento y Evangelización de América. Celebró la Eucaristía ante la imagen de la Virgen de la Cinta, patrona de la ciudad. Visitó los lugares colombinos: Palos de la Frontera, Moguer y el Monasterio de La Rábida, donde coronó canónicamente a la imagen de Santa María de la Rábida, Ntra. Señora de los Milagros. Y finalmente, como un romero más, caminó por estas arenas para dirigirse al santuario de la Virgen del Rocío y postrarse en oración a los pies de su venerada imagen. La oración del Papa fue larga, reposada, e inmenso el sorprendente silencio que, espontáneamente, la rodeó. Papa y pueblo rociero nos recordaban conjuntamente, con ese solo hecho, algo que no debiéramos olvidar nunca: el valor de la oración, la importancia para nuestra vida cristiana de la contemplación silenciosa, esa contemplación que nos enseña María, la Madre de Jesús, que escuchaba la palabra de Dios y la meditaba en su corazón. Sí, hermanos, todos nosotros, aturdidos por tanto ruido, tanto tumulto, tantas voces de nuestra ruidosa y agitada vida moderna, necesitamos hacer de este Santuario del Rocío un lugar de silencio, imagen del silencio de Nazaret, que haga posible el recogimiento y la interioridad, la meditación, la vida interior intensa, la oración personal que sólo Dios ve y sin la cual la vida cristiana degenera fatalmente en superficial rutina. Juan Pablo II nos invitaba, por ello, a hacer de este lugar del Rocío una verdadera escuela de vida cristiana, en la que, bajo la protección maternal de María, la fe crezca y se fortaleza con la escucha de la palabra de Dios, con la oración perseverante, con la recepción frecuente de los sacramentos, especialmente de la Penitencia y de la Eucaristía.
Pero el Papa nos dejaba también una enseñanza profunda acerca de la religiosidad popular. Surge ésta como fruto del arraigo de la fe cristiana en un pueblo y da lugar a expresiones folclóricas, como ocurre en nuestro caso, de gran belleza natural y plástica. Pero no hay que engañarse. No podemos cerrar los ojos -nos recordaba el Papa- ante el peligro de desligar la manifestación de religiosidad popular de las raíces evangélicas de la fe, reduciéndola a mera expresión folclórica o costumbrista, lo que sería tanto como traicionar su verdadera esencia. No era un peligro imaginario lo que con esta palabras denunciaba el Papa, sino un riesgo real, en el que están empeñados no pocos intereses. Hacer del Rocío una simple manifestación folclórica equivale a reducirlo a una cáscara vacía, a un espectáculo de interés turístico carente de autenticidad. Porque ésta, la autenticidad rociera, está en las raíces de fe cristiana, en el amor a María, -y, por ella, a Cristo- que nuestros mayores llevaron en el fondo de sus corazones. Sí, corremos el riesgo de que El Rocío, como tantas otras manifestaciones de la religiosidad popular sean secuestradas, ante la inhibición y la cobardía de nosotros los cristianos, y puestas al servicio de los intereses que nada tienen que ver con la fe cristiana ni con la auténtica devoción a la Madre del Señor. Quiero, por ello, hacerme eco de las palabras de Juan Pablo II invitando a todas las hermandades rocieras a perseverar tenazmente en el empeño de dar renovada vitalidad a los valores evangélicos que constituyen la esencia de la devoción rociera, valores que deben inspirar nuestro comportamiento y actuación en todos los ámbitos de la vida.
Dad testimonio de los valores cristianos en la sociedad andaluza y española. Estas palabras de Juan Pablo II en El Rocío tienen hoy redoblada vigencia. La sociedad española vive hoy bajo un laicismo avasallante que amenaza con sofocar la fe cristiana arrinconándola en la más estricta privacidad y sustrayéndole toda la influencia en la vida social y pública. Basta observar los medios de comunicación para convencerse de ello: no se encontrará un valor cristiano que no sea objeto de ridiculización o de hostilidad manifiesta. La tentación del repliegue y de la inhibición se enseñorea del corazón de los cristianos y los lleva a una verdadera parálisis apostólica que los incapacita para navegar contra corriente. Nuestra situación es muy parecida a la de los apóstoles reunidos en el cenáculo en día de Pentecostés. Ellos estaban allí cohibidos, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Pero sobre ellos vino, por la maternal intercesión de María, el Espíritu Santo, el Santo Soplo, el Aliento de Jesús, que les dio fuerza para ser testigos de Cristo en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta el último confín de la tierra. El Espíritu de Jesús, aquel rocío del Espíritu Santo, transformó el miedo paralizante de los discípulos en audacia apostólica, los hizo sal de la tierra y luz del mundo.
«No tengáis miedo… abrid de para en par las puertas a Cristo». Con estas palabras comenzaba Juan Pablo II su ministerio de pastor de la Iglesia universal. Con esas mismas palabras, dirigidas especialmente a los jóvenes, terminaba el nuevo Papa Benedicto XVI su homilía en la Misa de inauguración de su pontificado: «¡No tengáis miedo de Cristo!» Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él recibe el ciento por uno. Sí, abrid las puertas a Cristo y encontraréis la verdadera vida. Sí, abrid las puertas a Cristo, abrid a su Evangelio y a su Espíritu las puertas de vuestras hermandades y de los corazones de todos. Si de verdad lo hacemos así, Él, el Espíritu de la Verdad, nos librará de nuestros complejos e inhibiciones, nos dará, como a los primeros discípulos, la vitalidad necesaria para ser apóstoles del Evangelio en un mundo, como el nuestro, ampliamente descristianizado.
Como los apóstoles el día de Pentecostés, también nosotros estamos aquí reunidos en torno a María, la Madre de Jesús, implorando la venida del Espíritu. Que Ella, la Virgen del Rocío, nos enseñe a ser dóciles al Espíritu del Señor, fuente de vida interior, de santificación personal y energía que transforma y capacita para el apostolado en el mundo, escenario en el que estamos llamado a trabajar para la implantación del reinado de Dios entre los hombres.
Ignacio Noguer Carmona
Obispo de Huelva