Señor, déjala todavía este año

Carta semanal de Mons. Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba.

La Cuaresma nos invita a la conversión, a cambiar de vida, a retomar el rumbo para el que hemos nacido y del que nos hemos desviado por el pecado. La Cuaresma nos prepara a la Pascua, en la que por el bautismo somos renovados, recibimos el Espíritu Santo y vivimos una vida nueva.

Ahora bien, la conversión es posible en nuestra vida gracias a la paciencia de Dios con nosotros. El Evangelio de este domingo nos presenta la parábola de la higuera estéril, que el dueño podría arrancar para encontrar otros frutos y no ocupar terreno en balde. Sin embargo, el viñador intercede: «Señor, déjala todavía este año: yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto» (Lc 13,8). La misericordia de Dios tiene una paciencia sin límite con cada uno de nosotros, a ver si damos fruto. «Si no, al año que viene la cortarás». La paciencia de Dios es infinita, pero nuestro tiempo se acaba, y por eso urge. «Y si no os convertís, pereceréis de la misma manera» (Lc 13,5).

La conversión no es fruto solamente de nuestro esfuerzo, pues nuestras fuerzas son escasas y el objetivo es desproporcionado a nuestra capacidad. Llegar a ser hijos de Dios en plenitud, llegar a la santidad que Dios nos ofrece no puede ser fruto de nuestro esfuerzo. La conversión es ante todo gracia de Dios, y la cuaresma está llena de tales gracias, que nos mueven a cambiar. «Ahora es tiempo favorable; ahora es el día de la salvación» (2Co 6,2). La cuaresma es, por tanto, un tiempo privilegiado para esperar el cambio radical de nuestra vida, es tiempo privilegiado para esperar el cambio de otras personas conocidas o desconocidas, por las que intercedemos, como el viñador, con el compromiso de cuidar esa planta. La conversión la produce Dios, que es el único que puede cambiar las voluntades humanas, y El nos invita en este tiempo de gracia a colaborar activamente en esta tarea, en nosotros y en los demás. «El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos accedan a la conversión» (2Pe 3,9).

Y las pautas que la Iglesia nos señala para este tiempo de gracia son: oración, ayuno y limosna. Acercarse a Dios, acoger su gracia en la oración con espíritu de fe, escuchar su Palabra, rumiarla en el corazón, es el primer paso para alimentar la fe, puesto que la fe brota de la escucha de la Palabra de Dios. Cuidar durante este tiempo todos los actos de oración: la misa, el perdón, las devociones, de manera que alimentemos un clima de fe, de donde brota todo lo demás. La primera llamada de la conversión es la de volver a Dios, acercarnos más a Él.

El ayuno consiste en privarse incluso de lo necesario, para abrir la mente y el corazón a Dios, espabilados para oír su voz. Y por el ayuno, abrir nuestro corazón a las necesidades de los demás. El ayuno nos capacita para la relación con Dios y la relación con los demás. En definitiva, el ayuno rompe el egoísmo que nos encierra en nosotros mismos, el ayuno nos hace libres y capaces de amar. Lo que muchas veces nos parece imprescindible, por la mortificación y el ayuno podemos desprendernos de ello, ayudados siempre por la gracia de Dios.

Y un corazón libre, hecho capaz de amar, sale al encuentro de las necesidades de los demás, desbordándose en la caridad. Ponernos delante de las necesidades de los que sufren, despierta en nosotros la misericordia, ablanda nuestro corazón, provoca la compasión. Si Dios nos ama tan generosamente, cómo no amar nosotros en la misma línea a nuestros hermanos. Ponernos al lado del que sufre, nos pilla los dedos, compromete nuestra existencia, y nos hace crecer en el amor. Esta es la misericordia que Dios quiere. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt. 5,7).

«Señor, déjala todavía este año». La cuaresma nos ofrece una nueva oportunidad. Aprovechémosla.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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