En la Solemnidad de la Patrona de Almería

Homilía de Mons. Adolfo González Montes, Obispo de Almería, en la Solemnidad de la Virgen del Mar

HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA VIRGEN DEL MAR
Patrona de la Ciudad de Almería

Lecturas bíblicas: Eclo 24,1.3-4.8-12.19-21
Sal Jdt 13,18-19
Gál 4,4-7
Lc 11,27

Venerado hermano en el Episcopado;
Ilustrísimo Sr. Alcalde;
Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades;
Rvdo. P. Prior y comunidad conventual de la Orden de Predicadores;
Miembros del Excmo. Cabildo Catedral;
Hermanos sacerdotes, religiosas y cofrades de la Virgen;
Hermanos y hermanas:

La Iglesia aplica a la Santísima Virgen, en quien encuentra realización de excelencia, la revelación de la sabiduría que hemos escuchado. La sabiduría es presentada en los libros sapienciales del Antiguo Testamento como creación divina, expresión de la sabiduría eterna que Dios mismo es. Dios que es creador y supremo hacedor del mundo creado, visible e invisible, ha impreso en este mundo creado el orden primordial que lo gobierna y divinamente lo sostiene. Dios, porque creo el mundo por amor, también por amor lo conserva y mantiene su permanente evolución y crecimiento. Él es el autor del mundo y de la vida, el creador del hombre, que no lo ha abandonado a pesar del pecado que el hombre ha introducido en la creación de Dios; antes bien, le ha entregado a su propio Hijo.
Dios con su infinita sabiduría todo lo gobierna y conduce a la humanidad a la salvación, siempre que el hombre quiera salvarse, y ame a Dios, ame la sabiduría que Dios mismo es, inseparable de su amor por por el ser humano, al que hizo «a su imagen» (Gn 1,26-27), y por esto mismo inseparable de su misericordia eterna. Cuando el salmista invita a dar gracias a Dios motiva la invitación con el estribillo: «porque es eterna su misericordia». Y si preguntamos por qué, su argumentación es la narración de la creación y de la historia de la salvación: «Sólo él hizo grandes maravillas (…) Él hizo sabiamente los cielos (…) Él hirió a Egipto en sus primogénitos (…) y sacó a Israel de aquel país (…) con mano poderosa, con brazo extendido (…) Él da alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia» (Sal 135,4.5.10.11.25.26).
El autor sagrado presenta la sabiduría divina como realidad creada que hizo morar en su pueblo, convirtiendo a Israel en su morada entre los hombres, y de esta manera prefigurando en sombras lo que había de venir: que Dios moraría en medio de su pueblo, que pondría su tienda entre las nuestras y así aquel que es la encarnación de la Sabiduría divina, su propio Hijo eterno vendría ser hombre como nosotros para revelar el misterio de la Sabiduría manifestando en la misericordia infinita de Dios. Este canto de la sabiduría se convierte en profecía de la encarnación del Hijo, en quien se personifica la Sabiduría del Padre; porque «cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley (…) para que recibiéramos el ser hijos por adopción» (Gál 4,4-5).
María es la morada de Dios hecho carne por nosotros, y porque en ella se encerró el infinito saber de Dios, que es su Hijo eterno y su Verbo, la invocamos con el título con el que las letanías la aclaman “sedes Sapientiae”, “trono de la Sabiduría”, convertida de así, por su divina maternidad en “causa de nuestra alegría”. Lo es, porque María es la madre del amor hermoso y de la santa esperanza, como la invocan los hijos de Eva en este valle de lágrimas, conocedores, como dice san Pablo, de que «los sufrimientos de ahora no son comparables con la gloria que se ha de manifestar. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios» (Rom 8,18-19).
María es morada de la Sabiduría porque ella misma es obra de la sabiduría de Dios, hija excelsa del Dios Altísimo, predestinada por el amor divino a ser la madre de la Sabiduría encarnada. La liturgia de la Iglesia y la devoción del pueblo la invocan con los títulos con los que la acredita su predestinación eterna: hija del Padre, madre del Hijo, esposa del Espíritu creador. No debemos pasar por alto que la Iglesia ha visto en el texto sagrado del Eclesiástico que hoy hemos escuchado no sólo la personificación de la Sabiduría divina en el Verbo de Dios, sino el origen del Hijo, Sabiduría de Dios, en el Padre, de quien procede el Hijo; y la acción regeneradora del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, y habita «en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad, en la congregación de los santos» (Eclo 24,12).
María encarna la sabiduría en el conducirse ante Dios y entre los hombres, porque «el temor del Señor es el principio de la sabiduría» (Pr 1,7a). Su respuesta al ángel de la anunciación es la respuesta de la acogida de la palabra que le llega de Dios y se hace en su vientre Palabra encarnada, carne de nuestra carne, para nuestra salvación. Con razón Isabel, y con ella la Iglesia, a lo largo de los siglos la han llamado dichosa, bienaventurada. Dichosa por haber dado morada a la Sabiduría encarnada: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45). Por esto mismo, porque acogió la palabra de Dios y creyó a Dios dando crédito a su palabra, la razón última de la bienaventuranza de María es haber escuchado la palabra de Dios y haberle dado cumplimiento. María se ha conduciéndo así en la presencia de Dios y entre los hombres movida por el temor del Señor, principio de toda sabiduría. Es la clave religiosa de por qué son dichosos «los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28).
Hoy como siempre, es necesario vivir conducidos por el temor del Señor, recobrar el sentido religioso de la fe, vivir en la presencia de Dios y de Cristo, dejándonos mover por el Espíritu creador, que regenera en nosotros la vida divina que se nos dio en el bautismo y perdemos por el pecado. En nuestros días, la sociedad ha perdido en gran medida el sentido religioso de la existencia, y no vivimos sabiéndonos en presencia de Dios. El hombre sucumbe siempre con facilidad a la tentación de sustituir la palabra de Dios con la suya propia, pero sólo Dios es el origen y el hontanar de la sabiduría. Perder el sentido de lo santo y cerrarse a la influencia de Dios, defendiéndose contra él, es arruinar la propia vida. Una sociedad sin Dios, clausurada en su propio agnosticismo, propuesto como doctrina oficial de una sociedad en progreso, no es garantía de supervivencia ni de paz, porque cuando se expulsa a Dios de la propia casa, los demonios se cuelan por las ventanas.
Pidamos a nuestra Patrona la Virgen del Mar, Estrella del Mar y Reina de la Paz, que oriente nuestras vidas a Cristo, porque en él Dios ha salido al encuentro del hombre y nos ha revelado su amor. Cristo es la Sabiduría de Dios que ilumina nuestra existencia, sin él no nos es posible logro alguno para la vida eterna. Al darnos a Jesús, María nos ha dado al Autor de la vida, par
a que el mundo no perezca. En esta sociedad en la que la intolerancia de las ideologías, origen de los conflictos y una grave amenaza para la paz social, contribuyen a crear crispación y falta de entendimiento, hemos de acudir a la intercesión de María con fe. Pedir a la Reina de la Paz que nos ayude a proceder conducidos por la sabiduría de lo alto y el temor de Dios, para que la violencia de los terroristas que se sirven de manera blasfema del santo nombre de Dios no termine por cercenar el fundamental derecho de los humanos a adorar a Dios, reconociendo en él la fuente de la sabiduría sin la que el hombre no puede vivir.
Pidámosle a la Virgen, morada y sede de la Sabiduría, que por el Hijo nacido de su vientre sane nuestras heridas sociales, se curen los enfermos y los heridos en los crueles atentados de estos días, encuentren consuelo las víctimas, y acreciente nuestro amor por los necesitados de solidaria fraternidad humana. Que, por su intercesión, podamos llevar una vida sosegada y en paz, para bendecir al Señor.

Almería, Santuario de la Virgen del Mar
26 de agosto de 2017

+Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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