La Pascua del Enfermo

Mensaje del obispo de Cádiz-Ceuta, Mons. Rafael Zornoza Boy

Queridos amigos:

 

Este domingo VI de Pascua la Iglesia en España celebra la “Pascua del Enfermo”. Lo recordaremos en las misas dominicales y yo especialmente en la Catedral, aunque este año, a causa del Covid-19, no se hará con la solemnidad de otros años, por las muchas limitaciones que nos impone la fase de desconfinamiento.

Precisamente por la pandemia que sufre el mundo nuestra oración será más intensa, si cabe, para poner en las manos de Dios a todos los enfermos del coronavirus y a cuantos sufren en este tiempo las enfermedades o la soledad –como sucede a tantos ancianos—, y a quienes les cuidan y luchan por su curación, a los hermanos que han fallecido y a las familias de todos ellos. También en este momento debemos dar gracias a Dios por tantas personas que está poniendo en nuestro camino que nos cuidan, y a las que cuidamos y acompañamos de distintas maneras. Recordaremos también los ejemplos heroicos de muchos profesionales expuestos y agotados en su servicio y atención a los demás.

Que oportuno recordar las palabras de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 28). Nadie se libra en nuestra sociedad, antes o después, del “agobio” de la vida. El “cansancio” que, como estamos viendo, puede ser de muchas clases y que no se repara por descansar en casa o tener más vacaciones. Hay un agotamiento que es abatimiento, desesperanza, dolor o soledad. Precisamente la soledad es hoy otra epidemia por el número desmesurado de personas viven solas –muchos con problemas de movilidad— a los que hay que añadir los ingresados en hospitales, o con cualquier enfermedad. Ciertamente ahora somos más sensibles para reconocerlos.

El dolor es un lugar de aprendizaje, uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto modo «destinado» a superarse a sí mismo, y de una manera misteriosa está llamado a hacerlo (Salvifici Doloris, 2) pues no puede evitar el mal, físico o moral. Ya el miedo a sufrir es sufrimiento. La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre, pero la sociedad difícilmente aceptará los que sufren si cada uno no somos capaces de hacerlo. Es decir, para aceptar el sufrimiento del otro hemos de encontrar personalmente un sentido en el propio sufrimiento, un camino de purificación y maduración, un camino de esperanza (Spe Salvi, 38).

El cristiano sabe que puede descubrir sentido al sufrimiento participando en el misterio de la cruz de Jesucristo. Aunque a nivel puramente humano le cueste entender, sabe que no le cura la huida del dolor, y comprueba que cuando lo vive unido a Cristo encuentra la paz y la alegría espiritual (cf. SD26). El hombre que sufre con amor y con abandono a la voluntad divina, unido misteriosamente a Cristo, se transforma en ofrenda viva para la salvación del mundo. Por eso dice San Pablo: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así́ completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Jesucristo redimió al mundo con su sufrimiento, con su muerte y resurrección y suscita en sus discípulos una nueva actitud y una solicitud amorosa en favor de los que sufren y los enfermos, en los que la comunidad cristiana reconoce el rostro de su Señor.

La fatiga de la vida crece en la “cultura del descarte” –como lo llama el Papa Francisco— que prima la fortaleza física y la productividad, y considera inútiles a cuantos frenan sus proyectos, cuando se propicia la selección de los más capaces de sobrevivir con menos coste social. Cuando alguien llega a pensar que la propia vida no tiene sentido se vive un fracaso existencial.

La Iglesia defiende siempre, con voz profética, la vida humana y el valor de la solidaridad, y se esfuerza por asistir a los enfermos con cariño y gratitud, sin discriminación. Además del afecto y solicitud los enfermos, ancianos o débiles necesitan el reconocimiento de su valor personal y esperanza. La vivencia de nuestra fe enriquece la sensibilidad para captar el valor de la persona, nos ayuda a comprender que somos valiosos porque Dios nos ama, y nos ha de llevar siempre a amar a Dios sin ignorar a los más necesitados de sus hijos. La familia, si es sana, afronta con afecto toda la atención posible a los más débiles, sin caer en frivolidad o insolidaridad; si, además, es cristiana, transmite esperanza, la sabiduría de la vida y la compasión de Dios misericordioso.

Unidos a Cristo resucitado vivamos, pues, la Pascua del Enfermo. Decía el Papa Francisco que ciertas realidades de la vida se ven solo con los ojos que han limpiado las lágrimas. Y señalaba: “Hemos de preguntarnos: ¿He aprendido a llorar?” Ojalá nos eduque esta “teología de las lágrimas”. Que nos preocupen y nos ocupen los necesitados con espíritu cristiano haciendo nuestra la palabra del Señor: «Hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35).

Muchas gracias. Os recuerdo siempre en mi oración. Rezad también vosotros por mi.

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