Homilía en la Natividad de Nuestra Señora

El Obispo de Almería en la Solemnidad Patronal de la Ciudad de Berja.

Lecturas bíblicas: Mi 5,2-5a

Rom 8,28-30

Mt 1,1-16.18-23

Querido señor Cura párroco y queridos sacerdotes concelebrantes;

Respetadas Autoridades;

Queridos cofrades de la Virgen;

Hermanos y hermanas en el Señor:

La solemnidad patronal de la Santísima Virgen de Gádor llega este año con un gozo especial que llena el corazón de los virgitanos, y de todos los peregrinos y devotos de la Virgen que acuden hoy hasta aquí. Damos gracias a Dios misericordioso, porque hace ahora 425 años quiso ofrecer en la imagen de la Virgen de Gádor un signo visible del amparo de su santísima Madre a la comunidad cristiana que repobló estas tierras. A ellas llegó la fe evangélica con la predicación de los varones apostólicos, entre los que se encontraba san Tesifón, Fundador y primer Obispo de la antigua Iglesia de Vergi, que tuvo en él sus comienzos y prolongó su organización eclesiástica hasta en el siglo VI, en el cual la diócesis virgitana se fundió con la diócesis de Addera, hoy población y tierras de la hermana ciudad de Adra.

A lo largo de más de cuatro siglo esta imagen bendita, albergada en el santuario diocesano de las estribaciones de la sierra que le da nombre, ha servido de referencia devocional para venerar a la madre del Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Señor. Esta imagen ha sido testigo de las alegrías y de las penas de los hijos de esta tierra, en su presencia amorosa, los fieles han ido desgranando, en diálogo con la Virgen María, súplicas, alabanzas y acciones continuadas de gracias a la intercesora constante ante su Hijo a favor de cuantos le aman y a ella acuden. Saben todos que María es la mejor de las influencias para llegar a Cristo, porque fue en atención a María como Cristo adelantó su hora convirtiendo el agua en vino en las bodas de Caná.

Todos confían en María, porque María es modelo vivo de una caridad sin límite, como nos la presenta el autor sagrado. María entra en la escena evangélica acudiendo presurosa a visitar a su prima Isabel, al enterarse por el ángel que su pariente había sido agraciada con el don sublime de la maternidad, y era ya «el sexto mes de la que se decía que era estéril, porque no hay nada imposible para Dios» (Lc 1,36b-37). ¿Cómo no acudir a sus buenos oficios ante su Hijo cuando acucian las necesidades y María, consuelo de los afligidos, refugio de los pecadores y auxilio de los cristianos, como la invocamos en las letanías, ofrece su ayuda?

María es madre de Dios, porque es madre del Hijo eterno de Dios, que tomo carne en sus entrañas para hacerse uno de nosotros, como lo confesamos en el Credo. Las lecturas que hemos escuchado en esta fiesta de la Natividad de la Virgen ponen de manifiesto la humanidad de Jesús, nacido de su vientre. El profeta Miqueas promete a Belén, «pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel» (Mi 5,2). Nacido de María, Jesús es verdaderamente hombre al mismo tiempo que es verdaderamente Dios, el Hijo engendrado y no creado, que recibe la divinidad del Padre desde la eternidad.

Jesús es el Hijo encarnado de Dios, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación, al que Dios Padre ha enviado al mundo para que por su nacimiento retorne «el resto de sus hermanos a los hijos de Israel» (5,3b). El profeta habla de Jesús como el pastor que «pastoreará con la fuerza del Señor por el nombre glorioso del Señor su Dios» (5,4a); por su jefatura y guía, sus hermanos volverán a la unidad de la grey y acogerán en la gran fraternidad de todos a los que vengan de lejos, refiriéndose con ello a los pueblos gentiles: «Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y ésta será nuestra paz» (5, 4b-5a).

En la profecía de Miqueas encontramos la misma promesa de esperanza que encontramos en el gran profeta Isaías, del que fue contemporáneo en el último tercio del siglo VIII antes de Cristo. También Isaías promete la paz que traerá el hijo de una virgen encinta que dará a luz (Is 7,14), y del que dice el profeta: «Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y e su nombre «Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la Paz» (Is 9,5).

En este Año de la Fe nosotros queremos fortalecer nuestra fe en Jesucristo como Hijo de Dios y hombre verdadero, confesando con el apóstol san Pablo ante los hombres que en la muerte de Jesús «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto entre nosotros el mensaje de la reconciliación» (2 Cor 5,19). La muerte, en efecto, de Jesús ha traído al mundo la paz definitiva, que es la salvación de los hombres. Jesús ha entregado como buen pastor su vida por sus ovejas y en su muerte y resurrección hemos sido salvados. Como dice el evangelista san Juan, verdaderamente en la muerte de Jesús se cumplía la profecía del sumo sacerdote Caifás, que veía conveniente que uno muriera por todo el pueblo, refiriéndose a la muerte de Jesús. El evangelista comenta: «Esto no lo dijo por propio impulso, sino que por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,51-52).

Los santos Padres de la Iglesia antigua nos han enseñado que el Hijo de Dios se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser hijos de Dios. Para esto nació de la Virgen María y tomó de ella nuestra humanidad. En el oficio divino de esta fiesta de María, leemos un sermón de san Andrés de Creta que, por designio de Dios Padre, el compendio de todos los beneficios que Cristo nos ha hecho es «su anonadamiento, su encarnación y la consiguiente divinización del hombre»; a lo cual añade el santo Obispo de Creta que era conveniente que la venida de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que la preparara y éste es en verdad el significado de esta fiesta, porque «el nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes, exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne que le estaba destinada. En el día de hoy nació la Virgen; es luego amamantada y se va desarrollando; y es preparada para ser la Madre de Dios, rey de todos los siglos» (San Andrés de Creta, Sermón 1: PG 97, 806-810). Llega a decir san Andrés, por esto mismo, que la concepción de la Santísima Virgen es el inicio de la renovación de la humanidad.

Para que nadie tenga duda de que el Hijo de Dios ha tomado nuestra carne al ser concebido en el seno de la Virgen, el evangelista san Mateo nos ha legado la genealogía humana de Jesús en tres grupos de generaciones que distribuye como hemos escuchado en el evangelio: «Así, las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta Cristo, catorce» (Mt 1,17). Tres grupos de generaciones que terminan en «José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo» (Mt 1,16).

María nació predestinada a ser la madre del Mesías y hoy nos gozamos en su nacimiento, bendiciendo a Dios por su divina maternidad, y llenos de confianza acudimos a ella, por su singular cercanía al Hijo de Dios. Sabemos que en ella se ha cumplido cuanto dice el Apóstol en la segunda lectura de este día: que «a los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo para que él fuera el primogénito de muchos hermanos» (Rom 8,29). Cristo nos ha entregado a su madre para que ejerza sobre nosotros una maternidad espiritual que nos ayude a configurarnos con Cristo, reproducir en nosotros la imagen del Hijo de Dios. Desde que Juan, al que Jesús crucificado entregó a su madre, la recibió en su casa, María es madre espiritual de
cada uno de los discípulos de Jesús, de cada uno de los bautizados. Por eso, nuestra vida cristiana está apoyada en esta maternidad espiritual de María, de la que hemos recibido al Salvador.

La Virgen María y su esposo san José interceden constantemente por nosotros. Por la fe de María y de José hemos recibido el donde la salvación que Cristo nos trae como paz definitiva, como reconciliación Dios. Imitemos la fe de María y la fe de José, en los cuales llega a plena realización la fe de Abrahán, origen de la cadena de las generaciones que llegan hasta Cristo y padre de los creyentes, por haberse fiado plenamente de Dios, que le llamó a dejarlo todo, su tierra, sus parientes y, confiando en Dios, salir hacia una tierra nueva para ser padre de una muchedumbre más extensa y numerosa que las estrellas del cielo y las arenas de las playas marinas (cf. Gn 15,5-6; 22,17; Dn 3,36).

Con la ayuda de María y de José su esposo, podemos afrontar las dificultades que nos plantea hoy vivir con coherencia nuestra fe, en una sociedad compleja, como la nuestra que se aleja de la tradición cristiana y se halla tentada siempre por el materialismo. Se hace precisa una regeneración profunda de nuestra sociedad de tradición cristiana, una vuelta a los valores que emanan del Evangelio de Cristo y las virtudes cristianas, para abrir la vida humana a un horizonte de verdadera paz social, sólo posible si hay renovación interior, espiritual, si conformamos nuestra vida con la imagen del hombre nuevo que tenemos en Jesucristo. Es verdad que podemos darnos una cierta moral pública, pero siempre será precaria y dependerá de los consensos que seamos capaces de establecer; porque incluso la capacidad natural de la razón que Dios nos dio para discernir y separar el bien del mal está sometida a la fuerza pecaminosa de intereses encontrados y al influjo de las ideologías, y necesita de la redención de Cristo para regenerar el modo de pensar de los hombres y acercar el pensamiento humano al de Dios.

Hemos de pedirlo así al Señor por intercesión de la Santísima Virgen: que por su nacimiento de la Virgen reine la paz entre las naciones y cesen las hostilidades de la guerra en el Cercano Oriente, los creyentes encuentren una convivencia pacífica y se garanticen los derechos de todos, también los derechos humanos y ciudadanos de las minorías cristianas que son duramente probadas. Sí, pidamos por intercesión de la Virgen que los cristianos no sean perseguidos ni marginados y que los inocentes no sufran las consecuencias horribles de la guerra. El nombre de Dios no puede ser invocado para legitimar la violencia, tentación blasfema. Por eso, pidamos a la Virgen María, Reina de la Paz, que las confesiones religiosas del Oriente Cercano cooperen a la fraterna colaboración de las naciones hoy en guerra fratricida y callen las armas.

Que María, cuya Natividad celebran hoy tantas ciudades de España, que veneran a la bienaventurada Virgen María con distintas advocaciones patronales, nos ayude a poner la confianza en Dios y a cumplir los mandamientos; para que, haciendo la voluntad de Dios, que pretende nuestro bien y salvación, podamos reencontrar la paz social. Que la Santísima Virgen nos ayude a practicar las virtudes cristianas, alimentando nuestra vida de fe, esperanza y caridad, que es el fundamento de una existencia enteramente centrada en Dios, lo único necesario para regenerar la vida y hacer posible el amor a los hermanos y todos los pueblos alcancen por la intercesión de la Reina de la Paz una verdadera paz social duradera y el bienestar deseado. Que así sea.

Iglesia parroquial de la Anunciación de Berja

8 de septiembre de 2013

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería

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