Homilía en la Misa Crismal

Isaías 61, 1-9 Cambiaré el luto por el óleo de la alegría y os daré un perfume de fiesta; 

Salmo 88 Mi fidelidad y mi amor lo acompañarán; 

Apocalipsis 1, 4b-8  Por su sangre hizo de nosotros un reino de sacerdotes; 

San Lucas 4, 16-21 Hoy se cumple este pasaje que acabáis de oír

 

Queridos hermanos del presbiterio, diáconos permanentes, vida consagrada, seminaristas, hermanas y hermanos todos de esta Iglesia del Señor que camina en Almería.

Me gustaría hablaros al corazón y que todos hiciéramos un esfuerzo para entrar en el misterio y nos colocáramos en el momento de la Última Cena, cuando el Señor en ese gran momento de intimidad con sus amigos, cuando tan sólo le quedaban unas horas de estar en este mundo y anticipa el Sacrificio: esto es mi Cuerpo, esta es la Sangre de la Nueva Alianza; y lo articula entre el mandamiento del Amor y el Lavatorio de los pies. Nada es casual. ¡Qué pedagogía la de Cristo! Tres momentos inseparables que se apoyan uno en el otro y adquieren así su sentido completo.

Me gustaría hablaros al corazón y que todos hiciéramos un esfuerzo para entrar en el misterio y nos colocáramos en el momento de la Última Cena, cuando el Señor en ese gran momento de intimidad con sus amigos, cuando tan sólo le quedaban unas horas de estar en este mundo y anticipa el Sacrificio

Vivamos este acontecimiento desde una actitud de adoración y de confianza.

En este marco, en el ámbito del amor y del servicio, instituye el Señor la Eucaristía, de la todos tanto dependemos. Es el signo de la Nueva Alianza. La historia de la Salvación está plagada de alianzas: con Noé, Isaac, Jacob, Moisés… todas exigían su sacrificio. Normalmente un cordero.  Sacrificio no es una palabra negativa y mal vista, como solemos entenderla hoy casi todos. Sacrificio significa: hacer sagrado. Es decir que en la Alianza Dios nos pone a su nivel, y eso exige renunciar a todo lo que nos separe de él. En esta alianza definitiva, Jesús mismo es el sacrificio: “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

Y para que ni sus discípulos, ni nosotros hoy, equivoquemos su entrega sacrificial con otra cosa, tomó un trozo de pan y un cáliz lleno de vino… Las palabras pronunciadas por Jesús son anticipación de su muerte: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros”. “Esta es mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. Estas palabras convierten el hecho de la muerte en un suceso de amor.

Dejadme que os traiga a cuento una reflexión sensible que leí hace años: si tomas una forma sin consagrar en tus manos y contemplas ese trozo de pan y piensas ¿cómo podrá ver el Señor este trozo de pan? ¿Creéis vosotros que lo verá igual que un guijarro del río o un corderito? No. De ninguna manera, pues el trozo de pan es el resultado de una historia. Para que pueda tenerlo en mis manos fue necesario el trabajo del labrador, el sembrador, el segador, sin hablar de los que fabricaron los instrumentos de labranza y siega… después el molinero, el panadero y todos los artesanos y artesanas, después el vendedor y las monjas que hicieron las formas… Este pan somos la humanidad misma y Cristo se encarna de nuevo en nuestro trabajo para quedarse entre nosotros y ser alimento. (cfr. François Varillon, Joie de croire… Paris 1981 p. 279-294) ¿Hay expresión más grande que este sacramento?

Si nos comiésemos este pan sin consagrar la historia de la humanidad quedaría sin salida, permanecería tan solo humana… volveríamos a producir más pan… y moriríamos. Pero si llevamos este pan al altar, Cristo hace de él su propio Cuerpo y “cristifica” el trabajo y al mismo hombre y se abre la puerta de la humanidad hacia Dios, y comiendo su Cuerpo nos hacemos como él, portadores de eternidad. Como María puso su cuerpo para engendrar a Cristo, así nosotros ponemos toda nuestra vida para esta nueva y diaria encarnación: la presencia de Dios en medio de su pueblo. Esto, que os digo, es para todos los bautizados en Cristo, sacerdotes en él.

Y nosotros, los presbíteros, los que hemos sido llamados para este ministerio, seguimos poniendo nuestras pobres y pecadoras manos para tan gran misterio de redención. ¡Nos hacemos sacerdotes en Cristo! ¡Ofrecemos nuestra vida y el trabajo de las gentes! ¡Nos hacemos en Cristo alimento! Esclavos, servidores de todos, portadores, “cristóforos” de la humanidad hacia Dios. Y de esto, todos un poco.

Y nosotros, los presbíteros, los que hemos sido llamados para este ministerio, seguimos poniendo nuestras pobres y pecadoras manos para tan gran misterio de redención.

El sacerdocio de Cristo no puede ser comprendido como una dignidad, una promoción o un puesto de poder. Ni siquiera un ámbito para estar por encima de los demás. Y muchas veces hay sacerdotes que actúan así, con poder y autoritarismo, olvidando que han sido creados bajo el cimiento del lavatorio de los pies. El que quiera ser el primero que sea el servidor de todos.  El sacerdocio de Cristo implica, como dice el autor de la Carta a los Hebreos, asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de ser misericordioso. No sigue el camino de la ambición, del lujo, de la soberbia y del poder. Jesús ha seguido el camino de la humillación, de la pobreza, del sufrimiento y de la muerte, como hemos escuchado en Isaías. Ha asumido nuestra naturaleza frágil y débil, de carne y de sangre, y ha afrontado la muerte.

El sacerdocio de Cristo no puede ser comprendido como una dignidad, una promoción o un puesto de poder. Ni siquiera un ámbito para estar por encima de los demás. Y muchas veces hay sacerdotes que actúan así, con poder y autoritarismo, olvidando que han sido creados bajo el cimiento del lavatorio de los pies.

Este es un sacerdocio nuevo: comprender a los débiles, ayudarles, descender a la fosa de los afligidos para rescatarlos, acercarse a los que carecen de esperanza para levantarlos, revelar el nombre y la gracia de Dios a cuantos andan en las tinieblas del mundo. Nadie puede decir “esto es mi cuerpo” y “éste es el cáliz de mi sangre” si no es en el nombre y en la persona de Cristo, único sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza (cf Hb 8-9).

Cristo ha tomado sobre sí nuestro destino: que incluye la muerte y el sufrimiento como consecuencia del pecado, y lleva a término nuestra vocación: amar para ser coronados de gloria y de honor. Pero no nos equivoquemos, su gloria no es la gloria de un rey o guerrero que ha vencido a su enemigo, o la de un ambicioso que ha cumplido sus proyectos: es la gloria del amor, de la misericordia, que restablece la comunión de los hombres con Dios y nos busca, y nos habla a cada uno por nuestro nombre, con nuestra propia originalidad.  ¡Él es el buen Pastor! Cuánto me duele cuando personas de una parroquia vienen a quejarse de su cura por soberbia, por imposición de su voluntad, por confundir autoridad, que nace del lavatorio de los pies, con autoritarismo. No seamos de este mundo, sed como el buen pastor que sacrifica su vida, 24 horas sobre 24, por sus ovejas. Desechad de vuestra boca y de vuestro corazón la expresión: el párroco soy yo. No debemos ser como los déspotas ilustrados. Todo por el pueblo, pero sin el pueblo. Se nos va pegando el lodo de la historia. No sea así entre vosotros.

Cuánto me duele cuando personas de una parroquia vienen a quejarse de su cura por soberbia, por imposición de su voluntad, por confundir autoridad, que nace del lavatorio de los pies, con autoritarismo.

Os invito a pedir a Dios la gracia de seguir también todos nosotros el dinamismo de ese sacerdocio. Ser compasivos con nuestros hermanos exige de nosotros vivir el sacerdocio según el Espíritu de Cristo, no según el espíritu de este mundo. Exige de cada uno de nosotros saber llevar a la humanidad hacia Dios, y muchas actitudes personales les pueden separar. Nuestro sacerdocio no es un oficio puramente temporal. Es para siempre. Pues el dinamismo del amor no se puede entender de otra manera. Todo pasará, el amor no pasa nunca.  El sacerdocio, como decía san Agustín, es amoris officium, es el oficio del buen pastor, que da la vida por las ovejas (Jn 10, 14-15).

Pidamos a María, Madre de la Iglesia, que interceda por todos nosotros para que nos presentemos con Cristo como ofrenda agradable a los ojos de Dios y descienda sobre nosotros la gracia que todo lo transforma, que todo lo eleva, que todo lo perfecciona y que todo lo glorifica. ¡Ánimo y adelante!

+ Antonio Gómez Cantero

Obispo de Almería

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