“Pedimos al Señor que aumente en nosotros el don de la esperanza”

Homilía del arzobispo Mons. José María Gil Tamayo, en la Eucaristía celebrada en el día de la solemnidad de la Ascensión del Señor, el 12 de mayo de 2024, en la S.A.I Catedral. Durante la Eucaristía, grupo de 13 adultos recibieron el Sacramento del Bautismo.

Queridos sacerdotes concelebrantes;
querido diácono, especialmente queridos párrocos de estos catecúmenos;
queridos amigos, hermanos catecúmenos, vosotros y vosotras que venís hoy a recibir los Sacramentos de la salvación;
queridos hermanos y hermanas, que les acompañáis, catequistas, familiares, amigos:

Hoy celebramos un día grande, un día grande para vosotros, el más importante. Vais a recibir la salvación de nuestro Señor Jesucristo. Y lo hacéis en el marco de esta celebración pascual, la Ascensión del Señor, en la que contemplamos ese partir de este mundo y a Jesucristo glorioso, Resucitado, al Padre, a Dios. Cristo no está en un lugar. Cristo no es una idea ni es un recuerdo. Es alguien vivo. Alguien que sale de Dios y viene a nosotros para salvarnos. Esa primera venida del Señor es la humildad y en la humanidad de nuestra carne. Esa primera venida del Señor para compartir lo que es propio del hombre, todo excepto el pecado. Esa primera venida del Señor que nos muestran los Evangelios en su paso por la tierra. Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal. Esa venida del Señor, que culmina con su Pasión, muerte y Resurrección. Lo central de nuestra fe, entregado como víctima de propiciación por nuestros pecados; resucitado para nuestra justificación, como nos dice San Pablo. Cristo asciende a los cielos, vuelve al Padre. Pero el Cristo que vuelve al Padre lleva consigo nuestra humanidad, glorificado, ciertamente. Pero, como hemos escuchado, ya nos precede en los cielos como cabeza nuestra, aquel de quien formamos parte como cuerpo.

Queridos catecúmenos, vosotros ahora, dentro de un momento, vais a entrar a participar de esa victoria de Cristo, de esa salvación de Cristo realizada de una vez para siempre, en el sacrificio de la Cruz. Vais a entrar a participar de Cristo Resucitado. Vosotros sois el Cuerpo de Cristo, dice San Pablo. Y vais a entrar a participar y se os aplicarán los méritos de nuestro Señor Jesucristo. Vais a ser cristificados. Perceptiblemente, no vais a notar nada, pero, vais a salir distintos de como habéis entrado.

Queridos hermanos y hermanas, esto es lo que se va a producir en vosotros. Habéis entrado como simples personas con una dignidad infinita, inalienable, a imagen y semejanza de Dios. Pero vais a ir configurados por Cristo, nuestro modelo, nuestra vocación suprema. Vais a ser injertados en Cristo, revestidos de Cristo, incluso de manera visible. Esa vestidura blanca que os impondremos será signo y señal de vuestra condición nueva de cristianos sin mancha. Van a ser perdonados vuestros pecados. Vais a recibir el don del Espíritu Santo, bautizados en el Espíritu Santo con sus dones y, al mismo tiempo, con todas sus gracias, para ser testigos de Jesús, para enseñarnos a los cristianos viejos, vosotros que sois conversos y habéis conocido a Cristo, ya de mayor, que no podemos ser cristianos a medias, que no podemos ir tirando, que no podemos quedarnos unos cristianos para una temporada cuando nos van las cosas mal, o reducir nuestro cristianismo a algo tan privado que no se manifieste en nuestras obras. Y, es más, muchas veces nuestras obras contradicen a nuestra propia fe, porque no somos coherentes.

Queridos hermanos y hermanas catecúmenos, enseñadnos el testimonio de la coherencia cristiana, con naturalidad, con fe sencilla. Mostrad al mundo y mostrad en vuestros ambientes que habéis encontrado la perla preciosa; que habéis encontrado el tesoro escondido; que os habéis encontrado con Cristo. Enseñadnos que no se puede estar con Cristo y contra Cristo, como Él mismo nos dice. Y como Él nos dice también, no se puede estar recogiendo y desparramando a la vez.

Queridos hermanos, ser fieles a Cristo que os ha llamado, que os va a transformar y que os invita a vivir su misma vida como vais a profesar. Por una parte, las renuncias en la vida interior al pecado y, al mismo tiempo, la manifestación y la profesión de fe, esa fe que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, Señor nuestro. Vais a entrar a formar parte de su Cuerpo, que es la Iglesia. Esta Iglesia justa y pecadora a la vez. Esta Iglesia que la componemos nosotros, pero que en ella ha habido multitud de santos que ya nos han precedido al Cielo. Esta Iglesia, que está extendida por toda la tierra como una gran familia y muchos hermanos nuestros perseguidos por el nombre de Jesús. Esta Iglesia nuestra, que peregrina en Granada con sus santos, con su Gloria, pero también con su presente y su futuro, del que entráis a formar parte. Esta Iglesia que es el Cuerpo de Cristo, que ya está en los cielos el Señor. Y nos invita, como nos ha dicho San Pablo en la Carta a los Efesios: “El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la Gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro entendimiento, para que conozcáis la esperanza a la que os llama, la riqueza de gloria que dan en herencia los santos”.

Queridos catecúmenos, tened muy presente que vamos peregrinando hacia el Cielo; que somos una Iglesia que camina. Una Iglesia que peregrina. Eso significa parroquia, pueblo que camina. Y ese es el itinerario, como nos muestra San Lucas también en los Hechos de los Apóstoles y antes en su Evangelio. Esa ascensión de Cristo hacia Jerusalén. Primero esa venida de Cristo a nuestra humanidad y esa venida que continúa en ese camino de ascensión hacia Jerusalén, donde se entrega por nosotros en el misterio pascual. Y ese caminar de Cristo, esa ascensión al cielo de donde había venido. Y como hemos escuchado también en la carta del apóstol San Pablo a los Efesios, este Cristo que ha sido resucitado de entre los muertos y sentado a la derecha en el Cielo, por encima de todo principado, poder y fuerza, dominación; y por encima de todo nombre conocido, se cumple lo que dice San Pablo en la Carta a los Filipenses, cuando nos habla del abajamiento de Cristo hasta hacerse uno de nosotros muriendo en la cruz. Y nos dice también, “en nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, y toda lengua proclame ‘Jesucristo es el Señor, para la gloria de Dios Padre’”. Que Jesús sea vuestro modelo. Que Jesús sea vuestro camino y vuestra meta. Que Jesús sea vuestra vida. Que os haga salir de la muerte y de la caducidad, de tantas y tantas cosas terrenas que no llevan a nada. Que Cristo sea vuestra verdad, que dé respuesta a vuestros interrogantes profundos y tengáis con el don de consejo esa capacidad iluminada por el espíritu de compartir con los hombres y mujeres con los que tratáis y con los que vivís el anuncio cristiano con sencillez, proponiendo a Cristo con vuestra propia vida.

Queridos hermanos, vivamos este gozo y, al mismo tiempo, le pedimos al Señor que aumente en nosotros el don de la esperanza, de que un día, nosotros también, si seguimos la estela de Cristo, si vivimos como Él vivió, a pesar de los pesares, de que somos poca cosa y somos pecadores y necesitamos el perdón de Dios una y mil veces; un día también nosotros estaremos con Él en el Cielo.

Queridos hermanos, esta es una fiesta de alegría. El Señor se ha ido, pero como nos dirá el prefacio de la Eucaristía de este día, no se ha desentendido de nosotros, no se ha desentendido de nuestro mundo. Y nos invita a nosotros también, que, aspirando a los bienes de allá arriba, como nos dice San Pablo, “donde está Cristo, hagamos un mundo mejor, un mundo con los valores del Evangelio, con la enseñanza de Jesús. Un mundo donde seamos esa sal de la tierra que transforme esa levadura, esa luz del mundo, que será significada también el entregarnos la vela encendida del cirio que simboliza a Cristo, para que alumbre así vuestra vida, vuestras obras y den gloria a vuestro Padre del Cielo.

Queridos hermanos y hermanas catecúmenos. Vais a recibir también la Eucaristía, esa presencia de Cristo que nos dice en el Evangelio “El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. Lo mismo que el Padre vive y yo vivo por el Padre
-nos dice en el capítulo seis del Evangelio de San Juan- “El que me come, vivirá por mí”.

Sin Eucaristía no podemos vivir los cristianos. Que la misa dominical forme parte de vuestra vida. Que os acerquéis con hambre de Cristo a recibirlo. Que viváis su presencia en medio de nuestros tabernáculos, de nuestras iglesias y de esa presencia de Dios continuo en vuestro trabajo, en vuestra vida de familia, en vuestros estudios, en vuestras relaciones sociales. Que viváis la Eucaristía como un incentivo para querer a los más necesitados, a los más pobres, con el amor de Cristo que ha sido derramado -como nos dice San Pablo también en la Carta a los Romanos- con el Espíritu Santo que nos ha dado. “Porque la esperanza no defrauda”, dirá antes de esas palabras. Con esa esperanza hoy, miramos a Cristo, resucitado y ascendido a los cielos. Y miramos a María, que ya también participa de manera plena con su Cuerpo, también, no sólo con su alma, de la misión, de la posesión, de la vida eterna, de la Resurrección de Cristo. No podía conocer la corrupción del sepulcro, aquella que albergó en sus purísimas entrañas al Verbo de la vida, al Verbo hecho carne.

Que Santa María os cuide, os proteja y os ayude en vuestro camino de cristianos. Que deis testimonio de Jesús. Que amáis a Cristo y amáis a los demás. En definitiva, que viváis el amor a Dios y el amor al prójimo, que es nuestro distintivo.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada

15 de mayo de 2024
S.A.I Catedral de Granada

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