D. ANTONIO DORADO.- Homilía en el Funeral por el S. Padre Juan Pablo II

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HOMILÍA FUNERAL POR EL SANTO PADRE JUAN PABLO II

S. I . Catedral de Málaga

5 de abril de 2005

 

Mons. Dorado Soto

 


 

1.- Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, (…) pasó haciendo el bien”.

(Hech 10, 38). Pienso que estas palabras de la primera lectura, con las que el apóstol San Pedro presenta a Jesucristo, se pueden aplicar, salvando las distancias, al fiel discípulo del Señor que acaba de morir, a Juan Pablo II. Revestido con la fortaleza de Espíritu, una fortaleza que le ha llevado a todos los rincones de la tierra y le ha mantenido en actitud de servicio hasta el límite de su existencia, “pasó por el mundo haciendo el bien”.

            En medio de una sociedad rica y opulenta, preocupada casi exclusivamente por su calidad de vida, ha proclamado el Evangelio de las Bienaventuranzas. Por eso, miles de jóvenes que no se conforman con vivir placenteramente y desean vivir con sentido, han encontrado en él, el mejor guía y maestro. Le han seguido porque les ha proclamado el Evangelio sin esas rebajas oportunistas, que desvirtúan la sal; porque les ha presentado a Jesucristo con sus palabras de vida y sin paliativos.

            También los trabajadores le han escuchado con interés, porque ha insistido en la primacía de la persona, que debe anteponerse al beneficio económico, en el mundo de la empresa y en los negocios. Nadie había llegado tan lejos como él en la afirmación de que el mundo es de Dios y debe estar al servicio de todos. Pues la propiedad privada, que es legítima, tiene la hipoteca de la justicia social y los derechos de los trabajadores.

            Testigo directo de la opresión en que estaba sumida una gran parte de Europa, alentó la rebeldía y la lucha no-violenta contra las dictaduras comunistas, que quisieron acallar su voz profética en sus tiempos de sacerdote, en su etapa de Cardenal de Cracovia y durante su ejercicio del papado.

            Salió en defensa de los más débiles entre los débiles, los niños que están aún en el seno de sus madres, los ancianos y los enfermos. Esta actitud decidida contra la eutanasia, el aborto y la manipulación de los embriones humanos le ha valido una tenaz e implacable oposición por parte de intereses económicos inconfesables que se ocultan detrás de un supuesto progreso. Y en algunos casos, de personas que dicen ser la Iglesia, y no dudan en desvirtuar el Evangelio para ganarse la simpatía de quienes se presentan a sí mismos hombres modernos e ilustrados.

            Su defensa constante de los derechos humanos; su oposición a la guerra y a toda suerte de terrorismo, su Carta a los niños, en la que recuerda que también son sujeto de derechos, y su reciente mensaje de Cuaresma a los mayores son algunos aspectos de la gigantesca labor que ha desarrollado a favor del hombre.

            Y por encima de todo, su mensaje sobre Dios Padre, sobre Jesucristo Redentor y sobre el Espíritu Santo. Estaba convencido de que el olvido de Dios lleva a la muerte del hombre, pues no se puede ser verdaderamente humano si se prescinde de Dios. Era consciente de que el encargo que Dios le había encomendado era, como nos ha dicho la primera lectura, dar solemne testimonio de que Dios ha nombrado a Jesucristo salvador y juez de vivos y muertos.

Verdaderamente se puede afirmar de él que pasó por el mundo haciendo el bien. La fuente secreta de su fortaleza interior, de su autoridad moral y de la capacidad de convencer que tenían sus palabras, eran los encuentros de oración que tenían lugar cada día desde las primeras horas. Dicen que comenzaba su jornada a las cinco y media de la mañana, con un tiempo largo de oración y con la celebración de la santa misa. Sabía por experiencia propia, que la Iglesia vive de la Eucaristía, se construye en la Eucaristía, encuentra su plenitud en la Eucaristía y languidece cuando la celebra rutinariamente o no la celebra en absoluto. 

 

2.- Era consciente de la dificultad de ser testigos de Jesucristo en nuestro mundo, y por eso insistía sin temor a repetirse: “No tengáis miedo”, “remad mar adentro”, “abrid de par en par las puertas a Jesucristo”.

Más que proponer unas consignas, estaba dando un testimonio de lo que había experimentado, pues su vida no fue fácil. En tiempos de la invasión de Polonia por los nazis, tuvo que trabajar en una cantera cuatro años y estudiar clandestinamente para hacerse sacerdote.

            Durante el ejercicio de su ministerio sacerdotal y episcopal, la continua presión del gobierno comunista le obligó a arriesgar su libertad y su vida denunciando con actos simbólicos y con palabras claras los atropellos contra los católicos. Y ya Papa, sufrió un atentado terrorista que le tuvo a las puertas de la muerte y dejó muy mermada su salud.

            A pesar de todas las dificultades que había vivido, repetía sin cesar: “No tengáis miedo”, “Remad mar adentro”. No lo hacía por puro voluntarismo, sino porque había comprobado a lo largo de su existencia que, como ha dicho el salmo que se ha rezado, que el Señor es el buen Pastor que cuida a los suyos, los acompaña en las dificultades y en los caminos oscuros, y repara sus fuerzas en la mesa de la Eucaristía.

Como humano, se sentía débil, especialmente, durante estos últimos meses en los que no se ha encerrado en sí ni se ha ocultado. Con su actitud, incomprensible para muchos, ha querido rubricar que también una vida débil es fecunda, que la enfermedad vivida con fe es otro modo de contribuir a que fructifique el Evangelio, que cuando se había dirigido a los ancianos y a los enfermos con palabras de consuelo verdaderamente creía lo que anunciaba. Y para rubricarlo ahora trataba de vivir cuanto había predicado.

Dios, que elige libremente a las personas, “sean de la nación que sean”, le había llamado a presidir en la caridad a su Pueblo y a proclamar el Evangelio. Y él sabía que esta elección divina  se debía exclusivamente a “la bondad y la misericordia del Señor”, que le han acompañado “todos los días de su vida”.

 

3.- Pero, como ha dicho el Evangelio, Dios “ha escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla” (Mt 11, 25).

Es verdad que la mayoría de los comentaristas han sabido valorar la talla humana excepcional del Papa que acaba de morir, pero también en este caso lo fundamental es invisible a los ojos.

Y lo fundamental es que su vida, su obra y su personalidad son un milagro de la gracia, de lo que puede hacer Dios con las personas que se ponen en sus manos. Los que no tienen la luz de la fe no comprenden que “ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. (Pues) si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor; (ya que) en la vida y en la muerte somos del Señor. (Porque) para esto murió y resucitó Cristo, para ser Señor de vivos y muertos” (Rm 14, 7-9).

Esto, que se les escapa a los comentaristas más avezados y sabios, es algo que han sabido comprender esos jóvenes y esas personas del pueblo llano que acudieron a rezar a nuestros templos hasta altas horas de la noche del sábado y que hicieron resonar sus cantos de alegría en numerosos lugares de todo el mundo el domingo por la tarde. Saben que no ha muerto el héroe de sus sueños más heroicos, sino el testigo fiel de lo que podemos ser cada uno cuando seguimos a Jesucristo y nos ponemos en las manos de Dios.

            Los hijos de la Iglesia, los seguidores de Jesucristo, que no creemos en el azar sino en la Providencia, consideramos un don de la ternura divina que el Papa Juan Pablo II marchara al encuentro con Dios cuando se empezaba a celebrar la fiesta de la Divina Misericordia. Una fiesta que, hace tan sólo cinco años, él mismo había dispuesto que se celebrara cada domingo II de Pascua. Precisamente ese tiempo de gracia en que estamos celebrando la resurrección de Jesucristo, que ilumina el misterio de toda la existencia humana.

            El Papa ha muerto en una fecha y en un tiempo cargado de fuerza evocadora para los que somos creyentes. Y ahora, como humanos, nos embarga el dolor por la muerte de un hombre de Dios muy querido, pero la fe nos enseña que la muerte es sólo la puerta que da paso hacia esa vida que no acaba, donde encontraremos la plenitud que hemos buscado en esta tierra. Y esperamos que, por la misericordia divina, que se ha manifestada en Jesucristo, nuestro querido hermano Juan Pablo, que no rehuyó desvelos y fatigas para servir a sus hermanos, se haya convertido ya en un nuevo protector desde la otra orilla de la existencia. Por ello, junto a la pena por su muerte, nos inundan la esperanza y la gratitud alegre.

            Dentro de unos instantes, después de pronunciar las palabras de la consagración, nos uniremos en una exclamación de alegría que manifiesta el misterio más profundo de la existencia humana, y diremos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús”.

Porque nos enseña la fe que la vida del hombre “no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”. Donde confiamos que esté ya nuestro Padre y Pastor Juan Pablo II, junto a María, Madre de la Divina Misericordia, en quien tanto confió y en cuyas manos se puso desde niño, como nos recuerdan la palabras que eligió como lema:  “Totus tuus”, “Todo tuyo”, María.  

 

 

 

U Antonio Dorado Soto,

Obispo de Málaga

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