Tú eres testigo de la fe de tu Iglesia

Carta del Arzobispo de Granada, D. Javier Martínez, con motivo del Día de la Iglesia Diocesana. A los sacerdotes, religiosos y fieles cristianos de la Diócesis con motivo del Día de la Iglesia Diocesana.

Queridos hermanos y amigos:

Cuando la Iglesia Universal, o la Iglesia que vive en un territorio determinado, como España, propone la celebración de una Jornada especial, es siempre porque trata de poner de relieve un aspecto de la vida de la fe o de la vida cristiana que, por uno u otro motivo, necesita ser recordado. El Día de la Iglesia Diocesana, que se aproxima ya, tiene el sentido de recordarnos que la vida cristiana —que es la vida de la Iglesia— se vive siempre formando parte de una Iglesia particular concreta, de una porción concreta de la familia de Dios, que toma cuerpo en una Diócesis, presidida por un sucesor de los Apóstoles, esto es, por un Obispo. El Obispo, en comunión con el sucesor de Pedro, es, como dice el Concilio, “el principio y el fundamento visible de la unidad en su propia Iglesia” (Constitución Lumen Gentium, 23).

De manera análoga al modo como se es hombre o mujer en el seno de una familia concreta, y es en las relaciones de esa familia donde uno se introduce y vive la común humanidad, así ha querido el Señor que sea en la Iglesia. También la vida cristiana —el don de Cristo—, llega a nosotros en una historia concreta, en la comunión y en la fe, la esperanza y la caridad que vivimos en una Iglesia particular.  Y es en esa Iglesia Particular o Diócesis donde recibimos los sacramentos, por los que Cristo se nos da y nos sostiene en la vida con su amor; y es también en esa Iglesia Particular donde, quienes hemos recibido un carisma concreto, realizamos las obras apostólicas de un tipo o de otro que tratan de comunicar a Jesucristo a otros hombres y mujeres, o de acompañarles en la vida.

Así define  el Concilio Vaticano II a la Diócesis: “La Diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de forma que, unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica” (Decreto Christus Dominus, 11).

Lo que este pasaje significa es, precisamente, que el cristianismo no es un conjunto de creencias o de valores que cada uno vive, o puede vivir, individualmente, y que la Iglesia sería, según el modelo asociativo de las sociedades liberales, la asociación libre de esos individuos para promover sus ideas, sus valores, o los ritos que expresan las unas y los otros. No. La Iglesia no es una especie de club o de asociación de los que piensan lo mismo, y quieren vivir de la misma manera o de manera parecida. La Iglesia es una familia creada por el don de Cristo —la vida de hijos de Dios— y, al igual que la familia de la carne, nos precede, nos configura, no la hacemos nosotros a nuestra medida, sino que es ella la que nos da la vida y nos hace, aunque sin duda cada uno la enriquecemos con nuestra aportación personal. No es tanto algo que hacemos como algo que recibimos, y que no nos es dado “construir” a nuestro arbitrio, sino que es preciso ante todo acoger como un don, indispensable para participar de la vida que Cristo nos da. El cristianismo no se vive de manera individualista, ni se vive en abstracto. Se vive siempre en una Iglesia particular, a la que uno pertenece como a su familia. Cuando no es así, el resultado no es la Iglesia de Jesucristo.

Evidentemente, si la Iglesia quiere subrayar mediante una jornada la noción de Iglesia Diocesana es porque lo considera necesario y útil para nuestras vidas. Los factores que tienden a oscurecer la conciencia de lo que es la Diócesis y lo que la Diócesis nos da son múltiples: por un lado, está el individualismo (particular o de grupo) que nos es imbuido por la cultura ambiente, lo mismo que un modelo de asociación constituida por unos lazos no estables, o la influencia de los modelos burocráticos de organización, que pesan extraordinariamente sobre nuestros modos de concebir y de vivir la Iglesia. Igualmente pesa el reduccionismo que sólo entiende la fe como un conjunto de “creencias” o de “ideas”. Todos estos son factores culturales, que siempre tienen una influencia sobre la autoconciencia de la Iglesia y la debilitan extraordinariamente, casi sin que nos demos cuenta. En otro sentido, pero es de igual forma un factor cultural propio de nuestro tiempo, influye también en el empobrecimiento del sentido de pertenencia a una Iglesia particular la extraordinaria movilidad de las personas en nuestro mundo, la facilidad para desplazarse, así como el fenómeno de la globalización y de la internacionalización de las relaciones humanas. Todos estos factores debilitan la conciencia de pertenencia de las personas, no sólo a la Iglesia, sino también a otras realidades igualmente preciosas, como la familia, el pueblo o la nación. Lo local tiende a diluirse, o a afirmarse sólo en términos de intereses y de poder “frente” a alguna organización considerada “central”.  Y sin embargo, la vida humana sólo se realiza en espacios “locales”, y cuanto más personales y abarcables sean esos espacios, mejor. El anonimato de las metrópolis contemporáneas, en cambio, tiende de mil maneras a deteriorar nuestra humanidad.

Todos estos aspectos de la vida contemporánea repercuten en la vida de la Iglesia de diversos modos. Y todos, incluso los más negativos, son también una oportunidad para cuidar mejor nuestra vida eclesial, y por tanto nuestra humanidad. Pero, precisamente, cuando se presta atención a estos aspectos, se percibe mejor que la vida que Cristo nos da en la comunión de la Iglesia es un don precioso: no sólo eso, sino que la vida de la Iglesia es lo más precioso que hay sobre la tierra, porque la presencia y el don de Cristo que no cesan de dársenos en ella son el bien más grande que los hombres podemos tener.

Por eso, la jornada de la Iglesia Diocesana nos ayuda a recuperar, a retomar, algunos aspectos sustantivos de la experiencia cristiana. Nos da el marco justo de la pertenencia y, al mismo tiempo, nos recuerda el bien (los muchos bienes) que están ligados a esa pertenencia bien vivida.

Todos formamos la Iglesia diocesana. Todos los cristianos que vivimos en la Diócesis, aunque sea por un tiempo. Incluso los visitantes, tan numerosos entre nosotros, son parte nuestra, son miembros de la Iglesia Una que, mientras están entre nosotros, participan con nosotros y aquí de la plenitud de vida que Cristo nos ofrece a todos.

Esenciales a la vida de la Iglesia diocesana son las parroquias, que son el modo común como la vida de la Iglesia se acerca a la vida de los barrios, de las familias, de las personas. En ellas, y en comunión con el Obispo, se vive y se celebra la totalidad de los aspectos de la vida cristiana. Pero las parroquias no están solas, ni son las únicas comunidades eclesiales. Junto a las parroquias están las comunidades religiosas, de todo tipo, que proclaman que Cristo es capaz de llenar la vida de un hombre o de una mujer, y que sostienen en la Diócesis obras apostólicas de todo tipo, sobre todo de carácter educativo o social. Y están los Instituto
s Seculares, y los movimientos, antiguos y nuevos, y las comunidades, neocatecumenales o de otros tipos, y una infinidad de grupos constituidos o más o menos informales, que procuran testimoniar a Cristo en la vida, y que llevan a cabo mil tareas de evangelización y de participación en la misión que todos juntos tenemos: dar testimonio y comunicar el bien que nosotros hemos recibido, para que nadie se vea privado de él. Pues bien, todos nosotros, todos juntos, formamos la Diócesis, esta porción de la Iglesia de Cristo que vive aquí, en Granada.

Lo más importante es amarla. Y amar todas las realidades que la componen. Desear el bien a todas, apreciarlas por lo que son y lo que aportan al bien común, al tesoro común de santidad y de vida, que es de todos. Cuando soy consciente de lo que la Iglesia me da, y de lo que la Iglesia representa en la vida (el lugar en el que Cristo me alcanza y se me da, el lugar en el que me llega su ternura y su misericordia), uno comprende que la Iglesia es la realidad más querida en el mundo, la más indispensable, y el regalo más grande del Señor, pertenecer a ella, ser parte de ella.

Luego hay que pedirle al Señor que las relaciones que se dan entre nosotros reflejen las relaciones que han de darse entre los miembros del Cuerpo de Cristo. Que no son relaciones de interés, o de cálculo, o como son con tanta frecuencia las relaciones en el mundo: te doy para obtener algo, o porque tienes algo que a mí me interesa, o porque quiero utilizarte para un fin que, en definitiva, es mío. Así son las relaciones comerciales, pero ya las de una familia sana no se rigen por esos principios: la gratuidad tiene un papel mucho más importante. Y también en la Iglesia debe tenerlo en las relaciones entre las personas, y entre las instituciones. Ser el Cuerpo de Cristo significa vivir una comunión que es sólo don de Dios, y que por eso sólo podemos desear, pedir, cuidar en la medida en que nos es dada. Pero la forma de la comunión es, si se quiere, la gratuidad, es decir, el anteponer el bien del otro, de los otros, a mi interés, como el Señor se entrega por nosotros, no porque tenga necesidad de nosotros, o nosotros podamos “darle” algo, sino porque nosotros tenemos necesidad de Él. Otro nombre posible de esta comunión es el de amistad, en el sentido que el Señor le dio en la Última Cena.

De esta vida de comunión brota también la necesidad del corazón de la comunión de bienes, de sostener entre todos las obras de la Iglesia. Como sabéis, este año entra ya en vigor la nueva forma de financiación de la Iglesia, que dependerá sólo de las ayudas de los fieles, mediante el IRPF o mediante donativos y suscripciones, y otros tipos de ayudas. Yo os exhorto, os suplico, que seáis generosos. Todos. Los que tenéis más medios y los que tenéis pocos. Suscribíos, si podéis, a vuestras parroquias o al mismo Arzobispado. Colaborad y difundid la campaña “Por tantos”, de forma que los católicos españoles podamos sostener la vida de la Iglesia, como hacen los católicos de todos los países.

Entre todos, hemos de sostener los seminarios y los centros de estudio donde se forman los seminaristas. Entre todos, construir las parroquias nuevas que necesita Granada. Y hemos de sostener las parroquias que existen, y mejorarlas. Es verdad que hemos estado muy mal acostumbrados durante décadas, porque el Estado hacía lo que siempre hubiéramos debido hacer nosotros mismos. Es verdad que, además, en la Diócesis de Granada, ha existido la costumbre, en décadas pasadas, de hacer frente a las necesidades vendiendo patrimonio que la Diócesis tenía. Pero ahora todo eso se ha acabado. La Iglesia podrá hacer lo que nosotros podamos sostener que haga. Eso es una purificación, es una gracia. Porque nos pone a nosotros y a nuestra libertad ante nuestra responsabilidad, nos permite ver con nuestros ojos, sin engañarnos a nosotros mismos, cuál es nuestro amor a la Iglesia, cuál es nuestro aprecio por la vida que Cristo nos da en ella.

Sed, pues, generosos. No sólo el día de la Iglesia Diocesana, sino a lo largo del año. A pesar de la crisis. Precisamente por causa de la crisis, tenemos todos más necesidad de Dios. Y, sobre todo, orad para que, en este momento preciso de la historia, una comunión cada vez más grande entre nosotros muestre al mundo la belleza de “ser Iglesia”, de ser cristiano, de pertenecer a este precioso Pueblo hecho de todos los pueblos, a esta gracia sin límites. Pedídselo al Señor, y a la Santísima Virgen, que esa es una oración que es escuchada siempre.        

Os bendigo a todos de corazón.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

26 de octubre del año 2008

Contenido relacionado

“Pedimos al Señor que aumente en nosotros el don de la esperanza”

Homilía del arzobispo Mons. José María Gil Tamayo, en la Eucaristía...

Enlaces de interés