«Tu Iglesia, Señor, es un Belén permanente»

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía celebrada en el Pequeño Monasterio de la Paz, con la comunidad de Hermanitas de Cordero en Granada, a la que acompañaron en esta celebración jóvenes y matrimonios de la Diócesis.

El pasaje del Evangelio de estos días son muy sencillos, porque, simplemente, narran un hecho y nos dicen qué sucedió. Sólo la alabanza de los ángeles y los dones de los magos (de los paganos) y de los pastores (los pobres en el pueblo de Israel), hacen tomar conciencia de que aquello es infinitamente más grande que lo que uno podría ver si pasara por allí.

Los testigos de las primeras generaciones cristianas, después de su experiencia del contacto con Jesús, desde aquella primera tarde en que Juan y Andrés estuvieron con Él, hasta la Resurrección del Señor, el don del Espíritu Santo, las primeras publicaciones de los apóstoles, la conversión de Pablo, el espíritu que acompañaba a la misión cristiana en aquellos primeros momentos de una manera especialísima, iban haciendo cada vez más consciente todo lo que había significado el acontecimiento de Cristo. Y las cartas de San Juan, la primera carta de San Juan, de una manera especial, es como una mirada a todo ese acontecimiento visto con la realidad de una experiencia que ha sido rumiada muchas veces, saboreada muchas veces, y que permite resumir casi en una frase, hay un momento en que lo resume en una frase: Dios es amor. Nadie jamás se había atrevido a decir cosa semejante, y nadie después se ha atrevido a decir. Poder decir Dios es amor no significa decir que Dios tiene sentimientos de misericordia. También lo tenemos los seres humanos y hasta, en un momento determinado, podría pensarse que hasta algunas especies animales. Pero que Dios sea amor, es decir, que todo lo que Dios ama, que todo su Ser consiste en amar, que ama con todo su Ser constantemente. Nosotros decimos «te quiero con todo mi corazón» para poder decir cuando hay un cariño o un amor verdaderamente grande. Pero que todo el Ser de Dios es comunicarse, es darse y darse por amor. Eso es lo que aprendemos en la Navidad. Y por eso, a pesar de la sencillez de los textos, son días como portadores de un misterio (cuando digo misterio no digo algo oscuro, cuando digo misterio digo de una luz demasiado grande, de un regalo demasiado grande como para cogerlo así y pensar que uno lo tiene). Que el Señor nos dé la gracia de sumergirnos en Él y de vivirlo cada día con más plenitud. Es evidente que en unas pocas palabras yo no voy a desbrozar siquiera, pero quisiera con dos pensamientos subrayar dos aspectos del misterio que me parecen especialmente significativos.

En el mundo en el que estamos, en las circunstancias en las que estamos, cuando decimos «ha aparecido la gracia de Dios», incluso cuando queremos concretar qué significa esa luz que ha brillado para nosotros, esa luz se llama perdón. Es decir, en Cristo, Dios ha abrazado a una humanidad profundamente herida por el pecado. Hemos pedido en la oración de hoy «líbranos de la antigua servidumbre del pecado». Antigua porque es desde los orígenes. Desde el comienzo de la humanidad, el ser humano ha estado marcado por la herida del pecado. Y sólo hay una medicina para esa herida y es el abrazo del Señor. Sólo esa. Somos hijos de una tradición, la de un cierto tipo de cristianismo moderno, que tiene rasgos muy fuertes de voluntarismo, como si fuéramos nosotros a base de decisión, de puños y de esfuerzo los que hiciéramos nuestra salvación, o hiciéramos nuestra santidad. Si analizáis cómo nosotros los cristianos hablamos muchas veces parece que somos nosotros, incluso que el amor de Dios es algo que viene después, y que tenemos que merecer o conquistar o ganar. Eso es no haber comprendido. La frase del Papa de que el Señor nos «primerea» está recogida, glosa la Primera Carta de San Juan: «En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero». Jamás nosotros podríamos haber llegado a Dios. A Dios nadie le ha visto jamás, dirá también San Juan. El Hijo, que estaba en el seno del Padre, ha venido a dárnoslo a conocer –ese sería el sentido de la frase del Evangelio-, a introducirnos su conocimiento. ¿Y cómo nos ha introducido en su conocimiento?: saliendo del Padre hasta nosotros, acercándose hasta nuestra pobreza y perdonándonos. Siempre tenemos necesidad de perdón. No es que si no hubiera habido pecado, los hombres hubiéramos podido alcanzar a Dios. No. Dios seguiría siempre a una distancia infinita de su criatura, y sólo la gracia, hasta nuestra experiencia humana el amor es siempre un regalo, el amor no es algo que se conquista, que se obtiene, que se logra (cuando se logra así siempre es amor barato, siempre es un amor pequeño, mezquino, pobre, en el fondo siempre lo despreciamos); el verdadero amor (la amistad también) siempre llega a nuestras vidas como una sorpresa, como algo que uno reconoce después de haberlo recibido. Igual que la vida. Reconocemos que es un regalo cuando ya estamos viviendo, cuando empezamos a darnos cuenta de lo que significa vivir. Que el Señor nos abra el corazón, que nunca nos cansemos de acoger y «líbranos, Señor, de la antigua servidumbre del pecado». Claro que quien ha conocido a Cristo suplica al Señor con toda su alma que desaparezca todo obstáculo en nuestro corazón y Su amor.

La Iglesia nos enseña que toda nuestra vida empezaremos la Eucaristía pidiendo perdón. Cuanto más cerca estemos del Señor, cuanto más conscientes seamos del regalo que significa la vida divina que Su Hijo nos da, la filiación divina, ese habernos introducido en la vida de Dios que ha hecho posible la Encarnación del Hijo hasta la cruz y el don del Espíritu Santo; cuanto más conscientes seamos del valor de ese don, más conscientes seremos de lo indignos que somos de Él. La falta de conciencia del pecado es un signo de lejanía de Dios. Quienes confesamos lo sabemos, cuando una persona se te acerca y te dice «yo no hago nada malo», inmediatamente sabes que no hay una experiencia de Dios. Otra cosa es quizás la tendencia a excusarnos que podamos tener siempre cuando hablamos de nuestro pecado. Es humano. Pero más cerca estamos de Dios, más cerca estamos del fuego, más conscientes somos del milagro que ese fuego no nos queme. Y eso es importante recordarlo. Por ejemplo, pongo un ejemplo tomado de la liturgia de las Confirmaciones. Ojalá se pudieran explicar los gestos y las palabras de la liturgia con suficiente calma. El texto que dice justo en la oración de imposición de las manos «Oh, Dios, que regeneraste a estos siervos tuyos con el agua y el Espíritu Santo y los libraste del pecado». Yo cuando lo estoy haciendo miro la cara de los chicos o de los adultos que estoy confirmando y les suena «a chino». Les suena «a chino» porque saben que a lo mejor incluso han discutido con su madre por el vestido que se iban a poner para confirmarse, y se sienten todo menos liberados por el pecado. Claro que es verdad que el Señor nos ha librado del pecado. Quienes no conocen que Dios es amor viven siempre frente al Misterio de Dios, frente al misterio que es la vida humana, frente a lo que pueda ser nuestro destino, teniendo que depender de la medida de lo que somos capaces de hacer nosotros. De hecho, por ejemplo, en el mundo egipcio, en el mundo de los faraones –que había personas muy religiosas, como en las otras culturas del Medio Oriente- hay oraciones larguísimas para tratar de convencer a los dioses de que uno no ha hecho muchos pecados, y de que, por lo tanto, no les castiguen demasiado. Pero larguísimas, de páginas y páginas. Es como aplacar la ira.

Lo que ha cambiado es la medida. Sin Cristo, la medida somos nosotros. Nosotros medimos lo cerca o lo lejos que estamos de Dios. ¿Cómo lo medimos? Midiendo el valor de nuestras obras. Nosotros le damos un valor a esas obras. Lo que ha cambiado con la Encarnación es la medida. La única medida justa, la única nota, la única calificación verdadera de nuestra vida e
s el amor infinito de Dios. Ya no tenemos que medirnos por lo que somos nosotros capaces de hacer. Evidentemente que ese amor hacer florecer lo mejor de nosotros mismos. Pero no somos nosotros quienes tenemos que preocuparnos de andar contando nuestras obras. Eso no es cristiano, eso es pagano. O eso es de un tipo de cristianismo donde el centro somos nosotros y lo que nosotros somos capaces de hacer. Lo que ha cambiado la Navidad es justamente el haber desechado todo ese tipo de medidas porque ha aparecido la gracia, la gratuidad, el don sin límites, el abrazo que no pone condiciones previas, que no juzga y mide antes de darse a nosotros; que se da porque no puede hacer otra cosa que darse. Si Dios es amor, ni puede, ni sabe, ni quiere hacer otra cosa que amar. Claro que eso es un misterio para adorar. Todos desearíamos ser amados así en la vida. Todos desearíamos que nuestra experiencia humana del amor se pareciese a eso, y damos gracias cuando se parece un poquito a eso. Pero ese amor, para qué estamos hechos, sólo Dios es capaz de dar. Asomarse a eso, asomarse a ese misterio de que el amor no es lo que nosotros hacemos. El amor es algo que incondicionalmente… y no porque Dios no nos conociera (en las relaciones humanas siempre estamos dando buena cara, tratando de que los demás vean lo más bonito de lo que tenemos, lo más atractivo de nuestra vida…. Tenemos como que limosnear un poquito el afecto o el aprecio de los demás). Dios no actúa así con nosotros. ¿Por qué? Porque Dios es amor. Eso es como un abismo insondable. La parábola del fariseo y el publicano: y es verdad que el fariseo era bueno y que cumplía con todo; y es verdad, el Señor no dice que fuera mentira lo que decía el pobre publicano allí en la puerta del templo «Señor, ten piedad de mi que soy un pecador». Pero el publicano vivía en la verdad y el fariseo vivía en la mentira. El publicano había entendido, como dijo Jesús muchas veces que habían entendido en su ministerio. Y los fariseos no entendieron, prefirieron seguir juzgando a los hombres por las medidas humanas, no por la medida, la misericordia infinita, de la gracia, de la gratuidad de Dios.

El segundo pensamiento. Un pensamiento que es esencial tener presente en la Navidad. Dice uno de los Padres de la Iglesia: «Tu Iglesia, Señor, es un Belén permanente». Alguien pudo decir «aquella noche no cantaron mas que los ángeles; una noche bajaron a cantar». En nuestras asambleas cantan todos los días. «Tu Iglesia es un Belén permanente». Lo es sobre todo en la Eucaristía.

Dios quiera que quienes tenemos que anunciar el Evangelio, comunicarlo, supiéramos hacerlo a la medida de nuestras necesidades, pero no es esa la medida por la que hay que juzgar una Eucaristía o una Misa. Es por lo que acontece. Y lo que acontece hace de ese lugar el centro del universo. Lo que lo acontece es exactamente la prolongación misteriosa de la Encarnación en la Historia para cada uno de nosotros, para este pequeño portal de Belén. «Tu Iglesia es un Belén permanente». La Iglesia acontece; acontece en la Eucaristía. Para un cristiano, el resto de la vida no es mas que una prolongación de la Eucaristía. Y el trabajo de la vida es que la vida sea cada vez más en todos sus aspectos, en todas sus facetas, en todos sus momentos, una prolongación de lo que uno aprende y vive y realiza misteriosamente, y sucede misteriosamente en el momento de la Eucaristía.

El Sacramento que se nos da a nosotros, se nos da para que cada uno de nosotros seamos un sagrario por la calle. Y no un sagrario al que la gente viene, sino el Señor que sale del seno del Padre para acercarse a nosotros y a nuestra pobreza, y poder vivir así. Una vez una mujer, después de la misa (…), pedía «por qué no le dices al párroco que me deje los corporales después de la Misa del domingo y yo me los llevo a mi casa y los lavo el sábado siguiente, pero tengo como el sagrario allí en mi casa con los corporales toda la semana». Y yo le dije: «Eso es precioso por lo que dice de tu corazón, pero (…) qué sagrario necesitas tú si tú eres el sagrario de tu casa. Lo que tienes es que ser consciente de que tú eres los corporales, de que tú llevas al Señor contigo. Si eres consciente de que cuando recibes al Señor, va el Señor contigo…». El Señor viene a nosotros para vivir en nosotros, para que cada uno de nosotros podamos ser Su humanidad en medio de este mundo. «Tu Iglesia, Señor, es un Belén permanente», por la Eucaristía y por el cuerpo que somos nosotros.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

30 de diciembre de 2015

Pequeño Monasterio de La Paz, Granada

(Comunidad de Hermanitas del Cordero)

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