Carta Pastoral Colectiva de los Obispos del Sur de España con motivo del Gran Jubileo del Año 2000 y del comienzo del tercer milenio cristiano

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Oficina de información de los Obispos del Sur de España

“Os anunciamos la Vida eterna… para que vuestro gozo sea completo”
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca del Verbo de la Vida –pues la Vida se ha manifestado, y nosotros la hemos visto, y damos testimonio, y os anunciamos la Vida eterna, que estaba junto al Padre, y que se nos ha manifestado–, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo” (1 Jn 1, 1–4).

I. Testigos de la Vida eterna, que se ha manifestado.
1. Estas palabras, con las que comienza la Primera Carta de S. Juan, las hacemos hoy nuestras los Obispos de las Diócesis de Andalucía, y os las decimos a vosotros, presbíteros y diáconos, religiosos y religiosas, y fieles cristianos de las Iglesias particulares que el Señor nos ha confiado en su nombre como pastores vuestros. Igualmente, os las decimos a los muchos que buscáis a Dios, y creéis que Dios no está cerca de vosotros. Y a quienes pensáis que dios, exista o no exista, carece de interés para el hombre, porque lo que importan son otras cosas, y, sin embargo, pudierais leer esta carta con curiosidad. Sí, también nosotros “hemos oído”, “hemos visto con nuestros ojos”, “y hemos tocado con nuestras manos” al Verbo de la Vida. También nosotros, como S. Juan, “os anunciamos la Vida eterna, que se ha manifestado”. Y os la anunciamos porque en ella hemos encontrado para nuestras vidas el gozo pleno y la razón de una esperanza verdadera, y porque deseamos que también “vuestro gozo sea completo”.
2. Afirmar que hemos encontrado, que hemos “visto” y “tocado” la Vida es escandaloso. Lo es hoy, y lo ha sido siempre. Porque la experiencia humana universal confirma lo que dice S. Juan en su Evangelio, que “a Dios nadie le ha visto jamás” (Jn 1,18). Y eso que la historia y las culturas están tan marcadas por el deseo de dios, que serían del todo incomprensibles sin él. El anhelo de Dios, de verdad, de bien y de belleza, la búsqueda de un amor que corresponda plenamente al corazón, y de una felicidad verdadera y que permanezca en el tiempo, son de tal modo “ la marca” de lo humano, que constituyen al hombre como hombre.
Incluso en nuestro tiempo, que parece –al menos en la cultura “oficial”– ignorar a Dios, y no interesarse por el hombre sino en la medida en que forma parte de los procesos de producción o responde a los intereses del poder, el deseo de Dios es, en realidad, el dato más determinante y decisivo en la vida de los hombres. Para muchos esta afirmación resultará chocante. Pero es verdadera. La búsqueda del sentido y de la felicidad es para el hombre real, también hoy, el motorde la existencia. Y la confusión acerca del significado de la vida, la falta de verdad y de amor en las propuestas culturales al uso, son la principal causa del sufrimiento humano, y de la amarga desesperanza que hace tan dura –hasta parecerles, a veces, insoportable– la vida de muchas personas. Incluso las manifestaciones más cínicas de la cultura contemporánea ponen de manifiesto, de un modo patético, que el hombre pide a la vida mucho más que poder producir y consumir, y que poder votar. Ni el bienestar material coincide con la felicidad, ni una democracia puramente formal basta para que exista un pueblo de hombres libres. Sí, los hombres buscamos a Dios con todo l que somos y hacemos, aunque no seamos conscientes de ello.
3. Y, sin embargo, a pesar de esa búsqueda, infatigable y con frecuencia dolorosa, es verdad que “a Dios nadie le ha visto jamás”. Pero entonces, ¿cómo podía decir S. Juan, y cómo podemos decir nosotros, que “hemos visto” y “tocado” “el Verbo de la Vida”, y que os lo anunciamos para que participéis en esa Vida y en el gozo que esa Vida genera? ¿Dónde está el Verbo de la Vida? ¿Cómo puede ser encontrado? “A Dios nadie le ha visto jamás”, es cierto. Pero en un momento de la historia –un momento radiante, único, que da sentido a todos los demás momentos, que los rescata de su banalidad mortal–, ha sucedido algo nuevo. Algo inaudito. S. Juan prosigue: “su Hijo único, que está en el seno del Padre, Él nos lo ha dado a conocer” (Jun 1,18). ¿Cómo? “El Verbo se ha hecho carne, y ha puesto su morada entre nosotros” (Jun 1,14).
En una carne como la nuestra, que recibió de la Virgen María, el Hijo de Dios se ha implicado en nuestra historia para darnos la Vida, esto es, para darse a nosotros y comunicarnos su Vida divina. En una carne como la nuestra, ha gustado el abismo de la injusticia y de la traición, de la soledad y de la muerte. Pero hasta eso ha servido para revelar el “amor más fuerte que la muerte” (Cf. Ct. 8,6). Pues Jesucristo ha vencido en su carne al pecado y a la muerte, y nos ha hecho partícipes de su Espíritu Santo, y así nos ha revelado que “Dios es Amor” (1 Jn, 4, 8; 4, 16), y nos ha hecho posible acceder a ese Amor, verlo, tocarlo, vivir de Él. Al revelar a Dios como Amor, y al comunicarnos ese Amor que es la Vida de dios, el Hijo de dios nos ha desvelado la verdad grande de nuestro destino como hombres, y la dignidad de nuestro ser de hombres.
Ésta es la “Buena Noticia”, éste es el Evangelio. Dios se ha manifestado, se ha hecho visible, tangible. Y se ha manifestado como amor infinito e incondicional por el hombre y por la vida del hombre. Dios, el Misterio que da consistencia a todas las cosas, ¡se ha revelado como amigo de los hombres! ¡Dios ama a los hombres, nos ama a cada uno de nosotros, tal y como somos, con todo el peso de miseria y pecado que llevamos en nuestro corazón! Como escribía un autor cristiano antiguo, “el Invisible se ha hecho visible para que los pecadores pudieran acercarse a Él. Nuestro Señor no impidió a la pecadora acercarse (…) porque todo el motivo por el que había descendido de aquella altura a la que el hombre no alcanza, es para que llegasen a Él pequeños publicanos como Zaqueo; y toda la razón por la que aquella Naturaleza que no puede ser aprehendida se había revestido de un cuerpo, es para que pudiesen besar sus pies todos los labios, como hizo la pecadora” (S. Efrén de Nisibe, Sermo de Domino Nostro, 48).
4. Pero no es sólo que Dios, en un gesto de condescendencia, haya querido “mostrarse” a unos hombres privilegiados, que tuvieron la suerte inmensa de estar con Él, y de comer con Él, y de vivir con Él en un momento de la historia, que ya pertenecería para siempre al pasado. Porque al comunicar el Espíritu Santo a los suyos, el Hijo de Dios se ha quedado para siempre entre nosotros, y sigue manifestándose y dándose a los hombres en la Iglesia, que es hoy “su cuerpo” (Cf. 1 Cor 12, 12-30; Ef. 1,23;Col 1, 18. 24). En esta carne, en esta realidad humana que es la Iglesia, sigue siendo patente el poder de Dios que habita en ella. Ese poder de Dios hace que unos hombres y mujeres frágiles, y llenos de debilidades, puedan vivir en la verdad, con gozo y gratitud, y puedan formar un pueblo de h
ombres libres, de hermanos, en cuya vida se pone de manifiesto esa humanidad que sólo Dios puede realizar, pero que todo hombre desea.
Dios se ha manifestado en Jesucristo, el Señor, que ha vencido en nuestra carne al pecado y a la muerte, y nos ha entregado su Espíritu Santo, para que en él recuperemos nuestra condición original, para la que la vida nos ha sido dada: ser hijos de Dios, vivir en la “la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21), y heredar la Vida eterna. Por eso Jesucristo, resucitado y vivo para siempre, y contemporáneo de cada hombre y de cada mujer por su presencia en la Iglesia, es “el único nombre bajo el cielo que nos ha sido dado a los hombres para que podamos ser salvos” (Cf. Hch 4,12). Él es “el Redentor del hombre, el centro del cosmos y de la historia” (Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis, 1), pues “todo ha sido creado por Él y para Él”, y “todo tiene en Él su consistencia” (Col 1,17). Él es “el Camino, la Verdad y la Vida” de los hombres (Jn 14,6). O como dice una visión del libro del Apocalipsis, poniendo estas palabras en boca de Jesús resucitado: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin: al que tenga sed, yo le daré gratis del manantial del agua de la vida” (Apo 21,6).
5. Lo que precede no son palabras retóricas, vacías. Sí, nosotros “hemos oído”, y “hemos visto con nuestros ojos”, y “hemos tocado con nuestras manos” a Jesucristo, que sigue vivo y comunicando la vida a quienes creen en Él. Sabemos que vive, porque actúa en la vida de los hombres. A lo largo de su historia, la Iglesia, ese pueblo nacido de la fe y del Espíritu Santo que Cristo da a los que creen, no ha dejado de generar innumerables hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales, en quienes resplandece la verdad de la persona humana. Son los santos, esa “muchedumbre inmensa, de toda raza, lengua, pueblo y nación, que nadie podría contar”, de que habla el libro del Apocalipsis (Apo 7,9).
Y no nos referimos sólo al pasado. Todos nosotros conocemos a muchas personas –familiares, vecinos, compañeros, amigos nuestros–, en quienes la fe en Jesucristo realiza el milagro de una humanidad que no son capaces de generar ni los esfuerzos del hombre, ni el progreso de las ciencias, ni una mejor organización de la sociedad. Jesucristo hace nacer una humanidad libre, capaz de afrontar la realidad –la vida y la muerte, la familia, el trabajo, el sufrimiento, la amistad, todo– con esa consistencia que todo hombre quiere para sí. Una humanidad caracterizada por el reconocimiento de la divinidad sagrada de la persona humana, y por el aprecio de la razón y de la libertad de cada hombre y de cada mujer. Una humanidad caracterizada por el afecto a cada persona, y a la vida, y a todo lo que hay en ella, y por una misericordia, que son en el mundo de hoy casi impensables. Cuando ese afecto no es sólo un impulso sentimental momentáneo, sino que permanece en el tiempo y se convierte en un modo de estar frente a la realidad, es signo inequívoco de la verdad.
Estas personas existen, y las conocemos. No son superhombres, ni tienen cualidades especiales, sino que son personas normales y corrientes, débiles como somos todos los hombres. Son personas de diferentes culturas, con circunstancias muy diversas, con historias muy diferentes, de clases sociales distintas, con distintos niveles de educación, con diversos temperamentos y gustos. Pero han encontrado a Jesucristo, le siguen, y ese hecho ha cambiado sus vidas. Y por eso, porque conocemos a esas personas, y porque somos testigos de ese hecho, podemos decir con verdad que el cristianismo no es una utopía, como las ideologías que han producido el racionalismo y el idealismo modernos. Esas ideologías siempre dejan al hombre sólo y desesperado, porque no cumplen sus promesas, y siempre terminan destruyendo al hombre.
6. El cristianismo no es una utopía, sino un hecho verificable en la historia, accesible a todos, que se da en la comunión de la Iglesia, y del que somos testigos. Y por eso sabemos que la esperanza en Cristo “no defrauda” (Cf. Rm 5,5), porque vemos las obras maravillosas que Jesucristo lleva a cabo en la vida de los hombres. Por eso damos testimonio de Él, en comunión con el Papa, el sucesor de Pedro, y con toda la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Y por eso también, a las puertas del tercer milenio de su manifestación al mundo, queremos proclamaros con una frescura nueva la buena Noticia, el Evangelio. Jesucristo Redentor es, también hoy, también para nosotros, hombres del final del siglo XX, la vida y la esperanza. En Él está –está realmente– la única posibilidad de una vida plena y de una esperanza verdadera para todos los hombres.
Os anunciamos a Jesucristo, ciertamente, porque, como sucesores de los Apóstoles, somos herederos de la misión que ellos recibieron del Señor: “Id a todo el mundo y proclamad la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16,15; cf. Mt 28, 18-20). Pero, ante todo, os anunciamos a Jesucristo porque no podemos callar lo “que hemos visto y oído”, que nos llena de alegría. La vida que anhelamos, en verdad y en la libertad, la vida para la que está hecho nuestro corazón de hombres, es posible, ¡se nos da! ¡Se nos ofrece y se nos da realmente en Cristo! La existencia humana no es un capricho de la naturaleza absurdo y sin sentido, sino que tiene un significado, y un significado bueno. Y tiene una meta que puede alcanzarse, abriendo la vida al don de Cristo.
7. La vida es, propiamente hablando, un don, y a la vez, una vocación, una llamada. Es decir, nace de Alguien que nos ha llamado a la vida, a cada uno por nuestro nombre, porque nos ama con un amor infinito: en realidad, si estamos vivos es porque esa mirada de amor con la que cada uno somos amados no se aparta de nosotros. Dios nos ha llamado a la vida para comunicarse a nosotros y así, si acogemos su amor, hacernos partícipes de la suya dichosa, inmortal y eterna. Sí, desde Cristo sabemos que el don de la vida es vocación a la Vida eterna. Y sabemos que reconocer ese don y esa vocación, y acoger el amor infinito del que nace, hace posible ya aquí, ya ahora, en cualquier situación de la vida, vivir en la verdad y en el amor. Vivir en la libertad, la paz y la alegría.
La experiencia de que esto es verdad explica las palabras del apóstol S. Juan que hemos citado al comienzo de esta carta, y de las que hemos tomado nuestro título. “Os anunciamos la vida eterna… para que vuestro gozo sea completo”. Y esa misma experiencia es la razón de nuestra fe y de nuestro testimonio. Aunque el sufrimiento y la desesperanza parezcan llenar el mundo, Dios hace todo lo que hace para la vida y el gozo del hombre: para la vida y el gozo del hombre, Dios ha creado el mundo, y nos ha dado el ser. Y para nuestra vida y nuestro gozo, destruidos por el pecado, ha venido el Hijo de dios a nuestra carne, y la ha unido a sí, con un amor esponsal, y la vivifica con su Espíritu Santo.

II. El gran Jubileo del año 2000
8. Pronto hará dos mil años de la Encarnación del Verbo, del nacimiento de Jesucristo, ese hecho imprevisto e inconmensurable que los cristianos celebramos anualmente en la fiesta de Navidad. En realidad, lo celebramos a lo largo de todo el año, y de toda la vida, porque incluso el misterio pascual, y su presencia entre noso
tros por la Palabra, los sacramentos y la comunión de la Iglesia, no son sino la consecuencia de la Encarnación, y como su prolongación en el espacio y en el tiempo. Toda la vida, toda la realidad, está traspasada por el hecho de su gracia.
La Encarnación del Verbo es el acontecimiento más grande de la historia, porque en él se desvela el sentido positivo de la vida humana, de la historia misma y de la realidad entera. Como dice un texto de la liturgia, por Jesucristo “resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos” (Misal romano, Prefacio II de Navidad). El Jubileo del año 2000 es para todos los cristianos una gran fiesta, una inmensa celebración de gozo. ¡Dos mil años desde que “se ha manifestado la bondad de dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres”! (Tit 3,4).
Con ocasión del gran Jubileo del año 2000, os anunciamos, pues, a Jesucristo como la posibilidad real de una gracia grande, de un hecho bueno y gozoso para la vida. La gracia más grande, la fuente de la mayor alegría. S. Juan, en el pasaje citado al comienzo, decía: “Os anunciamos la Vida eterna, que estaba junto al Padre, y que se nos ha manifestado” (1 Jn 1,2). Sí, Jesucristo, el Verbo eterno del Padre, es la Vida, es el Verbo de la Vida (Jn 11,25; 14,6), y por eso puede “dar la Vida eterna” a los que creen en Él (Jn 3,15;5,24;6, 40.47;10,28;17,2).
9. La vida eterna no es sólo una realidad para después de la muerte, aunque la fe cristiana incluye la certeza de que la muerte no tiene el poder de destruir la persona humana, creada por Dios a su imagen y semejanza (Gn 1, 26-27), y destinada a participar para siempre de su vida divina (Rm 8,28-30;Ef 1, 4-6), como incluye la esperanza en la resurrección de la carne. La Vida eterna es ya una participación en la vida divina e inmortal en este mundo, en esta vida. Es la vida en la verdad, en la libertad y en el amor de que hablábamos más arriba, que hemos conocido a través de innumerables testigos, y que sólo tiene su origen en Dios, porque el hombre no se la puede dar a sí mismo, como pone de manifiesto la experiencia.
La Vida eterna se inicia en esa nueva relación con Dios que Él ha establecido con nosotros por su Hijo Jesucristo. Esa relación, seguida con fidelidad y sencillez, da una significado nuevo a lo que el hombre es y a todo lo que hace, y cambia en el tiempo el corazón del hombre, ensanchándolo y vivificándolo a la medida del Espíritu de Dios. El hombre empieza como a despertar: su razón se abre más a la realidad y a su misterio, y empieza a comprender mejor el significado de la vida y de las cosas. Adquiere una conciencia positivamente crítica del mundo en que vive, y empieza a crecer en libertad. Ya no depende de la suerte, o de las circunstancias, o del afecto de los demás, o del halago del poder. Igualmente, empieza a ser capaz de tener misericordia, consigo mismo y con todo, y a amar todas las cosas. Por eso dice el Señor: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3).

III. Celebrar el jubileo en Andalucía.
10. El anuncio de Jesucristo llegó muy temprano a España, sin duda ya en el siglo primero de nuestra era. Y uno de los lugares en que se implantó primero fue la provincia romana Bética, que correspondía aproximadamente a la Andalucía actual. Las raíces cristianas prendieron pronto y hondo en la tierra andaluza, como testimonian los mártires de los que tenemos noticia ya en los primeros siglos. Para aquellos hombres y mujeres Jesucristo era un bien más precioso que la vida, porque la vida sin Jesucristo, después de haberle conocido, no podría llamarse vida. También en las grandes dificultades que el pueblo cristiano vivió durante el período islámico hubo muchos mártires, algunos conocidos, gracias a los testimonios que sus contemporáneos dejaron de su martirio, y otros muchos que sólo Dios conoce. A pesar de ello, hacia la segunda mitad del siglo XII, la Iglesia estuvo a punto de desaparecer en Andalucía, y las comunidades cristinas que quedaban fueron en gran parte obligadas a emigrar hacia el norte. Luego, tras la reconquista, y aunque los repobladores eran cristianos, puede hablarse en Andalucía de una segunda evangelización, llevada a cabo sobre todo por las órdenes mendicantes primero, y luego, ya en tiempos de la Reforma, por la fecunda labor de la Compañía de Jesús y del Carmelo. A comienzos de nuestro mismo siglo, en los años, también durísimos, de las ideologías antirreligiosas y los horrores de la guerra civil, muchos hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y religiosas, y fieles cristianos, adultos y jóvenes, han dado con su vida y con su muerte un testimonio espléndido de amor a Dios y a sus hermanos.
Además de los mártires, son muchos los santos que, a lo largo de los siglos, han nacido o vivido en esta tierra, han amado profundamente a sus hombres y han gastado su vida por ellos, anunciando a Jesucristo, y ayudando a sus hermanos a vivir una vida más plena, a través del trabajo educativo o del ejercicio, tantas veces heroico, de la caridad y de la misericordia. Están también los numerosos santos misioneros, ya que desde Andalucía, con una generosidad rebosante, se extendió la fe en Jesucristo al mundo, y especialmente a América, en una de las obras más bellas y humanas que ha conocido la Europa moderna. Y luego están también los innumerables santos no conocidos, no públicos, hombres y mujeres que han vivido una vida grande y plena de verdad y de amor en la familia y en el trabajo, en la vida de cada día. Ellos son los que han hecho ese pueblo resplandeciente de humanidad que nos encontramos todavía hoy. Los santos no pasan nunca en vano por la historia.
Ciertamente la historia cristiana de nuestro pueblo no está exenta de sombras y pecados. Los mismos hombres y mujeres que portaron el anuncio de la fe y la trasmitieron de generación en generación, fueron muchas veces incoherentes, torpes o perezosos, flaquezas que también nosotros experimentamos en el presente. Especialmente lamentamos ese fenómeno que se ha dado en ocasiones, a lo largo sobre todo de la segunda mitad de este milenio, de una manipulación ideológica de la fe, cuando se ha dejado utilizar la fe en Jesucristo contra otros hombres, como si la fe o la Iglesia estuvieran al servicio de los poderes del mundo, o de un orden social, o de un sistema político humano. De igual modo, las formas de vida y las instituciones de nuestra Iglesia han necesitado en no pocas ocasiones reformas quelas hicieran instrumentos más fieles de la misión salvadora de Jesucristo. Pero a pesar de las debilidades y pecados de los suyos, o mejor aún, contando con ellas y a través de ellas, el Señor se ha mantenido fiel y sigue realizando su obra entre nosotros hasta el día de hoy. Prueba de ello es que su Iglesia, atravesando periodos más luminosos o de mayor oscuridad, sigue hoy convocando a los andaluces con el testimonio convincente de una humanidad nueva que hace presente a Cristo en medio del mundo, es decir, con el testimonio de sus santos.
11. Se atribuyen con frecuencia las características del pueblo andal
uz a la diversidad de culturas que han dejado su poso en este pueblo. Y sin duda hay en ello una parte de verdad. Pero la diversidad de culturas, por sí misma, no da lugar automáticamente a una humanidad mejor. Por eso hay que recordar también que no pocos de los rasgos que constituyen lo mejor del modo de ser andaluz, como su humanidad inmediata y sencilla, su valoración de la amistad y del afecto, su fina sensibilidad moral ante el sufrimiento humano, y otros muchos, tienen que ver con siglos de fe cristiana y con el testimonio de los santos. Por eso, la fisonomía de Andalucía está configurada por la fe cristiana, y no se puede definir nuestra identidad andaluza de hoy sin referencia al hecho más decisivo de su historia, que es el cristianismo. Pretender arrancar a Jesucristo de la identidad de nuestros pueblos, o reducir la fe cristiana a un elemento más de esa identidad junto a otros, o a un hecho del pasado, que permanece sólo como residuo cultural, estético folklórico, es hacer una terrible injusticia a la verdad histórica y a la realidad presente de Andalucía. Es, sobre todo, hacer un gravísimo daño a los hombre y mujeres de Andalucía, de profundas consecuencias para el futuro humano de nuestra sociedad.
La celebración del gran Jubileo del año 2000 en Andalucía no debe, con todo, limitarse a recordar o celebrar el pasado. La gracia que se nos da mira la presente y al futuro. Se nos da para que la levadura de Cristo en nuestras vidas fructifique hoy para el bien de nuestro pueblo. Para que sea fermento de humanidad en las circunstancias actuales, ante los retos que tienen que afrontar hoy las personas, las familias, y la sociedad entera. No se nos ocultan en absoluto los cambios que ha conocido la sociedad andaluza en la segunda mitad de nuestro siglo. Pero el desarrollo y el bienestar material conseguidos por muchos no debieran ir acompañados de una cultura vacía de propuestas verdaderas de sentido para la vida, porque la falta de una razón para vivir adecuada a la verdad termina siempre generando violencia y conflictos de todo tipo.
12. Tampoco se nos ocultan los hondos problemas humanos y sociales que permanecen, algunos de ellos muy graves. El Santo Padre nos recordó los más sobresalientes en la reciente visita ad límina que los obispos andaluces hicimos el pasado mes de julio (Cf. Juan Pablo II, “Discurso a los Obispos de las provincias eclesiásticas de Granada, Sevilla y Valencia, del 7 de julio de 1998, n. 7, en Ecclesia, n 2902 (18.7.1998), 24). Hay entre nosotros amplias zonas de pobreza, como hay un grave problema de desempleo y de paro, sobre todo juvenil. Duele que en muchas zonas los jóvenes–incluso los mejor preparados– no tengan un horizonte de trabajo estable y tengan que ir a buscarlo fuera de su tierra y lejos de su familia. Conocemos las dificultades de muchos hombres del mar, del campo y de la minería. En las zonas agrícolas, todavía abundan entre nosotros los grandes latifundios, que favorecen una mentalidad de siervos y no promueven un desarrollo accesible a todas las familias. La política de subvenciones, que puede ser necesaria como un momento de transición, contribuye todavía más a esta mentalidad, y favorece que muchos hombres y mujeres no se sientan protagonistas de su propia historia. Al amparo de la grave necesidad de empleo que tienen muchas personas, hay demasiados contratos de trabajo inmorales e injustos.
Todo esto requiere políticas eficaces y duraderas de creación de empleo; un aliento serio a la creación de empresas, y especialmente un apoyo decidido a la pequeña y mediana empresa; y también una concepción de la empresa y de la vida laboral que no tenga como único punto de mira el beneficio y el enriquecimiento de unos pocos, sino el bien de las personas y de las familias. En el mundo agrario son también necesarias reformas profundas, hechas con u hondo sentido social y humano, que favorezcan la libertad y la creatividad de las familias y de las sociedades intermedias (Cf. en este sentido, el importante documento del Pontificio Consejo “Justica y Paz” titulado “Para una mejor distribución de la tierra. El reto de la reforma agraria”, del 23 de noviembre de 1997). Para ello son precisas una generosidad y fortaleza grandes por parte de aquellas personas o grupos que tienen la posibilidad de influir en la cultura del mundo del trabajo, y por ello también una especial responsabilidad social. Es necesario también que, desde todas las instancias, se propicien planteamientos valientes que despierten en las personas la conciencia de la sociedad nueva y mejor; que estimulen el esfuerzo de cada uno, la audacia y el espíritu de colaboración, tanto en el seno de las comunidades educativas como en los espacios donde han de sumarse los recursos para potenciar las iniciativas agrarias, comerciales e industriales, y aquellas que han de contribuir a una adecuada orientación del ocio, venciendo las dependencias alienantes.
Igualmente, nos preocupan las nuevas pobrezas que se dan en el mundo de la inmigración y de la marginación social, así como el sufrimiento de las mujeres y de los niños maltratados o abandonados, y las vidas –a veces muy jóvenes– destruidas por el alcohol, la prostitución o la droga. Muchos de estos dramas son fruto de la soledad y la violencia con que deja a las personas una cultura que ignora o censura la dimensión religiosa y moral del hombre.
Por eso nos duelen, como duelen a muchos andaluces, los ataques a la estabilidad del matrimonio y la familiar hechos desde instancias o medios de comunicación públicos, las campañas abiertas a favor del aborto o la eutanasia, y el aliento a la promiscuidad sexual de adolescentes y jóvenes, sin tener en cuenta los criterios morales indispensables para su educación y su crecimiento como personas. Las políticas antifamiliares son políticas antisociales, que tienden a destruir la mayor riqueza de Andalucía: la familia y la juventud. En el campo educativo, también, es preciso avanzar en un reconocimiento más efectivo y cordial, por parte de la administración pública, del derecho fundamental de los padres a educar religiosa y moralmente a sus hijos, así como de la libertad de educación como un derecho propio de la sociedad, y no como una concesión de la administración pública. La atención a la Universidad es otra tarea social de fundamental importancia para el futuro de Andalucía. En efecto, la Universidad, como institución libre en la que se cultiva el amor gratuito a la verdad y la libertad para buscarla, es una de las creaciones más genuinas y ricas de la cultura cristiana europea. En ambientes más proclives al totalitarismo, la Universidad tiende a perder esa dimensión propiamente educativa de la persona, y a transformarse sutilmente en una institución al servicio de los intereses del poder.
Para que nuestra sociedad sea más humana, y el progreso no sea sólo aparente, es indispensable abrir paso cada vez más a una aplicación real del principio de subsidiariedad, en todos los ámbitos de la vida. La persona humana, en efecto, “no existe sólo como productor y consumidor de mercancías, o como objeto de la administración del Estado (…) La convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben estar el Estado y el mercado” (Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus, n. 49. Todo este número es fundamental para comprender la trascendencia social
del principio de subsidiariedad). Una sociedad de hombres conscientes y libres, respetuosos de la conciencia y de la libertad de cada persona, y de lo que el Papa ha llamado “la subjetividad de la sociedad (Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus, n. 49) es un bien para todos, y por tanto, también para un Estado que se sabe servidor del bien común.
13. Hablamos de estas cosas por responsabilidad hacia los hombres que Cristo mismo nos ha confiado. Somos conscientes de que “el hombre es el camino de la Iglesia”, porque cada hombre ha sido redimido por Cristo, y porque el misterio de Cristo revela la verdadera identidad del hombre, e ilumina el significado último de su vida y de sus acciones (Juan Pablo I, Encíclica Redemptor hominis, 14; Encíclica Centesimus annus, 54). Por eso sabemos también, como ha recordado Juan Pablo II, que “no existe verdadera solución para la «cuestión social» fuera del evangelio”, y que “las cosas nuevas”, es decir, las nuevas realidades y situaciones de la historia, “pueden hallar en el Evagelio su propio espacio de verdad y el debido planteamiento moral” (Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus, 5).
El Jubileo del año 2000, al mismo tiempo que una celebración de gratitud por las maravillas que Dios ha hecho y hace con nosotros, es una ocasión para abrirnos de nuevo a la verdad de Cristo en su integridad, para experimentar toda la fuerza de su poder redentor, y para proponerla a los hombres ante los grandes desafíos de esta hora de la historia. Ése es el camino de la nueva evangelización. Es la fidelidad a la verdad de Cristo, y a la verdad del hombre que Cristo ha revelado, la que exige de todos los cristianos un testimonio y un compromiso decidido a favor del hombre, de la vida, del valor trascendente de la persona en todas las circunstancias. La misma verdad exige de los cristianos una implicación positiva en todas las realidades de la vida social, para trabajar en ellas junto con todos los hombres que buscan sinceramente un mundo más humano, y para aportar en ellas con sencillez y valentía la novedad de Cristo, esto es, el reconocimiento de la dignidad y el valor sagrados de la persona humana.

IV. Una comunión que invita todos a la amistad
 14. Os anunciamos a Jesucristo “para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1,3). Al anunciaros a Jesucristo, os invitamos a una comunión nueva con nosotros. En primer lugar os lo anunciamos a los creyentes, hijos de la Iglesia. Creer en Jesucristo es, ante todo, acceder a esa vida nueva de la que ya hemos hablado, que puede ser descrita como vida en comunión. Decir comunión es decir don, regalo. La comunión es ese modo de vida en el que uno no busca ante todo su propio interés, sino el bien de los demás. La comunión es el modo de vida de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el que nos han introducido el amor del Padre, la gracia de Jesucristo porque somos testigos de esa vida nueva, que sólo nace de Dios, que es comunión con Dios, y que, precisamente porque es comunión con Dios, y participación por gracia en la vida misma de Dios, permite amar a todos los hombres y a todas las cosas como Dios los ama.
 La comunión con Dios que nos ha sido regalada en Jesucristo abre el corazón al horizonte del mundo. En realidad, nuestra experiencia de lo que Dios ha hecho en nosotros nos lleva a desear apasionadamente y a trabajar porque la forma de vida de todos los hombres y de todos los pueblos sea la amistad, por encima de las barreras y de las divisiones que por el pecado tendemos siempre a crear entre nosotros, de mil formas y con mil razones. Esa amistad es una realidad posible. Es una amistad que s abre y se extiende continuamente, que reconoce la verdad y el bien de que es portadora toda persona y toda cultura, que aprecia la razón y la libertad de todos, que facilita la búsqueda libre y honesta del bien común, y la cooperación de todos a ese bien. Esa amistad es posible, lo sabemos, si todos nos acercamos al dios de la misericordia, amigo de los hombres.
 15. Por eso también deseamos, y pedimos al Señor, que nuestro anuncio pueda llegar a quienes, por una razón o por otra, han perdido la fe, o se han alejado de la vida de la Iglesia. Muchos de vosotros decís creer en dios, o valoráis el mensaje y la persona de Jesucristo como algo sublime, pero no estáis en la comunión de la Iglesia. “No creemos en la Iglesia”, decís. Tal vez porque nosotros mismos parecemos a veces dar más importancia a sus aspectos más exteriores, a costa del misterio del que la Iglesia es portadora: la compañía y el amor de Dios al hombre concreto, a cada hombre, en el camino de la vida. O tal vez porque la falta de fe, de esperanza, o de misericordia y de amor de quienes nos decimos cristianos os ha escandalizado. ¡Cuántas veces nuestra vida oculta el rostro de Cristo, en lugar de revelarlo! ¡Cuántas veces lo niega, en lugar de proclamarlo! Y, sin embargo, a pesar de todas nuestras debilidades, y a pesar de nuestra falta de comunión, Cristo está en medio de nosotros, en su Palabra y en los sacramentos, y no deja de suscitar en la Iglesia personas en las que resplandece la presencia de Dios, y su amor por lo hombres. En esas personas está la esperanza del mundo.
 Quisiéramos también que nuestro pregón llegase a los no cristianos, a quienes no conocen a Cristo. Con un respeto grande por vuestras respectivas tradiciones religiosas, queremos deciros que no somos enemigos vuestros, sino hermanos y amigos. Que Dios, tal y como nosotros le hemos conocido en Jesucristo, es compasivo y misericordioso. Más aún, Dios es el Amor mismo, y en eso muestra su infinita grandeza y su trascendencia sobre el mundo. “Dios es Amor, y todo el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Por eso, porque Dios es Amor, “todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Jn 4,7). Nuestra ley, por eso, tiene como núcleo el amor, a todos y a todo. El Espíritu de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones por la fe en Jesucristo, es quien nos hace posible vivir esa ley, esto es, vivir como “hijos de Dios” (Rm 8, 14-27;Ga 5, 16-26). Y aunque muchas veces nuestra vida no corresponde a ese don que nos ha sido hecho, sabemos con certeza que un mundo verdaderamente humano sólo puede construirse sobre el amor entre los hombres, que nace del reconocimiento de Dios, de la fe y la esperanza en Dios, y de los caminos de misericordia de Dios con los hombres. Un mundo verdaderamente humano lo construyen sobre todo los hombres de Dios.
 Pero también nuestro testimonio se dirige a quienes no creen en Dios. Comprendemos vuestras razones, en las que nosotros mismos, los pastores de la Iglesia, y los que nos decimos cristianos, no estamos exentos de una grave responsabilidad. Sobre todo, cuando hemos comprendido la fe como si fuera una ideología, o cuando la hemos puesto al servicio del poder o de intereses humanos. Pero, asumiendo esa responsabilidad, queremos deciros que Dios no es en absoluto enemigo del progreso humano auténtico, ni de la razón ni de la libertad, sino todo lo contrario: Dios es la fuente misma de una humanidad justa y verdadera. Y la historia dolorosa de nuestro siglo lo pone claramente de manifiesto. Pues cuando se ha tratado de construir sistemáticamente una sociedad sin Dios, aun en nombre de ideales justos, el intento se ha vuelto siempre tr&
aacute;gicamente contra el hombre, y se ha sembrado la historia de injusticias y de violencias sin cuento. Y es que sólo Dios “es el fundamento verdadero de una ética absolutamente vinculante” (Juan Pablo II, Encíclica Sollicitudo rei sociales, 38. Cf. También Encíclica Centesimus annus, 46: “Si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”), sin la cual palabras grandes como “justicia” o “solidaridad” se convierten fácilmente en palabras vacías.
 16. El Gran Jubileo del año 2000 es para todos, cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, una gran ocasión de gracia. Para los cristianos, y ahora nos dirigimos específicamente a vosotros, fieles cristianos de Andalucía, pueblo cristiano de Andalucía, heredero de una tradición tan rica de mártires y de santos, el Jubileo es la ocasión de una nueva conversión a Jesucristo. Es Dios mismo quien nos llama a ello en este tiempo de gracia. En la tradición de los jubileos compostelanos, se llamaba al Año Santo “el año de la gran perdonanza”. Dios quiere, en este tiempo de gracia, “enseñarnos” de nuevo sus caminos, y que caminemos por sus senderos”, para que “se transformen las espadas en arados, y las lanzas, en podaderas” (Cf. Is 2, 3-4). La conversión a Dios, tal y como Dios se nos ha revelado en Jesucristo y se nos ha transmitido en la fe de la Iglesia, en su tradición y en su magisterio vivos, es sin duda el bien más grande que los cristianos podemos hacer a los hombres y a la sociedad. Y es un bien que el mundo de hoy reclama de nosotros, y que tiene derecho a pedirnos. Por ello, el Jubileo es para nosotros la ocasión un nuevo descubrimiento del tesoro de la fe y de la vida cristianas, en toda su belleza y su verdad, para que pueda reflejarse y comunicarse en nosotros con más transparencia el rostro de Cristo, el Redentor del hombre. Y por ello también, el Jubileo es para todos nosotros, pastores y fieles, la ocasión de una gran misión, de retomar el testimonio y el anuncio de Jesucristo como la tarea de la vida, de modo que el mundo pueda volver a encontrar, en esta encrucijada de la historia, caminos de humanidad y de esperanza.
 17. En cuanto a los no creyentes, os pedimos con humildad y respeto, más aún, con afecto, porque somos compañeros en el drama de la historia, que consideréis seriamente como una posibilidad para vuestra vida la hipótesis de la fe. Si la fe no os parece cierta, conceded que tampoco lo es la increencia. Y si no os sentís del todo confortables con vuestra increencia, comenzad a buscar. Buscad la verdad. Buscad los signos de ella, en vuestro corazón, entre los hombres, y en toda la realidad. Deseadla, que Dios no deja de escuchar ese deseo, y nunca abandona a quienes le buscan con sencillez de corazón. La filósofa Edith Stein, recientemente canonizada por Juan Pablo II, consideraba el anhelo de la verdad como una forma singular de oración (Cf. M . Teresa Renata del Espíritu Santo (Posselt), Edith Stein, una gran mujer de nuestro siglo, Ed. Monte Carmelo, Burgos, 1998, 98). Y refiriéndose a la muerte de su maestro, el filósofo Edmund Husserl, escribía: “He estado siempre muy lejos de pensar que la misericordia de Dios se redujese a las fronteras de la Iglesia visible. Dios es la verdad. Quien busca la verdad busca a Dios, sea de ello consciente o no” (Edith Stein, “Carta 249, a Sor A. Jaegerschmid, del 23 de marzo de 1938”, en Autorretrato epistolar (1916-1942), Ed. de Espiritualidad, 1996, 297). Así pues, no neguéis de antemano esa posibilidad que atisba la razón e intuye el corazón al término de cualquier búsqueda auténticamente humana, ya que, como ha escrito un poeta contemporáneo, “todas las cosas llevan escrito: «más allá» (Eugenio Montala, “La agave en el escollo”, en Huesos de sepia, Alberto Corazón, ed., Madrid, 1975, 105).

V. Llamada a los jóvenes
 18. Nuestro testimonio y nuestro anuncio, se dirigen de un modo especial a los jóvenes. Vosotros vais a configurar el mundo en los primeros pasos del próximo milenio. Vosotros tenéis en el corazón un gran ideal, un irreprimible anhelo: que la vida sea algo grande y bueno, que no defraude. Deseáis que vuestra persona, vuestra vida y vuestras inquietudes sean tomadas en serio, sean queridas por sí mismas, y no sólo por lo que podéis ganar, producir, o consumir. Deseáis que el mundo sea un lugar amable donde los hombres seamos amigos, y nos ayudemos unos a otros a recorrer el camino de la vida. Deseáis que crecer no sea sinónimo de hacerse escéptico y de tener que matar o censurar los anhelos más nobles del corazón. Todos esos deseos configuran la existencia humana, son su señal más característica. Por eso la infancia la juventud no deberían acabar nunca, deberían permanecer siempre. Pero acaban. Y no porque pasen los años, ya que todos conocemos personas con muchos años en quienes la esperanza está intacta, sino porque el mundo que hemos hecho los hombres, la cultura que hemos construido entre todos, muchas veces no os hace fácil mantener vuestro ideal.
 Con demasiada frecuencia, el mundo en que vivimos, que os da tanta información sobre tantas cosas, que os ofrece tantos sucedáneos baratos de la felicidad y de la libertad, deja sin respuesta las preguntas más importantes y urgentes. No os ayuda a reconocer el significado de la vida, ni os acompaña a entrar en la vida adulta, que consiste en afrontar la realidad de un modo que no destruya la esperanza. No os facilita el reconocimiento de vuestra dignidad como personas y de vuestra vocación. Os deja solos, porque no le interesáis  vosotros, ni vuestra esperanza, ni vuestra alegría. A veces, el desinterés se da hasta en la misma familia, ese lugar que Dios ha creado para que el hombre pudiera experimentar lo que vale ser querido por uno mismo, y así adquirir la clave más decisiva para orientarse en la vida, y para reconocer a Dios. Por eso tantos de vosotros, a pesar de vuestros pocos años, vivís ya en l tristeza y en la desesperanza, o tratáis de buscar un alivio a vuestra inquietud en el alcohol o en la droga, o en el sexo irresponsable, o en la violencia, que os terminan destruyendo. Algunos de los graves problemas sociales que hemos señalado más arriba os dificultan aún más el poder acometer con gusto la tarea de vivir: la inestabilidad de la familia, sobre todo, pero también la falta de perspectivas de futuro, y la falta de trabajo.
 19. A pesar de todas estas dificultades, o precisamente por ellas, os queremos decir que la vida no tiene por qué consistir en engañarse a uno mismo; que hay una alegría que no nace de evadirse de la realidad, y una esperanza que no es ilusión, y un amor que no es interés disfrazado. Que hay una verdad como una roca, sobre la que puede construirse una casa –la vida–, sin que los vendavales, las tormentas o las lluvias que inevitablemente azotan la casa con el tiempo terminen por echarla abajo (Cf. Mt 7, 24-27).
 Esa roca es Jesucristo. Él es “el Camino, la Verdad y la
Vida” (Jn 14,6). Él os ama a cada uno, como sois, sin condiciones ni límites. Él ha venido por cada uno de vosotros, “para que tengáis vida, y vida abundante” (Jn 10, 10). Él hace que todo tenga sentido, y que las cosas puedan situarse en la vida en su lugar adecuado. Hasta el mal y el pecado, y la muerte, que ya no son, gracias a Él, el destino inevitable de la vida humana. En Él se ha revelado el amor infinito de Dios por el hombre, por cada uno de los hombres, por cada uno de vosotros. En Él se ha revelado al dignidad de nuestra vida, nuestro verdadero destino, y se nos hace posible realizar ya aquí en la tierra la verdad de nuestra vocación: vocación a la verdad, al bien y a la belleza; vocación a la amistad y al amor que no pasan. Gracias a Él, es posible vivir con una razón adecuada a la realidad, a pesar de la fatiga y el esfuerzo que vida lleva consigo. Y es posible estudiar y trabajar con gusto, y luchar con ahínco por un mundo que corresponda más a la verdad del hombre. Gracias a Él, la vida entera se convierte en una misión.
 20. Queridos jóvenes, haciéndonos eco de las palabras que ese gran amigo vuestro que es Juan Pablo II dijo en la Eucaristía inaugural de su pontificado, y os ha repetido después tantas veces, nosotros os decimos hoy: ¡No temáis! ¡No tengáis miedo a Cristo! Al contrario, ¡Abridle vuestra vida, vuestra mente, vuestro corazón, vuestros ámbitos de estudio o de trabajo, vuestras alegrías y vuestros sufrimientos, vuestras relaciones y vuestros amigos, para que podáis experimentar el gusto por la vida que tienen los que son de Cristo! Es posible que el cristianismo os parezca a muchos una cosa aburrida y triste, o un conjunto de ritos incomprensibles o de normas extrañas y curiosas que vienen a hacer la vida más difícil de lo que ya es en sí. Os podemos asegurar que no es así, que esa imagen es una deformación terrible del cristianismo. Tal vez los cristianos hemos dado esa impresión en ciertos momentos de la historia, o todavía la damos a veces hoy, pero entonces lo que veis no es el cristianismo, sino unos pobres sustitutivos moralistas o formalistas de la fe. Casi una señal cierta de una fe raquítica, débil. Quienes hemos tenido la gracia inmensa de conocer a muchos cristianos verdaderos, os podemos asegurar que Jesucristo es una fuente inagotable de gusto de vivir, de amistad y de alegría. Cuanto más unido está uno a Cristo, cuánto más vive uno de Cristo y para Cristo, más grande es el amor por la vida, la gratitud por ella y por todas las cosas buenas que hay en ella, y más indestructibles el gozo y la esperanza.
 Por eso, porque deseamos vuestra esperanza y vuestra alegría, y porque “nosotros hemos visto con nuestros ojos, y hemos tocado con nuestras manos el Verbo de la Vida” (Cf. 1 Jn 1,3), os invitamos a abrir vuestra vidas a Cristo. Y si nos preguntáis que dónde es posible encontrar a Cristo vivo hoy, como una ayuda concreta para la vida, que no sea una ilusión o una fantasía, una abstracción en forma de reglas y normas, o un mero recuerdo de alguien que vivió hace dos mil años, os aseguramos que Cristo puede ser encontrado hoy en su Cuerpo, que es la Iglesia.
 Sí, esta Iglesia concreta, cuya cabeza es el Papa Juan Pablo II, y de la que nosotros somos pastores junto con él, es hoy el Cuerpo de Cristo. Como su humanidad, su “cuerpo”, hacía visible “el Verbo de la Vida” durante su ministerio terreno, hace dos mil años, así la Iglesia lo hace visible hoy para los hombres de todas las razas y de todos los pueblos. Purificado por los sacramentos del bautismo y la penitencia, alimentado con la Eucaristía, vivificado por el Espíritu Santo de Dios, ese pueblo que es la Iglesia, a pesar de todas sus debilidades, es portador de Cristo, hace presente a Cristo a lo largo de la historia. En ese pueblo están, indefectiblemente, su palabra y sus sacramentos: es decir, está su gracia, su feraz redentora. En él se da también esa inefable comunión y ese amor que cambian la vida de quien sigue la vida de la Iglesia con sencillez. Y por eso, en él no dejan de florecer innumerables hombres y mujeres que ponen de manifiesto de mil modos, en mil circunstancias diversas, cómo Jesucristo hace posible al hombre vivir plenamente la vedad de su vocación. “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (M 28,20), ésa fue la promesa del Señor. Y nosotros somos testigos de que esa promesa se cumple.
 21. “Venid y veréis”, les dijo Jesús a Juan y Andrés, los primeros que se acercaron a él por indicación de Juan el Bautista (Cf. Jn 1, 35-39). Ellos también buscaban, acaso sin saber muy bien lo que buscaban. Buscaban su felicidad, buscaban a Dios. Oyeron al Bautista hablar de Jesús, y llamarle “el Cordero de Dios”. Y se fueron tras él. “Maestro, ¿dónde moras?”, le preguntaron. “Venid y veréis”, respondió Jesús. Muchos años después, el Evangelista S. Juan se acordaba todavía de la hora de aquel encuentro decisivo, el más decisivo de su vida, y el más decisivo para la historia del mundo. “Fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día. Eran como las cuatro de la tarde”. Al día siguiente, les contaban a sus amigos que habían encontrado al Mesías.
 Lo mismo os decimos a vosotros, queridos jóvenes. “Venid y veréis”. Acercaos, probad seriamente a vivir la vida de la Iglesia. En el fondo es muy sencillo. Los signos de la redención están muy cerca de vosotros. Abrid los ojos, estad  atentos a las personas de fe viva y verdadera que hay en vuestro entorno. El Espíritu Santo no deja de renovar las comunidades de la Iglesia y de suscitar en su seno nuevos carismas, formas y estilos de vivir la misma fe. No temáis uniros a aquellos lugares sonde el espectáculo de la fe vivida os provoque una claridad, un gusto y una alegría mayores, según vuestras circunstancias, vuestra historia y vuestro temperamento personal. Así podréis experimentar cómo Cristo cambia la vida y la llena de gozo. Como para Juan y Andrés, y como para tantos otros después, hasta nosotros, el encuentro con Cristo es a la vez lo más grande y lo más natural. Lo más decisivo y lo más inesperado. Y a la vez lo más sencillo, lo más humano.

VI. Súplica y esperanza.
 22. En esta hora de la historia del mundo tenernos una gran esperanza, porque el amor de Dios al hombre ha vencido y a en Cristo al pecado y a la muerte, y esta victoria se hace patente en el cambio humano de todos aquellos que acogen mediante la fe la salvación de Cristo. La desorientación cultural y moral que tantas veces domina nuestro tiempo, así como los signos de muerte que en él se manifiestan, no pueden oscurecer esta certeza que la Iglesia presenta hoy al mundo.
 El gozo de conocer a Cristo, la conciencia de las necesidades de los hombres y el propio mandato del Señor, nos apremian a la misión en este umbral del año 2000. Y el apremio que sentimos como pastores, deseamos comunicarlo a todos los miembros del pueblo de Dios. La misión consiste en proponer entre todos los ámbitos de nuestra sociedad la experiencia de humanidad nueva qu
e nosotros vivimos ya en la Iglesia.
 Vivamos nuestra fe al aire libre, ofreciéndola con humildad a todos, conscientes de que a través de nuestra humanidad, con toda su debilidad y su pobreza, es dios quien se acerca a los hombres para saciar su sed y curar su heridas. A Él nos dirigimos en esta hora, suplicándole que haga brillar su amor hacia todos los hombres a través de la fe de su Iglesia y del ímpetu de su caridad. No ignoramos la profundidad de los desafíos que se presentan a nuestra sociedad  en los umbrales del siglo XXI, ni la confusión que extravía tantas conciencias, ni la malicia y el poder de algunas fuerzas que actúan en el mundo. Y, sin embargo, sabemos que en la fe vivida por los cristianos se encuentra, hoy como ayer, la prenda de la esperanza de los hombres.
 23. Queremos concluir este mensaje con la mirada puesta en la Virgen María, la Madre del Redentor, a través de cuya acogida y fidelidad se ha comunicado en la historia la plenitud del don de Dios. En ella encontramos la clave de la verdadera sabiduría humana, la que reconoce al Dios de la vida y no se resiste a su abrazo. En ella reconocemos la verdadera libertad que engrandece al hombre, porque diciendo sí a la iniciativa de dios, comprueba las maravillas que Él hace en su vida. En ella descubrimos el amor maternal, cuya fidelidad acepta la prueba de la oscuridad y el sufrimiento. Bien sabemos cuántos la invocamos en Andalucía con tantas y tan hermosas advocaciones, que también nosotros fuimos confiados por el Señor a su maternal cuidado, al pie de la cruz.
 A ti, Madre del Salvador nos dirigimos, pidiéndote que hagas crecer nuestra fe, esperanza y caridad, para que la contemplarlas los hombres comprendan cual es el gozo y la plenitud que tu Hijo ha traído para todos los hombres. Acuérdate de los enfermos, de los pobres y los marginados, de los que se hunden en el aburrimiento, la desesperanza y la falta de sentido, de los que han sido seducidos por la droga o por la violencia. Que todos ellos puedan encontrar la salvación de tu hijo a través del abrazo de su Iglesia.

1 de noviembre de 1998, Solemnidad de Todos los Santos.

 + Carlos Amigo Vallejo, Arzobispo de Sevilla, + Antonio Cañizares Llovera, Arzobispo de Granada, + Antonio Dorado Soto, Obispo de Málaga y Melilla. + Rafael Bellido Caro, Obispo de Jerez., + Ignacio Noguer Camona, Obispo de Huelva. + Santiago García Aracil, Obispo de Jaén. + Rosendo Álvarez Gastón, Obispo de Almería. + Francisco Javier Martínez Fernández, Obispo de Córdoba. + Antonio Ceballos Atienza, Obispo de Cádiz y Ceuta. + Juan García-Santacruz y Ortiz, Obispo de Guadix-Baza.

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