Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor

Palabras de Mons. González Montes, Obispo de Almería, con motivo de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada.

Lecturas bíblicas: Mal 3,1-4; Sal 23; Hb 2,14-18; Lc 2,22-40 

Queridos hermanos sacerdotes,

Queridos religiosos y religiosas y personas de vida consagrada,

Hermanos y hermanas: 

Un año más la fiesta de la Presentación del Señor nos invita a mirar al Hijo de Dios que entra en el templo para ser ofrecido y rescatado, conforme a la prescripción de la Ley: “Conságrame todos los primogénitos israelitas: el primer parto, lo mismo de hombres que de animales, me pertenece (…) los primogénitos de los hombres los rescatarás siempre” (Ex 13,2.13). Dios, que arrebató a los primogénitos de Egipto por causa de la libertad de su pueblo, le pide al pueblo elegido sus propios primogénitos, para que Israel recuerde siempre la noche de la Pascua, del «paso del Señor» para darles la libertad “cuando Israel salió de Egipto” (Sal 113,1).

La fiesta pascual se convertiría así en fiesta de la libertad del pueblo elegido. Una libertad que es don del Señor y que Dios ofrece a su pueblo como tarea y forma de vida en la cual tendrá que arrostrar graves peligros y superar dificultades, tantas como para sentir la tentación de la esclavitud como tentación de la pereza y de la comodidad, inclinándose a vender la libertad por un plato de comida preparada, como hizo Esaú al retornar hambriento de las faenas de la caza.

Los renacidos en la Pascua de Cristo por el bautismo han sido asimilados a su triunfo sobre la muerte y a la victoria de su resurrección, han pasado las aguas del Mar Rojo y han atravesado a pie enjuto del Jordán, para entrar en la tierra prometida de la libertad. San Pedro recordará que el precio de la libertad de los bautizados es la sangre de Cristo: “una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin, Cristo” (1 Pe 1,19; cf.1 Cor 6,20), que impide el retorno a la esclavitud.

La libertad, sin embargo, no es don sin ser al mismo tiempo conquista de quien ha hecho de la conversión a Cristo tarea de vida. El bautismo es la gran consagración de la existencia cristiana, y nos ha sido dado radicalizar las potencialidades del bautismo mediante el seguimiento de los consejos evangélicos. Por este seguimiento los religiosos y las personas de vida consagrada renuncian a los bienes visibles del mundo por los bienes invisibles e imperecederos como forma de configuración con Cristo que anhela la “caridad perfecta” como única forma de vida.

Se trata del seguimiento por el reino de los cielos que se realiza mediante la consagración de la vida a Dios en forma plena e indivisa, para vivir en la libertad que otorga la pertenencia en totalidad a Dios. El II Concilio del Vaticano nos recuerda que el amor es el móvil de la vocación cristiana, porque es el amor a Dios y el amor al prójimo lo que está en juego como bien único necesario. Por eso, los diversos estados en los que se realiza la  vida cristiana hallan en el amor con el que son vividos y consumados la propia perfección. Sin embargo, el Señor quiso hacer de la renuncia a sí mismo y del seguimiento estrecho del Evangelio un signo visible de la contingencia de este mundo y de su condición perecedera, para afirmar que sólo lo único necesario perdura, que es el amor de Dios mismo por sí mismo, y con él la participación plena en la vida divina.

En la situación actual de la sociedad y de la cultura vigente, resulta difícil percibir el valor de los bienes eternos por contraposición con el carácter perecedero de los bienes de este mundo. Aun así, la llamada de Cristo a seguirle será capaz de impactar en la vida de los jóvenes, si se les ofrece como existencia en el amor, en la cual la propia vida de Dios se convierte en el alimento de la vida perecedera, rescatándola de la muerte y vivificándola. Asimilada por gracia a la vida divina, la vida mortal se abre a su consumación más allá de este mundo, y viviendo la vida del Dios “que da vida a los muertos y llama a la existencia a lo que no existe” (Rom 4,17), se anuncia ya presente en esta vida mortal aquello que se espera, en virtud de la consagración de vida. Se puede, por esto, decir que el lema de la Jornada mundial de la vida consagrada elegido para este año no es un lema ilusorio, sino realista, porque ciertamente la vida de consagración es “un reto para el mundo”, y este reto es sentido con particular intensidad por los jóvenes, que se verán capaces de afrontarlo si llegan a percibir que es Cristo quien los llama.

Llevamos mucho tiempo diciendo que la vida de consagración es altruismo y generosidad sin límites, porque los votos religiosos son libertad para el compromiso, y es algo muy cierto. Ahí están si no las vidas de tantos miles de religiosos y religiosas expuestas al peligro del contagio infeccioso, a los peligros de situaciones de violencia inusitada, gastadas en beneficio de los pobres y marginados, de los enfermos y de los ancianos. Sin  embargo, es una presentación incompleta y podría ser sesgada, si no se hace ver a quienes Dios llama a abrazar la vida religiosa, que es Dios quien les llama, no tan sólo un programa altruista. Es posible que haya quien considere que estas palabras son difíciles de sufrir cuando la crisis social y el mal del mundo constituye un reto insoslayable, pero si perdemos a Dios como clave y razón de la llamada a la consagración de vida, también habremos perdido la clave y razón del amor al prójimo en el cual se revela el amor a Dios que profesamos.

La consagración de Cristo supuso la afirmación de la voluntad del Padre como fundamento de la entrega de Jesús a la pasión y a la cruz, y es así como el sufrimiento obediente de Cristo se convirtió en revelación que hace transparente, de forma impactante a los ojos del mundo, el amor de Dios. La obediencia de Cristo es paradigma de la obediencia de una vida de consagración en la cual el sometimiento a los hombres es ejercitación de la libertad para Dios y compromiso de servicio al hombre. La vida de consagración pide, de quienes la han hecho suya, aquel sacrificio de la propia voluntad que es libre afirmación de Dios como bien supremo. Así el voto de castidad perfecta y la virginidad consagrada fructifican en paternidad y maternidad espirituales, que impiden que el ejercicio de la autoridad se reduzca a mera gestión de bienes e intereses comunes, porque la pobreza se ha convertido en realidad en un estilo y programa de vida que es mero despojo que humanamente empobrece, merma y aprisionamiento de las propias facultades, sino acceso al mayor de los bienes: Dios mismo como manantial de todo don y gracia. Entendemos lo que significan las palabras del Apóstol cuando afirma que Cristo por nosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.

La vida religiosa y de c
onsagración en general de tantos bautizados enriquece en forma tal a la Iglesia que sin ella la comunidad eclesial perdería visibilidad sacramental y capacidad de testimonio. El aprecio que la Iglesia tiene por la vida de consagración y por los consejos evangélicos es fidelidad a Cristo, que los propone en todo tiempo a quienes en la Iglesia le quieren seguir, para mejor entregar al mundo el don de la salvación, haciendo visible ante los hombres el origen y el destino de la vida humana, a cuyo margen  el ser humano pierde su verdadera identidad como hijo de Dios, destinado a la vida eternamente bienaventurada y feliz.

Todos hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos para que la gracia de la vocación a la consagración de vida resulte comprensible y atraiga a los jóvenes, con la misma fuerza de fascinación que atrajo a tantos jóvenes de ayer. Se lo pedimos a la Madre del Redentor del mundo, que hoy ha presentado al Niño Jesús en el templo de Jerusalén. 

S.A.I. Catedral

Almería, a 2 de febrero de 2011

Presentación del Señor en el Templo 

+ Adolfo González Montes

Obispo de Almería  

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