D. Antonio Dorado Soto, 17 de octubre de 2005
(Lecturas, Ex 3, 1-12; Mt 2, 13-15.19-23)
Queridos hermanos todos, queridos hijos de Dios: nos hemos congregado para orar en una jornada especialmente significativa, porque son muchos los que se reunirán hoy como nosotros, en diversos lugares de la tierra, para recordar que el mundo es de Dios, que es inmensamente rico, que proporciona alimentos suficientes para todos y que debe estar al servicio de todos sus hijos.
Antes que cameruneses, congoleños, nigerianos o españoles, somos personas, hijos de Dios y tenemos una dignidad inviolable. Muchos de vosotros habéis llegado a nuestras puertas impulsados por la pobreza, la falta de libertad y respeto a los derechos humanos y la ausencia de oportunidades para vivir con dignidad.
La primera lectura que se acaba de proclamar nos ha dicho que el corazón de Dios se estremece cuando sus hijos son tratados como esclavos. Pues Él comparte el dolor humillante de cuantos están privados de sus derechos más elementales: el derecho a un trato digno, a la comida necesaria, al agua, a la atención médica y a la educación.
Y los seguidores de Jesucristo compartimos este dolor con vosotros.
El fragmento del Evangelio que se ha leído recuerda que también el Hijo de Dios tuvo que huir de su tierra para salvar la vida. Pero regresó lo antes posible, porque el exilio, aunque sea voluntario, es una situación dolorosa, que arranca a la persona de sus recuerdos queridos, de la cultura que modeló su espíritu, de la tierra en que se crió y del calor de los suyos. Y esto nos sugiere que, a la largo plazo, la respuesta adecuada a la situación de pobreza que viven hoy numerosos países africanos no consiste en privar a estos pueblos de sus hijos más audaces y mejor preparados, como suelen ser muchos inmigrantes. Y menos cuando sus lugares de origen son tierras bendecidas por Dios con enormes riquezas y posibilidades; pueblos jóvenes, amantes de la vida, como se echa de ver por el número de niños; personas que tienen gran confianza en el futuro. El porvenir de África no consiste en que sus mejores hijos la abandonen, sino en alcanzar un mejor desarrollo económico, social y político de sus pueblos. Es una cuestión de vida o muerte para todos, también para los pueblos más ricos, en la que se deben implicar la Unión Europea, las Naciones Unidas y aquellos organismos internacionales que se han creado para que retroceda la injusticia y avance la libertad. Porque Europa ya no puede seguir mirando, por más tiempo, a otro lado ante la presión migratoria, y si no busca respuestas movida la solidaridad, tendrá que hacerlo por egoísmo.
Pero mientras llega el día en el que compartamos de manera menos injusta los bienes de la tierra, se seguirán produciendo terribles dramas que nos afectan a todos, si bien algunos de vosotros, queridos hijos de Dios que habéis llegado hasta aquí, lleváis las huellas de la injusticia y del dolor en vuestros cuerpos, pues habéis dejado a lo largo del desierto y sobre las alambradas jirones de vuestra vida y la vida misma de algunos compañeros de camino. Yo no soy un político ni tengo respuestas para la situación de injusticia sangrante que os ha empujado hasta aquí ni para la presente situación difícil y llena de incertidumbre en que os encontráis ahora. Soy solo un seguidor de Jesucristo, que me ha enseñado que Dios está presente en todos sus hijos, pero forma especial, en los pisoteados, en los que sufren y en los que están en condiciones de sufrimiento.
Como seguidor de Jesucristo y Obispo de la Diócesis de Málaga, de la que forma parte Melilla, repito una vez más en pocos días, esta vez desde Melilla en un encuentro de oración, que los cristianos queremos y debemos ofrecer a todos la ayuda que esté a nuestro alcance, porque sois hijos de Dios y hermanos nuestros. También felicito a los agentes de la autoridad y a las autoridades locales que hacen cuanto pueden por aliviar este problema humano tan grave.
Y repito mi llamada a las autoridades españolas para que den una salida digna y humanitaria a cuantos habéis llegado ya. Tenemos que respetar los derechos humanos que os asisten por vuestra dignidad de personas.
Por otra parte, la devolución a las autoridades de Marruecos me parece un error, pues es una manera fácil de trasladar a los vecinos marroquíes un situación de emergencia que nos atañe a todos.
Algún organismo internacional debería hacerse cargo de los que se encuentran a la espera de cruzar las fronteras de España y de Marruecos, porque está en juego su vida y su dignidad de hombres libres. Aunque hayan llegado por caminos que no están de acuerdo con las leyes, hay que ofrecerles una salida humana.
Deseo que nadie entienda mis palabras como un olvido o una justificación de ese indigno tráfico de personas que desarrollan las mafias que transportan a inmigrantes, con el consentimiento de algún guardián de la ley, y que recuerda los peores tiempos del tráfico de esclavos que asoló las costas africanas.
El clamor de estos hermanos que llegan empujados por el hambre y por la falta de unas condiciones de vida dignas ha llegado hasta Dios y tiene que encontrar eco en el corazón de los que nos confesamos creyentes.
Mientras llega el día en que el desarrollo económico, social y político de sus pueblos les ofrezca posibilidades de una vida digna, queremos unir nuestra protesta a la suya, levantar nuestras voces para que se respeten su dignidad y sus derechos; insistir en la denuncia de los que se aprovechan de la situación dolorosa en que viven; y acercarnos con amor solidario a los que están ya entre nosotros y nos enriquecen con su presencia y con su rebeldía.
Os invito a todos a pedir a Dios que nos dé un corazón samaritano y una libertad evangélica para estar al lado de los que sufren y para amarlos afectiva y efectivamente, conscientes de que en las circunstancias difíciles no bastan las palabras.
+ Antonio Dorado
Obispo de Málaga