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EL AÑO DE LOS SANTOS MÁRTIRES ESTÁ LLEGANDO A SU FIN

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La celebración del XVII Centenario de los Santos Mártires de Córdoba vive sus últimos momentos durante las semanas de octubre y noviembre previas a la celebración del triduo que tendrá lugar en la parroquia de San Pedro los días 23, 24 y 25. El triduo culminará con la solemne Eucaristía en rito Hispanomozárabe presidida por el Obispo en la Santa Iglesia Catedral el 26 de noviembre a las 19:00 horas.

 

Los fieles tienen la posibilidad de obtener indulgencia plenaria una vez al día, con las condiciones acostumbradas -Confesión sacramental, Comunión eucarística, y una Oración por las intenciones del Santo Padre, con un espíritu alejado de cualquier pecado-, con la peregrinación a la Iglesia de San Pedro Apóstol si allí participan devotamente en la Santa Misa o alguna otra celebración litúrgica.

 

Durante este año la parroquia de San Pedro ha celebrado de lunes a viernes, de 17:00 a 19:30 h., la Adoración al Santísimo. Las peregrinaciones se han repetido a los largo de estos meses. Varias delegaciones diocesanas, parroquias y fieles de modo particular aprovechan las últimas semanas del Jubileo de los Mártires para peregrinar a la parroquia que alberga los restos de los Santos Mártires de Córdoba.

 

Para el domingo, 30 de octubre, se ha organizado una Peregrinación de los movimientos, asociaciones y grupos parroquiales a la parroquia de San Pedro con motivo del XVII Centenario de los Santos Mártires de Córdoba, organizada por la Delegación Diocesana del Apostolado Seglar. El grupo partirá a las 18:00 h. desde la ermita de San Zoilo –junto a la parroquia de San Miguel- hasta el templo jubilar. Una vez allí tendrá lugar la Exposición del Santísimo Sacramento, Veneración de las Reliquias de los Santos Mártires y Celebración de la Eucaristía presidida por el Ilmo. y Rvdmo. Sr. D. Santiago Gómez Sierra, Vicario General.

RECUPERACIÓN SATISFACTORIA DE D. JOSÉ ANTONIO INFANTES FLORIDO

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Don José Antonio Infantes Florido, Obispo emérito de Córdoba, se recupera en el Hospital de San Juan de Dios de Bormujos (Sevilla), donde fue sometido a una intervención quirúrgica la tarde del pasado miércoles, 26 de octubre, debido a una afección urológica. Previamente el Obispo de Córdoba, Don Juan José Asenjo, administró a Mons. Infantes Florido el sacramento de la Santa Unción.

Ambos agradecen las oraciones que las diversas comunidades cristianas han elevado a Dios pidiendo por la salud del obispo emérito.

 

Don Juan José Asenjo ha pedido que se continúen las plegarias por la salud de Mons. Infantes Florido en todas las celebraciones de la Eucaristía durante este fin de semana

III ENCUENTRO DE MONAGUILLOS EN ALMERÍA

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El próximo día 5 de noviembre, sábado, tendrá lugar el tercer encuentro diocesano de Monaguillos en el Seminario Diocesano.

El encuentro comenzará a las 10:00 y terminara a las 17:00. La colaboración económica es de 3.00 Euros y la edad mínima, 7 años. Los monaguillos deberán llevar la túnica que usan para ayudar a Misa.

D. JAVIER MARTÍNEZ. DÍA DE LA IGLESIA DIOCESANA

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LOS VALORES PERMANENTES DE LA VIDA, EN TU IGLESIA

 

Carta del Arzobispo de Granada a los sacerdotes, religiosos y fieles cristianos de la Diócesis con motivo del Día de la Iglesia Diocesana

 

13 de noviembre del año 2005.

 

 

Queridos hermanos y amigos:

 

                I. Vivimos en el mundo de lo efímero. Un estudio de hace no muchos años, hecho en un país del hemisferio norte y del mundo occidental, observaba que la persona estaba sometida al impacto de una media de 16.000 mensajes publicitarios al día. La mayoría de ellos, y con frecuencia los más ingeniosos y atractivos, anuncian cosas que no son en absoluto necesarias, y ni siquiera especialmente útiles para la vida. La vida sería lo mismo, y en no pocos casos, sería mejor, si esos productos no existieran, o no se metieran a los hombres por los ojos. La publicidad ofrece y vende, por lo general, sólo productos efímeros. Y, sin embargo, como su mensaje es siempre religioso –pues siempre promete la felicidad (la plenitud, el cumplimiento de nuestra humanidad)–, su impacto transmite implícitamente (y muchas veces explícitamente) la idea de que nuestra humanidad misma es algo también efímero, sin sentido ni meta, saciable con nada, y de que la felicidad es por tanto algo que se consigue a bajo precio en el mercado. Pero nunca de una vez por todas, por supuesto, sino a base de estar comprando siempre “lo último”. Lo cierto es que, en nuestro mundo, casi todo o todo es efímero, casi todo es banal: y tienden a ser banales también la palabra, la convivencia política y social, el trabajo y el amor, la vida y la muerte.

 

                No sería justo en absoluto hacer de la publicidad la responsable única de esa experiencia de la vida como algo sin sustancia y sin significado. Los factores que intervienen para crear “el imperio de lo efímero” (como lo ha llamado Gilles Lipovetsky) son múltiples, y entre ellos no hay que olvidar al menos dos: en primer lugar, el que durante mucho tiempo se les han estado vendiendo a los hombres, desde los centros de cultura y de poder, falsos “absolutos”, como la raza o la clase social, la llegada del paraíso marxista o el progreso de la ciencia, que darían a los seres humanos la paz y la felicidad, y en nombre de los cuales se pedía a los hombres sacrificar sus vidas y las de sus semejantes.

 

                En segundo lugar, también somos responsables de esta situación quienes, siendo portadores de la plenitud verdadera, de la Vida y de la Gracia divinas, hemos reducido tales bienes a algo banal también, en muchos casos puramente decorativo en la vida (que transcurre por otros caminos, y se mueve por otras claves), sin capacidad de conmover, sin belleza ni atractivo alguno para el corazón humano. El Don por excelencia que es la redención de Cristo ha quedado reducido a pura ley formal, o a puros “principios” o “valores” morales, a dinámicas de terapia psicológica, o a una ideología más en el mercado de las ideologías compitiendo entre sí. Algo, en todo caso, que no es en primer lugar la pasión de nuestra vida, y que difícilmente podemos decir que llena nuestro corazón.

 

                En un contexto así, los hombres y mujeres que fueron cristianos, y que fueron educados en la fe, la pierden con facilidad. La pierden, no porque hayan encontrado que la fe era falsa, o que había razones para negarla, sino, literalmente, porque la fe que han encontrado en nosotros no sostiene la vida. Lo que les mostramos no es a veces sino un despojo de la experiencia cristiana, y tampoco tiene gran cosa que ver con las inquietudes y los deseos del corazón. En la raíz del vacío que marca nuestra cultura, está con frecuencia la decepción y el resentimiento. Y es que el vacío, el sinsentido, la vida al servicio del consumo y de la evasión, no son lo espontáneo en la persona humana, no son nunca un dato primario de la experiencia, sino una especie de “retirada”, un momento segundo, un movimiento marcado por la frustración. De ahí pasa enseguida a ser una industria: el vacío de los seres humanos, su soledad, y la indefensión y la inconsistencia que nacen de esa soledad, son algo extraordinariamente rentable para los intereses y los poderes del mundo.

 

                II. El corazón puesto en lo efímero es una fuente de violencia. Además, por supuesto, el corazón no está hecho para vivir así. Es cierto que el corazón del ser humano –el ser humano–, está hecho para servir, es decir, para entregarse y darse. Pero no a cualquier cosa, y no de cualquier manera. Por ejemplo, el corazón no está hecho para servir a la mentira, si la percibe como mentira. Aunque la herida del mal que lleva dentro le pueda llevar muchas veces a mentir, o incluso a vivir en la mentira, es obvio que nadie quiere ser engañado. Cuando la persona se siente engañada siempre se produce un sufrimiento, siempre es una humillación, siempre es una ofensa a su dignidad.

 

                Algo parecido podría decirse en relación con el amor: el corazón de la persona está hecho para un amor que no sea excusa para “usar” a las personas, que no sea “en función” de algo que se quiere obtener de ellas (ni siquiera un bien como su salvación), sino que tenga como objeto único el bien de la persona misma: el reconocimiento y la gratitud por su existencia, por el don misterioso y único que cada persona es en sí misma. Independientemente del juicio que uno tenga sobre si un amor de estas características puede darse en este mundo, o de si se da con más o menos frecuencia, el corazón está sin duda hecho para un amor así. Y no sólo para un amor así por momentos, ocasionalmente, sino de manera permanente, de forma que la vida entera esté como inmersa, sostenida por un amor permanente, fiel, incondicional, y por lo tanto, misericordioso.

 

              Amar”, escribía Gabriel Marcel, “es decirle a alguien: «Yo quiero que tú no mueras jamás»”. Al margen de la cuestión (nada banal, sin duda) de si eso se puede o no se puede decir razonablemente en esta vida, o de si eso se lo puede decir razonablemente un ser humano a otro ser humano, lo que es cierto es que el amor (si es verdadero), al menos el que cada uno quisiera recibir, lleva inscrito dentro de sí una cierta exigencia inextinguible de eternidad, de permanencia, incluso más allá de la muerte. La publicidad y el marketing saben muy bien de esta exigencia profunda de la persona cuando vinculan la obtención de la felicidad a la compra de un producto. Y cuando se afirma que el amor no existe, que “todo es pura química”, que al fin y al cabo no existe más que la utilización más o menos sutil y disfrazada de los demás, es siempre con un cierto tono de decepción y desencanto. Es el desencanto de una gran esperanza frustrada, un desencanto muy similar al que señalábamos más arriba hablando de la pérdida de la fe: el desencanto lleno de dolor que se produce en quienes rechazan la fe cristiana porque no han encontrado cristianos en los que resplandezca la verdad de Dios (era el caso de Nietzsche, por ejemplo).

 

                Aproximarse a la realidad del amor humano pone de nuevo de manifiesto que el corazón está constitutivamente abierto al infinito, a Dios. Y por eso vivir en lo efímero produce violencia, es la fuente primera y radical de la violencia. La mentira de instalar el sinsentido, el vacío, lo efímero, como el fondo último de la realidad y de la vida, no puede conducir sino a instalar la violencia en el corazón de lo cotidiano (que es donde empiezan las guerras). Esa trágica mentira no puede dar lugar sino a una filosofía, y a una ética y a una política, y a una estética, de la violencia, que justifican la violencia y el resentimiento, que en realidad los alimentan, aunque parezcan rasgarse continuamente las vestiduras escandalizados de su existencia. Aunque es necesario reconocer que también esa filosofía, en último término, da homenaje a las exigencias profundas de verdad y de bien del corazón humano, y trata de vestirse (como no podía ser menos), de razón, y de razón moral. A comienzos de los años cuarenta, el novelista G. Bernanos hablaba con desdén de los políticos que se burlan de la moral, pero que viven de la moral de los demás. Muchos son los hombres que mienten, pero por alguna misteriosa razón que tiene que ver con la naturaleza de las cosas, nadie presume de ello.

 

                Estas reflexiones ponen de manifiesto que el ser humano no está hecho para la mentira, o para el egoísmo, o para cosas que valen menos que la propia vida. Nuestra cultura puede vivir instalada en lo efímero, pero, por la misma razón, es una cultura que se muere a chorros, que ya no se puede proponer como ideal de humanidad, y que no hace fácil a los hombres amar la vida o vivir contentos. De hecho, nuestro mundo es un mundo hastiado de bienes de consumo y de desesperanza. El ideal social de la cultura de lo efímero es, o la sociedad drogada, o la venta de D. Quijote. Ninguna de las dos situaciones puede considerarse con seriedad como verdaderamente humana.

 

                III. Jesucristo, que vive en la Iglesia, es la respuesta siempre actual a las preguntas y a las esperanzas del hombre. La situación cultural y social que acabo de describir es una llamada a abrir de nuevo la inteligencia a la posibilidad de la fe. En nuestro mundo contemporáneo, a la luz de la preocupante evolución reciente de la cultura en nuestros países, empieza a haber círculos de pensamiento y de cultura para los que una recuperación, un redescubrimiento de la tradición cristiana sería la única salida posible al marasmo de confusión en que vivimos. En el mundo del pensamiento, se oyen más y más voces que invitan a liberarse del dominio de la visión del mundo chata y estrecha del positivismo cientista, mucho menos al servicio de la verdad o del bien común que de los intereses del poder económico y político.

 

                Pero la responsabilidad para con esa situación es también para los fieles cristianos una llamada a purificar la fe, a repensarla hasta el fondo y a vivirla con más transparencia y verdad. Decir “tradición cristiana”, por ejemplo, no es decir una visión del mundo cerrada y nostálgica de tiempos pasados. En absoluto. Lo que a veces conocemos como “tradición” no son sino manifestaciones fragmentarias, deformes, y a veces fósiles, de una vida cristiana que ya ha entregado su alma al espíritu del mundo. La Gran Tradición es, al contrario, y en la medida en que “transmite” la Vida divina que se nos ha dado en Cristo, una explosión de libertad y de amor, una disciplina sacramental y eucarística que genera un pueblo de hombres libres, una identidad nacida de la redención de Cristo, que por sí misma invita a dialogar y a confrontarse con cualquier posición humana, y a amar a todos los hombres, y a darse sin reservas por la vida del mundo, como Cristo.

 

                No todo es efímero en torno a nosotros, sin embargo. Hay una persona en la historia, hay una realidad humana en la historia que responde plenamente a las exigencias profundas del corazón humano. “Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida” (Jn 14, 6). Cristo es el Reino de Dios. Su persona viva es la Gracia. Y su Don, el Espíritu mismo de Dios, el aliento divino de vida que une a los hombres en un pueblo nuevo. Es un pueblo distinto a todas las naciones, “marcado” por la comunión que es el sello de la Vida divina, una comunión que tiende siempre a coincidir con los límites del mundo, es decir, que anhela no tener límites, ni en el tiempo ni en el espacio.

 

                La Iglesia es este pueblo, nacido de la Pascua, nacido del costado abierto de Cristo. La Iglesia es la realidad humana, el espacio humano donde mora, indefectiblemente, el Espíritu Santo de Dios, el Espíritu de la Verdad y del Amor, que constantemente sostiene y vivifica esta “nueva creación” en Cristo. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, el “espacio” corporal en el que mora Cristo, y en el que Cristo se comunica y se da a los hombres. En el Cuerpo de Cristo, aun lleno de llagas, está Cristo. Y por eso la Iglesia, como me habéis oído decir muchas veces, es lo más precioso que hay en la tierra, la realidad humana y social más bella que ha habido jamás en la historia. Y por eso la vida de la Iglesia, vivida con verdad y sencillez, es la mejor propuesta para la vida, lo mejor que puede vivir o que se puede proponer a un ser humano.

 

                Jesucristo es toda la riqueza de la Iglesia, todo su Bien. La Iglesia sólo existe para comunicar a Jesucristo a los hombres, para incorporarlos en Cristo a la familia de Dios y para permitirles vivir como hijos. “No se nos ha dado bajo el cielo otro nombre por el que podamos ser salvos” (Hch 4, 12). En la Iglesia, en su Cuerpo, Cristo se acerca a cada hombre y a cada mujer, y le susurra o le grita, le testimonia, “la sublimidad de su vocación”, el amor infinito, la posibilidad de un espacio de libertad, de misericordia y de humanidad verdadera. En la Iglesia, la Redención se hace experiencia, y el hombre es arrancado de su desarraigo, de su vivir en el vacío, del imperio de lo efímero. La experiencia de la misericordia y del amor gratuitos despierta en el hombre el sentido de la dignidad humana, del valor de la vida, y abre el corazón a la gratitud y a la alegría. “El profundo estupor ante la dignidad humana se llama Evangelio; se llama también cristianismo” (Juan Pablo II).

 

                IV. ¡Ayuda a tu Iglesia! Si hay en nosotros una brizna de fe fresca, la primera ayuda a la Iglesia, y a nuestra propia vida, por tanto, es convertirnos. Es volver a abrir el corazón a la fe y a la tradición cristiana, a sus fuentes. Abrirlo al anuncio, esencial a la experiencia cristiana, de que en la comunión de esta familia, en la amistad de estos hombres y mujeres (“comunión” se llama esta amistad en el lenguaje técnico cristiano), en la vida de este pueblo, hecho de pobres gentes llenas de defectos, está sin embargo Cristo. Y con Él, la plenitud que corresponde plenamente a las exigencias del corazón. Toda la plenitud y la alegría que es posible en este mundo, anticipo en esta vida mortal del gozo y de la alegría del cielo.

 

                Vivimos “tiempos recios”, como diría Santa Teresa. Ser cristiano, manifestarse como tal en el trabajo o en la sociedad, no es “políticamente correcto”. La libertad de vivir la comunión de la Iglesia empieza a ser de nuevo peligrosa. ¡Cuántos cristianos viven una especie de persecución larvada, y a veces explícita, por el mero hecho de serlo, y de manifestarse como tales! No es que eso nos extrañe (nos lo advirtió el Señor, y hasta es un signo de vitalidad de la Iglesia: pues nadie en su sano juicio persigue ni ataca a los muertos). Lo que quiero decir es que las circunstancias, siempre providenciales, nos reclaman al testimonio de la comunión eclesial. Nos reclaman a redescubrir que nuestra primera y decisiva pertenencia es a la Iglesia, al Cuerpo de Cristo. Naturalmente, en un carisma o en una obra determinada, con un temperamento preciso. Todos tenemos un rostro, expresión de nuestra historia. Pero en la Iglesia, todas las historias están al servicio de la única historia, la de Cristo con los hombres, y de una única pertenencia, la pertenencia al Cuerpo de Cristo, a la Iglesia “Una, Santa, Católica y Apostólica”. Y que lo que alimenta y sostiene esa pertenencia vale, y que lo que la rompe o la debilita, no vale y viene del Maligno. Y es, además, una traición a los hombres y al mundo, que sólo tiene nuestra comunión como signo fidedigno de la presencia de Dios entre nosotros, para escapar al dominio de lo efímero y volver a pisar tierra firme. La tierra firme de la misericordia de Dios, que “no tiene fin”, que permanece para siempre.

 

                Ayudar a la Iglesia es desear, pedir, trabajar por esa comunión. Es tratar de hacerla visible en la vida, en los lugares de trabajo y de estudio, en el mundo. Es sentirnos cristianos y testimoniar sin timidez que lo somos, por encima de cualquier otra pertenencia de este mundo. Es expresar, con libertad, y en la palabra como en los hechos y en nuestra forma de vida, la plenitud que Cristo nos da. La verdad de su promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

 

                Ayudar a la Iglesia es también sostenerla económicamente, sostener sus obras. Si uno valora lo que supone ser miembro de la Iglesia, esto es lo más normal, lo espontáneo, lo que uno quiere hacer. En España hemos estado, sin embargo, y durante mucho tiempo, acostumbrados a que muchas de las obras de la Iglesia (de culto, educativas, sociales) hayan estado de modos diversos sostenidas por las administraciones públicas. Al hacer esto, en realidad, las administraciones no hacen sino cumplir su deber para con un pueblo que tiene una tradición determinada, y en algunos casos respetar sus derechos inalienables. Pero es posible que en el futuro hayamos de afrontar la misión de la Iglesia en otras circunstancias. Yo pido al Señor que, suceda lo que suceda, los cristianos no vendamos nuestra primogenitura por un plato de lentejas. Que no vendamos la fe. Sostener la libertad de la Iglesia puede ser duro –hasta muy duro– a corto plazo, y más cuando no estamos acostumbrados a ello, pero es a la larga la única forma de que la Iglesia –todos los que la formamos– pueda realizar su misión, y la única forma de que haga el servicio al mundo más indispensable que ella puede hacer: testimoniar a todos los hombres que Cristo es el Bien más querido, la única esperanza verdadera para el mundo, “la gracia que vale más que la vida” (Sal 63, 4).

 

                Os bendigo a todos de corazón.

 

 

Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

 

D. ANTONIO CEBALLOS. DÍA DE LA IGLESIA DIOCESANA

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Los valores permanentes de la vida de la Iglesia

 

                 Mis queridos diocesanos:

 

                El domingo 13 de noviembre celebramos el “Día de la Iglesia Diocesana”. Como en otras ocasiones os recuerdo que los fines de esta Jornada son dos: reavivar la conciencia de lo que es y significa para cada cristiano católico su propia Iglesia local o diócesis, y llevar a cabo una colecta para ayudar a sus muchas necesidades. Por lo que toca a este punto, no puedo pasar adelante sin agradecer vuestra generosidad expresada en múltiples ocasiones.

 

1. Los valores permanentes de la vida de la Iglesia

 

                El lema de este año me invita a que os recuerde algunos aspectos de la vida cristiana que, de sabidos y cercanos, olvidamos con frecuencia. Uno de los valores permanentes del cristianismo está en que forma parte de una única Iglesia, extendida por todo el mundo. Nosotros creemos en una única Iglesia, en una única comunión nacida de un único Espíritu, de un único Señor Jesucristo, de un único Dios, Padre de todos, que está sobre todos, entre todos y en todo. Por desgracia no siempre somos consecuentes con nuestra fe por causa de nuestros odios, posibles divisiones, parcialidades y discordias.

 

2. La Iglesia local

 

                Pero el cristiano pertenece a la única Iglesia, extendida por todo el mundo, perteneciendo a una Iglesia local, en nuestro caso la Iglesia que está en Cádiz y Ceuta.

 

                El misterio de la Iglesia se realiza entero en la Iglesia local, es decir, en el obispo, con su clero y pueblo. Si un cristiano está en comunicación con su obispo, el que se nombra en la celebración de la Misa en la Iglesia local, entonces está en comunión con todos los obispos y sus respectivas Iglesias locales y con el Papa, el obispo de Roma, quien resume y recapitula la unidad y comunión de todos los obispos e Iglesias.

 

 

 

 

3. Valores permanentes en la vida

 

                Los valores permanentes de la vida están en la Iglesia. Ella los transmite desde el principio hasta el final de la vida. Estos valores (amor, ternura, fe, bondad, fraternidad, solidaridad, alegría, justicia, caridad, perdón, comprensión, libertad, oración, amistad, belleza, verdad, etc.), que la Iglesia ha trasmitido siempre, han ayudado al hombre a descubrir su dignidad y la de su prójimo.

 

 

                La Iglesia ha transmitido permanentemente estos valores por medio de la Palabra de Dios, con el testimonio de la vida y con las obras. Es decir, siendo los cristianos testigos y maestros.

 

4. En tu Iglesia

 

                Si el cristiano tiene una viva conciencia de pertenecer a su Iglesia local, como el lugar donde queda insertado en la Iglesia universal, responderá a lo más central de las exigencias de su fe, poniendo al servicio de los hermanos y de la comunidad local sus posibilidades.

 

                Felizmente hay que decir que cada vez es mayor el número de los cristianos que colaboran en las tareas propias de la Iglesia, según el don que Dios ha dado a cada uno. Es decir, participan activamente en la transmisión de estos valores, con la palabra y con la vida.

 

5 Ayuda económica

 

                Os recuerdo con agrado que cuando se os pide ayuda económica en favor de la Iglesia universal, sois generosos. Y hacéis bien. Sin embargo, no podéis olvidar vuestra Iglesia propia, vuestra Iglesia local, la de Cádiz y Ceuta. Nadie puede estar en la Iglesia de Jesucristo si no lo está mediante su inserción en una Iglesia local, presidida por su obispo.

 

                Yo os pido un año más ayuda económica para atender las necesidades de la Iglesia de Cádiz y Ceuta.

 

                La retribución de los sacerdotes que nos llega por la dotación del Estado a través de la Conferencia Episcopal, resulta escasa. Pero, no sólo hemos de atender a los sacerdotes. La misión de la Iglesia no se puede llevar a cabo sin medios económicos. Sostener la ingente obra de la catequesis y de otras obras apostólicas para las que apenas gastamos nada, sostener y reformar tantos templos amenazados por el clima riguroso, la necesidad de construir más templos en las grandes poblaciones, la falta de locales para las actividades más imprescindibles en la vida pastoral, el desplazamiento de los sacerdotes a los pueblos, etc.

 

6. Dios ama al que da con alegría

 

                Cuando un año más me dirijo a vosotros en demanda de ayuda tengo presente aquellas palabras de la Biblia: “Dios ama al que da con alegría”, no a la fuerza. Al recordaros vuestra obligación quiero que tengáis presente la alegría incomparable de pertenecer a la Iglesia en Cádiz y Ceuta.

 

                Reza por vosotros, os quiere y bendice,

 

 

 

+ Antonio Ceballos Atienza

Obispo de Cádiz y Ceuta

Cádiz, 27 de octubre de 2005.

 

D. ANTONIO CEBALLOS. APORTACIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA A LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI

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                Mis queridos diocesanos:

 

                Un año más os invito a participar activamente en el XXVII Semana de la Familia, en nuestra querida y amada Diócesis de Cádiz y Ceuta, que tendrá lugar durante los días 14 al 20 de noviembre con el siguiente lema: “Aportación de la Familia cristiana a la sociedad del siglo XXI”.

 

                El lema es de ingente actualidad, dada la forma en la que está siendo tratada la familia en la sociedad actual. La familia ha sido maltratada y requiere un tratamiento muy especial.

 

1. Cambios profundos a los que está sometida la familia

 

                Hoy día hablamos mucho de los cambios de nuestra sociedad. Quizás en donde más se encuentran los cambios es en las familias. En la vida familiar todo ha cambiado profundamente. Hemos cambiado nuestras casas, electrodomésticos, muebles, etc. Mejoramos. Hay una constante emigración interior dentro de la ciudad. Muchas familias tienen dos casas: en la ciudad y en el pueblo, y, los que pueden, tienen un apartamento en la playa.

 

                Todo esto es posible porque han cambiado los ingresos familiares, trabaja el marido y la mujer, con eso ha cambiado la forma de estar y de convivir. Pero existen también familias en paro; familias que tienen que pagar un alquiler y apenas pueden hacerlo.

 

                Ha cambiado la manera de tratarnos dentro de la familia. Es un hecho que hay más igualdad, más libertad y más confianza. Aún así queda todavía mucha servidumbre, malos tratos, imposiciones, casi siempre por falta de sensibilidad y de educación. Han cambiado muchas cosas, unas para mejor y otras para peor. Se ha retrasado demasiado la edad de contraer matrimonio. Antes de casarse quieren tener demasiadas cosas resueltas. Hay menos convivencia entre los esposos y los hijos.

 

2. Aportación a la familia en el siglo XXI

 

                La aportación a la familia en el siglo XXI, especialmente a las familias jóvenes y a las familias del futuro en esta tierra e Iglesia de Cádiz y Ceuta es muy necesaria: nosotros como sacerdotes y como cristianos tenemos como tarea presentar la grandeza y los bienes de la familia cristiana tal y como el Señor la ha pensado desde el principio: “Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y, vivid en el amor….maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia, se entregó a sí mismo por ella… mujeres…” (cf. Ef. 5).

 

                La familia cristiana es la revelación y el don de la plenitud de la revelación humana mediante el amor entre el varón y la mujer como medio de plenitud humana cristiana, como lugar más apto para el nacimiento y crecimiento del ser humano, como instrumento de gracia sanante, santificante y beatificante que Dios nos ha dado para la realización y felicidad de los hombres” (cf. Mons. Fernando Sebastián). Se trata simplemente de ofrecer lo que Dios nos ha revelado y hace posible con su gracia para bien de todos, de los que se casan, de sus hijos, de la sociedad entera.

 

3. Significado de esta aportación

 

                La aportación de la familia cristiana significa simplemente ayudar a las familias del XXI a vivir religiosamente su vida ordinaria. Esto quiere decir:

 

                – fortalecer en los miembros de la familia la memoria y presencia de Dios;

– fortalecer en la vida familiar el reconocimiento, la obediencia, la confianza, el amor de Dios;

– fortalecer en casa y en la familia el sentido de pertenencia a la Iglesia, las relaciones con la parroquia, las actividades como miembros de una comunidad cristiana;

– fortalecer el comportamiento cristiano en todos sus aspectos: litúrgicos, espirituales, sociales, etc.

 

                En una palabra, impulsar y fortalecer la vida cristiana conjunta de familia, dentro y fuera de casa.

 

                Estamos pensando en una vida cristiana renovada, personal, convencida, verdadera, vivida voluntariamente desde cada persona, pero expresada, compartida, vivida, también conjuntamente, como una dimensión importante de la vida familiar, en tiempo y espacio, en actuación, aficiones, gustos, manifestaciones, compromisos y acciones.

 

4. Distintas formas de aportaciones de la familia cristiana

 

                El esfuerzo por ayudar a conocer y a vivir el ideal cristiano de la familia es una manera privilegiada de trabajar por la persona, a favor del bienestar espiritual y de la estabilidad afectiva del hombre y de la mujer, a favor del respeto a la mujer y a los ancianos, a favor de los niños, y por todo ello, a favor de la salud moral y el bienestar de una sociedad.

 

                Frente a la lucha en contra de una civilización que tiende a valorar únicamente el bienestar material, simbolizado y reducido al dinero, con las secuelas de individualismo y soledad, nosotros propugnamos la familia matrimonial, fundada en el amor estable entre el varón y la mujer, que ayuda a crecer como persona. Todo ello es una manifestación de la fuerza restauradora del Evangelio, de la sabiduría y de la gracia de Dios.

 

                Esta familia tendrá en la sociedad futura un papel profético. Será la demostración viviente de que es posible el amor, la fidelidad, la gratuidad, la confianza, la generosidad entre personas, y, por eso mismo, nos dirá que es posible la felicidad y la salvación. La familia cristiana está llamada a ser inspiradora, iluminadora, motivadora de la civilización del amor y de la solidaridad.

 

5. Exhortación e invitación

 

                Os exhorto, queridos diocesanos, a que valoréis la aportación que la familia cristiana puede hacer a lo largo del siglo XXI.

 

                Os invito a vosotros, jóvenes, y a los sacerdotes, mis fieles colaboradores, a los religiosos, religiosas, personas consagradas, diáconos, seminaristas, laicos y miembros de movimientos a participar activamente en esta XXVII Semana de la Familia, y a pedir al Señor, por intercesión de la Sagrada Familia de Nazaret, por la eficaz y viva aportación de la familia cristiana a la sociedad del siglo XXI.

 

                Reza por vosotros, os quiere y bendice,

 

 

 

                                                                              + Antonio Ceballos Atienza

                                                                                 Obispo de Cádiz y Ceuta

Cádiz, 25 de octubre de 2005.

D. RAMÓN DEL HOYO. DÍA DEL DOMUND

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MISIÓN: PAN PARTIDO PARA EL MUNDO

 

 

Queridos fieles diocesanos:

 

De nuevo, al inicio del curso pastoral la jornada misionera del Domund, tan arraigada en los fieles cristianos desde niños.

 

Este año coincide con el último tramo del Año de la Eucaristía. Precisamente basándose en el mensaje del Venerable Juan Pablo II la Iglesia española ha propuesto para este año el lema: “Misión: Pan partido para el mundo. En base a esta frase quiero compartir con vosotros la siguiente reflexión:

 

–   Pan partido y solidario: la Iglesia, como Madre de la humanidad se ocupa y preocupa para que el Pan de la Palabra y el pan material lleguen a la mesa de los más necesitados.

–   Pan partido y compartido: Quiera la Iglesia que “los gozos y esperanzas. Las tristezas y las angustias de los hombres, sobre todo de los pobres y cuanto sufren, sean los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los discípulos de Cristo” (G. S. 1). Actualizamos esta conciencia de universalidad en favor de todos en la celebración de la Santa Misa.

–    Pan partido y entregado: Son incontables los hombres y mujeres, de todas las Iglesias del mundo dispuestos a darse como alimento de los más necesitados de hambre de Dios.

 

El misionero es el “pan partido” para todos.

 

Decía Juan Pablo II: “Una vez más aprovecho la ocasión para resaltar el precioso servicio que realizan las Obras Misionales Pontificias, e invito a todos a apoyarlas con generosa cooperación espiritual y material”. Este servicio se realiza entre nosotros a través de la Delegación Diocesana de Misiones, ayudando y animando a nuestros misioneros.

 

Vale más una vida misionera que todas las ayudas materiales, pero también con nuestra oración y entrega generosa ayudamos al mundo de la misión. Dios extiende su mano, con nuestros pobres panes saciará el hambre de muchos.

Que la estrella de la Evangelización, la Virgen María, San Francisco Javier Patrono de las Misiones Cristianas y San Pedro Poveda, misionero en nuestro suelo bendigan a todos los hogares y Comunidades con vocaciones misioneras.

 

Con mi saludo y bendición:

 


+ Ramón del Hoyo López.

 Obispo de Jaén

 

 

D. CARLOS AMIGO. DÍA DEL DOMUND

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MISIÓN: PAN PARTIDO PARA EL MUNDO

 

 

Carta pastoral del Cardenal Amigo Vallejo, Arzobispo de Sevilla, con motivo del Domund

 

 Aquellas palabras del evangelio, «no tienen pan», eran como una interpelación a Jesús, para que resolviera el problema que acuciaba a la multitud. Cristo responde: «dadles vosotros de comer» (Mt 14, 16).

 La situación de necesidad no ha terminado. La humanidad continúa pidiendo el pan que pueda saciar el hambre de tantas y tantas carencias, y de unos bienes que parecen inalcanzables.

 

 Hombres y mujeres que demandan, muchas veces desde situaciones verdaderamente angustiosas, la ayuda necesaria para vivir. ¡Dadles vosotros de comer!, se le pide ahora a nuestra fe cristiana. Y nosotros no podemos responder sino dando el mismo pan con el que nosotros mismos nos alimentamos: el pan de la Palabra de Cristo y el pan de la Eucaristía.


Pan de la Palabra y de la Eucaristía

 

 La Iglesia no tiene otra razón de ser que la que proviene del mandato misionero: llevar el nombre, las acciones y la palabra de Cristo a toda la humanidad. Es decir, que la Iglesia es de Cristo y quiere hablar de Cristo. Por ello, en la mesa de la evangelización no puede faltar el pan de la Palabra.

 El misionero, como el profeta Jeremías dice: cuando recibía tus palabras, las devoraba; tu palabra era mi gozo y mi alegría íntima. La sentía dentro como fuego ardiente (Jr 15, 16; 20, 9). Ha encontrado la palabra de Dios y la hecho suya, la ha tomado como alimento. Ahora quiere compartir este pan de la Palabra para saciar el hambre de tantos hombres y mujeres que ni conocen ni se alimentan del pan de vida que es Cristo.

 Y del pan de la Palabra al pan de la Eucaristía. Así lo hizo Jesús: primero nos dio a conocer su vida con la palabra, después con el pan consagrado.


Itinerario misionero

 

 Con sus palabras y con sus gestos sacramentales, Jesús nos ha marcado el itinerario de la misión: asumir, ofrecer y compartir. Cristo tomó el pan de cada día, lo ofrece al Padre y lo transforma en Eucaristía. Después, lo comparte en la comunión más perfecta y generosa.

 No se puede ignorar la situación de indigencia en la que viven pueblos enteros. No solo les falta lo más indispensable para poder subsistir, sino que carecen hasta del reconocimiento a su misma dignidad humana. El misionero asume esa situación y la hace suya, hasta tal punto de estar dispuesto a dar la vida en ayuda de esas personas. Nada de lo verdaderamente humano deja indiferente al misionero. La promoción humana está dentro del itinerario evangelizador.

 Pero, no sólo de pan vive el hombre. Necesita conocer su origen y destino, caminar en la verdad, gozar de la luz de la esperanza, sentirse redimido, tener en el horizonte una vida llena de Dios. Al pan de la ayuda para vivir con dignidad hay que unir el pan de la palabra, del evangelio, del anuncio de Cristo. Sin este pan del conocimiento de Cristo, la misión sería un proyecto evangelizador completamente fallido. El misionero ofrece ese pan que es Cristo.

 ¡Cuánto he deseado celebrar esta cena con vosotros! (cf. Lc 22, 15). Deseo ardiente el de Jesús y ansias insaciables del misionero, que desea celebrar la Eucaristía con aquellos a los que anunciara la palabra de Dios para que convirtieran su corazón a Cristo. Ahora les sienta a la mesa santa para ofrecer el sacrificio y recibir el cuerpo y la sangre de Cristo.

 El misionero ha dado lo más querido y lo más valioso de cuanto tiene: la Eucaristía. También ha podido decir, con Pedro y Juan, al necesitado: no tenemos otra cosa mejor que darte que el conocimiento y el amor de nuestro Señor Jesucristo (Hch 3, 6). En verdad, ha compartido lo mejor que tenía.


El Domund de todos los días

 

 Este itinerario misionero, del pan de cada día al Pan de vida, tiene que realizarse, en nuestra diócesis, a través de la animación misionera, de la ayuda a los misioneros, de la promoción de vocaciones, del sacrificio de comunión misionera.

 Animación misionera. Es imposible separar la vida cristiana de la acción misionera. Si se ha recibido un bien tan grande, como es el de la fe en Jesucristo,  habrá que compartirlo. Y ese dar será fortaleza para quien lo ofrece y luz para cuantos lo reciben.

 En nuestra diócesis son muy numerosas y variadas las acciones de animación misionera que se realizan, particularmente las emprendidas por la Delegación diocesana de misiones y de las Obras Misionales Pontificias. En ninguna parroquia y comunidad cristiana debe faltar un verdadero programa de animación misionera.

 Ayuda a los misioneros. Gracias a Dios, nuestra diócesis está muy sensibilizada con este tema, como lo demuestran la generosidad de la colecta anual en favor de las misiones, la ayuda particular a los misioneros y misioneras, el hermanamiento con algunos territorios de misión y el apoyo y colaboración en proyectos misionales. Si compartimos, es señal de que los consideramos como hermanos.

 Ayuda inestimable e insustituible es la de la oración. Pues es la comunión en el misterio Santísimo de la Trinidad, ofreciendo al Padre, por el Hijo y con la gracia del Espíritu, las mismas intenciones misioneras. De una forma especial, en este año de la Eucaristía, el encuentro en la oración, con los misioneros y misioneras, tiene que realizarse en la celebración de la Santa Misa, en la comunión eucarística, en la adoración ante el Santísimo Sacramento. Igual que Cristo nos asume para sí en la Eucaristía y se ofrece por nosotros, la Iglesia se une a los misioneros y misioneras y se ofrece en la oración por ellos.

 

 Promoción de vocaciones. Una de las mejores señales de que nuestra diócesis es auténticamente misionera, será el interés por suscitar y cuidar las vocaciones para la misión. Hombres y mujeres jóvenes dispuestos a hacer de su vida una entrega generosa a Jesucristo, que les llama y les envía, para que todos los pueblos conozcan la Buena Noticia de salvación.

 Son muchos los misioneros y misioneras nacidos en nuestra diócesis y repartidos en diversos lugares del mundo. Ellos han de estar siempre presentes en nuestra oración, y en el recuerdo agradecido a su impagable labor evangelizadora. Su ejemplo ha de servir, sin duda alguna, para hacer que surjan nuevas vocaciones.

Pan partido para la vida del mundo

 

 De lo mejor que tenemos es de lo que os damos. Nuestra fe en Cristo Jesús, que se entregó por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación (Rm 4, 25), el que se entregó a la muerte por todos (1Tim 3, 6). Pero, antes de morir, nos dejó la Eucaristía, comida de salvación y pan de vida, que la Iglesia quiere llevar a todos los pueblos. Cuando partimos el pan de la Eucaristía, nadie puede quedar excluido de participar en esta mesa santa. Id por todo el mundo y predicad el evangelio, nos dijo Jesús (Mc 16, 15). Pero no puede haber un anuncio completo del evangelio sin la invitación a celebrar la Eucaristía.

 No tienen vino, le dice María a Jesús. Y el Señor realizó el milagro. Hoy, la Iglesia entera es la que acude a Cristo con la misma súplica: una gran parte de la humanidad no tiene pan. Y Jesús ofrece el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía.

 Que para todos, este Pan sea comida y bebida de salvación.

 

 


    + Carlos, Cardenal Arzobispo de Sevilla

 

D. JUAN DEL RÍO. DÍA DE LA IGLESIA DIOCESANA

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SEMBRAR EN ABUNDANCIA

 

 

Queridos diocesanos:

 

La Iglesia Católica es una realidad visible e invisible, espiritual y humana, personal y social, santa y con miembros pecadores, que camina en el mundo anunciando la Buena Noticia de Cristo a todos los hombres para que estos tengan vida y consigan la felicidad eterna. Para realizar esta misión salvadora la Iglesia necesita de medios humanos y de recursos económicos como cualquier otra institución de la sociedad. Pasó a la historia la vieja creencia de que la Iglesia era inmensamente rica y mantenida por el Estado. No, señores, no. La Iglesia, como todos, paga el recibo de la luz, el agua, el mantenimiento de sus edificios, la creación de nuevos templos y complejos parroquiales, las retribuciones del personal, etc. Por ello, el desempeño de las labores pastorales y caritativas requiere tener los necesarios bienes económicos, de ahí, que pedir dinero para la Iglesia no vaya contra el Evangelio, sino que se trata de una exigencia de la misma fe.

 

Algunos datos importantes.

 

Cuando se habla de la Iglesia en España, se deben tener en cuenta a las 69 diócesis, las cuales, de una manera autónoma, atienden a los fieles que las conforman a través de parroquias, seminarios, comunidades, movimientos, etc. Sólo parroquias hay más de 23.000, con todo lo que suponen tanto los templos como el personal, en el cual no sólo entran los 19.300 sacerdotes sino también un gran número de religiosos y seglares dedicados a las distintas actividades pastorales.

 

Nuestra diócesis de Jerez comprende una superficie de 3.928 Km con aproximadamente  medio millón de fieles, 150 sacerdotes, entre diocesanos y religiosos, 14 seminaristas, 59 religiosos legos, 468 religiosas, 83 parroquias con sus respectivos complejos parroquiales anejos, 38 colegios católicos, más de un centenar de instituciones benéficas y otros centros culturales, docentes y de promoción social, además de mantener abiertos 80 templos con más de un siglo. No sólo es esto, nuestra diócesis por ser joven está carente de infraestructuras diocesanas y parroquiales, se trata de la necesidad de nuevas parroquias, un Seminario y una Casa Sacerdotal para sacerdotes mayores e impedidos Es por lo que hago esta llamada apremiante a la generosidad económica de todos los católicos que, actuando siempre como dice San Pablo, “no de mala gana, ni forzado, porque Dios ama al que da con alegría”, sepáis dar con abundancia, porque el que da generosamente, copiosamente cosecha en su vida.

 

Ayudar para auxiliar a todos.

 

Como bien sabemos todo tiene un precio y no nos parece mal pagar el ocio, la academia del niño o la cantidad de cosas superfluas por las que hoy damos dinero. En cambio, cuando se trata de cumplir el quinto mandamiento de la Iglesia, a saber: “ayudarla en sus necesidades”, la cosa a veces cambia, y muchos cristianos viven como si la Iglesia se sostuviese del aire, o recibiera cientos de millones de euros en concepto de subvenciones. Además no faltan algunos medios de comunicación social que, buscando determinados intereses, no paran de intoxicar a la opinión pública con informaciones que carecen de fundamento. La realidad es bien distinta y conviene saberla, pues la Iglesia vive de la cariad de sus fieles, quienes contribuyen de diversos modos. No hay nada que ocultar y, al mismo tiempo, muchas realidades pastorales, sociales y culturales que mantener, las cuales están beneficiando a toda la sociedad. La Iglesia Católica presta un gran servicio a la ciudadanía través de sus miembros e instituciones. Los cristianos no somos una carga social sino unos ciudadanos que desde la fe cooperamos al bien común de la colectividad.

 

Aportación de la Iglesia a la sociedad.

 

Sin embargo, todas las estructuras sociales de la Iglesia están al servicio de la evangelización y del bien de las personas. Por eso, en un mundo donde todo tiene precio, la Iglesia propone un conjunto de valores que enriquecen a la humanidad en su conjunto (amor, ternura, bondad, generosidad, entrega, trabajo bien hecho, sinceridad de corazón, compromiso, austeridad, belleza, amistad, oración… entre otros). Ella está presente en los sitios donde nadie quiere estar, junto a los enfermos, desahuciados, presidarios, drogodependientes, enfermos del Sida, pueblos olvidados, etc., en fin, sembrando siempre esperanza y consuelo a todos sin distinción alguna. Pero ¿cómo transmite la Iglesia estos valores?

 

* Con la palabra: homilías, charlas, catequesis, docencia, publicaciones…

* Con el testimonio de vida de los creyentes que encuentran en Jesucristo el fundamento de los valores permanentes proclamados por el Señor con su vida y su obra redentora.

*Con obras e instituciones: tales como el trabajo realizado por los sacerdotes y religiosos, la labor de movimientos y asociaciones, la tarea educativa de nuestros colegios y universidades, la asistencia social y caritativa de las residencias de ancianos y de los centros para niños y jóvenes con problemas, la atención a los inmigrantes, el cuidado a los pobres mediante los albergues y comedores, etc. Todo esto no sólo beneficia a los católicos, sino a todos los que llaman a nuestras puertas.

 

La diócesis necesita de tu generosidad.

 

Para seguir realizando el bien de “Los valores permanentes de la Vida en tu Iglesia” como señala lema de este año del “Día de la Iglesia Diocesana” que celebraremos el próximo fin de semana 12 y 13 de noviembre, necesitamos la ayuda de todos, tanto de los cristianos como de la misma sociedad que se beneficia de la labor eclesial. ¿Cómo puedes colaborar económicamente con tu diócesis de Asidonia-Jerez?

 

* Mediante la cuota periódica, dando orden a tu banco para que anual, trimestral o mensualmente ingrese en la cuenta del Obispado la cantidad que libremente decidas.

* Siendo generoso en las colectas de tu parroquia, no olvidando el deber de todo cristiano de la limosna en favor de los necesitados, o bien entregando voluntariamente para las necesidades pastorales y caritativas ofrendas, legados, herencias…

* Poniendo la “X” en la casilla de la Iglesia Católica en tu declaración de la Renta. Eso no significa que vas a pagar más, sino que es un sistema que permite al contribuyente decidir qué se va hacer con su pequeña parte de los impuestos que ya ha pagado o que va a pagar. La asignación a la Iglesia en España no es un privilegio, sino que nace de un tratado internacional, es fruto de un lógico sistema de colaboración entre instituciones, y es una manera de compensar algo de todo el bien que la Iglesia siembra en la comunidad social.

 

El futuro de la sociedad depende de la educación en los valores, la Iglesia a lo largo de los siglos ha sabido insertar en el corazón humano los grandes valores que hacen que la vida se viva con sentido y plenitud. Para continuar esta misión tu aportación económica es imprescindible.

 

Con mi agradecimiento anticipado te imparto la bendición del Señor.

 

+ Juan del Río Martín

Obispo de Asidonia-Jerez

 

Jerez de la Frontera a 15 de octubre de 2005.

 

 

D. ANTONIO DORADO. LA VIDA NO TERMINA, SE TRANSFORMA

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D. Antonio Dorado, Obispo de Málaga. Noviembre de 2005

 

 Decidimos mirar la muerte de frente y envejecer procurando que nuestro espíritu ofrezca los frutos sabrosos del otoño de la vida.

 El mes de Noviembre comienza, según el calendario cristiano, con la festividad de Todos los Santos, aquellos hombres y mujeres que pasaron por el mundo haciendo el bien. Como humanos, tenían sus defectos, pero todos supieron acoger en lo más hondo del alma, cada uno a su manera, la llamada de Dios; esa fuerza interior que nos impulsa a desarrollar la capacidad de amar que todos llevamos dentro. Aunque al hablar de los Santos solemos pensar en los miembros de nuestras comunidades cristianas, Jesús nos enseñó que son «benditos de su Padre» todos los hombres y mujeres que pasaron por el mundo amando y ayudando a los demás; en especial, a los pobres y necesitados, a los que no tienen a nadie más que a Dios.

Después de Todos los Santos, recordamos el Día de los Difuntos, que se celebra el 2 de Noviembre. Numerosas personas acuden a los cementerios donde están los restos de sus seres queridos. Aunque esta costumbre ha perdido intensidad e interés durante los últimos años, los cristianos la conservamos aún y, a la luz de la fe, la vivimos como una llamada a la esperanza y a descubrir el sentido de la existencia humana. Para nosotros, «la vida no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo». La muerte no es la noche que nos sumerge en el abismo de la nada, sino el paso que nos conduce a la presencia de Dios Padre.

La cultura actual, al prescindir de Dios, presenta la vida del hombre como un efímero suspiro entre dos nadas, pues piensa que venimos de la nada y caminamos hacia el vacío total. Por eso oculta la muerte, como un desenlace sin importancia al final de la existencia del hombre, cuyo único fin sería el placer por el placer. Y cuando los placeres pierden interés e intensidad, o se ven mezclados con el dolor, la mentalidad reinante se pregunta si vale la pena seguir viviendo, con una «calidad de vida» (una vida placentera) muy escasa.

Por el contrario, la fe cristiana nos enseña que somos fruto del amor de Dios y que hemos nacido para amar, hasta que lleguemos a la meta donde el amor alcanza su plenitud, porque Dios es amor. Mientras vamos de camino, el Espíritu Santo, que habita en lo más hondo del alma, nos impulsa y nos concede desarrollar esa fuerza misteriosa que es el amor. Y en la medida en que amamos, nuestro corazón se va llenando de paz, de bondad, de paciencia, de grandeza de alma y de alegría. Aunque perdemos vigor con el discurrir de los años y llegan los achaques, vemos cómo crece esa riqueza espiritual que nos da la confianza en Dios.

Por eso, sin despreciar los placeres honestos, las visitas culturales y el ejercicio adecuado, no ponemos nuestra meta en viajes y correrías bulliciosas que nos lleven a olvidar el paso del tiempo. Por el contrario, miramos de frente el trascurso de los días y de los años, mientras saboreamos agradecidos lo que Dios nos concedió y descubrimos que ahora podemos aportar a nuestro mundo lo que éste más necesita: fe, serenidad interior, reflexión, comprensión, confianza en Dios y esperanza. Porque caminamos hacia unos cielos nuevos y una tierra nueva donde habita la justicia y Dios enjugará todas las lágrimas. Lejos de ocultar la muerte y dejar que nos sorprenda, decidimos mirarla de frente y envejecer procurando que nuestro espíritu ofrezca los frutos sabrosos del otoño de la vida; de una vida que ha crecido y madurado a la vera de Dios.

 

 

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