Homilía en el Domingo de Ramos

Homilía del obispo de Almería, Mons. Adolfo González

Lecturas bíblicas: Procesión de Ramos: Mt 21,1-11; Santa Misa: Is 50,4-7; Sal 21; Fil 2,6-11; Mt 26,14-27,66

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos rememorado la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, con cantos de alabanza y aclamado como “hijo de David”, aquel de quien el profeta Zacarías había llamado “Rey de paz”, que entra triunfante en Jerusalén, la “Ciudad de la paz”. Entra Jesús en la ciudad santa como lo había anunciado el profeta: «manso y montado sobre un asno, en un pollino, hijo de acémila» (Za 9,9). Jesús es el contemplado por el evangelista como verdadero Mesías y Rey de Israel: aquel que «viene en el nombre del Señor» (Mt 21,9). El evangelista le ve como verdadero heredero de la dinastía davídica, con cuya entrada triunfal la ciudad santa se conmueve.

Sin embargo, Jesús ha predicho su muerte en la ciudad santa, «porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,33). La historia de la pasión según san Mateo se abre con la conspiración contra Jesús y la predicción que Jesús hace de su propia muerte: «Sabéis que dentro de dos días es la Pascua; y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado» (Mt 26,2). El evangelista contrapone la unción de Jesús por una mujer en Betania, episodio sucedido en casa de Simón el leproso, con el cual da comienzo el evangelista a la historia de la pasión.

Jesús fue ungido por la mujer que, según el evangelio de san Juan, habría sido María, hermana de Lázaro y de Marta. El evangelista sitúa a Jesús en casa de los hermanos después de la resurrección de Lázaro y seis antes de la Pascua. Es importante caer en la cuenta de la contraposición que san Mateo hace entre esta unción y la que ya no será necesaria, cuando las santa mujeres acudan al sepulcro la mañana de Pascua para ungir el cuerpo el cadáver de Jesús. Es el propio Jesús quien, contra la observación interesada de Judas, que lo traicionará, alaba a la mujer anticipando la unción de la sepultura.

El evangelista contrapone de este modo la acción de Judas y los sentimientos que alberga su corazón, sentimientos de decepción con Jesús, y los sentimientos de amor y gratitud de la mujer que unge a Jesús. Los sentimientos de Judas son los de quien no ha comprendido la verdadera intención de Jesús y su anuncio del reinado de Dios. Su seguimiento de Jesús es adhesión a un proyecto terreno, de dominación sobre los enemigos y desquite de la opresión. Jesús, sin embargo, habla de un «reino que no es de este mundo» (Jn 18,36). El suyo es el reino mesiánico que instaura la soberanía de Dios como alianza en su propia sangre redentora, «derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28).

Tampoco entienden a Jesús sus discípulos, que huyen asustados, como Jesús mismo lo había anunciado: «Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta noche, porque está escrito: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño”» (Mt 26,31). El signo de la defección son las negaciones de Pedro, expresión de toda la debilidad del alma humana inclinada por el pecado. Frente a Judas, que desespera del perdón de Jesús, Pedro da rienda suelta al llanto sin poder aguantar la mirada de Jesús, que sin embargo le mira con aquel amor con el que Dios recupera a cuantos se arrepienten del pecado cometido.

En esta narración del evangelista san mateo la historia de la pasión es conducida por Jesús mismo, pues se trata de su historia personal, en la cual Dios ha querido salvar al mundo, porque es la historia del Hijo de Dios hecho carne para redención del mundo. Todo sucede conforme al designio de Dios: en la pasión de Jesús se recapitula la historia de la defección de Israel, del pueblo elegido. Tentados en el desierto, protestaron contra Dios y contra Moisés y no dudaron en preferir las ollas de Egipto con esclavitud que la libertad que Dios les otorgaba pero que exige sacrificio y voluntad de redención.

Una historia que se concentra en la venta que Judas hace de Jesús por treinta monedas de plata, aunque fueran los valiosos siclos de la moneda del templo. En tiempos de los patriarcas, Esaú había vendido la primogenitura por un plato de lentejas y en el desierto el pueblo elegido lo hubiera dado todo por la comida de Egipto. Judas se deshizo del Redentor del mundo por treinta monedas del templo, que los sumos sacerdotes no quisieron después echar en el tesoro sagrado del templo, porque aquellas monedas habían sido “precio de sangre”.

En la misa «en la Cena del Señor» podremos detenernos en la Eucaristía, la historia de la pasión narra su institución y lo que hoy conviene que destaquemos es justamente el precio de nuestra redención y la instauración de la alianza en la sangre de Jesús. El signo que realiza Jesús anticipa sacramentalmente su pasión y muerte en la cruz por la redención del mundo. Pasión del Señor que con el interrogatorio por los sumos sacerdotes da paso a la terrible tortura de la soldadesca a las órdenes del sanedrín. Escarnio y mofa infligidos a Jesús que llevan a cumplimiento la profecía de Isaías sobre el Siervo de Dios que sufre y, en cuyo dolor, acontece la sanación de las enfermedades del mundo. El interrogatorio y el escarnio de Jesús profetizado por Isaías es el tránsito que ha de pasar el Mesías para llegar al reino de Dios, llevándose consigo al buen ladrón, que confiesa sus pecados y reconoce la inocencia de Jesús, injustamente crucificado.

Muere Jesús como «rey de los judíos», el título de la condena a muerte que Pilato hizo colocar sobre la cruz, pero la burla de quienes le agravian mientras pende de la cruz no encontrará en el Crucificado otra respuesta que su muerte como aquel en quien Dios, mediante un designio de amor y misericordia incomprensible para los verdugos de este mundo, ha derramado gracia y misericordia para el mundo. No bajó de la cruz para que muerto con una muerte ignominiosa fuera exaltado por Dios mediante su resurrección de entre los muertos, recibiendo de Dios, como dice, san pablo, «el “Nombre-sobre-todo-nombre”, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo, y toda lengua proclame: “¡Jesucristo es Señor!” para gloria de Dios Padre» (Fil 2,9-11).

Es lo que reconoció el centurión que custodiaba la ejecución del Calvario, confesando de qué modo aquel hombre había muerto como sólo Dios hecho hombre puede morir: «Realmente éste era Hijo de Dios» (Mt 27,54). Con él y con cuantos contemplan hoy en el Crucificado al Hijo de Dios limpiando los pecados del mundo con su sangre contemplemos nosotros en Jesús crucificado al Redentor del hombre. En su obediencia hasta la muerte se ha cumplido la voluntad misericordiosa de Dios, para que a nosotros «las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio y un día participemos de su gloriosa res
urrección» (MISAL ROMANO: Oración colecta del Domingo de Ramos).

S.A.I. Catedral de la Encarnación
9 de abril de 2017
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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