Como María, la Iglesia es Madre y engendra hijos para la vida eterna

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios y Jornada Mundial de la Paz, el 1 de enero de 2017, celebrada en la S.I Catedral, en la que también se celebro la fiesta de la Sagrada Familia en la Diócesis.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios;
queridos amigos todos:

He saludado al principio al coro y a otras personas, pero dejadme saludar. Veo que hay personas que no sois de nacionalidad española. Veo en la primera fila algunos rostros asiáticos. Let me great you. Are you from Filipines? Korea? Japan? Perhaps? Well, happy new year to everybody! To those who don´t understand spanish, I don´t speak any asian language, so…

¿Cuántos no sois españoles de los que estáis aquí? Dios os bendiga a todos. ¡La Iglesia es una! Y Granada es un poquito siempre una imagen de la Iglesia, pequeñito, muy pequeñito en comparación con San Pedro en Roma, pero siempre en la congregación de los domingos, y especialmente los días grandes de fiesta, hay un porcentaje muy alto de personas que vienen de fuera. Yo deseo que os sintáis en vuestra casa porque la casa de Dios es siempre la casa de la comunión, por lo tanto la casa de todos los hijos de Dios, de todos los hombres. Aquí somos hijos del mismo Padre, por lo tanto somos hermanos, somos miembros los unos de los otros, del mismo cuerpo.

Hoy celebramos una fiesta preciosa, la fiesta más antigua de la Iglesia aparte de la Navidad y la Pascua. Nosotros, antes o ahora mismo, la consideramos sobre todo como el día de año nuevo. No. Es la primera fiesta de la Virgen: la Virgen, Madre de Dios. Esa fiesta se inauguró con motivo de la declaración del Concilio de Éfeso en el siglo IV y se construyó en Jerusalén una gran basílica, hoy desaparecida, y luego han aparecido sus basamentos y sus ruinas en la zona muy cerquita de entre el barrio armenio y el barrio judío, que era la Basílica de María, la Virgen, Madre de Dios, construida por los cristianos del siglo IV todavía.

Dios mío, ¿qué es lo que celebra esta fiesta? Eso que la liturgia llama un “admirable intercambio”. Porque no es que el Hijo de Dios haya bajado del Cielo en una apariencia de hombre; no es tampoco que el Hijo de Dios haya bajado del Cielo para darnos ejemplo y enseñarnos un poquito cómo vivir y luego se ha marchado y no está con nosotros; no es que el Hijo de Dios haya venido como un cuerpo extraño a introducirse en una mujer para salir de su seno como una criatura diferente o como un ser intermedio que estuviese mezclando la humanidad con lo divino entre Dios y los hombres. No. El Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se ha unido de tal manera con la naturaleza humana que se puede decir que una mujer, una criatura, una hija de Eva, una hermana nuestra, exactamente igual que nosotros, excepto que el Señor la preparó especialmente para poder ser madre de su hijo, pero una mujer de nuestra raza, el orgullo de la raza humana, la criatura más bella que haya podido ser imaginada por Dios jamás, es realmente Madre de Dios. Dios se ha implicado de tal manera que uno no puede decir en la humanidad de Cristo “esta célula es humana”, es humana y divina a la vez. Y cuando nosotros comulgamos, seguimos siendo plenamente humanos, pero Dios está con nosotros. Lo que yo decía de Emmanuel, y está realmente, pero no como un ser extraño a nosotros, sino como parte nuestra, y de alguna manera, nosotros parte suya.

Los cristianos de los primeros siglos contemplaban una y otra vez este misterio, que Dios se haya hecho verdaderamente hombre, y que los hombres hayamos venido a ser partícipes de la naturaleza divina: hijos de Dios; que no sólo nos lo llamamos, que no es una palabra bonita, ¡que lo somos!; que somos herederos de la vida divina; que eso ilumina nuestra condición humana (y tiene que ver con el paso del tiempo). No estamos llamados sólo a envejecer. Envejecemos y enterrarán nuestro cuerpo un día, pero nuestro destino es la vida de Dios y el destino de nuestros cuerpos, de nuestra carne, es resucitar, es vivir en el Cielo de Dios, que es en Dios mismo. Nunca hemos estado fuera de Él, porque todo lo que somos es ya participación en el Ser de Dios (no creáis que Dios es como un ingeniero que hace cositas, no). Dios, cuando crea, lo que hace es hacernos partícipe de su Ser, de un manera o de otra, hasta las piedras. El antiguo Catecismo lo decía muy claramente: ¿Dónde está Dios? En todas partes. En el cielo, en la tierra y en todas partes. No hay nada que exista fuera de Dios, porque entonces sería algo que Dios no tenía, y Dios no sería Dios. Todo lo que existe, existe en Dios. Como ya dijo un poeta griego, y recogió San Pablo en los Hechos de los Apóstoles: “En Él vivimos, nos movemos y existimos”. El aire que respiramos (ahora contaminado por tantos combustibles fósiles), pero el aire que respiramos, el aire que Dios ha creado, es una participación ya en el Ser de Dios, y es una imagen del espíritu de Dios, el viento. El amor que vivimos, cuando es un amor verdadero y bello, es la participación más exquisita, más profunda, más auténtica del ser de Dios.

Pero como los hombres nos hemos olvidado, hemos hecho mal uso de la libertad con el pecado, el Señor ha querido decir: Yo les abrazo de tal manera, me uno a ellos de tal manera que puedan, de nuevo, recuperar su vida divina. Y eso sucede en la Virgen. Sucede en el seno de la Virgen. Y la Virgen expresa la vocación de la Iglesia. Sucede en nosotros. No comulgamos para poder tener a Dios un poquito más cerca. Dios se hace uno con nosotros de una manera análoga, pero igualmente verdadera e igualmente profunda, que se hizo hombre en el seno de la Virgen.

Dios mío, Ella tuvo una vocación especial, la de ser madre del Redentor en su Encarnación. Pero la Iglesia tiene esa misma vocación, de algún modo. La Iglesia es Madre y engendra hijos para la vida eterna. ¿Cómo? Porque nos comunica la vida de Cristo. Cuántas veces estas pobres manos al consagrar el pan y el vino que vosotros ofrecéis o al bautizar un niño, o al unir a un matrimonio, o al confirmar, te das cuenta de que eres el instrumento, la tubería, el canal. Digo la palabra “tubería” porque suena pobre y es que uno se siente muy pobre, pero te das cuenta de que eres el canal de la vida divina. Sois hijos de Dios. Somos hijos de Dios en el cuerpo de Cristo. Celebrar la fiesta de María, Madre de Dios; que una mujer pueda engendrar a Dios, sólo es posible porque Dios se une profundamente a nosotros de tal manera que nos hace capaces de algo que no seríamos capaces jamás.

¡Qué admirable intercambio! ¡Qué comercio más distinto de nuestros comercios! Pero la Iglesia lo llama comercio a un negocio que nosotros hemos hecho, porque Dios se nos ha regalado; pero es un negocio, es el mejor negocio del mundo. También lo es para Dios, porque es el triunfo de su amor sobre nuestro pecado, el triunfo de su misericordia sobre nuestra pobreza, sobre nuestras mezquindades, sobre nuestra miseria. Aquí hay para contemplar mucho rato, pero no os preocupéis, que no voy a hablar más de ello, hoy son más cosas al mismo tiempo.

En primer lugar, el
día de la paz. Desde tiempos de Pablo VI, el 1 de enero fue la Jornada Mundial de la Paz, y estamos en guerra. Una guerra que parece extenderse por todo el mundo. Desde el tiempo de la caída de las torres gemelas, desde el 2001, no hay lugar en el mundo donde uno pueda decir vivo con absoluta tranquilidad. No. La guerra mundial, dice el Santo Padre, hoy vive desparramada por el mundo y cualquier lugar es susceptible de ser objeto de un atentado; son consecuencias también de esta especie de globalización y de la conversión de un mundo en esa aldea global en donde todos somos anónimos, nadie conoce a nadie.

¿Qué nos propone el Santo Padre este año? Nos propone una política de la no-violencia. Se la propone a los gobiernos. Nos la propone a nosotros, cristianos. Fijaros, que la resistencia no violenta requiere una humanidad más grande que la respuesta de la ira, que la respuesta de la violencia. Y si no, pensad en vuestras propias familias, en nuestras propias familias. Es mucho más fácil aceptar, vivir a lo mejor una humillación permanente y aguantar esa humillación hasta que uno explota, y eso muestra una fragilidad. A lo mejor, a una humillación hay que responder diciendo: pues mira, no debes tratarme de ese modo, no debes humillarme, no te puedo consentir que me insultes o que me maltrates o así, dicho con paz. Eso requiere una fortaleza mucho más grande que el callarse y luego explotar, llenos de violencia, llenos de ira.

PedirLe al Señor que nuestras vidas estén marcadas por la no violencia, por el no explotar, por ser capaces de decir las cosas y no tener que llegar a la guerra. La guerra, o la violencia, sólo está justificada cuando alguien amenaza a nuestros seres queridos de muerte; para salvar a unos niños en una escuela si viene un terrorista, en defensa de esos niños puede, o en defensa de la propia vida, podría (ahí que Dios dé a cada uno la sabiduría necesaria), pero en defensa de los seres inocentes o de los seres queridos. Pero ahí, por ejemplo, los seres más inocentes que hay en el mundo son los niños antes de nacer y todos callamos, a veces empezando por los mismos pastores, ¿no? Y ésa es la violencia más grande que existe en el mundo.

Aprender a resistir no violentamente; aprender a decir que no a lo que no es tolerable; aprender y ayudar a la persona que tiene esa violencia. Dios mío, cuántas veces la madre que sufre la desgracia de un aborto, muchas veces inducida, obligada por las circunstancias, forzada por llevar un sufrimiento dentro de sí, que pocas personas, sé yo de ellas que necesiten más compañía, más ternura, más ayuda que una madre que ha abortado, y a veces varias veces. Pero eso no significa no decir la verdad; no significa no resistirse a las políticas que lo favorecen. Como le oí decir una vez a una niña de 14 años. Le estaba diciendo: “Bueno, es que no quiero decirle a mis padres que estoy embarazada”, y le decía una compañera de colegio: “No te preocupes, yo te doy unas señas”. Y dice: “Sí, pero yo no tengo dinero, se lo tengo que pedir a mis padres”. Dice: “No te preocupes, la primera vez es gratis”. Santo Dios. La guerra es horrorosa, pero la matanza de inocentes… Dios tenga piedad de nosotros, menos mal que la misericordia de Dios es infinita. Pero todos somos un poco cómplices de esa matanza, ¿no? Aprender a resistir, y a resistir sin violencia, a resistir con amor, a amar a los enemigos, a seducir a los enemigos a la belleza de una relación mejor, más humana, más bella.

Por último, hay otro tema. Hoy celebramos en la Diócesis, la Sagrada Familia fue antes de ayer, la fiesta litúrgica, pero para reunirnos era mucho mejor hacerlo hoy y hacerlo en la Catedral.

Vamos a dar gracias a Dios por esa belleza que el Señor quiso crear para que le conociéramos mejor a Él. La belleza del amor esponsal de un hombre y de una mujer es la cosa más bella de este mundo que el Señor quiso elevar a la condición de sacramento, no por un capricho, sino porque en ese amor esponsal del hombre y la mujer, que el hombre ha podido intuir en la historia, hay muchas culturas, donde el matrimonio ha llegado casi, casi, casi a descubrir la profundidad del matrimonio cristiano, pues el Señor que ha creado esa belleza, por supuesto que es una belleza muchas veces manipulada, prostituida y todo lo que queráis, pero en su realidad no deja de ser una inmensa belleza para que Le conozcamos a Él y conozcamos su amor.

No podemos mas que darLe gracias, y darLe gracias por los matrimonios cristianos, darLe gracias por las familias cristianas. PedirLe al Señor que en un mundo donde resulta tan difícil vivir, vivir humanamente, a la medida de los deseos del corazón, Él os sostenga en vuestro amor, lo multiplique, lo haga fecundo, lo haga cada vez más gozoso, más bello y más feliz. Esa es nuestra súplica por quienes hoy celebráis los 25 años de matrimonio, algunos los 50 años de matrimonio, pero por todas las familias de la Diócesis de Granada, y por todas las familias del mundo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de enero de 2017
Santa Iglesia Catedral de Granada

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