Hechos para el amor

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la fiesta de Santa María Soledad Torres Acosta, fundadora de las Siervas de María Ministras de los Enfermos, el 11 de octubre.
Muy queridas hermanas Siervas de María Ministras de los Enfermos;

querido Mario;
queridos amigos:

Para mí celebrar la fiesta de Santa Soledad Torres Acosta, es, aparte de un gusto muy grande, un verdadero placer y privilegio, al mismo tiempo que una ocasión de expresar una vez más mi gratitud, de satisfacer un deber de justicia, por muchos motivos. Desde mi infancia, desde los 11 años, en el Seminario de Madrid, las hermanas llevaban la enfermería, y os aseguro que, muy rara vez, los niños se ponen enfermos (y no siempre nos poníamos enfermos; lo que buscábamos era un poco de mimo. Ya llegaba la confianza tal que decíamos “no estamos enfermos, pero vengo a merendar esa merienda que hacéis tan buena”). Sin ellas, nuestra experiencia del Seminario… (lo pudimos vivir todos aquellos que pasamos por aquel Seminario; jugaron un papel decisivo las dos hermanas que estaban allí: sor Gloria y sor Ester en nuestra educación, que hacían un poco el papel de madres para los niños que estábamos allí). Por lo tanto, es una ocasión de reconocer para mí un poco más esa deuda en mi educación. Jamás recuerdo, en ninguna de ellas, una mala cara, un mal gesto. Era siempre una disponibilidad, un afecto y una ternura sin límites. Cuando mi madre estaba preparándose para morir, una Sierva de María –yo era entonces ya Obispo auxiliar de Madrid- estuvo fielmente acompañando las últimas semanas su vida.

Hay otra razón. Santa María Soledad Torres Acosta fue canonizada siendo yo seminarista en la parroquia de San Martín (dejó de ser parroquia hace muchos años). Siendo yo seminarista, asistí a una misa de acción de gracias por una canonización. Un niño de 13 años no sabe mucho qué quiere decir eso de una canonización, pero asistimos a ella. Aquella celebración se me quedó muy grabada.

Dicho eso, la verdad es que las lecturas del Evangelio de hoy casi no necesitan comentario. Son tan explícitas. Resumo, o al menos cómo se traduce en mi experiencia hoy de pastor: que todo pasa y que sólo hay tres cosas que permanecen en la vida: la fe, la esperanza, el amor. Y la más grande de las tres es el amor. Habla de los carismas, que son dones de Dios para el crecimiento de su Iglesia. Todo eso es pasajero. Uno hace cosas a lo largo de la vida, a veces cosas que son buenas, que hacen progresar, que la Iglesia necesita, y las haces, y entregas tus horas, tu tiempo, tu energía, los dones que Dios te ha dado, también los límites que Dios te ha dado los pones en juego. Pones en juego tu persona por aquello, y aquello pasa. O aquello viene el tiempo y lo destruye, o vienen otros después y no les interesa lo que has hecho y vienen otras maneras de ver y otras categorías. Y no importa. Porque lo único que uno aquí puede desear que permanezca, lo único que va a permanecer es la fe que, a lo largo de los contactos con las personas que has tenido mientras hacías esas cosas, a lo largo de la vida, hayas podido transmitir. Es decir, la certeza de la Presencia y la compañía del Señor. Ésa es la certeza. La certeza de que el Señor cumple su Promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Esa fe permanece. Quienes han podido ver en cualquiera de nosotros un gesto de fe verdadero, permanece. Quienes han podido ver en nosotros un gesto de esperanza, es decir, que nuestra confianza no está puesta en que las cosas del mundo vayan bien, en que nuestras cosas vayan bien, en que nuestra salud vaya bien. Cuántas veces a lo largo de mi vida sacerdotal la gente me ha dicho “hay que pedir la salud que es lo más importante”; y digo: “No, lo más importante es la Gracia de Dios y la salud la vamos a perder de alguna manera, más pronto o más tarde”. Lo que yo Le pido al Señor es que no me falte su Gracia. Que sé que no me va a faltar. Sé que no nos va a faltar a nadie.

Que nosotros sepamos reconocer los signos de su Presencia. Porque lo único que realmente importa no es que dure un poco más nuestra peregrinación. Lo único que realmente importa es que nos acojan en las moradas eternas, por decirlo con las palabras de Jesús en el Evangelio.

Cualquier gesto de amor, de amor verdadero, dentro de las múltiples relaciones que nuestra vida se caracteriza -desde la relación primera de todas (un niño a sus padres o a las personas que hacen las veces de sus padres, a los maestros, o a sus hermanos, de las relaciones que se van desarrollando a lo largo de la vida, la relación de esposos, de compañeros de trabajo, de vecinos, de miembros de la misma sociedad)-, que en cualquiera de esas relaciones cualquier gesto de amor verdadero que corresponde a esa relación, a la naturaleza profunda de esa relación, es un signo de Dios, participa del Ser de Dios.

Juan Pablo II lo decía con mucha claridad y el Papa Francisco no para de decirlo de maneras muy concretas: estamos hechos para el Amor. Como dice la primera Carta de San Juan: “Todo el que ama ha nacido de Dios, porque Dios es Amor”. Entonces, todo gesto humano de amor, de amor verdadero (no de utilización del otro para satisfacer mis necesidades o mis intereses), es de Dios y participa del Ser de Dios. Y eso permanece para siempre porque Dios es eterno. Y aunque tenga lugar en esta vida, dura para siempre. Todas las relaciones que el Señor nos da a lo largo de nuestra vida si son verdaderas (es decir, si están selladas de algún modo por un amor verdadero que es de Dios, que nace de Dios), son para siempre. No sólo las relaciones de padres e hijos, o de esposos, o de hermanos, también las relaciones de amigos. Eso se lo oí decir poco después de llegar yo aquí a una persona que lo dijo en Granada, amigo y discípulo de Juan Pablo II, y dijo: “Cuando una amistad tiene como fundamento al Señor y como contenido al Señor, es igual de indisoluble que un matrimonio”. Y eso no opta para que la vida separa a las personas, los viajes, y el mundo que vivimos, las obligaciones, los trabajos, que separan a las personas… Pero los cristianos no nos separamos nunca porque estamos unidos por el mismo Amor de Dios, que nos es dado. Cada vez que celebramos la Eucaristía, recibimos de nuevo la Fuente viva de ese Amor al recibir el Cuerpo de Cristo, que nos hace unos a otros miembros del Cuerpo de Cristo.

Que el Señor tenga piedad de nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

11 de octubre de 2017
Capilla de las Siervas de María Ministras de los Enfermos (Granada)

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