Hermanos y hermanas, amados por el Señor:
Nos congregamos hoy en el inicio de este nuevo curso académico, bajo la luz del Espíritu, celebrando la memoria de San Jerónimo, doctor de la Iglesia, modelo de amor a la Sagrada Escritura. Su búsqueda teológica brotaba del amor a Jesucristo. Decía él mismo: “Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo”. Por eso buscaba entender, explicar y transmitir la fe desde la Palabra de Dios que nos ha sido revelada.
En la primera lectura, San Pablo exhorta a Timoteo a permanecer fiel a la enseñanza recibida, a no dejarse arrastrar por modas o doctrinas vacías. San Jerónimo pasó años enteros en el estudio de las lenguas originales, no por capricho filológico, sino para escuchar con más claridad la voz del Señor.
También nosotros podemos caer en la tentación de leer la Palabra de Dios como un texto antiguo, como si necesitáramos “salvarla” de sus imperfecciones. Pero es la Palabra hecha carne, que conocemos en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia, la que nos salva a nosotros, no al revés. San Jerónimo se dejó moldear por la Palabra. El texto de San Pablo nos recuerda que la Escritura es útil “para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la justicia”. No es un libro muerto, sino una palabra viva, que forma al hombre de Dios y al misionero.
En el Evangelio, Jesús dice que: “Todo escriba instruido en el Reino saca de su tesoro lo nuevo y lo antiguo”. Este es el perfil del verdadero teólogo y estudiante de teología: no el que se queda atrapado en lo antiguo ni el que persigue novedades vacías, sino el que sabe discernir con sabiduría, sacar luz de la Palabra de Dios para iluminar el presente.
Hoy, en la apertura del curso académico, esta parábola es también un programa: como comunidad académica eclesial estamos llamados a formar hombres y mujeres que comprendan su fe, la vivan, y la anuncien con claridad en un mundo marcado por la confusión y la indiferencia.
Un Instituto Teológico y un Seminario diocesano misioneros. Resulta imprescindible que la Iglesia se sitúe con realismo en la sociedad actual, y forme a los futuros sacerdotes, a los religiosos y a los laicos que necesita para afrontar la situación cultural que vivimos. La incredulidad, la indiferencia religiosa se han extendido y casi normalizado en nuestra sociedad. Hoy, como dijera San Juan Pablo II: “Muchos europeos contemporáneos creen saber qué es el cristianismo, pero en realidad no lo conocen. Muchos bautizados viven como si Cristo no existiera. Se repiten los gestos de la fe, pero no se corresponden con una acogida real del contenido de la fe y una adhesión a la persona de Jesús. Un sentimiento vago y poco comprometido ha suplantado las grandes certezas de la fe.” (San Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 2003, 46 y 47)
Mi impresión es que todavía no hemos logrado despertar un movimiento auténticamente misionero, con clara conciencia de sus exigencias personales y comunitarias, espirituales y pastorales.
Con frecuencia, los problemas cotidianos nos hacen olvidar el problema fundamental, que es el abandono de la Iglesia real con la consiguiente descristianización de muchos, que siguen considerándose cristianos.
Tenemos que aprender a vivir mejor como seminaristas, religiosos y laicos de una Iglesia verdaderamente misionera.
Con ideas claras sobre lo que es evangelizar.
Algunas sensibilidades y grupos cristianos están muy preocupados por no molestar a los no creyentes, dispuestos a seleccionar las convicciones doctrinales o morales cristianas según la opinión de los que no creen. Si nos censuramos a nosotros mismos, pronto perderemos nuestra identidad. Además, actuar así es un modo encubierto de apostasía de la fe revelada.
Todavía debilitan más el interés evangelizador, quienes consideran como un bien en sí mismo el pluralismo religioso y atribuyen indistintamente un verdadero valor salvífico a todas las religiones, incluido el cristianismo como una más. En esta hipótesis ya no hay razón para que el Evangelio llegue a todos los hombres.
Sin embargo, la verdadera doctrina y praxis de la Iglesia nos enseña que los cristianos tenemos que anunciar a nuestros hermanos cuanto antes y del mejor modo posible, la verdad de Jesucristo como único camino para recibir el perdón de los pecados y alcanzar la vida eterna.
Otros posibles caminos de salvación, como las religiones no cristianas u otras creaciones culturales o filosofías, no debemos entenderlos como caminos paralelos, sino como caminos preparatorios, deficientes y convergentes. Cada religión, y aun cada persona, puede recibir la influencia salvadora de Jesucristo de diferentes maneras, ya sea por los caminos de la historia y de las influencias culturales, ya sea por los caminos invisibles y misteriosos del Espíritu de Dios que llega a todas partes por la voluntad universal de Dios que quiere la salvación de todos los hombres, en Cristo y por Cristo.
Así podemos presentar el cristianismo no como lo opuesto a lo que ellos piensan, no como la negación de su posible religión o de sus convencimientos, sino como el esclarecimiento y la consumación de toda la verdad y todo el bien que pueda haber en su camino, en sus ideas, en sus convicciones, en sus deseos y esperanzas. Nos haría bien releer el Documento Dominus Iesus, cuando se cumplen veinticinco años de su publicación.
Seamos misioneros en nuestra tierra en una clara comunión con la fe de la Iglesia, transmitida por la Escritura y la Tradición, interpretada legítimamente por el Magisterio. Sabiendo que nuestro lema como cristianos no es “dominar”, sino “ayudar a vivir en la verdad”. No en nuestra verdad, sino en la verdad de Jesús, en la verdad de Dios.
El seminario y el Instituto como escuela de discípulos y apóstoles.
La fidelidad del futuro sacerdote y del laico comprometido con la misión de la Iglesia no es solamente una fidelidad doctrinal, teórica, se trata también de una fidelidad vital, integral, sin la cual el mensajero no es capaz de entender la sabiduría evangélica ni puede tampoco anunciarla.
La fidelidad es fruto del amor: “el que me ama se mantendrá fiel a mis palabras” (Jn14,23)
Para poner nuestras iglesias en trance de evangelización, necesitamos renunciar a nuestras comodidades, sacudir nuestras rutinas, alcanzar el fervor. Es preciso que salgamos del conformismo y de la espiritualidad de mínimos. Necesitamos levantar una ola de fervor y de entusiasmo evangélico.
Hay que superar la lógica del “mínimo necesario” para entrar en la lógica del amor generoso, que es la lógica del “máximo posible”, la lógica de quienes ponen su vida en manos de Dios y de su Iglesia. Estamos llamados a ofrecer a nuestros hermanos la alternativa de un mundo con Dios, construido desde la fe. Para ello tenemos que vivir alimentándonos de lo que son las fuentes de la vida de la Iglesia: oración, lectio divina, y sacramentos.
Que la Virgen María, Sede de la Sabiduría, sea nuestra ayuda en este curso que empezamos.