SOLEMNIDAD DE
Ordenación de Diáconos
Córdoba, Catedral, 8, XII, 2005
1. «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas». Con estas palabras del salmo 97 la liturgia de la solemnidad de
En esta mañana parece oportuno recordar que lo que la Iglesia ha afirmado siempre sobre el culto a los santos, puede aplicarse con más propiedad a
La solemnidad de
2. La fe de la Iglesia nos recuerda en esta mañana que
Esta verdad de fe, que hunde sus raíces en
3. En la oración colecta hemos confesado esta verdad dirigiéndonos al Padre: “Oh Dios, que por la concepción inmaculada de
La concepción inmaculada de María significa que el eterno proyecto de Dios, un proyecto de bondad y belleza, no fue del todo frustrado ni fatalmente aniquilado con la aparición del tentador y sus malas artes ante las que Eva sucumbe. Los Santos Padres han visto en el relato bíblico del pecado de Eva, que hemos escuchado en la primera lectura (Gén 3,9-15.20), la antítesis de la escena evangélica de la anunciación, de manera que, como nos dice San Ireneo, lo que Eva destruyó negándose a colaborar en el proyecto de Dios, María lo restauró obedeciendo su plan de salvación.
María, por su obediencia al plan de Dios, hace posible la Redención de Cristo. Por ello, es el modelo de la vida piadosa y santa, inmaculada e irreprochable a la que nos ha convocado el apóstol San Pablo en la segunda lectura. La santidad, que es en María una feliz realidad obra de la gracia, debe ser en nosotros un anhelo y una llamada incesante al esfuerzo y a la conversión continua confiando en la ayuda de Dios.
4. En los comienzos de un nuevo Adviento, que nos prepara para acoger al Señor que viene, María es guía y compañera de nuestra peregrinación esperanzada. El relato de la anunciación (Lc 1,26-38), un verdadero diálogo entre la llamada de Dios y la libertad de María, nos muestra cómo lo imposible puede hacerse posible. Lo imposible se hace posible cuando aceptamos el plan singular diseñado por Dios para cada uno de nosotros, renunciando a ser como Dios, la vieja y única tentación del hombre.
Cada uno de nosotros sabemos mejor que nadie cuáles son las frutas prohibidas del árbol de nuestra vida, los sucedáneos con los que tantas veces tratamos de sustituir a Dios. Son nuestras ataduras y apegos, nuestros complejos y miedos cobardes, ante los que podemos sucumbir hasta esclavizarnos. Pero podemos también abrirnos a Dios para decirle como María: lo que Tú tienes pensado para mí, para mi propia felicidad, deseo con todas mis fuerzas que se cumpla, que se haga en mí según tu Palabra. Importa menos que yo lo entienda íntegramente y al instante. Importa únicamente que yo me deje guiar por Tí, acogiendo tu plan salvador sobre mí.
En la solemnidad de su Inmaculada Concepción, María nos enseña la docilidad y la acogida de la gracia de Dios. Por ello, esta fiesta no nos distrae en nuestro camino de Adviento. Más bien nos adentra en su verdadero significado: recibir en nuestro corazón y en nuestra vida al Dios que viene a dar respuesta a nuestras preguntas, a vendar nuestras heridas, a desatar nuestras ataduras, a poner al sol de su gracia todas nuestras ansias más nobles de felicidad, para que participando de su vida, junto con nuestros hermanos, podamos en verdad ser bienaventurados.
5. En la oración sobre las ofrendas vamos a pedir al Señor que así como a ella [a María] la guardó con su gracia limpia de toda mancha, nos guarde también a nosotros, por su poderosa intercesión, limpios de todo pecado. Pedimos en definitiva al Señor que el pecado no sea la palabra final, fatal y última en nuestra vida, sino que haya otra palabra infinitamente más noble y hermosa que todas nuestras huidas y claudicaciones. Si la infidelidad desobediente de Eva nos condujo a la tentación y nos debilitó hasta hacer posible el pecado en nuestras vidas, la fidelidad obediente de María ha permitido que hoy y siempre recibamos el sacramento que nos robustece y repara en nosotros los efectos de aquel primer pecado del que fue preservada de modo singular en su concepción
6. En esta mañana reconocemos con admiración y asombro todas las maravillas obradas por
Queridos candidatos: tenéis el privilegio de recibir el diaconado en la más hermosa de las fiestas marianas. Que María sea siempre el espejo en el que os miréis. Gracias a su cooperación y a su consentimiento (Lc 1,38), «el Verbo se hace carne» y «planta su tienda entre nosotros» (Jn 1,14). En la anunciación, la Virgen se deja inundar y envolver por el Espíritu, acoge en su seno al Salvador y se consagra, en una dedicación total, plena, exclusiva y definitiva a la persona y a la obra y misión de su Hijo (LG 56).
El fiat de María es el paradigma de vuestra respuesta a Dios que os ha elegido para colaborar en su proyecto de salvación. La actitud de María fue la fidelidad plena, la consagración del corazón, de la voluntad y de la mente y la obediencia de los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Lc 8,21). María es modelo de acogida de la Palabra que la Iglesia hoy os encomienda proclamar. María es modelo de la disponibilidad que en esta mañana os pide la Iglesia al aceptar solemnemente vuestro propósito de vivir el celibato apostólico como signo de vuestra entrega a Jesucristo, con el que queréis configuraros, y de vuestra entrega al servicio de la Iglesia.
María en Caná, en la Visitación a Isabel y al pie de la Cruz, en la que tiene presente a toda la humanidad necesitada de redención, es también modelo de servicio, actitud consustancial al orden sagrado que dentro de unos momentos vais a recibir. En esta mañana, escuchad como especialmente dirigidas a vosotros estas palabras del Señor: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Este es el norte de todo ministerio ordenado en la Iglesia: ser servidores humildes y fieles de Jesucristo, el Señor; ser servidores, abnegados hasta la extenuación, de la comunidad cristiana; ser servidores de la fe, de la verdad que salva, del encuentro de los hombres con Dios; ser servidores del Evangelio de la esperanza, de la comunión, la reconciliación y la paz; ser servidores de los más débiles, de los más despreciados y necesitados, acogiéndoles y cuidándoles con el estilo del Señor.
En esta mañana tenemos otro motivo para dar gracias a Dios: hoy se cumplen cuarenta años de la clausura del Concilio, Vaticano II, el mayor acontecimiento, sin duda, en la vida de la Iglesia del siglo XX, un auténtico don de Dios para su Iglesia, que debe continuar siendo el principio inspirador y la brújula de la acción de la Iglesia en el nuevo Milenio. «Con el pasar de los años -nos dijo el Papa Benedicto XVI nada más ser elegido para el ministerio de Supremo Pastor- los documentos conciliares no han perdido actualidad; por el contrario, su enseñanzas se revelan particularmente pertinentes en relación con las nuevas necesidades de la Iglesia y de la sociedad globalizada». La finalidad del Concilio, en palabras del Papa Juan XXIII que lo convocó, fue «inyectar en las venas de la humanidad… la fuerza perenne, vital y divina del Evangelio». El punto de partida, la ruta y meta del Concilio no fue otra que Cristo, como declaró Pablo VI en la apertura de la segunda etapa conciliar: «Cristo es nuestro principio,; Cristo es nuestra guía y nuestro fin… Que no brille sobre esta asamblea otra luz sino Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestras mentes fuera de las palabras del Señor, nuestro único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles; que ninguna otra confianza nos sostenga sino aquella que fortalece mediante su palabra, nuestra frágil debilidad».
Cristo y la evangelización del mundo contemporáneo fue, en efecto, el programa del Concilio y debe ser también el programa, queridos candidatos, de vuestro ministerio en ciernes. Pedimos a la Virgen que seáis fieles a estos dos amores, al tiempo que os encomendamos a su maternal intercesión. Que ella nos ayude a todos a acogerlo en las fiestas que se acercan y que prepare también vuestro corazón para el gran encuentro con Él en el día ya cercano en que recibiréis el don magnífico del sacerdocio. Así sea.
+ Juan
Obispo de Córdoba