El obispo de Huelva preside la celebración de festividad de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote junto al clero y las Hermanas Oblatas

El obispo de Huelva preside la celebración de festividad de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote junto al clero y las Hermanas Oblatas

Hoy es la Fiesta litúrgica de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Esta especial jornada sacerdotal el clero diocesano la vive especialmente en el Monasterio de Santa María de la Cinta, de las Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote, fundadas por el Venerable José María García Lahiguera (segundo Obispo de Huelva entre 1964-1969). La espiritualidad sacerdotal del Venerable Obispo le llevó a promover esta fiesta litúrgica, que se hizo extensiva a toda España en 1973, hace ahora cincuenta años.

Hoy, en aquel monasterio del Conquero, se reúne nuestro presbiterio junto al Obispo, para celebrar la Eucaristía e impregnarse fraternalmente de la riqueza litúrgica de esta fiesta, reforzando así su conciencia de ser sacerdotes de Jesucristo, el Señor que llama a ser uno y a santificarse “por eis” por ellos, por todos los que son confiados a su ministerio.

La presencia de las Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote en Huelva es como una semilla fructificada de los trabajos apostólicos del Venerable José María García Lahiguera, y un constante recordatorio de la fuerza de la oración de algunos miembros de la Iglesia en la vida contemplativa en favor de toda la Iglesia y, en especial, de los sacerdotes, que transparentan a Cristo Cabeza en medio de su Pueblo.

En su homilía, Santiago Gómez ha resaltado la festividad preguntándose “¿Cómo no percibir desde esta Palabra una invitación apremiante a una entrega personal sin reservas? Para que la misión evangelizadora en nuestra Iglesia particular tenga el vigor que la situación cultural requiere, los pastores necesitamos renunciar a nuestras comodidades, sacudir nuestras rutinas y alcanzar el fervor, entregarnos de verdad a nuestro ministerio sacerdotal. Si no lo hacemos, es posible que nuestro pueblo cristiano no salga del conformismo y de una vida cristiana de mínimos, y nuestras parroquias se conviertan en comunidades eclesiales tibias, conformistas y secularizadas. Necesitamos levantar en nosotros y en nuestras comunidades una ola de fervor y de entusiasmo evangélico para vivir con alegría la Nueva Alianza que el sacerdocio de Cristo nos ha regalado.”

Lea a continuación la homilía íntegra del obispo de Huelva, Santiago Gómez Sierra, en la festividad de Cristo Sacerdote:

“Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

Congregación de Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote

Monasterio de Sta. María de la Cinta

Huelva, 1 de junio de 2023.

Homilía

Lecturas: Gén 22, 9-18; Sal 39; Heb 10, 4-10 y Mt 26, 36-42

Fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, que tiene su fundamento en de la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el sacerdocio de Cristo, que se manifiesta en la Iglesia en el doble sacerdocio, el ministerial y el de los fieles, que se distinguen no por una diferencia de grado, sino de esencia.

Entre nosotros esta fiesta, que aquí celebramos como solemnidad, tiene resonancias muy particulares por su vinculación con el venerable José María García Lahiguera, segundo obispo de Huelva. Él junto con vuestra cofundadora, queridas Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote, la Sierva de Dios Mª del Carmen Hidalgo de Caviedes, desde 1950 empezaron a trabajar para la aprobación de esta fiesta en toda la Iglesia, hasta que en 1974 se celebró por primera vez en España.

En este Monasterio de Sta. María de la Cinta celebramos esta jornada sacerdotal, que nos brinda la ocasión para poner los ojos en

“Cristo … como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa” (Cf. Heb 7, 24)

Dos palabras definen el sacerdocio de Cristo del cual participamos: obediencia y sacrificio. Y de ahí el fruto de una promesa de fecundidad: “multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa”; o en palabras de la carta a los Hebreos: “Todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo”.

Queridos hermanos sacerdotes, pidamos al Señor la gracia de que arraigue de verdad en nuestra alma esta convicción, aprendida del sacerdocio de Cristo: sin obediencia y sacrificio, no habrá frutos en nuestro ministerio sacerdotal.

En la primera lectura, el relato del sacrificio de Abrahán, nos habla de obediencia y sacrificio: “No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te ha reservado a tu propio hijo, a tu único hijo”. El lugar se llama “El Señor ve”. Acontecimiento que es interpretado como figura del sacrificio de Cristo, pues el Padre entregó a su propio Hijo por amor nuestro (Cf. Rom 8, 32).

¿Cómo no percibir desde esta Palabra una invitación apremiante a una entrega personal sin reservas? Para que la misión evangelizadora en nuestra Iglesia particular tenga el vigor que la situación cultural requiere, los pastores necesitamos renunciar a nuestras comodidades, sacudir nuestras rutinas y alcanzar el fervor, entregarnos de verdad a nuestro ministerio sacerdotal. Si no lo hacemos, es posible que nuestro pueblo cristiano no salga del conformismo y de una vida cristiana de mínimos, y nuestras parroquias se conviertan en comunidades eclesiales tibias, conformistas y secularizadas. Necesitamos levantar en nosotros y en nuestras comunidades una ola de fervor y de entusiasmo evangélico para vivir con alegría la Nueva Alianza que el sacerdocio de Cristo nos ha regalado.

Además, ante Dios no caben disimulos, siempre vivimos en el sitio llamado “El Señor ve”.

El Evangelio nos ha hecho presente la escena de la oración de Getsemaní. El Hijo acepta la voluntad del Padre, y transforma la noche de la traición y del abandono en la hora suprema de su Sacerdocio, haciendo la paz por la sangre de su cruz. Así se revela como el Pontífice de la Nueva Alianza, el Cordero que quita el pecado del mundo en el ara del Calvario.

De esta humillación debemos participar nosotros sacerdotes. Únicamente pasando por la cruz es posible obrar in persona Christi capitis. Así como Cristo realizó la obra de la redención en la pobreza y la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación (Lumen Gentium, 8c). Desde una postura realista y objetiva es difícil que pensar puedan darse las circunstancias necesarias para una relación armoniosa y sin dificultades de nuestro ministerio con el mundo. Desde la realidad del sacerdocio de Cristo, que es lógica de la cruz tendríamos que asumir como una gracia de Dios la nueva situación histórica que nos toca vivir hoy a la Iglesia: pocos, sin muchos recursos, a veces convertidos en objeto de desafecto y desprecio (cf. 2Cor 12,10). Vivimos todo esto porque no nos queda más remedio, pero podemos asumirlo como una situación que nos ayude a conformarnos más al Señor, que vivió el único sacerdocio en la humillación y el sufrimiento. La cruz, en todos los cansancios y los dolores que soportamos por vivir nuestro ministerio, puede ser fuente de maduración y de santificación.

Todos los bautizados somos miembros de un pueblo de reyes, sacerdotes y profetas, por eso todos debemos recordar la llamada a la santidad que proviene del Señor: Sed santos, porque yo soy santo (Lv 11,45; cf. 1 P 1,16). El Concilio Vaticano II repitió con fuerza el mismo llamamiento: Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre (Lumen Gentium, 11).

Es una llamada que reciben todos los bautizados. El papa Francisco lo expresa así: Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. (…) Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. (Gaudete et Exsultate, 14).

El papa Francisco dice también que: aunque parezca obvio, recordemos que la santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo, y en medio de sus esfuerzos y entregas suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y amplía sus límites en la contemplación del Señor. No creo en la santidad sin oración, aunque no se trate necesariamente de largos momentos o de sentimientos intensos. (Gaudete et Exsultate, 147)

Que la Virgen María, Madre de Jesucristo Único y Eterno Sacerdote, interceda por nosotros, para que seamos dignos de participar en el Sacerdocio común y ministerial de su Hijo.”

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