D. ADOLFO GONZÁLEZ. DOMUND 2005

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Oficina de información de los Obispos del Sur de España

Entregar a los hombres el “pan compartido y repartido”

 

D. Adolfo González Montes, Carta a los diocesanos

 

               

Queridos diocesanos:

 

                Cuando llega un año más la Jornada Mundial de las Misiones, el lema “Pan compartido y repartido” que nos dejó para su celebración el inolvidable Papa Juan Pablo II suena con un eco especialmente comprometedor, en este año eucarístico que el Papa nos legó en herencia como cometido misionero, empresa y empeño de fe y amor. Sí, nuestra misión, la de todos los cristianos, es llevar al mundo el pan de vida eterna que es Jesucristo, para ser “compartido”, porque él ha venido para todos sin excepción; y para ser “repartido”, porque en el reparto de su cuerpo entregado para vida nuestra Dios da al mundo la posibilidad de recomponer la unidad perdida del género humano.

 

                La fe cristiana es fuente permanente de humanización porque es permanente entrega del Cuerpo de Cristo a la humanidad como garantía de su unidad y, por tanto, de su fraternidad fundamental, por encima de las muchas divisiones y oposiciones entre individuos y pueblos. El pan repartido del Cuerpo de Cristo se convierte en alimento de reconciliación e impulso insuperable para el perdón definitivo entre los que son hermanos. ¿De qué otro modo podríamos superar los enfrentamientos que ensombrecen las relaciones entre los pueblos? ¿Cómo llevar a las comunidades raciales, religiosas y políticas a un encuentro de fraternidad que conjure los peligros de exclusión integrista y xenófoba, la intolerancia ideológica y la beligerancia política?

 

                Cuando algunos están empeñados en borrar la identidad cristiana de nuestro pasado histórico y reprimir la presencia pública de la fe cristiana en la sociedad de hoy, los cristianos están llamados a recordar a todos el poder humanizador del Evangelio y la repercusión infinitamente bienhechora de la fe eucarística sobre el cuerpo social.

 

La misión de los cristianos en el mundo es anuncio de Cristo y declaración pública del valor infinito que el hombre tiene para Dios, que ha entregado por él la sangre de su propio Hijo unigénito. Por eso las “misiones” son acción de evangelización que humaniza la vida y promueve el bienestar de las sociedades evangelizadas ofreciéndoles educación integral de la persona y atención sanitaria. Los misioneros no son agentes sociales ni tampoco activistas de una respetable ONG. Son testigos del amor de Cristo y por eso mismo singularmente bienhechores de la humanidad. Los misioneros, hombres y mujeres que entregan la vida por Jesús y su evangelio son, ante todo, sembradores de la semilla del reino de Dios, superación de toda injusticia porque donde este reino se hace presente abunda la gracia decrece el pecado.

 

La memoria anual que ofrece la Delegación Episcopal de Misiones es bien probatoria, como la de todos los años, de lo honda y ampliamente bienhechoras que son las misiones, y de cuánto confían en su acción y gestión los creyentes y, en términos generales, los ciudadanos que canalizan sus ayudas al tercer mundo a través de la acción evangelizadora de la Iglesia. Por esta razón, si se reprime el sentimiento religioso que alienta en el impulso misionero, las campañas humanitarias quedan en mejor o peor gestión de recursos, sin mayor orientación que la solidaridad posible en un mundo lleno de corrupción y, con demasiada frecuencia, objeto de desvíos indeseados por los benefactores de los más pobres.

 

La sociedad valora en grado sumo la acción de los misioneros no sólo porque se fía de la gestión de unos fondos que se ponen en sus manos con destino a cuantos los necesitan. Valora la acción de los misioneros y la gestión humanitaria que llevan a cabo porque saben que responde a una concepción del hombre y de la vida inspirada por el Evangelio, contraria a egoísmos que llevamos a flor de piel. Saben las gentes de buena voluntad que los misioneros lo hacen “por Dios”, que es lo mismo que decir “por el hombre”, porque Cristo, revelador de la voluntad del Padre, ha unido el amor al hombre y el amor a Dios haciéndolos inseparables. El hombre es imagen de Dios y esa es la clave de su dignidad y esa la razón por la que merece ser amado de forma absoluta e irreversible.

 

¿Se puede amar al hombre y silenciar su origen y su destino? ¿Cómo podremos ser verdaderos amadores de los necesitados si no sabemos cuál es la razón del amor que merecen? Los hombres podemos conformarnos con unas reglas de conducta que arbitren los mejores consensos, pero Dios no se conforma con algo tan banal y pasajero. Para Dios el amor al hombre es la revelación de su verdadera condición divina, porque “Dios es amor”. Esto es lo que anuncian los misioneros repartiendo el pan compartido y repartido para la vida del mundo, el pan de la Palabra hecha carne en Jesucristo para que el mundo tenga vida.

 

Con mi afecto y bendición.

 

Almería, a 23 de octubre de 2005.

 

 

                                                               X Adolfo González Montes

                                                                             Obispo de Almería

 

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